Por Ariel López Alvarez
19 de noviembre de 2010
A veces se llega a tener en mano textos tan interesantes como precipitados en su publicación, que no hacen más que evidenciar que desgraciadamente los autores no se dieron a la tarea de discutir y someter a la crítica los puntos de vista que sostienen, antes de verlos impresos; sucede con frecuencia, sobre todo en las obras que se lanzan para aprovechar alguna coyuntura social. Sin lugar a dudas, en ellas se encuentran deslices de admirarse, como los que pululan entre las interesantísimas entrevistas que Andrés Oppenheimer integró en su libro “¡Basta de historias!”.
Antes de empezar a comentar mis diferencias y coincidencias con Oppenheimer,argentino de nacimiento y columnista del Miami Herald, quisiera enlistar una serie de ideas que he logrado entender gracias al contacto con maestros, algunos de aquellos que Oppenheimer acusa de causa primera de nuestras desgracias nacionales:
i) Entiendo por educación el conjunto de formas de enseñanza que una sociedad emplea para transferir a sus miembros sus conocimientos, destrezas, habilidades, valores, costumbres; así como su idioma, idiosincrasia, visión de futuro y, en general, toda la riqueza de su cultura y de la universal;
ii) Estoy de acuerdo con los que opinan que hay que poner a la educación en el centro de la agenda política nacional, y que hay que esforzarse permanentemente por alcanzar mejores resultados, pero sin hacer responsable sólo a la educación de todo cuanto nos pasa;
iii) Las políticas educativas deben velar por la educación general de la mayoría, a la vez que deben contar con los medios para impulsar las especializaciones, justo ahí donde se demanden –no deben darse las confusiones como las de Oppenheimer, quien no diferencia a la educación general de calidad con la educación especializada de calidad. La primera es esencial porque en los primeros años educativos nos prepara para afrontar los problemas de la vida (la imagino tan universal como fuera posible) y la segunda es muy específica porque tiene intención de hacernos capaces para desempeñar trabajos y creatividades que se hacen cada vez más complejos en el mundo-;
iv) En México hemos llegado a un punto en el que es impostergable garantizar los medios para que cada vez más y más nacionales alcancen un alto nivel educativo que permita hacer competitivas nuestras empresas a nivel internacional. Es imperativo insertar a grupos especializados en los liderazgos de la innovación tecnológica;
v) Nuestro reto de alcanzar una educación básica de calidad no debe significar la expulsión de todos aquellos que no cumplan con los parámetros de exigencia;
vi) Los buenos resultados educativos no dependen únicamente de los maestros, programas educativos y recursos; además, es necesaria la participación de las familias y los grupos sociales;
vii) Redoblar esfuerzos educativos en las aulas no significa dejar a los jóvenes sin vacaciones. Después de cumplir con las responsabilidades escolares el tiempo para el ocio es necesario para el desarrollo de aptitudes e integración social.
viii) También creo que las evaluaciones nacionales y las pruebas internacionales llegaron para quedarse y ser una guisa más para elevar la calidad educativa; que sus resultados serán más útiles siempre y cuando reflejen el verdadero nivel educativo que se tiene, sin maquillajes; y que esos resultados no se debieran comparar públicamente, porque empiezan las selectividades cuando la sociedad compara, y entonces se corre el riesgo de que las buenas escuelas se conviertan en mejores escuelas, y las malas escuelas se hagan peores.
Decía que, en lo personal, admiro osadías como la del periodista Andrés Oppenheimer, quien en su nuevo libro “¡Basta de historias!”, entrelazando información interesantísima, escribe infinidad de joyas de pobre filigrana, como la siguiente: “¿Es saludable esta obsesión con la historia que nos caracteriza a los latinoamericanos? ¿Nos ayuda a prepararnos para el futuro? ¿O, por el contrario, nos distrae de la tarea cada vez más urgente de prepararnos para competir mejor en la economía del conocimiento del siglo XXI?”.
