miércoles, 13 de noviembre de 2013

Editorial


Día nacional del libro
A propósito del Día nacional del libro, Olga Fernández Alejandre comparte con nuestros lectores una visión sobre esta creación humana. Pues él, refleja el vínculo indisoluble con nuestra existencia, está unido, por diversas razones, al quehacer cotidiano, académico, laboral, a la creación e imaginación. La autora rememora su trascendencia, más allá del autor. En su ensayo, narra parte de su historia, el devenir y presentaciones hasta la actualidad. Asimismo, reflexiona sobre los diferentes procesos y actividades involucrados en su  elaboración: desde los sonidos que hubo de asignarse a cada signo plasmado en él, hasta la impresión, no sin antes plantearse con qué materiales producirlo: papel, tintas, diseño y métodos de impresión. El libro contribuye, y esa es una de las aportaciones relevantes, a la comunicación y al engrandecimiento de los individuos. Olga finaliza con una frase de Rubén Darío: El libro, ¡Bendito sea! … pues con afán inaudito, vuela por el infinito con las alas de la idea.
     En este su día,  cabe subrayar el binomio indisoluble en su producción y difusión: la lectura y la escritura, elementos connaturales al aprendizaje y la generación de conocimiento.
     Lo anterior nos abre la puerta para ver que la problemática social de este incipiente siglo XXI reclama ciudadanos más participativos, con una cultura que les permita afrontar las contingencias de la vida, donde los libros son la fuente de la cual debemos deber si queremos estar un paso adelante de la inmediatez. Y sí, la mejor forma de celebrar al libro es leyéndolo, escribiéndolo y publicándolo.
Director General


Temas y Autores Las entrañas del Elefante


Silvestre Manuel Hernández
Coordinador del Consejo Editorial de Tlanestli. Amanecer.
Investigador de Ciencias Sociales y Humanidades,
UAM–I, Ciudad de México.
silmanhermor@hotmail.com

Para mi sobrino–nieto–ahijado Yahel Hernández,
sus papás y hermanos, con cariño.

Lo que vivimos y lo que nos cuentan nuestros padres, quienes a su vez escucharon esto y aquello de los suyos, nos hace ver e imaginar las cosas de varias maneras; algunas, llenas de misterio o fantasía. Algo parecido ocurre con el Cerro del Elefante o “Tepiolole” (según el apelativo de ciertas personas de antaño), del cual se cuentan leyendas o mitos. ¿Qué es leyenda? y ¿Qué es mito? Para el relato en sí no es importante la distinción, sino lo esencial es esa atmósfera de tensión que puede pervivir en nosotros, aunque no hayamos conocido a los protagonistas de las “vivencias”.
     El lugar, puede ser físico o figurado; en este caso, tenemos los dos, pues nuestro protagonista: un cerro ubicado al oriente del Estado de México, en el Municipio de Ixtapaluca, custodia las calles de un pueblo llamado Tlapacoya, y sus entrañas albergan secretos y simbolismos. Aquí, el día de fiesta se venera a la Virgen Santa María Magdalena, y amén de las festividades religiosas y del jolgorio popular, los viejos suelen traer al presente aquellos relatos que les dan su sello particular como tlapacoyenses, pero por encima de eso los hacen ser hombres dignos de atención y respeto, por ese espíritu que vierten en palabras, gestos y entonaciones, las cuales parecen comulgar con los caminos que llevan a alguna entraña del Elefante.
     Sí, nuestro protagonista está vivo, con más intensidad en algunos meses del año; tanto por su verdor, como por la forma en que el sol despunta en su horizonte, develando u ocultando un presente que vive quizá para siempre. Su vértebra primordial está resguardada; a su derecha, por los sonidos de una civilización que forjó pirámides para adorar al dios que bendecía las tierritas y sus frutos; sonidos que ahora se conjuntan con las voces de quienes suben a sus cumbres; a su izquierda, por los difuntos que quién sabe cuántas historias se llevaron con ellos, pero que de seguro se estarán relatando en ese plano al que ciertos mortales han querido llegar por algunas de sus cuevas, o por las puertas que lo atemporal parece abrir en circunstancias especiales.
     El ahora, el ayer, el aquí o el “más allá”, se vuelcan en las narraciones que aprehendemos y degustamos en alguna acera, en la plaza de su iglesia, o en cualquier espacio de su entorno. He aquí, parte de lo inmarcesible de su ser.

