jueves, 28 de abril de 2022

MEMORIAS DE OTROS MUNDOS; MEMORIAS DE UN CONTAGIO.


Dedicado a todos los personajes que realmente existen detrás de esta ficción.

Por:  Karina Hernández Hernández

Tenía síntomas extraños, pero nunca se imaginó que tendría eso. Creía que “aquello” nunca le iba a afectar, aunque de alguna manera lo percibía en todas partes. No sabe dónde precisamente se contagió. Con anterioridad había viajado a su ciudad de origen; varias horas en carretera le habían hecho sentirse extraordinariamente a gusto al pensar que vería a sus seres queridos, pero cuando regresó, su cuerpo le hacía sentir que algo fuera de lo normal estaba pasando.

En el silencio de la noche, cuando cesaron todos los bullicios, un sobresalto repentino le despertó. Presentía algo, pero no sabía qué precisamente era. En plena madrugada, se puso a pensar en la vida y en la muerte; pensó que la vida pasa y no vuelve jamás. Intentó conciliar el sueño, se dio de vueltas en el lecho. Decidió recostarse sobre su lado izquierdo, pero al momento, imágenes relativas a la enorme distancia que existía entre su casa y el lugar en donde ahora residía, le atormentaron. La sensación de soledad y abandono se apoderó de ella. Entonces decidió recostarse sobre su lado derecho; saltaron de repente imágenes combinadas, unas plenas de felicidad, correspondientes al pasado, y otras cargadas de melancolía.

Siguiendo el impulso de vida y encauzando las fuerzas en favor de la misma, decidió pensar en momentos correspondientes a épocas agradables; sólo así logró tranquilizarse. Sin embargo, algo en lo profundo de su corazón y en su cuerpo le decía que algo extraño pasaba, pero ella fingió desdeñarlo y centró su mente en la idea de que todo aquello era producto de los livianos rumores de la noche que poco a poco comenzaban a escucharse. Se consoló pensando, de manera definitiva, en que algún día moriría pero que ese día estaba lejano y que para ese entonces sólo importaba olvidarlo todo y descansar. Se sugirió a sí misma que nadie, excepto ella, se hacía tales preguntas a esas horas y que por tanto no era racional hacerse cargo de un acontecimiento (la muerte) que les compete a todos los mortales. Se dijo que no había derecho para cargar ella sola con un asunto así. Tardó varias horas cavilando en la idea de que sobre la muerte casi nadie habla, pues es un tema demasiado doloroso para cualquier mortal.

Por fin se durmió. De todo el contenido latente propio de sus sueños, recuerda haber soñado a su padre enfermo. Las ideas convertidas en imágenes le revelaban que su progenitor padecía una enfermedad fuera de lo común. Entonces despertó de manera repentina llena de preocupación. Su cuerpo le decía que algo pasaba, pero no allá fuera, sino ahí, en su propia carne. Para ese entonces, ella ya sentía una multiplicidad de dolores fuera de lo común. Pensaba que cuando se resfriaba sabía con toda certeza cómo dolía el cuerpo y cómo le punzaban las sienes. Pero estos malestares experimentados más de noche que de día, eran completamente nuevos. A esto se aunaba la imposibilidad de probar alimento alguno, así como la de percibir el más mínimo olor. Se preocupó tanto por ello que la nueva experiencia la hizo visibilizarse como existiendo en otro mundo.

En el nuevo mundo todo existía, pero no tenía sabor ni olor. Incluso, se olvidó de percibir. Las ocupaciones y preocupaciones del trabajo no le permitieron darse cuenta que el café, el perfume y la resina, olores comunes en su vida cotidiana, habían desaparecido de manera definitiva. Ni qué decir de la comida; concluyó que la cocinera había perdido la sazón. Como quiera que sea, se aferró a llevar una vida como todo el mundo. Pero un día, todo cambió. La segunda mujer que ha sido muy importante en su vida, después de su madre, claro está, supo que algo extraño le pasaba a la mujer de esta historia. De mente equilibrada, espíritu fuerte y visión perspicaz, sabía que algo pasaba con su amiga. Entonces le dijo que debía hacerse una prueba para descartar la existencia del virus en su cuerpo. Pero ésta, obstinada y con las facciones crispadas, se negó argumentando que todo estaba bien. No obstante, la autoridad combinada con preocupación, fraternidad y sabiduría, urgieron la mente y el corazón de la mujer obstinada. Y ésta, Incapaz de contradecir la voz de la razón, aceptó resignadamente.

