Marcelo Ramírez Ramírez
El prior Philip es uno de los personajes principales y mejor logrados en la novela histórica de Ken Follett Los Pilares de la Tierra. En ella se cuenta la intensa vida de este monje, representativo de una religiosidad al mismo tiempo simple y profunda, como pudo florecer en una época en que lo sagrado era parte esencial en la vida de los hombres. Al padre Philip no le acuciaban los grandes enigmas teológicos, ni lo atraía la senda de la comunión mística; lo suyo no era ni la especulación abstracta, ni la búsqueda de Dios en el recogimiento interior. Era ante todo un hombre práctico, deseoso de servir a la iglesia interpretando la voluntad divina. Cuál era la tarea que tenía asignada era lo único importante para el buen padre Philip y, para saberlo, estaba atento a las señales que Dios quisiera mostrarle a través de los sucesos de la vida cotidiana. El asunto era descubrir esas señales e interpretarlas adecuadamente, porque, como pudo darse cuenta nuestro prior, los humanos pretenden aceptar como tarea encomendada por Dios, lo que no es sino fruto de sus propios deseos y ambiciones. El orgullo de sentirse alguien especial, un elegido, es el pecado a que se encuentran expuestos los servidores de la iglesia, aún los más santos; acaso éstos más que nadie, pues en ellos el orgullo gana en sutileza, se disfraza de sumisión aparente. Este orgullo es malo para el alma porque pervierte la virtud; ocupa su lugar, presentándose como lo que no es. De aquí la preocupación constante de nuestro monje de dar respuestas al llamado real, de hacer lo que se esperaba de él.
Muy joven Philip llega a ser prior de Kingsbridge, imponiéndose el arduo trabajo de sacudir la inercia de los monjes y novicios, mal acostumbrados por años de negligencia del anterior prior. El sitio reflejaba la apatía y el relajamiento de las costumbres; los bienes se habían administrado mal y también las responsabilidades espirituales se cumplían con escasa devoción y seriedad. Philip vio aquí un ilimitado campo para su espíritu emprendedor; hacer prosperar al priorato, sería la tarea de su vida. Empezó a soñar con el futuro mientras se aplicaba a la tarea; recorrió las aldeas, granjas y tierras del priorato; estimuló la producción de granos y de lana; reorganizó la administración e impuso una disciplina basada más en el reconocimiento que en los castigos. Estos sólo se aplicaban en casos graves. Philip actuaba con energía; era obstinado en sus propósitos, pero también justo y cuidaba de su rebaño con celo genuinamente cristiano. En la realización de su obra Philip encontró aliados y enemigos. Los primeros le ayudaban con generosidad aunque a menudo entraban en conflicto con él por la diferencia de caracteres, de temperamentos y de la manera de ver las cosas. No siempre era fácil comprender las motivaciones del monje y a éste también le costaba trabajo, por su falta de experiencia mundana, aceptar la conducta de sus simpatizantes, excepto de aquellos que, como él, llevaban el hábito benedictino. Sus enemigos le odiaban al extremo de querer su destrucción e impedir a como diera lugar que Kingsbridge prosperara y llegara a tener su propia catedral.
Durante un tiempo el prior Philip alcanzó sus metas. La prosperidad llegó a Kingsbridge, cuyos habitantes disfrutaron de trabajo, abundancia de comida y tranquilidad, lo cual en esos tiempos era un gran logro. Ken Follett introduce al lector en la cotidianeidad de la vida medieval, con sus fiestas, diversiones, esperanzas, miedos, prejuicios. Sin embargo, la armonía conquistada con tanto esfuerzo, no iba a durar indefinidamente, el conde William Hamleigh, quien usurpaba este título de nobleza, se convierte, junto con el obispo Waleran Bigod, en una amenaza que pone en riesgo, permanentemente, las realizaciones de Philip. Precisamente el día en que Kingsbridge, ya con pretensiones de ciudad próspera, celebraba su primera feria de la lana, para atraer a los ricos comerciantes flamencos, el conde Hamleigh realiza una incursión sangrienta destruyendo el patrimonio arduamente adquirido. Las cuantiosas pérdidas en dinero y vidas humanas provocan el desaliento y paralizan las obras de la catedral. Philip se cuestiona si no habrá mal interpretado la voluntad de Dios. Quizá Dios, después de todo no quería una catedral, o no era Philip el indicado para construirla. El prior ve destruidas moralmente a personas que él quería y respetaba y que lo habían ayudado y reflexiona sobre la responsabilidad que tiene en su desgracia. De pronto, el mal representado por William Hamleigh y Waleran Bigod, se manifestaba más fuerte de lo que suponía y daba al traste con su arrogancia. No obstante, aunque las dudas lo inquietan, Philip persevera y consigue levantar nuevamente el priorato, pero, nuevamente una incursión del conde, quien es manipulado por Waleran en su odio enfermizo en contra de Kingsbridge y de una mujer a quien no había podido someter, Aliena, ahora aliada de Philip, arruina lo realizado. A pesar de tales desgracias, Philip da muestras del coraje de su espíritu y, sometido a la tensión provocada por las asechanzas de sus enemigos, termina por sobreponerse. Finalmente, después de múltiples altibajos en que el autor exhibe la miseria y la nobleza de los personajes de este drama medieval, Philip ve levantarse la catedral de Kingsbridge, de estilo moderno, con hermosas vidrieras que la inundan de luz. Las técnicas traídas de Francia habían hecho