Cuento de Rodolfo Calderón Vivar
Dedicado a Otsare Zenitram Soirrab
Era viernes, el día más corto de la semana cuando se estudia un posgrado. Quien sabe porque insanas razones la semana apenas si le alcanzaba para otros menesteres y por eso Pedro Salvatierra veía llegar el viernes como el día más intenso de una carrera contra el tiempo.
La lectura era abierta ya en serio hasta el jueves por la noche, pero el repaso no era más que un ojeo interrumpido por otras cosas tan inesperadas como apretar un tornillo flojo de la repisa, atender la más reciente noticia sobre las muertas de Juárez, decidir si tomar un café o un té caliente, pensar en Ramona, en porque papá se fue y dejó el cucú mal puesto o algo así según se escuchaba en la radio.
Hasta el viernes comenzaría el trabajo arduo. Una frase por aquí, un pensamiento por allá, cinco o seis paquetes de copias dispuestas de manera estratégica sobre la mesa y una computadora despierta, intensamente despierta hasta el cuarto para las seis de la mañana del sábado.
Cada teclazo habría de venir de la inspiración del Espíritu Santo, con todo y lenguas de fuego, digo por las quemadotas de lengua provocadas por el café caliente que, a las dos, habría que tomarse como una subrepticia medida para no quedarse dormido.
"Chin, éstos del escalafón", musitaba de vez en cuando Pedro Salvatierra, molesto porque en estos tiempos para obtener el siguiente nivel de puesto se requerían estudios de grados, posgrado y ultraposgrado. "Tan fácil que era antes, sólo acumulando comisión tras comisión, guardia tras guardia, marcha tras marcha, borrachera tras borrachera. Ah, que pinches estos de la OCDE, violando la soberanía de la educación en México", remataba mientras volvía a leer Chadwick, página 61, para entender esa araña esquemática de lo que es un modelo de instrucción.
Hoy, en la escuela, casi todos tenían grado de doctores, o al menos una maestría y sólo un despistado, el conserje, un diplomado. Así engrosaban las estadísticas de la Secretaría de Educación, siempre dispuesta a ser divulgadas para mostrar a la ciudadanía que era medible el avance de la calidad educativa en el estado, representado por el número de Maestrías y Doctorados alcanzados por su personal académico en los últimos años.
"Después de todo, se ha de sentir tan bonito que te digan Doctor", se motivaba a sí mismo el bueno de Salvatierra comenzando a teclear los párrafos de su ensayo, no sin dejar de pensar en el profesor Soto Culebro que con todo y doctorado no dejaba de escribir una que otra conjugación del verbo haber sin la consabida hache. Pecata minuta, era Doctor, y el esplendente diploma, rodeado por un costoso marco luminosamente dorado, adornaba el centro de la pared, atrás de su escritorio en la Secretaría, junto con otros más o menos ostentosos pero no menos importantes para demostrar que curriculum había.
"Pobre Culebro, lo bueno que el doctorado se lo pagó la Secretaría, si no, daría pena ajena corroborar que los estudios le sirvieron para dos cosas: comprar un cuadro costoso y nunca más volver a dar un teclazo en su vida para escribir sobre la educación", pensó nuevamente Salvatierra, no sin un dejo de envidia porque el Doctor mencionado era su jefe.
Además, Pedro se sentía por encima de muchos otros compañeros que a duras penas escribían en las modernas computadoras que adornaban el amplio espacio de la oficina donde trabajaban de 8 a cuatro de la tarde. Él si sabía manejar paquetería, Excel, Word, Power Point y le hacía, con mucho ahínco, al ejercicio de comunicarse en las redes sociales. Que si no. Por eso dejaba todo para el último día. Que le duraba hacer un trabajo de 15 cuartillas en una desmadrugada.
Eran las ventajas del dominio de la tecnología. Hasta ya se estaba convirtiendo ducho en el dominio de la estadística, pues recurría al formulario automático de Excel para sacar la desviación estándar sin detenerse en el embrollo de sacarle la raíz cuadrada, piedra insalvable cuando la estadística se resolvía únicamente con cálculos escritos con un lápiz que empequeñecía su punta, después de los múltiples borrones efectuados por Pedro Salvatierra en uno sus cursos de la Escuela Normal.
Eran las tres de la mañana, a la mitad de su trabajo, cuando le sobrevino la desgracia. Un tronido del transformador de la calle y el vecindario quedó a oscuras. Justo cuando estaba puliéndose más en su trabajo. Encorajinado se asomó por la ventana y apenas si pudo ver los últimos chispazos del poste, señal del fatal corto circuito que interrumpiría la luz de la cuadra por más de doce horas.
Entonces se acordó de su compañero de escritorio, el profesor Nemesio, hábil para eso de las cuentas y las matemáticas que, alguna vez, descubrió que Pedro ni aún usando la computadora dejaba de cometer uno que otro error en los cálculos de la eficiencia terminal de las escuelas de la zona urbana, cada semestre.
En la oscuridad, desconectado de su trabajo y del cordón umbilical del saber de su aparato digital, creyó escuchar otra vez la voz del viejo mentor casi gritándole:
"Ay, Pedrito. No cabe duda que la mejor tecnología de punta en el mundo sigue siendo la tecnología de la punta del lápiz. Esa nunca te falla cuando se va la luz".
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