Esa noche, antes de acudir al hospital, ella sentía que por fin se iba a revelar una verdad que el inconsciente le decía que estaba ahí y que, por temor, angustia o cobardía, se negaba a reconocer. Un viento helado y cortante entró por la persiana de la ventana abierta; pensó en la posibilidad de que estuviera contagiada. Intentó evitar que el nudo en la garganta que se le había formado se convirtiera en lágrimas. Extraordinariamente nerviosa y encerrada en su cuarto, lloró silenciosamente. No supo cómo después de sentir una lástima extraña hacia su persona, por fin concilió el sueño de manera repentina.

A la mañana siguiente, se pensó condenada a muerte. La noche anterior le había revelado que estaba sentenciada. Pero aún así, aferrándose a la vida, se dispuso a levantarse. Se bañó y se dio ánimo al pensar en las palabras de su amiga: hazte la prueba, si sale negativo, descartamos la sospecha, si sale positivo, no pasa nada, descansarás, te cuidarás hasta recuperarte y volverás a tu vida normal. Esta dualidad la movía de un modo tal que se bañó y se vistió con rapidez. Y aún cuando la segunda alternativa de la disyuntiva no sonaba tan preocupante, ella presentía, por vez primera, que la noticia que recibiría sería desoladora.

Abordó un vehículo y se imaginó que el conductor del mismo sabía que transportaba a un ser contagiado y, según ella, moribundo. La bajó en la entrada del hospital; de inmediato, ella solicitó le hicieran la prueba que revelaría la presencia o ausencia del virus en su cuerpo. Le urgía salir de dudas; preguntó con la voz entrecortada si podían atenderla, y para su mala suerte, el médico llegaría hasta entrado el medio día. Entonces regresó a su casa. Esta vez ningún vehículo venía desocupado. Caminó. Se dio cuenta de que el sol salió como siempre, fuerte y luminoso; sonrío débilmente al pensar que era un día normal para todos, excepto para ella. La idea de tener el virus en el cuerpo le llenaba de un miedo invencible, tanto, que el sol resplandeciente y prometedor le pareció que de manera repentina comenzaba a desprender una luz amarillenta, débil y mortecina.

Recostada en la cama, esperó horas interminables y solitarias. Estaba más ansiosa que nunca. Para entretenerse pensó en ella misma, trató de reconstruir su figura anteriormente sana y alegre, pero no pudo. Se percibió tiesa, envarada, aterida de frío e impaciente. Se llegó la hora, abordó de nuevo un vehículo, al instante se veía frente al hospital y con la orden de esperar al médico en un determinado lugar. Desde que llegó, el guardia que atendía en la entrada la miró extrañamente. Por la forma de mirar, ella se imaginó que pensó: “pobre mujer, quizá tenga eso”. Pero ante esa conclusión imaginaria, ella se mostró invencible y le devolvió la mirada arguyendo la idea de que sólo era una posibilidad, que no todo estaba perdido. Entonces el hombre le dijo que ahí no la podían atender, que recorriera todo el extremo derecho del hospital y que hasta el fondo estaban unas sillas; ahí debía esperar.

Ella obedeció, caminó unos cuantos pasos y vio de inmediato una entrada y una persona, entonces preguntó: ¿aquí se hacen las pruebas Covid-19? y la respuesta fue: no, hasta el fondo. Caminó y mientras lo hacía, experimentó la exclusión. Por fin, después de varios pasos, llegó a las sillas. Las miró, estaban llenas de polvo, parecía que nadie las había ocupado nunca. No sabía si realmente nadie se había sentado ahí o si éstas formaban parte del escenario propio de los contagiados. Pero ella no quiso sentarse, incluso llegó a imaginarse que seguro esas sillas, por su mal estado, no eran las destinadas para la espera de las personas que iban a hacerse semejantes pruebas. Esperó de pie, pero el médico parecía haberse olvidado de que alguien le solicitaba. Entonces se sentó. Anteriormente le habría importado sentarse en un lugar polvoso, habría limpiado con delicadez; pero ahora no. Parecía que todo, por un momento, había perdido su sentido. Se sentó. Se puso lo más cómoda posible. Se dio cuenta que la exclusión de los contagiados comenzaba por la distancia para las pruebas, continuaba con las sillas desvencijadas, grasosas y polvosas, y culminaba con la espera interminable sobre esas mismas sillas colocadas a la intemperie.

