lunes, 10 de marzo de 2014

Editorial


Lectores multiculturales


Amable lector, lectora, al cierre de esta edición -12:18 a. m., del 7 de marzo- las visitas al blog www.tlanestli.blogspot.com contabilizaban 98,718 procedentes de diversos países. Entre las principales fuentes de acceso se registran: México 56,736, Estados Unidos 9,400, Ecuador 4,331, Colombia 3,830, Argentina 3,176, España 2957, Venezuela 1851, Perú 1053, Chile 940 y Francia 802. El 7 de septiembre de 2010 al editar el ejemplar número uno de Tlanestli iniciamos con la Misión de divulgar contenidos educativos, literarios y culturales producto de analistas e investigadores  críticos, que provocaran la reflexión en los lectores, y los motivara a contribuir en la solución de la problemática social, y la Visión de constituirnos en una publicación como espacio de discusión, en donde las intersubjetividades de lectores e investigadores generaran nuevo conocimiento. Sería muy pretensioso afirmar haber logrado tales propósitos, sin embargo, es insoslayable el esfuerzo por alcanzar los propósitos, propósitos asumidos como propios en cada uno de los colaboradores –incorporándose paulatinamente al proyecto: literatos, investigadores, poetas. Es muy satisfactoria la respuesta de Usted, apreciado lector, lectora, agradeciendo su aceptación al consultar el espacio virtual, la versión en formato pdf, o el ejemplar impreso. Con este ejemplar número 43 buscamos cumplir algunas de sus expectativas y llegar a las cien mil visitas: gracias.

La imbricación discursiva: tres miradas de lo otro

TEMAS Y AUTORES
Silvestre Manuel Hernández
Coordinador del Consejo Editorial de Tlanestli. Amanecer.
Investigador de Ciencias Sociales y Humanidades,
UAM-I, Ciudad de México
silmanhermor@hotmail.com