Las entrañas del Elefante

Para mí es muy gratificante escuchar las historias de Juan Carlos Pérez Carreón, persona amable y dispuesta a conversar con nosotros, lectores de Tlanestli. Amanecer, sobre parte de lo que guarda su memoria y sensibilidad. Juan Carlos Pérez Carreón, oriundo de Tlapacoya, es padre de familia y tiene dos hijos. Se ha desempeñado como militar, cabo, en el Ejército Mexicano. Trabajó en el área administrativa del Banco del Ejército. Fue comandante de las Fuerzas Federales de la Policía Federal. Actualmente se dedica al litigio en el Estado de México. Es Licenciado en Derecho por la Universidad del México Contemporáneo. Ha obtenido varios diplomas y reconocimientos dentro de sus funciones y cargos.
Silvestre Manuel Hernández (SMH). Juan Carlos, tu eres residente de este pueblo, conoces varias historias, algunas que te han sucedido a ti, otras que te han contado tus padres. Nos podrías compartir algunas para nuestra publicación de Xalapa.[1]
Juan Carlos Pérez (JCP). Claro que sí. Bueno, una de las anécdotas que me han pasado aquí dentro de lo que es el Cerro, es que en una ocasión yo subí a hacer deporte, me gusta hacer deporte. Llevaba como tres vueltas alrededor del Cerro, en la tercera vuelta… En esa ocasión me sale un hombre grande. Yo, a lo lejos, percibí que era una persona que, igual, estaba haciendo deporte… Cuando yo me acerco cien metros, ochenta metros, me percato que es un hombre de una estatura enorme, con ojos bastante rojos, como si estuvieran al rojo vivo. Yo lo que hago es que, al momento, percibo que es algo raro, porque mi piel se empezó a erizar. En ese momento yo me agacho para agarrar una piedra y poderme defender ante esta persona… Cuando yo me agacho, esta persona, o el ser que yo vi, se desaparece, de la nada; digo, no se pudo echar a correr, no pudo volar, porque yo lo hubiera visto; sino, cuando yo levanto otra vez la vista, esta persona se va, sin dejar huella, sin dejar rastro, sin hacer ningún tipo de ruido.
    Y… Bueno, en ese momento me cuenta la gente, a la que yo le comparto lo que a mí me pasó: me dicen que es el Diablo, el Diablo que anda suelto viendo a quién golpea, a quién se lleva. Porque se dice que en este Cerro se aparece el Diablo, que sale. Incluso, hay gente que lo ha visto cómo es. Digo, no lo describen tal y como es; algunos lo retratan en forma de animal, otros lo señalan como yo lo vi: un hombre; los más, lo pintan como un charro que sale a las doce del día… Sí, es parte de las leyendas que narran aquí.
    Otra anécdota que a mí me pasó, que me sucedió en el Cerro, junto con otro compañero, es que yo me percato de ver un animal en forma de un dragón pequeño, pero feo el animal; a mi compañero y a mí nos iba a atacar, mi compañero le avienta una piedra grande y el animal sale volando y nos bajamos corriendo. A la primer persona que encontramos, un señor como de sesenta, sesenta y cinco años, le contamos lo que nos había pasado y nos dice que ese es el Diablo, que son muchas las formas de manifestarse. Que ese es el Diablo y que ya no anduviéramos allá arriba del cerro, porque la próxima él sabe que nosotros subimos, o subíamos casi a diario, y que nada más estaba esperando la oportunidad para atacarnos.
    También, una de las cosas que me han contado, porque eso sí no lo he visto, me lo han contado: es que dicen que a las doce del día, en este Cerro del Elefante, sale la gallina de  los huevos de oro. Que ese animal… Dicen que te lleva a donde está el tesoro del Cerro. No, la verdad eso sí no podemos decir que sí sea cierto, porque muy poca gente es la que ha visto tal gallina. Que cuando la ven… Platican que es una gallina preciosa, de muchos colores hermosos. En cuanto ellos voltean, la gallina se va, se desaparece la gallina… Uno más de los misterios que tenemos aquí, dentro del Cerro de Tlapacoya.
    Igual, otra historia que nos cuentan es la de la cueva encantada. La cueva encantada, dicen que tiene una entrada y una salida en ambos extremos del Cerro y que esa cueva se abre cada año. Personas que han tenido la oportunidad, o que han tenido la fortuna de ver esa entrada… La gente que ha osado entrar… Han quedado locos… Han quedado locos porque dicen que ven cosas, que vieron cosas muy feas ahí dentro. De tanto, que salen como golpeadas, arañadas. Y… Lo mismo, volvemos a decir que es el Diablo, que hace eso para que la gente se acerque y los pueda agarrar adentro de la cueva. Solamente yo me he enterado de una sola persona que ha logrado escapar, y esta persona quedó loca, salió muy golpeado, en cuanto sale: muere.
    Otra anécdota que cuentan aquí de lo que es el Cerro, es de las brujas. Se ve o se veían, anteriormente, luces que se hacían grandes y se hacían pequeñas. No me tocó vivir esa experiencia, de ver las bolas de fuego que chocaban unas con otras, se hacen grandes se hacen pequeñas. Dice la gente que son brujas. Bueno… Creo que sí es cierto, porque cuando a nosotros nos toca ver esa bola de fuego, nosotros vimos el cuerpo de un guajolote con cara de humano. No pudimos distinguir, a ciencia cierta, qué rasgos tenía, porque… Con la impresión de que nosotros éramos pequeños y vemos ese animal, nos espantamos pero sí, alcanzamos a ver perfecto que tenía cara de hombre y cuerpo de guajolote. Es lo que la gente nos dice que son las brujas. Y es cierto, porque a mí también, con mi hijo, me pasó, lo vivimos. Teniéndolo abrazado nosotros, nos lo sacan, nos lo jalan de los brazos de mi esposa e intentan llevárselo. Entonces… Por eso sí creo en la leyenda de la bruja, porque nos ha tocado verlo, nos ha tocado vivirlo también.