A esa hora el sol iluminaba con toda su fuerza, sus rayos caían sobre la cabeza de cualquier mortal sin miramientos. A raíz de esto, a ella se le ocurrió la idea de que a los contagiados los trataban como apestados: alejarlos, hacerlos esperar sentados sobre objetos indignos bajo el sol, hasta que alguien se acordara que existían y necesitaban atención. Por un momento se imaginó que la puesta de esas sillas polvosas y grasientas a la intemperie tenía dos finalidades posibles:  purificar bajo el sol a los apestados, o castigarlos por su condición. Pero la purificación nunca la sintió; concluyó la segunda opción. Se visibilizó desesperada, urgida de atención médica y sintió todo ese ambiente como castigo.

Mientras esperaba, y antes de que la angustia la devorara, decidió contemplar el amplio panorama que se le presentaba. Para comprender mejor el contexto, hay que resaltar que el lugar por ella habitado se caracteriza por un sistema montañoso abrupto, perteneciente a la Sierra Madre del Sur. Este lugar, ubicado en alguna parte del mundo, en sí es hermoso o, al menos así le parece a ella. Ahí sentada pudo contemplar los cerros cundidos de vegetación fresca. Ella se miró sobre un cerro más pequeño que los otros y sin tanta vegetación como los demás. Ahí, las ráfagas de aire fresco le llenaban los pulmones y el sol caía sobre su cabeza y le abrasaba todo el cuerpo. Sentada en ese lugar miró el amplio panorama y se puso a recordar otros días, otros años y otros lugares, pensó ampliamente en los días en que fue feliz: las risas, las alegrías, la emoción de saberse viva, la sensación de sentirse querida y comprendida. Perdida entre esas imágenes propias de los recuerdos, un lejano sonido que provenía del centro, la despertó de ese ensueño y la cubrió de melancolía y tristeza; pensó en el presente, en el virus que le corroía el cuerpo y le extinguía el alma.

Sintió que llevaba varias horas esperando al médico que la atendería. Estaba impaciente. Quería caminar y olvidarlo todo, pero la duda y la necesidad angustiosa de tener una certeza la obligaron a esperar. Descubrió que estaba cansada, fastidiada y exasperada. Estaba encolerizada porque se sentía como una moribunda a la que no le brindaban atención. Mientras los rayos del sol hacían que le dolieran los huesos, su amiga le escribía. Estaba segura que ante la vivencia de una experiencia límite de ese tipo, ella jamás se habría mantenido en pie a no ser por la presencia virtual y posteriormente física de su amiga. Esta última hizo todo lo posible para exigir le brindaran atención a la que se sentía moribunda. Como siempre, movió cielo, mar y tierra para solucionar las faltas de atención y todo tipo de problemas. Se enfureció cuando supo que su amiga esperaba sentada ahí y nadie la atendía. Ardió en cólera cuando supo que una enfermera había ido a verla para a decirle que “sólo contaban con pruebas para quienes llevaran realmente los síntomas”.

Minutos después de que la enferma se había sentado en una silla vieja, polvosa y grasienta, llegó la enfermera. Le recorrió de la cabeza a los pies. Luego de ese escaneo, por cierto, malicioso, le dijo que tenían pocas pruebas y que sólo eran para la gente realmente enferma. Entonces, desesperada y con las pocas fuerzas que le quedaban en el alma, ella le respondió: ¡tengo los síntomas, si no los tuviera, le aseguro que no estaría en este lugar tétrico y mortecino en donde además de que no me atienden, me juzgan mentirosa! Al instante, la enfermera se sobresaltó, se disculpó y desapareció como un fantasma. Después de ese arranque de cólera, la enferma sintió que las sienes le iban a estallar. El calor la sofocaba y experimentaba impotencia. Pensó en todos los enfermos, en la negligencia médica y en la incomprensión, así como en el dolor de todos aquellos que son afectados por alguna enfermedad.