La segunda mitad del siglo XX nos legó un corpus teórico–literario cuyas raíces se encuentran en el Cours de linguistique générale (1915) de Ferdinand de Saussure, en la fenomenología husserliana, el formalismo ruso, el estructuralismo de corte antropológico de Claude Lévi–Strauss y en la develación de “la muerte del autor” hecha por Roland Barthes. Las tesis de cada instancia dieron la pauta para analizar el fenómeno literario desde distintos enfoques: 1. lo puramente verbal, es decir, la búsqueda del significado de las prácticas lingüísticas; 2. lo que no aparece de forma expresa en el lenguaje–discurso, pero se presupone su sentido o ser; 3. los elementos formales del lenguaje literario, lo poético; 4. las relaciones de parentesco en tanto elementos significativos pertenecientes a un sistema social y cultural; 5.  la sustentación de que no hay un autor–sujeto como tal, ostentado en las obras literarias, sino lo que caracteriza a la novela, a partir de Honoré de Balzac con Sarrasine, es que “[…] la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen: la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco y negro en donde acaba por perderse toda identidad del cuerpo que escribe”.[1] En términos concretos, el lenguaje y los discursos remiten a otros lenguajes y otros discursos. La polisemia se instaura y el teórico e investigador forja nuevos modelos interpretativos de la obra literaria, de su contexto y de su valía estética.
     A partir de estos referentes, y de otros muy puntuales y justificados, Ivonne Flores Caballero realizó una investigación que da por resultado el libro El cruce de las fronteras en la escritura de Óscar Acosta, Mario Bencastro y Esmeralda Santiago.[2] El texto se inscribe en los estudios latinoamericanos, en esa conjunción de pensamiento, literatura, historia y política que denota cierta forma de ser y hacer del hombre latinoamericano, que dialoga con Europa o los Estados Unidos de Norte América, con un lenguaje y una cultura que se re–apropia a través de la producción literaria, artística e intelectual, por medio de la cual expresa “su mundo”, su interioridad, su idiosincrasia, su afianzamiento ante el otro y su axiología que lo diferencia y reconoce ante–sí. A esto, la autora agrega una perspectiva social y un trasfondo antropológico–literario, para complementar las teorías posestructuralistas y poscoloniales que están en la base formal de su análisis.
     Flores Caballero deconstruye y re–crea las cuestiones primarias de las obras de tres escritores binacionales y biculturales: Óscar Acosta, La autobiografía de un búfalo prieto; Mario Bencastro, Odisea del Norte y Viaje a la tierra del abuelo; Esmeralda Santiago, Cuando era puertorriqueña y Casi una mujer. La estructura del trabajo se apega a tres conceptos nodales: la cultura, la ideología y la revalidación que ocupa el sujeto en el mundo, en tanto subalterno: el otro y el desplazado.
     La autora divide su libro en tres capítulos: “Identidad versus otredad”, “El desplazamiento… ¿al norte o al sur?” y “Espacios de representación”. Intelecciones que entiende como una denotación literaria–social–antropológica donde se establecen los nexos y diferencias entre lo real, lo imaginario y lo simbólico. Con esta formulación, aborda los problemas de identidad–otredad de los personajes–autores, las variaciones socio–culturales y del imaginario, los viajes internos y externos, las fronteras físicas y abstractas, la hibridación y/o asimilación de la cultura–escritura, la intraterritorialidad y la extraterritorialidad novelada y concreta.[3]
I. La identidad
El proceso identitario está sustentado en la interrelación discursiva de dos “visiones del mundo”, o dos formas comportamentales con respecto a una realidad que puede actuar de tal o cual manera en situaciones y espacios de acción, públicos y privados, establecidos.
    De acuerdo con lo anterior, y con los objetivos y capitulación de El cruce de las fronteras, encuentro tres líneas de investigación para hablar de la identidad en las obras de Acosta, Bencastro y Santiago:
a. El enfrentamiento de dos lenguas en un sujeto narrativo que aprehende a nominar las cosas y los hechos de acuerdo con el lugar donde se encuentra. Lo cual genera una delimitación espacial del uso del lenguaje en situaciones concretas: vínculos entre los personajes centrales y los otros: chicanos y estadounidenses, puertorriqueños y estadounidenses, salvadoreños y estadounidenses.
b. Direccionalidades identitarias con base en lo que se es y a lo que se quiere o impulsa a ser. Los protagonistas aparecen como seres en proceso que descubren al otro, las costumbres y el “valor” de incorporarse a una cultura a partir de la contraposición de dos “capitales simbólicos” (el propio y el gringo). Donde, aclara nuestra autora: “El Otro es percibido como un actor irreal estereotipado o asociado a un principio metasocial: el mal, la decadencia, el diablo; en el proceso de aceptación, la otredad puede ser también asimilada, neutralizada o disfrazada” (p. 43).
c. De forma velada, hay un infradiscurso que exalta las bondades del sistema norteamericano e “invita” a afirmarse en él, a identificarse con él.
    Estas perspectivas permiten decantar la identidad en tanto construcción de sentido de pertenencia a una denotación física y conceptual nombrada chicanidad, puertorriqueñidad y salvadoreñidad, las cuales pueden tomarse como referencias discursivas con una implicación artística y social.[4] Son “referencias enunciativas” sin sujeto de la enunciación, pues no se define ni trasluce el “ser chicano”, “ser puertorriqueño” y “ser salvadoreño”, es decir, en las novelas no se plantea de forma directa (en términos ontológicos) esta cuestión. Pero se puede “construir”, discursivamente, a través de la contraposición de los espacios de acción de los sujetos. Por ejemplo, los modos de hablar y las referencias lingüísticas, cuando se alude  a familiares, a miembros de la comunidad o a estadounidenses. En cada uno de estos espacios, se aprecia que el uso de la lengua no es un simple acto de habla, sino un cuerpo discursivo con un peso semántico–social muy importante, debido al “mundo” o problemática que en uno u otro aspecto se refleja.
     Ahora bien, tanto la identidad colectiva como la individual, se definen a lo largo de las interacciones dialógicas operadas en los espacios sociales. Lo mismo ocurre con el sentido de pertenencia. Y, esta, puede darse como una identificación con cierto estilo de vida, que no sólo es económica, sino mental y ética; es decir, la “identificación” implica una toma de posición y convencimiento sobre preceptos e ideas que guían a la comunidad.
     No es algo nuevo decir que a través del intercambio discursivo se establece un corpus simbólico entre los miembros de una comunidad, el cual está integrado por imágenes, ideas, valores, que ayudan a la construcción de las representaciones del individuo como persona y como miembro de un grupo, comunidad o nación. Y, gracias a los usos de la lengua, la constitución de la cultura,[5] necesaria para la afirmación identitaria, se condensa y estetiza en obras literarias.