posible levantar al cielo la casa de Dios, como una plegaria etérea y espléndida. Philip ha llegado al final del camino y, como en las historias del antiguo testamento, ve caídos y humillados a sus enemigos. Después de innumerables sacrificios y fracasos, puede creer que, a pesar de todo, Dios le había elegido para servirle en Kingsbridge. El bien parece haber triunfado sobre el mal, aunque esto deba considerarse sin demasiado optimismo, puesto que Philip ha aprendido que la batalla no termina nunca. Como sea, Los Pilares de la Tierra muestran cómo un hombre como Philip fue capaz, en una época imbuida de sacralidad, de asumir su papel de defensor de los valores del espíritu frente a las intrigas del obispo Waleran, quien representa la corrupción de aquellos valores y frente al conde William Hamleigh, símbolo de la bárbara concepción que ve en el poder el medio de imponer a los demás la voluntad irrestricta de quien lo posee. El prior Philip aprendió, a lo largo de los años, la poderosa presencia del mal en el mundo y en las personas mismas, pues nadie es completamente malo y nadie es completamente bueno; a estas alturas, el mismo Philip sigue creyendo que no tiene derecho a sentirse tan satisfecho de su éxito. Recogió a un niño muy pequeño y lo educó para ser un buen monje; ahora ese niño ha llegado a ocupar su puesto, es el nuevo prior de Kingsbridge y se llama Jonathan, enviado de Dios, nombre con el cual Philip reconocía una señal específica que le había sido enviada. Viendo a Jonathan, el monje se pregunta si no es un pecado de orgullo considerar al joven prior un reflejo suyo. Su anhelo de ser un simple servidor de Dios, le recuerda que hay otros superiores a él y que esto debe reconocerlo, no sólo en la palabra, sino creyéndolo sinceramente en el fondo de su corazón y su mente, como lo exige el séptimo grado de humildad de la Regla de su Orden. Esa humildad auténtica, esa negación de sí mismo, de toda vanagloria, es la aspiración del buen monje. La percibe como una meta muy elevada a la que sólo puede acercarse sin conseguirlo totalmente.
Joseph Piepper ha hecho notar la ausencia del pecado en el mundo de nuestros días. Junto con otras nociones esenciales de la moral tradicional, la noción del pecado fue perdiendo su sentido originario y hoy es un vocablo anacrónico, sin conexión con los modos de relacionarse del hombre con el mundo y con sus semejantes. El hombre moderno se mueve en el nivel del error, del desacato a la ley; su culpa no afecta los estratos más profundos de su personalidad, pues ha dejado de reconocer los vínculos que lo atan a ese orden en el cual los valores dan sentido y dignidad a las cosas y a las personas, a estas últimas de manera especial. Quizá una fenomenología del malestar que agobia a los seres humanos y los hace sentirse descentrados y fracasados, no obstante sus logros mundanos, revelaría, como causa central de esta enfermedad moderna, la pérdida de referencia a lo Absoluto. Así lo consideran ciertos pensadores de nuestro tiempo, incluidos algunos para quienes el retorno a la fe en lo incondicionado es imposible. Dejando de lado por ahora la cuestión de si es factible recristianizar a la sociedad moderna, buscar nuevos caminos de espiritualidad, acaso una síntesis de las grandes tradiciones religiosas o, de plano renunciar a tales intentos, dándole continuidad al proyecto de la modernidad de un humanismo antropocéntrico, al margen de todo esto, la pérdida de referencia a lo incondicionado plantea un problema radical al pensar ético con graves implicaciones prácticas. Así, el padre Philip es una figura atractiva y de valor pedagógico, porque le da concreción a un tipo humano que vemos cada vez más distante e incomprensible. Ken Follett, además de escribir una novela de aventuras, amores e intrigas, ha recuperado para los lectores de hoy la atmósfera espiritual de la Inglaterra del siglo XII con su conciencia del bien y del mal, vistos como las dos fuerzas primordiales que luchan por prevalecer en el mundo. La connotación del bien y del mal en el ámbito de la ética teológica lleva a los seres humanos a la clara conciencia de que nadie pueda salirse con la suya impunemente. Aunque se pueda burlar la ley humana, la Ley Divina permanece infranqueable, porque nos obliga a juzgarnos conforme a valores absolutos. En cuanto a los valores mismos, ya vimos que la humildad, por ejemplo, es un camino a recorrer, en el cual cada quien ha de esforzarse sinceramente. Con los demás valores acontece algo idéntico, nosotros no somos la medida, no los creamos, no dependen de nuestra subjetividad. Están ahí, como un llamado, un reclamo; en la medida en que los realizamos nos hacemos más humanos. El infractor de la ley positiva y el trasgresor que siente su falta como un pecado, representan dos actitudes completamente diferentes, que responden a dos modos de comprender la realidad e insertarse en ella. Quizá una ética como la del padre Philip, ya no pueda darse por ausencia de condiciones sociológicas y porque, a pesar de los excesos que se han cometido en su nombre, la autonomía moral es una conquista que debe preservarse; si esto es así, la pregunta clave a responder es la de cómo puede conciliarse dicha autonomía del hombre con su reinserción en la trascendencia, a fin de superar el subjetivismo y el relativismo y la pérdida de sentido de nuestras vidas que son su consecuencia lógica.
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