    Ahora hablemos de los muertos, porque tenemos, al pie del Cerro, el panteón municipal del pueblo, y hay muchas leyendas sobre él.[2] Han encontrado tumbas abiertas, las cuales, al otro día, viene gente o los familiares y la tumba sigue igual, idéntica. No nos explicamos cómo es que dicen que arden los panteones, nadie se explica cómo es eso. Bueno, hay gente que por curiosidad ha venido a ver si es cierto o no es cierto, pero las personas que han pasado a tales horas de la noche… Nos dicen, es que yo vi que tal panteón estaba ardiendo. Un campo santo estaba encendido, pero con unas llamaradas gigantes, el fuego era tan grande que se alumbraban los demás panteones y todas las tumbas. Bueno, eso también lo cuentan muchos habitantes de aquí del pueblo, gente grande y gente joven todavía, que les ha tocado esa fortuna o esa desfortuna de vivirlo. Pero… La vida sigue…
    Otro de los sucesos de nuestro entorno es que sale el charro, el Charro Negro. Es un hombre que aparece montado en un caballo y… Dicen que sí golpea a la gente. Ha habido seres a los que ha golpeado, los ha arrastrado ese charro. Eso se mienta en las leyendas anteriores. Te puedo decir que ha sido de cincuenta, sesenta años atrás, cuando todavía no estaba bien poblado el pueblo, cuando sólo había una o dos casitas por las esquinas. De entonces es cuando narran del charro. Bueno, aquí se conocía como la leyenda del Charro Negro. Pero llegan a la conclusión de que igual, era el Diablo, quien se manifiesta en varios personajes, por decirlo así: el charro que “hemos visto”, el hombre que a mí me tocó ver.
    Me ha tocado también cuando, en una ocasión, traje a mis hijos a hacer deporte. Dejo a mis hijos y empiezo a correr y… De repente, me percato que no hay nadie, nadie. Y empieza a llorar un niño; un niño con mucha desesperación empieza a llorar. Entonces, en ese momento agarro a mis hijos de la mano y lo que hacemos es bajar corriendo. Después, le empiezo a contar a mi familia, a mis conocidos, vecinos… Y lo que me dicen es que era el Diablo. Y… Tú sabes que está ahí, que sigue viviendo ahí.
SMH. Juan Carlos, nos podrías regalar otras historias donde el protagonista es el Cerro del Elefante.[3]
JCP. Con gusto, otra de las leyendas que se cuentan… Es que dentro del Elefante se encuentra un lago enorme, con mucha riqueza. Se dice que al interior del Cerro hay una serpiente que cuida los tesoros el pueblo. A ciencia cierta, pues no se sabe si esté esa serpiente. Sólo son las cosas que la gente nos ha transmitido… Pues, yo creo que sí es cierto, porque… Bueno, hay señores grandes que se han ido y que nos han transmitido esas leyendas a nosotros, de que hay mucha riqueza adentro del Cerro, pero que solamente se podría ver cada año, porque sólo cada año se abre la puerta hacia ese lago… Ya que dicen que se encuentran muchos metales preciosos como oro, jade. Que hay bastantes cosas de plata, que nada más brillan. La gente dice que es plata. No podemos asegurar si es plata o no es plata, pero… Las personas hablan de que hay oro, plata, jade, no sé… Se encuentran otro tipo de cosas que nunca nos lo dijeron… Solamente otras… Vasijas que pueden ser de oro, o podrían ser monedas, podrían ser coronas, porque recuerdo que un tío mío me comentó que sí había coronas y que podían ser de esa serpiente. 
   Si algunos no lo saben, Tlapacoya significa “lugar donde se lava”, eso viene del nahual. Porque aquí, anteriormente, el Cerro nos daba mucha agua, había ojos de agua y el pie del Elefante nacía: eso sí es verídico, que el agua brotaba al pie del Cerro. De hecho, a la orilla todavía se encuentran caracoles de mar, se encontraban muchas tortugas; por eso, allí en el pueblo de Ayotla se le llama ciudad de tortugas, porque al pie del cerro se encontraban muchas tortugas, caracoles de mar, arena de mar, piedras de río. Entonces, también se cuenta que el Cerro es una parte del mar. El Cerro es una parte del mar… Yo creo que a la mejor sí, porque hay bastante agua, tenemos agua, el agua es totalmente limpia, clara. Lo relacionamos con los caracoles de mar, tortugas, piedras de río. Digo, si estamos en una zona donde no hay ríos, de dónde salen piedras de río, arena de río, caracoles, tortugas. Y algo que también nos ha impresionado a nosotros, que no nos explicamos de dónde sale tanta arena de mar. No nos explicamos de dónde viene esa arena o quién viene y la deposita, porque para traer tanta arena aquí, sería imposible… Y, bueno, eso también es “acervo” del pueblo.
SMH. Juan Carlos, todos los pueblos tienen como centro o cabecera una iglesia. El recinto de Tlapacoya no puede ser la excepción, y a su alrededor ha de haber narraciones y relatos ¿tienes alguno que nos puedas compartir?