    En las autobiografías que indaga Ivonne Flores Caballero, se puede hablar de una dimensión locativa de la identidad, debido a que las familias de los protagonistas pueden ser ubicadas en un campo de acción (y simbólico) distinto al determinante de la comunidad anglosajona. Esto, como consecuencia de que en las sociedades modernas no hay un universo simbólico unitario que de sentido a todos los ámbitos de acción del ser humano; por ende, no hay identidades que agrupen a todos los sujetos, y sí individuos forjadores de su identidad.
    Al respecto, la autora deconstruye la identidad a través de: el sujeto como el otro, el cuerpo, el vestido, el nombre, la comida, la religión, la música, el hogar, la familia, la patria y la escritura. Sobre lo último, hace suya una formulación de Graciela Montalvo:
La escritura, como operación territorializadora, manifiesta su naturaleza esencialmente política y se constituye en una maquinaria generadora de metarrelatos de legitimación de los procesos de apropiación del espacio, ordenando sus proyecciones desde categorías unificadas que se definen políticamente en centros y periferias, metrópolis y colonias, naturaleza productiva y desiertos, civilización y barbarie (p. 94).
      La identidad puede apreciarse como la dimensión subjetiva de los actores sociales, es decir, el punto de vista que se tiene sobre sí mismo, lo cual es distinto a la personalidad o al carácter, también creados subjetivamente. En términos generales, puede definirse como un reconocerse en ciertos valores, actitudes e imágenes que forman rasgos operacionales y codificables que marcan las fronteras simbólicas de interacción social. Así, una identidad se afirma en la medida de su interacción con otras identidades: México–Estados Unidos, Puerto Rico–Estados Unidos, El Salvador–Estados Unidos.[6] Es un proceso social donde el individuo se reconoce como parte de una identidad,  en cuanto se reconoce/contrapone en otra identidad.
     Asimismo, la estructura identitaria parte de un principio de diferenciación donde los sujetos se autoidentifican gracias a la diferencia que tienen con otros sujetos o grupos sociales. Estas diferencias parten del reconocimiento de saberse hombre/mujer, blanco/negro, latino/anglo, etc. Hasta las tomas de conciencia del uso y función del lenguaje propio, así como el capital simbólico–cultural que le ha dado un  lugar en un grupo social. El otro componente de la estructura identitaria es el principio de integración, aquí, las diferencias se subsumen en aras de la unidad–identidad del grupo.
II. La autobiografía y la frontera
A partir de la interrelación de las tesis expuestas en el libro de Flores Caballero, y de las citas de los autores en estudio, puedo argüir que uno de los rasgos semánticos de la escritura autobiográfica es su condición de “documento objetivo”, producto de la subjetividad, mediante el que se testimonia la existencia real de una persona y del grupo al que se pertenece. En este género, se tiene la intención de que lo presenciado no desaparezca con el relator; para lo cual, el discurso se sustenta en cierto valor de verdad o principio de verosimilitud, así como en la referencia a hechos concretos, lugares y fechas que, en el fondo, avalan la veracidad de la narración. Piénsese en que la memoria va dejando rastros, directos o indirectos, del quehacer humano vertido en la escritura. Y, ya en el interior, la “ficción autobiográfica” se hunde en la realidad humana vuelta experiencia estética.
    En esta vertiente, por medio de “la mirada en el espejo”, de la contemplación de la imagen de uno mismo y de la devuelta por los demás, el individuo aprende, de este modo, a valorarse no sólo en función de los otros, sino como un otro, un cuerpo que le pertenece aunque no siempre se identifica con él, una imagen que proyecta voluntaria e involuntariamente a los demás, creando entre el yo consciente, que se siente, y el yo social, que los otros ven, ese espacio autobiográfico en el que se podrá rectificar mediante la narración, “la imagen que los demás tienen de uno y que va conformando el autoconcepto que crea el sujeto. Por comparación con los otros, en comparación con ellos, también se va construyendo la personalidad del individuo”.[7]
    En estos menesteres se adentra el aparato crítico de la autora, para esclarecer los peldaños de la interiorización del sujeto, refractarlo en los espacios, reales y simbólicos, por donde los protagonistas de las novelas transitan. Hasta llegar a la dilucidación de los gentilicios chicanidad, puertorriqueñidad y salvadoreñidad; desde el desplazamiento geográfico, hasta el recorrido interno de los escritores a través de sus personajes. Dejando entrever que la escritura de Acosta, Bencastro y Santiago, no es ajena al contexto social clasista–benefactor, a las relaciones de poder, de propiedad o de género, que impregnan el modus vivendi norteamericano. Así, tanto la estructura de las obras en estudio, como la estructura de El cruce de las fronteras, plasman la otredad a partir del reconocimiento de la mismidad, de esa confluencia discursiva que aprehende subjetividades cuando reconoce y crea universalidades literarias: lo universal a través de lo particular, algo sobre lo que ya había reflexionado Wolfgang von Goethe.[8]
     La cuestión de la frontera, del espacio, de la representación de un adentro / afuera, de un norteamericano / ilegal, de una nación / extranjeros, de un americano / latino, de un  primer mundo / tercer mundo, lo aborda la autora con formalidad, apoyada en las fuentes biográficas de los escritores y en un aparato crítico pertinente. Pues, “al tratar las fronteras invisibles y simbólicas, dentro del estructuralismo, posestructuralismo y la deconstrucción, el sujeto se constituye a través de su práctica textual, con el lenguaje y la palabra, con los conceptos de fragmentación–unidad, abierto–cerrado, identidades–otredades” (p. 219). Pero, de forma llana, sin que esto represente una simplificación; la frontera, interna o externa, geográfica o simbólica, nos coloca ante lo otro, ante la posibilidad de un reconocimiento que es de ida y vuelta, para sí mismo y para lo que nos confronta. De igual forma, implica dos narratividades: lo que decimos y lo que nos dice, dos sentidos, dos referentes.
   En suma, el libro de Ivonne Flores Caballero, El cruce de las fronteras en la escritura de Óscar Acosta, Mario Bencastro y Esmeralda Santiago, puede analizarse a partir de los siguientes trinomios:
Autor – escritura – personajes
Realidad – obra – cultura
Frontera externa – lenguaje – frontera interna
Discursos – espacio simbólico – identidad
Lo político – lo otro – lo social
    Dentro de los cuales pervive “el origen de todo”, el lenguaje, el verbo; además, sirven de instrumento metodológico para decantar los niveles de investigación de la autora, quien resemantiza la producción literaria del trío de escritores. Durante su exégesis, imbrica discursos, voces y temas, para presentar tres miradas de lo otro: lo escritural, lo cultural y lo identitario. Todo ello, en ponderada armonía con un cuerpo teórico que invita a la discusión y a la confrontación de las obras literarias binacionales y biculturales, pero humanas y estéticas en la plenitud de los términos. Concluye Flores Caballero: “Óscar, Negi y Calixto cruzaron sus límites, que los ubicó no sólo como escritores hispanoamericanos en Estados Unidos de la migración y la diáspora de 1972 a 1999; sino como voces de sujetos, que representados en personajes, alcanzaron el nivel de maestros de la reintegración y recuperación de sí mismos, a través de la obra literaria” (p. 222).