Después de varios minutos interminables, por fin el médico se dignó hacer su trabajo. Llegó todo cubierto de la cabeza a los pies. Siguiendo las medidas de protección para el personal de salud, llevaba mascarilla quirúrgica, guantes, bata de manga larga, careta y zapatos de trabajo cerrado. Solicitó a la paciente que se sentara, le pidió sus datos personales y le hizo un sinfín de preguntas. Al final concluyó que tenía la mayor cantidad de síntomas. De inmediato, apareció otro médico, ella supo después que era el químico que le haría la prueba con un hisopo. De igual forma, llegó completamente protegido. Explicó cómo era el procedimiento, pero esa explicación a ella le produjo más dolor imaginario que el realmente experimentado. Por fin, se tenía la prueba. Ahora debía esperar. Luego de unos minutos, la verdad: el resultado, positivo. La sensación de temor que le produjo la noticia le hizo experimentar un sabor amargo en la boca; se imaginó que el arsénico sabe a eso y que la muerte también; se sintió envenenada.

El sabor amargo le llegó al corazón. Informó los resultados a su amiga, quien estuvo al tanto por el móvil todo el tiempo. Lo primero que hizo esta última fue darle palabras de aliento y sugerirle tranquilidad; le dijo que tendría que aislarse y que se recuperaría pronto. Acto seguido, le dijo iría por ella hasta el hospital. Mientras tanto, la contagiada, juntamente con su certeza absoluta de estar afectada por el virus, recibió la llamada de su madre. Le contó todo, pero sin quebrarse completamente. En ese momento sacó fuerzas de quién sabe dónde para no evidenciar que se moría de angustia, miedo y preocupación. Como si se levantara de los escombros de manera repentina, recuperó el aliento. En ese momento le vinieron a la mente las palabras de Epicuro sobre la irracionalidad de temer a la muerte; pensó que, en efecto, mientras existimos la muerte no está, y cuando por fin se presenta, nosotros ya no estamos y por tanto ya no la experimentamos. Se dio cuenta que el corazón le latía y que era capaz de pensar todavía con cierto grado de lucidez, entonces se dio ánimos y comunicó la noticia a su madre sin mostrarse demasiado débil.

Pronto, arribó su amiga. La contagiada fue a su encuentro y percibió que por la forma de mirarla a los ojos, sentía su dolor como si fuera suyo. Por su puesto, su amiga hubiera querido estrecharla en sus brazos para decirle…para decirle, Dios sabe qué cosa, pero quizá algo alentador y fraterno. Y sí se lo dijo, pero trató de mantener todo el tiempo en el tono de su voz un aire de comprensión, autoridad y fraternidad; gracias a la unificación de todo esto, impidió que la otra se lanzara a un precipicio sin fondo, como le era común. En otras ocasiones ya la había visto tirarse a la angustia, a la depresión y al llanto por cosas cotidianas y sin sentido. Seguramente por ello, esta vez, hizo uso de su tacto e inteligencia para no presenciar cómo se desmoronaba ante sus ojos la mujer con la que tantas cosas había compartido. Entonces la llevó en su vehículo a comprar los medicamentos sugeridos. Le indicó que debía aislarse quince o veinte días y le dijo que estaría absolutamente disponible por si algo se le ofrecía. Cumplió con su palabra. Le preguntaba seguido cómo estaba, cómo se sentía; le llevó un oxímetro, un termómetro digital, fruta, miel, y libros para que alimentara su espíritu y entretuviera su mente.

Una vez que la contagiada entró a su casa y se supo condenada a residir ahí por quince o veinte días sin posibilidad de salida, reparó por primera vez en las paredes y en los objetos. Todo lucía mortecino y agónico. Se recostó sobre la cama y poco a poco el silencio fue rellenando lenta y grávidamente cada uno de los rincones. La sensación de soledad y tristeza se apoderó de ella y lloró amargamente. Por primera vez se visibilizó frágil y absolutamente desamparada en un pequeño espacio del mundo.

Cuando estaba a punto de ser arrebatada por una angustia que creía le arrancaría el último suspiro, apareció él. No vale la pena mencionar su nombre porque aun cuando se dijera, eso no lo definiría en su unicidad. Lo cierto es que ella podía llamarlo de cualquier forma y él acudiría.  No se sabe a ciencia cierta qué tipo de relación existía entre ellos. Ella cree que tienen una especie de complicidad o un secreto compartido que sólo existe en lo profundo de sus corazones. Para ella, él había revolucionado su mundo; no sólo fue capaz de poner en duda muchas de sus ideas, sino que la sacó de su solipsismo radical y le enseñó la magia de la vida. En su propia concepción, ella es una tormenta, y él, un verano naciente; ella, un cielo plagado de nubes negras, y él, una hermosa puesta de sol. La luminosidad propia de su persona a menudo contrastaba con el gris desolador del espíritu de ella, pero pese a esa contradicción, había una especie de equilibrio que les permitía experimentar un amor fraterno y una comprensión casi absoluta.