JCP. Sí, claro que sí. Por ejemplo, una de las leyendas que se cuenta es que… Bueno, nosotros aquí, en la fiesta del pueblo, veneramos a la Virgen que se llama Santa María Magdalena, es el día 22 de julio. Cada año se le festeja el cumpleaños a la Virgen, con música, cohetes, danzas; esa es una de las tradiciones de aquí, de Tlapacoya… Y el relato dice que hay un santo que viene a visitar a nuestra Patrona Santa María Magdalena, hasta aquí, a la iglesia de nuestro pueblo. Este santo se llama Santiago, Señor Santiago, se encuentra en Chalco, también Estado de México. Y… Cuenta la leyenda que se abre la puerta de la iglesia… Y quien era el sacristán de hace años, de aquí, de la iglesia, tuvo la fortuna de ver cómo entraba el caballo, de ver cómo se bajaba el santo y subía a nuestra Patrona Santa María Magdalena al caballo y se iba. Dice el sacristán que era un ejemplar grande, blanco. Subía a nuestra Virgen y se la llevaba… Él decía que la llevaba a pasear, que la llevaba de visita al pueblo de este santo, que se llama Santiago Apóstol, y está allá en Chalco. Y platicaba que antes del amanecer, a las seis de la mañana, volvían a abrir la puerta de la iglesia, entraba el caballo, bajaba a nuestra Patrona, la dejaba… Y se veía cómo se iba otra vez en el animal. Y… Bueno, esa es una de las leyendas más bonitas que tenemos aquí en nuestro pueblo, debida a la persona que tuvo la fortuna de verlo y transmitirlo a muchas generaciones, donde el relato ha  pasado de unos a otros, y hasta la fecha lo tenemos latente, todavía. Y sí, es una de las historias más bonitas para mí, en lo personal, de lo que se cuenta de la iglesia de nuestro pueblo.[4]
SMH. Con respecto a sus calles, qué nos cuentas.
JCP. Las calles de aquí de nuestro pueblo, son un tanto espacios que están en el olvido, pero que tienen, de cierta manera, también una leyenda que contar.
    Por ejemplo, la calle del Chabacano, donde se ve y se escucha cómo pasa un  perro negro bastante grande. Este perro solamente se esconde de la luz, pues nada más se le ha visto en calles o en callejones donde está totalmente oscuro. Este perro… Ha habido gente, de aquí del pueblo, que ha sido atacada, que la ha golpeado, incluso al otro día amanecen rasguñados. Y de estas personas decimos que “tienen un  mal aire”, que se tienen que “limpiar”, que deben ir a la iglesia para que el padre les eche agua bendita… Y, es una de las leyendas que también tiene Tlapacoya.
    Algo más, es que anda por todas las calles el Charro Negro, al cual mucha gente lo ha visto, y, hasta ahorita, que yo sepa, a nadie ha atacado, simplemente es la impresión de ver a ese caballote y al hombre que anda vestido de charro. Hasta se oye cómo pasa a todo galope. Y la gente que ha tenido la fortuna o la desfortuna de verlo, dice que es algo feo, algo impresionante, porque el caballo no camina, no va sobre la tierra: va flotando en el aire, y aún así, se oye el sonido.
    Aquí también tenemos a la Llorona que, como sabemos, existe en todos lados de nuestro país. Me ha tocado la fortuna de escucharla, no de verla. Es una mujer que pasa gritando a ciertas horas de la madrugada: cuando ella llora, todo se queda en silencio, los perros se callan, después de que suelta el lamento, los animales empiezan a ladrar como si tuvieran miedo, y después emiten un aullido, todos los perros comienzan a gemir como si algo pasara, como si se espantaran, como si tuvieran miedo… Esa es la leyenda de la Llorona.
SMH. Juan Carlos, tu, como padre de familia, como habitante de Tlapacoya, con una experiencia de vida compartida ¿cuál crees que sea la importancia de transmitir mitos, leyendas? Sean del dominio popular, sean de alguna parte de nuestros pueblos, de nuestra república mexicana ¿qué importancia encuentras, por ejemplo, en el caso que se las transmitas a tus hijos?
JCP. Bueno, lo importante aquí es que ellos también conozcan y sepan qué puede pasarles a ellos, porque si nosotros no les contamos que hay leyendas o lo que nos ha pasado y hemos escuchado, sería como ocultarles algo, y lo bonito es que ellos también lo sepan y se vayan cultivando respecto a las narraciones de nuestro pueblo. Porque muchas veces hemos nacido en un lugar, y no sabemos qué pasó, por qué, quién lo contó. Simplemente vivimos en la penumbra: no sé nada. Yo creo que es bueno transmitirlo a nuestros hijos, a los demás familiares, a la gente que nos viene a visitar, para que se lleven un bonito recuerdo, para que sepan un poco de historia de aquí del pueblo de Tlapacoya, del Cerro, del Panteón, de la Iglesia…
SMH. Juan Carlos, un gusto, gracias por compartirnos esta experiencia de vida. Nos has regalado parte de lo que viviste desde niño, lo que tus padres te contaron, lo que has experimentado aquí en la Pirámide, en el Cerro. Juan Carlos, un placer, gracias.
JCP. Gracias a ustedes (se refiere a Leny Andrade Villa, quien realizó la grabación, y a SMH). Y gracias a la revista en donde están trabajando, por ser partícipes de nuestro pueblo. Es un gusto haberlos tenido aquí, en las faldas del Cerro, de nuestra Pirámide.
SMH. Para Tlanestli, es un gusto, es un honor haber contado con Juan Carlos. Gracias, hasta pronto.
Recomendación bibliográfica
González Obregón, Luis, “Leyendas de las calles de México”, en Antonio Castro Leal, La novela del México Colonial, Tomo II, Aguilar, México, 1991.
Moreno–Ruiz, José Luis (recop.), Las flores blancas. Cuentos y leyendas de México, Ediciones Altea, Madrid, 1985.
Valle–Arizpe, Artemio de, Sala de Tapices, Editorial Patria, México, 1957.