Bibliografía
Barthes, Roland, “La muerte del autor”, en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Trad. de C. Fernández Medrano, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 65 – 71.
Bencastro, Mario, Viaje a la tierra del abuelo. Houston, Texas, Piñata Books, Arte Público Press, 2004, 139 p.
Eckermann, Conversaciones con Goethe. Trad. J. Pérez Bances, Argentina, Espasa–Calpe, 1950, 164 p.
Puertas Moya, Francisco Ernesto, Aproximación semiótica a los rasgos generales de la escritura autobiográfica. Pról. de José Romera Castillo, España, Universidad de la Rioja, 2004, 164 p.
Said, Edward W., “Cultura, identidad e historia”, en Gherhart Schroder y Helga Breuninger (compls.), Teoría de la Cultura. Un mapa de la cuestión. Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2005, pp. 37–53.
Santiago, Esmeralda, Cuando era puertorriqueña. New York, Vintage Books, 1994, 296p.





[1]  Roland Barthes, “La muerte del autor”,  p. 65.
[2]  Publicado por Plaza y Valdés, México, 2012, 261p. ISBN: 978 – 607 – 402 – 477 – 7 En lo sucesivo, cuando me refiera a esta obra, sólo anotaré el número de la página, entre paréntesis.
[3]   El lector encuentra un plus gracias a las ilustraciones y poemas de Wolfgang Ball, quien plasma un mundo en constante diálogo con los referentes del texto de Flores Caballero, con el neofigurativismo y con las sorpresas de la palabra vuelta imagen, pero que en su forma y en su fondo, muestran un valor dialógico, para y para el otro.
[4]  Al analizar la obra de Esmeralda Santiago, Cuando era puertorriqueña, la identidad puede engarzarse en dos esferas: una, la que opera en lo individual de la existencia de Negi con su familia y con el trato con los norteamericanos; otra, el discurso interno que retrata la “forma de ser” de los consanguíneos de la protagonista y de ella misma. Ambas, contrapuestas a los estándares de vida refractados en los diálogos o descripciones de “lo norteamericano”, pero, al final, asimilados al “mundo” anglosajón.
[5]  De acuerdo con los planteamientos de Flores Caballero y de Edward Said, lo que denota la interdiscursividad literaria, así como los contextos a partir de los cuales cada autor escribe, es la hibridación de la cultura; pues, a decir de Said: “Todas las culturas son híbridas; ninguna es pura; ninguna es idéntica a un pueblo racialmente puro; ninguna conforma un  tejido homogéneo. Más aún, todas las culturas incluyen en su constitución una parte significativa de invención y fantasía –mitos, si se prefiere– que participan de la formación y la renovación de las imágenes que una cultura tiene de sí misma”.  “Cultura, identidad e historia”, p. 50.
[6]  Por ejemplo, en la novela de Mario Bencastro, Viaje a la tierra del abuelo, la identidad se expresa a partir de tres instancias: el abuelo, el nieto y la escuela Belmont High; que a su vez se refractan en tres realidades: El Salvador, los Estados Unidos y la familia de inmigrantes. Y, con base en ello, se establece un desplazamiento discursivo de coexistencia a origen, para patentizar cómo se forja un tipo especial de identidad en el protagonista, Sergio.
[7]  Francisco Ernesto Puertas Moya, Aproximación semiótica a los rasgos generales de la escritura autobiográfica, p. 102.
[8]  La primera concepción de la universalidad gracias a lo particular, sin perder lo particular, es de Goethe, quien, el 31 de enero de 1827, conversando con Eckermann acerca de una novela china que leía, le hace saber de las afinidades que encontró en su epopeya en verso Hermann y Dorotea y con las novelas de Richardson. Para luego deducir que la expresión “literatura nacional” no significa gran cosa, debido a que nos encaminamos hacia una época de literatura universal, y cada quien debe empeñarse en acelerar el advenimiento de esa época. Es decir, mientras más particular se es, en tanto que se conoce mejor el uso del lenguaje, más universal se es, porque hay vínculos y esencias lingüísticas comunes a las naciones. Véase Eckermann, Conversaciones con Goethe, pp. 145–151.