Cuando él llegó a su puerta, el cielo se había cubierto de unos densos nubarrones. Le preguntó cómo estaba, por segunda ocasión. Unas horas antes, él también sabía el resultado de la prueba. Los padres de ella, su amiga y él, fueron los primeros que supieron ese resultado desolador. A la pregunta planteada por parte de él, sobre su estado anímico, ella le dijo: mal. Pero antes de que se nublara completamente su rostro, a él se le ocurrió decir, como siempre lo hacía, algo gracioso, una fruslería. Ella siempre se había preguntado, en el fondo de su corazón, por qué ese chico de ojos tímidos, irradiaba siempre una energía positiva y deslumbradora. Hasta la fecha, cada que lo ve aparecer sabe muy bien que con el solo hecho de que sonría, la alejará miles de kilómetros de la muerte y la acercará más a la vida. Y en efecto, ese día, así pasó, pues convirtió el virus en algo de lo cual ella se pudo reír. Por vez primera, el virus pasó de ser concebido como algo que lastima, consume, destruye y liquida, a algo risible y absurdo. A pesar de que se encontraban a una distancia considerable, platicaron y rieron tanto que se sintieron extraordinariamente a gusto. Lo que duró esa conversación, a ella la hizo sentirse la mar de contenta.

Después de reírse del virus y platicar sobre las cosas cotidianas del trabajo y de la vida, él se fue y ella se quedó de nueva cuenta sola. De manera repentina pensó en que ahí donde estaba no había otro quehacer más que leer y escribir, o desesperarse. Por lo pronto, optó por la segunda opción. Contribuyó a ello el cavilar en lo que la cocinera había dicho a su amiga: no atendería a nadie más. Dijo muchas cosas, por su puesto, pero ella optó por apropiarse de esa frase, misma que convirtió en una especie de bofetada hacia su persona. En ese día no sólo la había golpeado la certeza médica del contagio, también la hirió hondamente el rechazo a darle alimento pese a su encierro obligatorio. En ese momento pensó en la frase de Camus, aquella que dice que “hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. Le dolió pensar que cuando más necesitaba apoyo, recibiera un rechazo radical por esa persona. Y aunque es verdad que la comida llegó todo el tiempo que duró su encierro, pues al final de cuentas, su dinero, aunque contagiado, también valía, ella vivió varios días sintiéndose como una apestada.

Casi todo el tiempo, él recogía la comida con la cocinera y se la hacía llegar a ella. Cuando él le llevaba el desayuno, la comida y la cena, ella corría presurosa a la ventana a recibir el alimento juntamente con una sonrisa. Entonces así no se sentía contagiada. Pero cuando él no estaba, la comida la llevaba la misma cocinera. La ponía en la ventana y se alejaba corriendo. Le decía unas cuantas palabras y desaparecía. Entonces ella salía unos minutos después. Cuando eso ocurría pensaba en una novela perteneciente a la época de Cristo y que contiene una descripción sobre los leprosos. En Ben-Hur de William Wyler, se cuenta que de los leprosos se huía porque se les consideraba impuros. Ser leproso equivalía a estar muerto, a ser excluido de la sociedad como un cuerpo pútrido.  Y dada la contaminación que su presencia implicaba, les hacían llegar su comida valiéndose de una polea para no infectarse. Cuando la comida descendía, los leprosos salían de sus cuevas, temerosos. Se cubrían, lo más posible, las llagas. El sol les hería los ojos y avanzaban a paso lento. Tomaban sus provisiones, se ocultaban, y sentados en un rincón sepulcral, silenciosos y casi inmóviles, comían para alargar más su suplicio en esta tierra. Y esto, tal cual aquí se narra, ella lo experimentaba cada que iba la cocinera.  