Nota sobre Tlapacoya

El pueblo de Tlapacoya se localiza al oriente de la Ciudad de México, a 28 km., en el Municipio de Ixtapaluca, Estado de México, en la ribera de lo que fue en lago de Chalco. Está al pie del Cerro del Elefante. Se habla de que hasta principios del siglo XX, en ocasiones, era tal la cantidad de agua que lo rodeaba, que parecía una isla o una península. Tlapacoya significa “lugar donde se lava”.
    Tiene una zona arqueológica, perteneciente al periodo Preclásico o Formativo. El auge del sitio fue en el Preclásico Tardío; sin embargo, existen asentamientos que corresponden a la época olmeca en la fase Manantial, hacia el año 1400 a. C. Según las exploraciones de los especialistas, existen vestigios de más de 24000 años, así como una variedad de piezas de gran valor.




[1]  Por cuestiones estilísticas, he cambiado algunas palabras y expresiones del entrevistado, sin que esto haya alterado el sentido del relato.
[2]  Según el Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española, Espasa–Calpe, Madrid, 1992. Leyenda viene del latín legenda, n. pl. del gerundio de legére, leer. Que significa leer // Obra que se lee // Historia o relación de la vida de uno o más santos // Relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos // Composición poética de alguna extensión en que se narra un suceso de esta clase.
    Desde luego, lo que la tradición popular entiende por leyenda, comulga y trasciende estas definiciones.
[3]  Desde cierta concepción mítica: “El simbolismo de este animal tiene cierta complejidad y determinaciones secundarias de carácter mítico. En el sentido más amplio y universal, es un símbolo de la fuerza y de la potencia de la libido. En la tradición de la India, los elefantes son las cariátides del universo. En las procesiones, son la montura de los reyes. Es muy interesante que, por su forma redondeada y su color gris blanquecino, se consideren símbolo de las nubes. Por los cauces del pensamiento mágico, de esto se sigue la creencia en que el elefante puede producir nubes y de ahí la mítica suposición de la existencia de elefantes alados. La línea elefante–cima de monte–nube, establece un eje del universo. Probable derivación de estos conceptos de clara impronta primitiva, es el uso del elefante en la Edad Media como emblema de la sabiduría, de la templanza, de la eternidad e incluso de la piedad”. Véase Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Ediciones Siruela, Barcelona, 2010.
[4] . La catedral de Chalco tiene por Patrón al Señor Santiago, es un santo milagroso, pero muy castigador. Se caracteriza por su rico atavío; el día de su fiesta es el 25 de julio. Cuentan que hace muchos años, unos ladrones del lugar le robaron sus espuelas de plata. El santo se enojó muchísimo y… En esa época, las lluvias se intensificaron más de lo normal; de día y de noche llovía sin parar, los habitantes lloraban porque todas sus casas se inundaron y, como se encuentran, geográficamente, en un lugar hundido, la pasaron muy mal porque el nivel del agua se incrementó rápidamente. La gente de Chalco pensaba que era un castigo del Patrono, porque le habían robado sus espuelas. Por su parte, los ladrones las vendieron en el pueblo vecino… Y fue hasta que las recuperaron y se las devolvieron Santiago Apóstol, que dejó de llover.

Poemas



Juan Hernández Ramírez

CANTO AL HOMBRE DE TIERRA


Vi al hombre cantarle a la tierra
con sus manos.
Con sus manos de arado
abrir delicadamente el sueño
para acunar la semilla
inventando el color de las flores.

El hombre que está hecho
de viejos troncos de palabras,
de amaneceres tintos de primaveras
de lunáticos ladridos de perros
de solitarias lunas cantando
a los gallos de plata en la madrugada,
para él es el canto de la tierra.

La tierra tiene brazos de árbol
y una sombra de mar
donde las frutas vuelan
a los ojos alegres del hombre.

Regresar al campo
en cada canto del cenzontle
hasta la madurez del fruto,
o hasta que el hombre sea árbol o tierra.

SOY LA MUJER TIERRA


Soy la mujer tierra,
la madre del árbol.
Soy la mujer tierra,
hermana del agua.
Soy la mujer tierra,
hermana de la luna.
Soy la mujer tierra,
hermana del viento,
Soy la mujer tierra,
madre del hombre.

En mis entrañas crece
el fuego de la semilla
para alimentar a las criaturas
que de mis entrañas han nacido.
Sobre mi ombligo
el agua y el sol
maduran el fruto
que el viento acaricia
y el hombre y la bestia consumen.

Soy la tierra,
soy el sueño de los pueblos originarios
donde el espíritu del hombre canta
caminando por los montes.

Los ruidos y los silencios
son espejos en las aldeas
construidas con mi carne.
Los espejos se hicieron de ausencias,
lenguas que se desvanecen,
bosques de raíces mutiladas,
colibríes que mueren
por beber la muerte
en las flores azules envenenadas.

Los arroyos corren muertos,
las ardillas tienen hijos de dos cabezas.
El corazón del maíz tiene cáncer
y hiere  la sangre del hombre.

¿De quien es el ruido?
¿De quien es el silencio?
El ruido es de las máquinas.
El ruido lo hace el cemento
al convertirse en muro.

El ruido lo hace el dinero
al querer comprar
lo que no se puede comprar.

          El silencio es de la palabra,
          la palabra con rostro de carnaval
          que ha olvidado el milenario saber.