JOSÉ EMILIO PACHECO Y SU PLUMA SHEAFFERS




Raúl Hernández Viveros
Cuando apareció mi primer libro de relatos La invasión de los chinos, en 1972, con una nota de presentación de Jorge Rufinelli, le envié por correo postal un ejemplar a José Emilio Pacheco. Hasta este instante, no puedo olvidar sus comentarios que me hizo por la entonces acostumbrada vía epistolar, con la tinta verde de su pluma fuente Sheaffers. Recuerdo que con su caligrafía me recomendaba la importancia de leer El complot Mongol, de Manuel Bernal, novela de intriga  policíaca. A los pocos días de esta lectura,  nació en mí el interés por el conocimiento de este tipo de literatura. Hasta  nuestros días conservo todavía la hoja amarillenta y el sobre con los timbres postales anulados por la fecha correspondiente, y las líneas de José Emilio Pacheco, porque resultó, efectivamente, para mí el primer respaldo hacia mis aspiraciones literarias.
Al poco tiempo, lo invité a participar en el ciclo de lecturas “Aproximación a la poesía mexicana”. Fue hace varias décadas, y José Emilio Pacheco permaneció un fin de semana en nuestra ciudad, donde bastante emocionado compartió varias horas, en las cuales pudo asombrarme, y me sorprendió por su conocimiento de las letras universales. Hubo un largo paréntesis hasta que la Universidad Veracruzana le concedió el Doctorado Honoris Causa, y fundó el Premio de Poesía que lleva su nombre. En el transcurso de estos meses, José Emilio Pacheco celebró sus 70 años, que alcanzó su máximo reconocimiento a su larga trayectoria literaria con el Premio Reina Sofía. 
Dicho  galardón me hizo volver a leer varios de sus libros, porque sentí la necesidad de escribir sobre algunos textos suyos que encontré entre mi biblioteca. Quedé profundamente cautivado por el interesante artículo sobre la relación de trabajo que mantuvo en las postrimerías de su juventud con el maestro Juan José Arreola. Se trata de un texto publicado en el número 93 de la revista Tierra Adentro, como homenaje en aquel momento por la conmemoración de los ochenta años del autor de Varia invención, Confabulario, La Feria, Palindroma y Bestiario
José Emilio Pacheco explicó entonces, en su trascendental reflexión, “Amanuense de Arreola”, la historia de cómo ayudó a la escritura de cada fragmento que recogió de las invenciones orales de Juan José Arreola, que armaron las páginas de Bestiario. La  inmensa amistad entre ambos creadores, permitió la cercanía que abrió las puertas de la confianza para reconocer al verdadero discípulo, que participaba en sus reuniones editoriales, y reseñaba las aportaciones de sus colegas y miembros participantes en las páginas de la serie los Cuadernos del Unicornio. José Emilio Pacheco, orgullosamente, reconoció su papel de calígrafo de Arreola: 
“La historia se resume en una frase: Bestiario, obra maestra de la prosa mexicana y española, no es un libro escrito: su autor lo dictó en una semana. Algunos de sus textos, si la memoria no miente, son anteriores a esos días de diciembre de 1958. “Prólogo”, “El sapo”, “Topos”, y quizá haya alguno posterior como “Ajolotes”. Sin embargo, la mayoría resuena en mi interior como los escuché por primera vez, los escribí con pluma Sheaffers de tinta verde y los pasé a una máquina Royal para que Arreola los revisase. “El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embiste como ariete, con un solo cuerpo de toro blindado, embravecido  cegato, en arranque total de filósofo positivista”. 
Frente a la precoz inteligencia del joven escritor que escuchaba y vigilaba cada una de las palabras y las enseñanzas del maestro, fue cuando José Emilio Pacheco  se abrió a la sabiduría de una de las principales voces narrativas y promotores de las letras mexicanas. Por lo tanto, en estos encuentros pueden situarse los cimientos, la estructura y la forma de la escritura del poeta, narrador y crítico literario: José Emilio Pacheco. Por lo cual, conviene subrayar las siguientes líneas: 
“Tenía quince años cuando descubrí a Arreola en las clases de José Enrique Moreno de Tagle, maestro de tantos escritores mexicanos –recuerdo por ahora a Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Marco Antonio Montes de Oca– que hemos sido ingratos con él, a diferencia de los alumnos de Erasmo Castellanos Quinto y tantos otros. Moreno de Tagle nos dictaba una página diaria de la mejor prosa y nos incitaba a leer el libro completo. En la lejanísima librería del Fondo, que estaba en el campo entre México y Coyoacán y frente a un paisaje bucólico, adquirí Confabulario y Varia invención, en un solo volumen”. 
También hace unos días pude ubicar entre mis papeles y textos antiguos su Antología del modernismo 1884-1921, publicada en dos tomos por la UNAM, en 1978. Al revisar el valioso e interesante prefacio, tuve la revelación de que desemboca en un verdadero estudio sobre dicho movimiento literario. Me asombré por la capacidad de enseñarnos no sólo el registro de los principales autores que participaron y promovieron la fuerza de las palabras para hacer que la poesía descendiera de su pedestal casi místico. Del escenario sagrado de los santos y vírgenes frente a las alturas de un Dios todopoderoso, hasta caer a un lado de los seres humanos. Este desenvolvimiento fue revisado como la evolución literaria e histórica, minuciosamente, por las líneas críticas de José Emilio Pacheco. Sin pensarlo recité las líneas de Agustín Lara: “Como un abanicar de pavos reales, / en el jardín azul de tu extravío, / con trémulas angustias musicales, /  asoma a tus pupilas el hastío. / Es que quieren volver / tus amores de ayer / a inquietarte…” 
También fue cuando me vino a la mente el estudio de Arqueles Vela Teoría literaria del modernismo, ediciones Botas, 1949, como punto de partida y referencia obligada sobre la interpretación filosófica, estética y la forma literaria que emplearon los iniciadores de este tipo de lírica, que renovó la estética de las tendencias literarias en América Latina. A través de la lectura de la interesante antología, llegué a comprender la vital importancia de conocer y estudiar a cada uno de lo poetas propuestos por José Emilio Pacheco.  
No obstante, el crítico literario siempre preocupado y atento por el respeto y bajo la perspectiva de la historia que revisa el pasado para comprender lo actual y contemporáneo. Desde la mirada que impulsaba la observación, José Emilio Pacheco dejó la crónica del paso del siglo XIX al XX, con las constantes inquietudes sobre las vetustas estructuras políticas y falta de un proyecto de cultura moderna, igual como sucede con el desarrollo de México. 
Para mí otro libro indispensable de José Emilio Pacheco, es José Luis Borges, una invitación a su lectura, ediciones Raya en el agua, 1999. Libro que tuvo un tiraje de cien mil ejemplares. Me parece una joya de la crítica, la investigación literaria y verdadero culto a la imaginación, en donde mediante varios enfoques, el lector obtiene suficiente información bibliográfica sobre los vitales creadores y promotores de la literatura de América Latina, y España, como fueron Pedro Enrique Ureña,  Alfonso Reyes, y Jorge Luis Borges.
Un estudio de aprendizaje sobre el arte de la escritura; ensayo profundo acerca de los nacimientos de un autor moderno, que advirtió de la trascendencia y la inmortalidad de la literatura. Acto de fe y veneración al creador de misteriosos laberintos de la fantasía y enigmáticos textos. El amor sincero y el reconocimiento al placer de la lectura. Con la suficiente dosis de fina ironía, significa el reencuentro con el humor que persigue y destruye al lugar común de las letras hispanoamericanas.
El ejemplo magistral de una asistente doméstica de Jorge Luis Borges, Fani Uveda, quien, entre otras cosas desempeñaba el papel de organizar el horno crematorio que aniquilaba miles de papeles, y materiales inservibles. Esta mucama llegó a quemar alrededor de quince mil libros que leía ella personalmente, porque debido a la ceguera, Jorge Luis Borges no podía ocuparse, y encargaba a la asistente tal menester. Sin embargo, la doméstica puntualmente escribía sus impresiones, que llenaban los informes completos realizados en voz alta delante de Jorge Luis Borges. Misteriosamente, José Emilio Pacheco pudo rescatar lo siguiente:
La sangre de Medusa por  J. E. Pacheco. Pobre de El señor con su cauda de imitadores lamentables. Estos cuentitos mexicanos me dieron la impresión de leer la prosa de Borges con acento de Cantinflas." 
Después de la lectura reciente de las creaciones, de José Emilio Pacheco, citadas anteriormente, vuelve a inquietarme por el hecho de aceptar y obtener aproximaciones y encuentros con la obra de uno de los más importantes poetas de México; narrador consumado sobre algunos  aspectos de la esencia mexicana, estudioso de las letras universales, y maestro de varias generaciones de escritores, contemporáneo. Vale la pena insistir en la didáctica que se desprenden en algunas líneas de su discurso:  
“Como escribió Vicente Aleixandre, lo mejor que puede afirmarse acerca de uno cuando ya no esté aquí es: “Recogió la herencia del pasado y la trasmitió hacia el porvenir.” Una vez más la Universidad Veracruzana me honra sin medida al poner mi nombre al Premio Universitario de Poesía. El Honor es tanto más grande cuanto que acompaño en este privilegio a Carlos Fuentes y a Sergio Pitol, quienes han sido a lo largo de tantos años mis amigos y mis maestros”.  
Debo rescatar y comentar algunas de sus recientes colaboraciones en la Revista de la Universidad de México: “Un cuento en cinco actos y en verso”, o “Poemas inéditos”, porque insisten en recordar las enseñanzas de Pedro Henríquez Ureña, relacionada con “la práctica constante de un prosa cada vez más simple, fluida y exacta”. Al mismo tiempo que coincide con la visión y la estructura narrativa de su novela Morirás lejos. Por lo cual es conveniente citar estas líneas: 
“Y eme, como se dijo, preferiría continuar indefinidamente jugando con las posibilidades de un hecho muy simple: A vigila sentado en la banca de un parque, B lo observa tras las persianas; pues sabe que desde antes de Scherezada las ficciones son un medio de postergar la sentencia de muerte”.
También destacar que en la brevedad de cada uno de sus versos, José Emilio Pacheco diseña la interpretación de su universo literario, define que “El mundo es teatro por un breve espacio/ Representamos nuestra farsa trágica”, como un espectáculo de la realidad de México. En donde existe sólo la posibilidad de encontrar: “El consuelo único/ De estar aquí/ Condenados sin culpa alguna/ A cadena perpetua en el zoológico”. Estos versos forman parte de su nuevo libro Como la lluvia. 
Dentro del misterio de la orfandad, a cada instante, José Emilio Pacheco enfrenta las dudas y preocupaciones de nuestro destino. La idiosincrasia del ser mexicano que oculta sus terribles dudas hacia el encuentro con aquella parte que se enfrenta hacia el interior de cada uno de nosotros. Las batallas perdidas de antemano frente a la fatalidad de nuestro propio, y único destino. Extraviados en el desierto de la aniquilación, la frustración y la impotencia que el escritor descubre por medio de la literatura en su lugar de origen. Con sus poemas, relatos y ensayos, José Emilio Pacheco representa, utiliza, e interpreta las características para identificar y especificar los vasos comunicantes, o las señas de identidad que definen y enfatizan las diferencias de la cultura mexicana. 