¡Vaya!, primero, ¿dónde están todos aquellos a los que se refiere Oppenheimer que yo no he tenido el gusto de saludarlos por doquier? Tal vez pudiera ser al contrario de cómo lo ve el periodista, ojalá y pudiéramos constituirnos como una de esas sociedades que gustaran con avidez de conocer y repensar su historia, la de sus familias y la nacional; estoy seguro de que elevarnos al estadio de una sociedad que se identificara en su pasado nos daría identidades regional y nacional tales que ayudarían a librar un sinfín de escollos que vulneran nuestra cohesión social y los afanes de progreso. Segundo, el conocimiento es historia misma; es impensable querer preparar nuevas generaciones sin saber qué se ha hecho en las materias que deseamos profundizar. Tercero, en lo personal no estoy en contra de la competencia, sino de que en aras de ella las sociedades se destruyan internamente y de que los individuos perdamos nuestra identidad. En adición, probablemente se debe revalorar la experiencia y sabiduría de nuestros antepasados cuando se preocuparon en considerar que si compartían y nos enseñaban a compartir una misma historia, la “historia patria”, se continuaban tendiendo los lazos de hermandad de una nación.
Hombres de mundo como Oppenheimer –en el sentido de que viajan mucho- nos proveen datos relevantes en sus publicaciones; lo criticable es que, desconocedores de la profundidad de la materia de la que tratan, a veces incluyen opiniones que confunden a los lectores. En lo personal me es difícil comprender un sinnúmero de comparaciones que hace, como esta: “Cuesta creerlo, pero países relativamente jóvenes como México y Argentina tienen porcentajes mucho más altos de jóvenes estudiando historia y filosofía que países como China, que tienen una historia milenaria y filósofos como Confucio que han revolucionado el pensamiento universal”.
Al proporcionar información valiosa del trabajo académico de algunas universidades asiáticas, me parece que el periodista internacional equivoca su interpretación del por qué algunas universidades latinoamericanas lucharon por la autonomía, y a ésta la hace culpable de no permitir que académicos de prestigiadas universidades estadounidenses y europeas participen en la formación de los alumnos. Francamente desconozco si nuestras universidades pudieran, como en China, pagar la mitad de su plantilla docente de catedráticos de las mejores universidades de Estados Unidos. Por otra parte, probablemente las autonomías universitarias no sean del todo exitosas hoy día; pero, ante las democracias endebles del siglo XX, lograron detener los arribismos en la dirección de los destinos de la educación universitaria; han tenido la probidad o calidad moral para ejercer presión sobre los investigadores que desean pasarse la vida investigando qué van a investigar; en muchos lugares han acabado con los maestros que obtenían cátedras como premio a su labor política; han podido continuar sus proyectos educativos con visiones a largo plazo; entre otros aciertos que habría que reconocerles.
Y como tantos más que gustamos del reduccionismo para interpretar nuestro entorno, Oppenheimer, en “¡Basta de historias!”, sesga su visión al acusar a la educación como la única responsable de que las sociedades latinoamericanas mantengan baja competitividad internacional, un magro ingreso per cápita y por ende, que amplios sectores de su población se hallen en la pobreza –aunque afirme que fueron economistas de Harvard quienes llegaron a esa conclusión en el Informe de Competitividad de México 2009-.
Más que como problema, habría que ver la educación siempre como una de las soluciones y, en todo caso, sumar a las causas de la pobreza otras tantas variables más. Y aceptando, sin conceder, su argumento, lo cierto es que en todo momento debería de haber una correspondencia de mano de obra calificada con respecto a las necesidades del mercado laboral; es decir, una sociedad ha de resolver tareas impostergables en el rubro de la multiplicación de las inversiones y reinversiones hacia la planta productiva antes de lanzar al mercado laboral cientos de miles de ingenieros–como sugiere Oppenheimer-, que sin garantía de trabajo no tendrían empleo en su profesión, por más cualificados que se encontraran. En el caso de nuestro país, además de tratar siempre de mejorar la calidad de la educación, México necesita atraer y dar certidumbre a los grandes capitales, apostarle a la innovación tecnológica y sus patentes para no tener que ofrecer salarios de hambre que compitan con los que se ofrecen en Asia y, por qué no decirlo, también los mexicanos debemos cumplir con nuestras cargas impositivas, las que evadimos tanto como podemos.
En mi clara ignorancia de cómo las sociedades han educado a sus integrantes, llegué a pensar en una ocasión que un país podría llegar a ser más próspero reduciendo o eliminando las vacaciones de los estudiantes. En ese mismo error cae Oppenheimer cuando cita que el año escolar en Holanda, Tailandia y México es de aproximadamente 200 días, y que en Estados Unidos es de 180 días; y se admira porque los chinos y los coreanos han reducido sus vacaciones hasta casi eliminarlas en las escuelas de élite. Ese argumento puede resultar más falso que cierto, porque el “ocio”, para cualquiera, después de haber realizado las tareas cotidianas, después de haber cumplido con sus responsabilidades, se convierte en un tiempo valioso para la convivencia familiar y comunitaria, y ayuda a los jóvenes estudiantes a formarse como sujetos sociales; así como para descubrir sus vocaciones y permitirse realizar tareas distintas o complementarias a las de las aulas.