Dos cuentos


David Nepomuceno Limón

LAS MARGARITAS Y LOS GIRASOLES


En un pequeño valle de clima templado, se inició, hace muchos años, la siembra y cosecha de flores de clases diferentes. Esto motivó que las familias se instalaran en las dos márgenes del río que les brindaba lo necesario para sus propósitos. Agua clara y abundante llegaba desde la sierra lejana. Su caudal impresionaba por la fuerza y magnitud de la corriente. Cuando los campesinos llegaron ya existía un puente hecho de piedra y nadie sabía quiénes lo construyeron. Su estructura prometía muchos años más al servicio de las comunidades que el camino enlazaba.
    Las Margaritas y Los Girasoles, que en un principio fueron pequeñas agrupaciones de casas de labradores y artesanos, actualmente son pujantes poblaciones que luchan por continuar progresando. El puente sigue siendo el elemento más importante para su comunicación.
    Recuerdo que hace varios años mi compadre Jacinto y yo veíamos a Timoteo preocupado por poder vender toda la flor de su terreno. La flor era de calidad, pero algunas se empezaban a marchitar. Esa mañana Timoteo hizo un alto en su camino antes de llevarla a ofrecer a los mercados de la ciudad. Al cruzar el puente se le ocurrió echar al río las flores deslucidas, que al contacto con el agua flotaban un momento para hundirse después en el torrente que huía sin delicadeza. Lo hacía despacio, escogiendo cuál se iba al río y cuáles se quedaban.
    En esos momentos pasó Rafaela, la señora que compra barato en la ciudad y revende en su pueblo, la comunicativa que no sabe guardar un sólo secreto.
   ― ¿Qué hace, Timoteo? ― preguntó, extrañada por lo que veía. El hombre aprovechó el momento para gastarle una broma.
   ― ¡Señora, qué gusto verla! Lo que estoy haciendo es agradecer todos los favores que ha hecho el puente de los deseos ― El comentario tenía el síntoma de una anécdota graciosa que Rafaela no logró captar.
   ― ¿En realidad el puente cumple los deseos?
   ― ¡Claro! Si usted pide algo bueno y de corazón, tenga la esperanza de que pueda cumplirse lo que solicitó.
   ― ¿Como qué cosas puedo pedir?
     Timoteo se vio obligado a seguir dando respuestas fuera de la realidad.
   ― Lo que guste, siempre y cuando no sean brujerías y mucho menos, maleficios.
   ― Voy a probar. ¿Me permite una de sus flores?
   ― ¡Eso sí que no! ― dijo Timoteo. ― Tienen que ser flores que usted compre y las traiga.
   ― Entonces regreso la próxima semana.
    Nadie imaginó que Rafaela tomara la broma muy en serio. El comentario había significado un espacio suficiente para echar a volar la imaginación y darle un lugar a la buena suerte.
    A la siguiente semana llegó Rafaela con sus amistades, y sintiéndose dueña de la situación, les comentó que cuando pidieran su deseo deberían hacerlo sólo desde el lugar que ella les indicara. Se refería al sitio donde Timoteo arrojaba sus flores. Les pidió que cerraran los ojos al pensar en un deseo y lanzar la flor a la corriente. Las personas lo hicieron al pie de la letra. Todas esperaban algo benéfico para ellas mismas.
     La gente que cruzaba el puente las miraba con extrañeza. Con qué seriedad se expresaba un deseo, convertido en una frase inocente que era confiada a la corriente del río por medio de una flor, la que era absorbida con rapidez.
     La noticia se extendió de inmediato en las dos poblaciones. Había en ella una elocuente agudeza en el buen sentido de cambiar la realidad a través de un sueño.
     Al pasar las semanas, llegaban hasta tres personas diariamente al puente de los deseos. Los pobladores de Las Margaritas y  Los Girasoles fabricaban anécdotas con imaginación y pequeñas mentiras. Lo que interesaba era ser felices. Algunos jóvenes esperaban en el puente a quienes lo visitaban. Eran como aduaneros que señalaban el lugar correcto donde solicitar el cumplimiento del sueño anhelado. Los puestos de flores en la ribera del río y junto al puente surgieron por la necesidad de la gente por obtener las flores de inmediato. La economía de las poblaciones tuvo un inesperado repunte, algo nunca visto e increíble. El secreto de la broma se quedó guardado en los hogares implicados.
     Cuando falleció Timoteo, fue sepultado con grandes muestras de agradecimiento, como gran benefactor de las dos poblaciones. Gracias a él las cosas habían cambiado para bien. A partir de entonces un mundo de oportunidades se abrió para los habitantes. Todos participaban en dar a la gente algo de esperanza, representado en sus flores, dentro de un impaciente compás de espera.
    Todavía algunos comerciantes se divertían mirando a la gente cómo lanzaba sus flores, las que en el agua se precipitaban en un horizonte abierto de promesas. Las mujeres ya no lo veían con sorna, sino que empezaban a tomar en serio la idea de los deseos. Ellas veían cortésmente cuando los visitantes llegaban en silencio, acompañados con una gota de esperanza en su abrumado corazón. Otros deseaban hallar un amparo entre las frescas flores cargadas de ilusión.
     La diferencia de criterios empezaba a dividir a los pobladores. Algunos insistían en que la suerte era un capricho esporádico. Otros se aferraban a la existencia de ella como una posibilidad real.
     Esa mañana era esplendorosa, como la sonrisa de los ángeles, cuando todos se sorprendieron al ver que llegaba un auto de último modelo con personas de otra clase social. Los ocupantes bajaron serios y callados, lo que daba al ambiente un aire de solemnidad. Llevaban consigo una corona ricamente ataviada con las mejores flores de la región. Con gran respeto la lanzaron al río, mientras que en el barandal de piedra del puente colocaron un arreglo floral en señal de agradecimiento por algún importante favor recibido.
    Quienes contemplaban el suceso quedaron asombrados. No sabían qué decir. Como autómatas siguieron a los visitantes con la vista. Después de que el auto se fue, era impresionante ver cómo la gente llegaba al puente, ahora con la ferviente ilusión de que su deseo también se cumpliera. La visita había logrado que las puertas de los corazones se abrieran súbitamente y el regocijo se desató a causa de la buena suerte.
     Los deseos y las ilusiones vagaban libremente entre los habitantes, que no se cansaban de admirar la intensa corriente del río. La buena suerte se había hecho presente, empleando como recurso principal la sorpresa, para quienes buscaban inicialmente un camino diferente.