Señor Dios, enséñeme a ser un anciano

 








                                     Jaime Pasquel Brash

      Si, mi Señor, una de esas mañanas frías descubrí con sorpresa que ya soy viejo. Fue un chiquillo, de esos que venden periódico en las calles. Tendiéndome desde lejos el Diario, me gritó: ¿Diario, abuelo?
      Por si acaso, disimuladamente, miré de reojo a derecha e izquierda... No, no había nadie más que yo. Decidí entonces asumir el impacto en toda su cruda realidad. Decidí aceptar en ese instante, lúcida y responsablemente, el ciclo total de mi destino biológico.
      Me senté despacio en una banca desierta, junto a un arbusto de rosales que están de cara a la fuente del parque, donde salpican los gorriones, ¿Vio? Los codos en las rodillas y la cabellera canosa entre las manos; así, mi Señor, como he visto tantas veces a los abuelos cansados de la vida recobrar aliento para continuar su pausada marcha mientras que mil recuerdos grises se escurren por sus neuronas ya gastadas; así, mi Señor. Y le fui diciendo despacito, ¿Se acuerda?
      Señor, ¡Por favor asístame!
      Ayúdeme a ser anciano con la ternura con que me ayudó a ser niño, adolescente, hombre. Se muy bien que no es fácil, como aquello. Ahora es momento de rehacer todo lo andado, de bajar la frente y saber pedir perdón por tantas cobardías; aceptar con sinceridad todo lo irreparable; dejar atrás todo lo que con orgullo presumí llegar a ser y no fue; tragar esa rebeldía contra el destino que incesante aflora; sentirme remando nostálgica y mentalmente en un agrio mar de soledad, sin fondo y sin orillas; irme inmovilizando poco a poco, como un pez atrapado entre las redes, con esa sensación oprimente de no saber a dónde huir; comprobar con preocupación que se van esfumando alternativas de la vida y que una sola se agranda y va ocultando todo el foco de la conciencia: pasar, no más. Pasar al otro lado y, a pesar de todo esto, reponerse, aferrar el destino entre las manos y aceptar con coraje el desafío de dejar como herencia un mensaje de vida y no de muerte.
      No, no es fácil, mi Señor, no se crea...
      Por eso mismo le estoy pidiendo que me de una mano, que me ayude a aceptar la vejez con dignidad, que en las eternas noches de insomnio, no maldiga a nadie, que en los días más obscuros de soledad no invente achaques ni persecuciones, que no me irrite cuando ya no me crean las proezas de juventud, o se rían cuando me oigan por enésima vez la misma historia, o se fastidien porque tropiezan mis pies y mi lengua, o me tiemblen la voz y las manos, o se me nublen los ojos y la memoria; que mi fe no se agriete, ni siquiera cuando adivine que ya sobre mi casa está aleteando como un fantasma ese engorroso problema: ¿Quién se hace cargo del viejo? Que no me amargue cuando mi nombre no esté en ninguna lista, porque ya nadie me necesite más. Que entonces sepa dar, a tiempo y con discreción, un paso al lado, y tomar el otro carril: el de la bondad, el del aliento, el del consejo, el del humor.
      Ayúdeme entonces, mi Dios, a irme apagando callado, sin alegar méritos ni reclamar atenciones, sin trabar el paso a nadie. Que, si es posible, no se note siquiera la brecha entre mi presencia y mi ausencia.
      Ayúdeme entonces, mi Señor, a irme borrando despacio, como se desdibuja una nube transparente al viento: con la frente alta, el corazón tranquilo y las manos cansadas de ayudar a los que van quedando atrás.
      Presiento mi Dios, que ya voy llegando. Presiento que ya es casi mi noche. Ya siento en mi frente el aire frío de la gran noche.
      Con ojos desencajados de emoción, busco impaciente en la oscuridad a alguien que, de niño, me juraron tiene que estar por ahí. Y yo lo creí. Alguien con unos brazos paternales bien abiertos, ocultos tras ese telón de tinieblas. Ya estoy por dar ese salto al vacío, que me tuvo intranquilo una vida entera. Pero yo se que al tocar con mis pies esa tierra suya, se encenderán todas las luces... y veré claro, mi Dios; veré y descansaré por fin, mi Señor.




EL SABIO DE LA CABAÑA ABANDONADA

















Benito Carmona Grajales

Allá, en la tranquilidad del  monte, podía mirarse la cabaña abandonada que un día sirvió de refugio para aquel vagabundo a quien todos le decían “El sabio de la cabaña abandonada.”

Aquel hombre siempre tenía una respuesta a las múltiples  preguntas que le hacían los moradores del pueblo cercano.

Conocía los misterios de los humanos, de las plantas y de los animales; por lo que siempre daba buenos consejos. Era un anciano amable. Lo mismo que buenas orientaciones, daba comprensión, como si fuera un padre para todos.

Todas las personas que lo consultaban siempre encontraban un guía para decidir en momentos difíciles, por lo que el sabio se ganó el respeto, la admiración y el agradecimiento de todos.

Durmió poco aquella noche. Soñó que dejaba aquel lugar sobre el que flotaba alejándose poco a poco y que, desde allá de lo alto, podía ver cómo el tiempo hacía que la hierba invadiera las paredes y el techo; la huerta se cubría de maleza y nadie llegaba para darle un toque de vida a su cabaña. 

Despertó muy fatigado. Sentía tanta debilidad en sus piernas que creyó no poder levantarse. Tuvo miedo. Era la hora en que salía al huerto para contemplar las primeras manifestaciones del día: La franja anaranjada en el lejano horizonte, respirar el aire fresco y oír el canto de las canoras y de los gallos de un pueblo en la distancia.

Con dificultades logró llegar a la ventana. Enfrente se encontraba el pozo, más allá, la cerca y, a lo lejos, la silueta de las montañas bajo un fondo naranja y gris.

Sonrió. Fue una sonrisa limpia y abierta como el horizonte. Sus ojos viejos se llenaron de luz. Respiró tranquilamente y pensó en lo grande y hermosa que es la naturaleza...Miró hacia el cielo y un gesto de agradecimiento se dibujó en su rostro.

“Hijo, desde aquel naufragio, no sé qué será de ti – dijo para sus adentros-. Yo sé que estoy a punto de marchar. Ya casi escucho el silencio del ocaso. No queda otro camino que cumplir con ese supremo mandato. Pero recuerda, hijo mío, que nunca te abandoné; siempre te tuve en mi mente. Te llevaré a donde vaya y tú siempre contarás con mi presencia. Espiritualmente, nunca nos hemos separado...o tal vez, al marchar, nos encontremos en la otra dimensión de la existencia.”

Bajó un poco la mirada. Interrumpió el monólogo y detuvo sus ojos en la vereda que venía con dirección al corral. La silueta de un hombre se mezclaba con los arbustos y ramajes. Caminaba lento, cansado. “Seguirá de largo- pensó-, nadie viene a esta hora.”