Reconozco mis limitaciones cuando encuentro la admiración de Oppenheimer ante las declaraciones del director del Centro para el Desarrollo Internacional de Harvard, Ricardo Hausmann, cuando éste resalta que “India tiene mucha gente analfabeta, pero cuenta con 50 veces más gente altamente capacitada que México. De ahí que a México se le hace cada vez más difícil competir”. Siendo así las cosas, no veo en qué afecta preocuparnos porque la educación básica llegue a todos y que se eleve en calidad –en nuestra valoración de la realidad eso es darles dignidad a los individuos-. E insisto que el esfuerzo por contar con más y mejores especialistas de alto nivel se ha de relacionar directamente con las necesidades de una planta productiva demandante, ¿Oppenheimer y los harvarianos ignoran que no hemos podido ser competitivos con los bajísimos salarios que pueden garantizar los asiáticos para bajar los costos de producción y aumentar las ganancias? En lo personal me he quedado con el pendiente de que el periodista internacional refiera las lamentables condiciones de vida en la China continental que, por cierto, están bastante documentadas.
¿Por qué sería recomendable leer “¡Basta de historias!”, de Andrés Oppenheimer? Bueno, después de que algunos amigos lo hemos revisado en estos días, un maestro me decía tres cosas: Primero, las ideas contenidas parecieran ser lo que los gobiernos latinoamericanos de la derecha no han de poder decir abiertamente con respecto de la orientación de la política educativa que desearían impulsar; segundo, a través de sendas entrevistas a ex funcionarios mexicanos, el capítulo del libro dedicado a la educación en México refleja los problemas que se dan en las alianzas, cuando ideológicamente los actores políticos se repelen y; tercero, pareciera “concitar” el interés hacia la visión pro empresarial que debe dársele a la educación. Este último punto no es menos importante, pues el libro en comento, para cualquiera que no haya leído otros textos sobre el problema educativo en Latinoamérica, cumple a cabalidad su función: concita, es decir, provoca inquietudes y rebeldías en el ánimo de los demás.
Otro maestro me hablaba de que esta obra podría ser una muestra de la orientación educativa que viene de fuera para los tiempos modernos. Aquella que preconiza que no interesa si tendremos capacidad para absorber la mano de obra calificada que se eduque en México, porque de cualquier manera habrán de existir grandes oportunidades en el extranjero para todos aquellos profesionales que la planta productiva mexicana no pueda emplear.
Por cierto, cuando estaba escribiendo esta última parte leía de Sergio Sarmiento, en su columna para Reforma del pasado 18 de octubre, que “Si en el año 2000 ya 411 mil mexicanos con nivel técnico o superior vivían en el exterior, esta cifra ha aumentado a un millón 39 mil en 2010, según el Subsecretario de Educación Superior, RodolfoTuirán. Uno de cada 10 técnicos superiores o licenciados y uno de cada cinco doctores mexicanos viven en EU. La mitad se formaron en México”.
Pero, ¿qué tan radical puede llegar a ser la mentalidad empresarial para la planeación educativa? Al respecto parecen esclarecedoras las declaraciones de la senadora panista Teresa Ortuño, publicadas por La Jornada del pasado 21 de octubre, quien en reunión con otros legisladores afirmó que aquellos maestros que reprueben en las evaluaciones “deben salir del sistema educativo”, en consideración a que “nos sale más barato liquidarlos generosamente, porque al país le cuesta mucho más mantenerlos en el sistema que darles otra opción (laboral)”.
Contrario sensu está la opinión de maestros que han estudiado el fenómeno educativo, los que opinan que antes de aplicar acciones extremas que pudieran implicar despidos sería necesario analizar las condiciones del sistema educativo mexicano, en su equidad y cobertura.
En fin, no cabe duda de que en el mundo ha ido en decadencia la visión liberal de grandes pensadores como John Stuart Mill; acaso sea por el emergente pragmatismo que ya percibía Fukuyama a finales del siglo pasado. Por cierto, la diferencia entre Fukuyama y Oppenheimer es que Fukuyama sólo observaba cómo las ideologías se difuminaban en el entramado social; mientras que Oppenheimer, en ¡Basta de historias!, permea la idea activa de lo trascendente que pudiera ser para una economía nacional el que sus miembros perdieran la memoria histórica y, por ende, su memoria social.
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