NUNCA OLVIDARÉ

No recuerdo qué edad tenía; quizá dos años y medio o tres. Todavía no asistía al jardín de niños. Era un día soleado. Mi madre me llevó consigo a donde lavaba la ropa. Había un tanque grande con un lavadero a cada lado. El tanque completo estaba pintado de rojo excepto el interior, y localizado al fondo del patio de la casa. Mi madre utilizaba el lavadero de la izquierda mientras yo me hallaba en el otro, donde ella me había subido.
    Mis hermanos estaban en la escuela, mi padre trabajaba en la fábrica mientras en casa se realizaban las labores cotidianas. Yo era el bienaventurado que aprovechaba la ausencia de compromisos que me concedía la corta edad.
    Jugaba con carritos de plástico de diferentes colores, mientras escuchaba el sonido acompasado de la ropa que era tallada sobre la superficie del lavadero. Las palomas volaban de un lado a otro demostrando su agilidad en el aire. Todo era tranquilidad.
    Alguien tocó en la puerta de la casa. Lo hizo con rigor, ya que hasta los lavaderos se escuchó el ruido. Mi madre se alejó rápido de su labor mientras yo seguía con mi juego y libertad, que me proporcionaban toda la armonía de la vida.
     La curiosidad por ver el agua más de cerca hizo que probara el sabor de una experiencia inesperada. Caí de pronto al líquido, que veía claro y profundo. Nunca intenté hacer algo malo dentro de lo mal que ya era estar sumergido en el tanque. Había algo diferente al contacto con la humedad del agua, y los rayos del sol se manifestaban en un mundo espectacular, de mil colores, pero que te advierte que puede hacerte daño, posibilidad que ni siquiera imaginaba. Me asomaba accidentalmente a un mundo fabuloso, pero que tenía algo que podría transportarme a la eternidad.
     Bajé al fondo muy despacio. No había cerrado los ojos para nada. Los rayos del sol llegaban convertidos en mil colores haciendo figuras que no podía entender. Ahora, a tantos años de distancia, comprendo el reflejo del agua y su efecto de refracción.
     Estaba fascinado. Nunca sentí miedo. Me impulsé por inercia, pero no dejaba de admirar los rayos solares en medio del agua. Todo era silencio, tranquilidad… Sólo luz y movimientos lentos, muy lentos.
    Dentro del agua me sentía inmerso en un mundo diferente. Fuera de ella, estaba la angustia de mi madre que no me encontró donde me había dejado, sino entre el agua e inmóvil. Reaccionó porque deseaba que a mi espíritu le faltara mucho para alcanzar la eternidad. La nada infinita me esperaba, y afortunadamente esa misma nada se quedó esperando. Yo ni siquiera imaginaba que el único compromiso con la vida era preservarla.
     La mano vigorosa de mi madre me sacó bruscamente de mi plácido ensueño acuático. Qué rara es la vida: primero me sumerge en un mundo sin igual, y de inmediato me cambia el panorama, para terminar gritando como loco en brazos de mi madre, sufriendo un probable exceso de miedo, al ver la angustia reflejada en su rostro mientras me escrutaba asegurándose de que no me hubiese lastimado.
    Unos segundos después estaba yo de pie junto a los lavaderos, escurriendo agua. En aquel instante conocí la esencia del caos, mientras mi madre me veía asustada, preguntándome si algo me dolía.
    Con movimientos bruscos me desvistió, secándome de inmediato; mientras mi respuesta era un grito tendido por la urgencia que exigía el momento. En cuestión de minutos me encontraba con ropa seca, peinado y en brazos de mi madre. Vi que se encaminaba apresurada por la calle rumbo a un punto en el que, cuando entramos, me vi envuelto entre olores a medicamentos y alcohol.
    El médico no me halló lesión alguna, aunque sí hubo receta. De pronto me hallaba frente a una enfermera que inyectaba a la gente atacándola como si fuera toro de lidia. En esos momentos deseaba que me tragara la tierra. Gritaba y manoteaba, pero todo fue inútil. Cuando sentí el piquete de la inyección conocí todas las galaxias y otros puntitos blancos muy lejanos. Al salir de la clínica sólo quedaba un dolor sin consuelo entre los brazos enérgicos de mi madre.
     Después de tres días con medicinas tomadas e inyecciones, todo volvió a la normalidad. Para mí, el tiempo seguía sin existir. Sólo me bastaba divertirme con mis juguetes, admirando lo que me rodeaba.
    El dolor de las inyecciones quedó en el pasado, pero jamás olvidaré los rayos del sol entre el agua del estanque. Afortunadamente, quedó lejos de mi alcance “la antesala al más allá”.
     Hoy puedo decir que aprendí que la vida es muy frágil. Creo que cuando mi madrecita me vio sumergido, deseó regresar el tiempo para no dar crédito a la experiencia que había vivido.
    A edad muy temprana me encontré, sin proponérmelo, con una vivencia que hoy comparto. Mi madre me rescató de las garras de la muerte, y lo hizo sin sentimentalismos. Una sacudida brusca, ropa seca y limpia, y unas inyecciones como punto final.


La muerte, por partida doble[1]



Leny Andrade Villa
Universidad Autónoma Metropolitana,
Unidad Azcapotzalco, Ciudad de Mèxico
                                                                                                                                                      leanvy@hotmail.com

Los guardianes de la casa

Aún siguen ahí, a la entrada del zaguán negro, con las armas cerca de sus cuerpos en guardia; uno enfrente del otro, miran pasar silenciosamente a los habitantes de esa casa a diario, observan todas sus actividades: advierten la salida de los hombres cuando van a trabajar desde antes que amanezca, y los ven retornar al hogar hasta la tarde, muchas veces cansados e irritados. Ven a los niños cuando se dirigen rumbo a la escuela, entre jugueteos y risas ¡Cuántos rostros han desfilado por ese hogar! ¿Todos sabrán de ellos?  ¡Cuántas cosas han sucedido y cuántas todavía les falta presenciar! Si pudieran hablar… ¿La vida cambiaría en algo?
     Pensé esto después del relato de la tía, y  me quedé con la duda: si ellos siguen ahí, dónde están quienes los vieron caer.
     Serán 40 o 50 años de eso, cuando este terreno estaba lleno de puras piedras y yerbajos, mi padre me lo dio cuando me casé con Vicente; rascamos un pedazo grande para meter el drenaje y escombrar todo esto. Los vimos… entonces le hablamos a mi papá: “Venga a ver, mire lo que está aquí”, él vino de su casa, esa que tenía en el terreno de allá abajo y, cuando los vio, nos dijo, con esa voz con la que se hacía obedecer: “Déjenlos, déjenlos aquí”. Y hasta la fecha, todavía siguen ahí, en la mera entrada, ahí del zaguán pa´ dentro, eran dos: esos que los zapatistas habían matado, hasta por aquí andaban los armados. Por estos lados también hubo levas. Y mírelos, ahí quedaron enterrados. Pero no hacen nada, como diríamos, nunca nos han espantado. Déjenlos, decía mi papá. Y así fue, quién puede contrariar la autoridad, o las cosas que tienen que pasar.
    El abuelo ya murió, la tía sigue ahí, el tío Vicente se fue al hoyo con todo y sus historias, los soldados no se inmutan ante nada; y yo continúo preguntando ¿cuándo caerán los otros, cuándo caeremos los que “lo sabemos”?