  Sonaron tres toques en la puerta. “Es él”-dijo.
- Buenos días.                    
- Buenos días – contestó al abrir.
- Disculpe señor- dijo aquella voz tranquila-. No quise interrumpir su sueño...
-   No...Ya estaba levantado. ¿Qué deseas? Pasa.
-   Busco la cabaña abandonada.
-   ¡Ah, sí ...Continúa. Parece interesante.
-   Es una larga historia...

Sentado en un viejo cajón, el hombre habló con más confianza:

-  Primero, perdí a mi padre en un naufragio. No lo he podido encontrar y, como tal vez no lo encuentre...- aquí, sus palabras se hicieron entrecortadas  y se anudaban en la garganta. Se tranquilizó un poco y continuó – No sé... quiero ser útil a la humanidad. Quiero ser como el sabio de la cabaña abandonada... orientar, aconsejar a los que necesiten...Quiero prepararme para esta labor. Sólo él puede indicarme el camino. Me dijeron que podría estar por estos rumbos ¿Estará lejos esa cabaña?

-No. No está lejos.
- ¡De veras! – dijo emocionado-.¿Dónde está? Debo continuar mi camino.

-  Bien, te lo diré... Antes, quiero que me ayudes. Como ves, ya estoy viejo y casi no puedo trabajar.

Lo puso a trabajar en la huerta; con un pico y una rastra tenía que remover toda la superficie destinada a la hortaliza.

Llegó el medio día y tenía hambre. No le dio de comer. Llegó la tarde y, hasta que ya casi no se veía, lo invitó a descansar.

-  Supongo que tienes hambre – le dijo fingiendo inseguridad en lo que decía.

-  Sí. Llevo dos días sin comer.

Quedaron callados por un largo rato. Casi comieron en silencio. Al final cruzaron una mirada, hasta que por fin el sabio no pudo contener su emoción. Su mirada fue grave, penetrante y llena de energía y seguridad.

-  Esta es la cabaña abandonada – dijo -. Lo presentía. Tenías que llegar. Perdona el haberte hecho esperar tanto para invitarte a comer.
-        Bueno...no le entiendo...
-        Come, luego te  explico..
Terminaron. Fue algo sencillo. Aquellos alimentos tan nutritivos eran el
producto de la siembra.
-  Me decías que buscabas la cabaña porque deseas conocimientos... porque quieres ser “sabio”...Pues...ya tienes la clave. Úsala.

-  ¡Cómo! No me la has enseñado. No la conozco.

-  Sí la conoces – contestó el anciano -. El ser humano está formado de materia y espíritu. El cuerpo es alimentado para que renueve sus células y puedan éstas mantenerlo siempre joven, fuerte y sano. Lo mismo sucede con el espíritu. Para que nuestros ideales sean lo suficientemente enérgicos; para que triunfen por el mundo, tenemos que alimentarnos con la lectura. Tú tuviste hambre, sí, mucha hambre, y comiste. Así, tu espíritu debe tener hambre y sed de conocimientos para que te alimentes con la lectura. La lectura te fortalece; si no tienes hambre de ella, provócala con la duda, con la reflexión, pensando...

Se acercó a un viejo baúl. Lo abrió. Un profundo olor a cedro removió los recuerdos de aquel caminante. Vio los libros...No hubo duda, eran los que leía cuando era niño.

Se quedaron viendo. Las miradas dijeron más de lo que dicen las palabras:

-  ¡Papá...!

La voz se ahogó con la emoción.

-  ¡Hijo!

El sol penetró por un tragaluz del techo e iluminó dos amplias sonrisas. Brillaron las lágrimas. Aquel encuentro inesperado fue como un sueño anidado en los anhelos de ambos. Un sueño del que ahora despertaban en una fresca aurora. Sí, tan fresca y real como aquel amanecer.


                                                    EPÍLOGO

            Pasó el tiempo. Una madrugada llegué preguntando por el sabio de la cabaña abandonada. Con amabilidad, alguien a quien yo no conocía, me dijo que se encontraba en el huerto cultivando flores. Pasé al huerto y, allá en el fondo, una tumba se cubría con los múltiples colores de las flores del campo. Dos gruesas lágrimas hicieron temblar los pétalos de una margarita, mientras que un suspiro se elevó para perderse bajo un cielo naranja, casi gris.


            Una mano se recargó en mi hombro...No llores, hermano. Jamás estará abandonada esta cabaña. Aquí siempre encontrarán el alimento para las fatigas del alma todos los poetas, caminantes y vagabundos.

Trinomium Espantorum



Leny Andrade Villa
Universidad Autónoma Metropolitana,
Unidad Azcapotzalco, Ciudad de México