Sin embargo, no todas las personas le hicieron sentirse como leprosa. Todos los que la visitaron fueron indulgentes con ella. Conforme pasaron los días, las atenciones, las llamadas, los platos de fruta y de comida le fueron llegando a raudales. Claro está que ninguna de estas personas se acercó a ella, el acercamiento era imposible. Sin embargo, llegaban a su ventana con una actitud fraterna, solidaria y que evidenciaba mediante los hechos y las palabras que el dolor era compartido. Las palabras de ánimo nunca faltaron. Y todas aquellas personas que no podían venir a verla, le externaban sus mejores deseos y recomendaciones por vía telefónica. Mientras esto ocurría ella se dio cuenta de que llevaba poco tiempo viviendo en ese pequeño pueblo y que ya se había ganado el afecto de grandes corazones. Entonces se sentía dichosa. Y fue gracias a esos nobles corazones que ella no desfalleció a lo largo de ese tortuoso camino.

Los días pasaban lentamente y ella sólo deseaba salir de esas paredes que la encerraban y le hacían sentirse en una cárcel eterna. Contaba las horas y los días, y para no morir de desesperación, se puso a leer y a escribir. En ese momento pensó que había nacido para las letras y que necesitaba alejarse del mundo social para hacer geminar sus ideas y para pulir cada una de las palabras que redactaba. Su espíritu experimentaba felicidad por cada frase terminada, pero su cuerpo, parecía no estar de acuerdo; el dolor se negaba a marcharse. La sensación de tener la espalda completamente fracturada, los dolores de cabeza y de pies eran persistentes. Pese a eso, ella miraba al exterior desde la ventana y quería salir corriendo. En ese momento pensó en la gente sana y en cómo por su trabajo o por sus diversas ocupaciones cotidianas habían dejado de valorar la libertad; esa pequeña libertad propia de la persona ordinaria que puede entrar y salir de su casa sin ninguna dificultad.

Los días pasaron con lentitud, pero pasaron. Cuando por fin se terminaba la cuarentena ella moría de ganas de salir; quería visitar todos los lugares que anteriormente frecuentaba, y también quería abrazar a toda su familia y, por su puesto, a él y a su amiga; sentía el corazón henchido de alegría y quería recorrerlo todo; deseaba recuperar el tiempo perdido. Cuando por fin se acabaron los días de encierro, salió a la calle y no sentía la más mínima gana de volver a casa. Entonces se dio cuenta que allá afuera podía ser completamente feliz. La naturaleza, las calles, la gente y la misma oficina le parecieron lo más hermoso del universo. Y mientras para ella todo era nuevo y maravilloso, para los demás nada había cambiado. Cuando vio la mayoría de los rostros con las mismas huellas de múltiples preocupaciones, angustias y desesperaciones, comprendió que una persona cuando se contagia tiene la posibilidad de experimentar una multiplicidad de mundos distintos, mundos ajenos a este que dejan sensaciones y experiencias diversas que nadie, más que los contagiados mismos, pueden experimentar según la estructura de sus cuerpos y sus mentes.

Después de todo, ella sabía que libraba una batalla contra la muerte física y espiritual; tenía muy claro que regresaba al mundo de los vivos, sin embargo, también era consciente de que el virus no se había ido del todo; se había debilitado en su cuerpo, pero existía palpitante en los objetos, en el aire y en la gente misma. Mientras pensaba esto, recordó al instante y conforme se lo permitió su memoria las últimas líneas de La peste de Camus: “el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa; espera pacientemente en las alcobas, las maletas, los pañuelos y papeles”. Cuando meditaba en estas líneas, comprendió que la muerte siempre ha estado en todas partes y que adquiere distintos rostros; se dijo para sus adentros que hoy tenía el rostro de Covid-19. Después de todo, concluyó finalmente que la ausencia de solidaridad, fraternidad y empatía con los demás (contagiados o no) es el impulso esencial de las fuerzas en favor de la muerte y no de la vida…Pensó en esto último con un dejo de melancolía, y después de cavilar largamente en este tema, decidió marcharse silenciosa a recorrer las calles estrechas de este lugar que se encuentra en alguna parte del mundo…

 

Karina Hernández Hernández es licenciada y maestra en Filosofía por la Universidad Veracruzana. Actualmente está a punto de culminar sus estudios de doctorado en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, de igual forma, se desempeña como responsable del Programa de Apoyo a la Educación Indígena en el Centro Coordinador de Juquila, Oaxaca.