I.                El “Campanas”
Llegaron preparados, las mulas cargaban las palas, los picos y las cosas necesarias para lo que ellos pensaron que podía ser suyo. Ya habían planeado, a su modo, y por su lado, lo que harían. El “Campanas” que se jodiera, allá él.
     Fue una persona muy humilde, igual que todos los del pueblo. Él era un campesino, trabajaba sus tierras, andaba como todos, no ostentaba nada, ni le faltaban cosas. La tierra y sus animales le daban lo suficiente, pobremente, como diríamos, aunque no del todo, pues tenía sus buenos terrenos. Tiempo después sabríamos de su historia, como muchas de aquí que resuenan en la memoria de sus habitantes, relacionadas con el dinero y con lo maligno.
     En sueños, él decía que le hablaba el muerto, le pedía que le hiciera un favor, para cumplir algo que no había podido realizar en vida. Así estuvo, sólo él supo cuánto. A veces, él sentía que se lo llevaba al plan, y ahí amanecía. Ese espacio es lo que divide al cerro; de una parte, las cruces, dominando todo; de la otra, las cuevas, de las cuales, seguramente él supo.
     De este hecho, pasó al sonambulismo, pues cuenta que despertaba allí, hasta que el muerto le ofreció una moneda de oro, como prueba de que obtendría un pago por el favor prestado. “Allá en el plan hay muchas de éstas enterradas y son para ti, si haces lo que te pido”, le decía el muerto. Asustado, el “Campanas” les comentó a sus familiares, a quienes les decían los “Coachales”. Cuando abrió los ojos, pensó que se olvidaría de aquello, pero advirtió la presión de una de sus manos resguardando algo, era la moneda. Lo comprobó al extender sus dedos.
     Dentro de nosotros, algo se despertaba, mientras escuchábamos el relato del “Concho”, quien recordaba haber visto la enorme moneda de oro entre las manos del “Campanas”, quien se la enseñó cuando aquel era niño. Sabría, por lo que se decía en el pueblo, que fue cierto. Su nombre fue José García. Se contaban muchas cosas de él, pero nunca supimos bien a bien el por qué de su apodo.
     Del plan pasó al panteón, el muerto parecía que quería decirle algo. El “Campanas” clareaba con la misma cara de asombro e interrogación, mientras percibía el olor a flores podridas del camposanto. Quiso que terminara todo esto, aunque la moneda no fue suficiente para realizar lo pedido. Los rezos, oraciones, agua bendita, las visitas a la iglesia fueron un aliciente para disipar esa situación. Por qué lo eligió, él mismo no supo por qué, pero el ser aquél creo que buscaba venganza, así lo creyó. Después, todo pasó.
     Allá arriba, los “Coachales” rascaban por uno y otro lado intentado dar con las monedas. El “Campanas” los había llevado al lugar donde el muerto le había dicho que estaban los barriles. Los agujeros estaban por todas partes, sin hallar ni una sola moneda, buscaron durante varios días. El canto de un gallo llamó su atención, voltearon en varias direcciones; allá por las cruces alcanzaron a ver la silueta de un fulano de enormes dimensiones con un sombrero que le tapaba el rostro, quien con señas y burlonamente les preguntaba ¿qué hacen? ¿qué buscan? Y se reía a carcajadas. Ellos echaron carrera abajo, dejando todo ahí. “¡A la chingada las monedas!”
II.              La “Chahua”
La “Chahua” tenía una pulquería, ella sola la atendía. Su esposo, el “Capolayo”, había muerto hacía años. También tenía muchas gallinas y patos. Se dice que recogía varias canastas de huevos, no le iba mal, tenía sus centavitos: lo del pulque y las aves era bueno. Eso sí, tacaña como pocas, los zapatos tenía que acabárselos al parejo, no importaba que fuera uno y uno; hasta el mandil tenía que ensuciarse por los dos lados, para no gastar en balde el jabón. Flaca y descuidada, no se sabía si algún día había sido guapa o fea, el dinero iba a dar a otro lado, no tuvo hijos a quién dejar lo que había. Tenía la imagen de una virgen pequeñita al lado de su cama, a ella se encomendaba.
     Un día amaneció muerta, que dizque se había resbalado y pegado en la nuca. La manda había quedado incumplida. La velaron y enterraron a la costumbre del pueblo, todos le dieron el último adiós a doña Isaura. Las cosas se inclinarían a favor de sus sobrinos, aunque nunca vieron por ella.
     Poco después un vecino del pueblo regresó de la fiesta de la Virgen de San Juan de los Lagos, traía regalos para todos; así lo supimos, él lo dijo, se lo contó a don Fidel: “¿a quién crees que me encontré?,  a la “Chahua”, también andaba por allá” ―¿Cómo crees? Si murió hace ocho días, ya hasta la enterramos― dijo don Fidel. Al parecer, le prometió algo a la Virgen que no pudo llevar a cabo en vida y lo fue a cumplir aun después de muerta.
     Luego supimos de un hombre, de esos que no salían de la pulquería de la “Chahua”, que en sus momentos de embriaguez llegaba a gritar: “Chahua, perdóname, no quise matarte”, decían que el espíritu de la difunta lo andaba atormentando. Nadie sabe bien lo que pasó, pero todos suponemos que fue por cuestiones del dinero, un empujón, un mal golpe, y ahí quedó la vieja. El tipo tuvo mal fin, un bistec atorado en la garganta fue el castigo.
     Todos le dieron el último adiós a doña Isaura, menos sus sobrinos, quienes sólo pisaron su casa para encargarse del dinero. Lo sacaron en botes donde lo dejó la “Chahua” y los echaron a la carreta. La pulquería cerró, los rastros de la “Chahua” se perdieron, aquellos no se volvieron a aparecer por el lugar ¿Quedaría la manda saldada?
III.            El “Chivita”
No le hizo caso a la voz, después se arrepentiría, la transformación se dio al retirar la piedra y destapar el agujero. Lo sintió encima, no supo cómo se deshizo de él, pero se echó a correr, anduvo de un lado acá por todo el cerro.
     Le decían el “Chivita”, tenía muchos animales, tal vez de ahí su apodo. Pero no, su rostro era alargado y huesudo, de dientes chuecos, molenques, se dejó crecer la barba, como de “chivo”. Llevaba a pastar a sus animales al cerro, donde había  víboras. Don Remigio le encargó una de cascabel, prometiéndole un buen pago, la quería para un remedio o algo así. Él pescó una, la escondió en un lugar donde él supuso que no escaparía.
     En sueños, él escuchaba que le decían: “Sácame, sácame de aquí, cabrón”. Los primeros días no le prestó atención, pensó que cesaría esa súplica. Luego se acordó de la víbora que había encerrado y al día siguiente se dispuso a sacarla de ahí. Mientras pastaban sus chivos fue a ver al animal, pero cuál fue su sorpresa al sentir las garras afiladas de algo que se le clavaban en la carne y le desgarraban la ropa. Hay quienes dicen que era una especie de chango, enorme,  el que lo perseguía por todo el cerro.
     Cuentan que bajó por el lado del panteón, pálido, casi transparente y todo arañado, no dijo nada, las palabras no salían; la impresión y el miedo seguían ahí, y siguieron hasta el día de su muerte. Él contó todo a señas, tuvimos que interpretarlo y preguntarle si era lo que había vivido, él asentía o negaba con la cabeza. Así supimos la historia. Lo llevaron al médico, no se supo qué tenía. Todo se adjudicaba a un susto “de aquellos”, de los que te dejan mudo; según el doctor de ahí venía su incapacidad. Poco tiempo después, el “Chivita” murió. Qué fue aquello, no sabemos; tampoco de la víbora.



CIEN AÑOS DE SOLEDAD

José Luis Miranda Rosario







De epopeyas, la creación de Macondo
por heráldicos Arcados y Aurelianos
deja ya sin par pasión por los arcanos
y melancólica soledad en lo hondo.

Un dejo de ternura, de amor intenso,
por aquel empeño de esfuerzos hermanos,
deseo estoico de fieros espartanos
interpretar mágico destino denso.

Tus blancas casas de barro y cañabrava,
tu río, piedras como huevos prehistóricos,
son origen de leyenda que tramaba

travesías en pergaminos históricos
do Mauricio Babilonia descifraba
por sí, Cien años de soledad…¡Pletóricos!