Los dos Juanes

Mi hermano iba a la marcha y tenía una novia en San Marcos, se había hecho amigo, primero de su hermano, lo visitaba seguido en su casa, y fue ahí donde conoció a esa muchacha. Ella había tenido otro pretendiente antes que mi hermano, pero no le había hecho caso, había algo en él que no le gustaba, no sabía qué era, pero no le agradaba. Entonces ese muchacho, dicen, porque nosotros no lo vimos, le ofreció un refresco destapado a Juan, y ahí ya le había echado “cosas” y se volvió como loco, y se fue y se fue, y pasó a vender su bicicleta en el 47. Y se fue… quién sabe hasta dónde, no sabemos a dónde. Entonces mi papá y mi mamá anduvieron preguntando por ahí qué cosa le había pasado a mi hermano Juan. Muchos decían que lo habían matado, o que lo habían metido preso. Eso que le hicieron le provocó que caminara y caminara, y pasó a empeñar su bicicleta en 10 pesos, después lo supimos, y ahí donde pasó a empeñar la bicicleta eran familia de un amigo de él, y como ya mis papás andaban preguntando por él, ese muchacho les dio razón, que sí lo había visto, pero ahí donde pasó a empeñar la bicicleta se perdió, ya no supieron de él, quién sabe hasta dónde iría. Dicen que se fue de puros aventones, en los camiones que acarreaban jitomate y verdura, no le sé decir hasta dónde andaba.
    Y… una vez, mi hermana Teresa lo encontró en la terminal, estaba en Limón. Bueno, ahí estaba, lo encontró con su chamarrita, que estaba bien mugroso, bien sucio, y que le dijo: “Juan, qué pasa, qué haces aquí”  ―“No sé”, respondió. “Ya no sé ni para dónde voy”. Y ¿Cómo te veniste?, le preguntó ella,  ―pues en puros aventones, en el camión de jitomate, de la col, en los camiones de verdura―terminó.
     Se vino y ahí anduvo preguntando Juan. En México se acordó de la terminal y de que ahí estaba, pero no tenía dinero con qué venirse. Mi hermana lo encontró, se lo trajo, pero venía como loquito, totalmente. Entonces una señora que trabajaba en un centro espiritual, lo curó, lo limpió y todo y le dijeron a mi mamá que sí, que le habían hecho “cosas” para que dejara a la chamaca. Y ella, su novia, lloraba mucho por él y venía a la casa y todo, pero no supimos qué cosa tenía. Ya desde ahí no quedó bien mi hermano, no supimos qué cosa tenía. Después, otra vez se volvió a ir, se llevó una yegua, porque tenían aquí muchas vacas, muchos caballos; pero se llevó la mejor yegua que tenía mi papá, se la llevó y la fue a vender a Chalco, por la Conchita, ahí la vendió: no la vendió, la empeñó en 50 pesos y también anduvieron indagando, preguntando. Dieron parte al juzgado y todo. Entonces una señora le dijo a mi papá: “Ayer vino su hijo a empeñar esa yegua”. No digan que yo les dije, vayan directamente al juzgado para que les den una orden para que el comandante vaya a sacar ese animal de ahí. Entonces a mi papá le dijeron cómo era la yegua; y sí, la señora no se negó y dijo: “yo no me la robé ni nada, y la yegua aquí está”. Nada más me dan mis 50 pesos. Y sí, mi papá la recobró. Pero mi hermano ya no fue bueno. Él cada que tomaba hacía muchas cosas malas. Quería pegarle a mi papá, nos quería pegar  a nosotros, pero ya uno ni decía nada.
     Cuando lo mataron… Mi papá lo regañaba porque le decía: “Pues si tú te sientes mal, ¿para qué tomas?”. Luego, la mujer con la que se había arrejuntado, lo dejó con todos sus hijos, no supo ser para él. Y de ahí… mi papá tenía unos terrenitos allá por el Molino, donde ahora es Tlalnepantla; él hizo una casa ahí y nadie se quería ir para allá, entonces, Silvia, la hija de Juan, le dijo: “¿Abuelito, me presta su casa?, “Pues, ándale, está vacía la casa”. Y se fue mi sobrina para allá, y mi hermano acompañó a su hija. Y ahí fue donde lo mataron, en la pulquería, ahí lo mataron. Ya cuando nosotros llegamos estaba en la puerta tirado, todo por defender a un señor, porque el pleito no era con él. El señor que lo mató ya había balaceado a uno. Entonces, mi hermano le dijo que se calmara, “que se calmara”; él sólo hizo el ademán de meterse la mano a la bolsa del pantalón, y aquél pensó que sacaría un arma, luego le vació la pistola a Juan. Ya con el tiempo supimos cómo quedó mi hermano: el rostro, el pecho, los brazos, perforados, todo agujereado: irreconocible. La pistola del fulano, por allá se encontró, era una cosita, chiquita, ¡quién fuera a pensarlo! Ahora, esto pasó sin que hubiera ofensa, ni nada; ni borracho, ni nada del Juan. Él y su yerno, estaban juntos, tomando, cuando inició todo; pero su yerno, el esposo de Silvia, se perdió en la bebida momentáneamente; y sí, esto lo salvó, no lo mataron.
     Su hija venía corriendo, después de ver todo eso, se caía y se levantaba pidiendo auxilio, que fueran porque a su papá lo habían matado.  Llegó como loca con mi papá y le dijo: “Abuelito ―fue un día primero de enero―… abuelito, mataron a mi papá, toda venía llena de sangre de donde había agarrado a su padre. Y ya fuimos, y todo… El que lo había matado, vivía también por aquí, pero se fue y anduvo un año perdido el hombre que lo mató. Creía que no lo iban a encontrar.  Pero mi papá vendió terrenos y juntó dinero y dijo: “De mi hijo no se van a burlar”, y lo anduvo buscando y repartieron fotografías por donde quiera. Como el señor ese, al tiempo de que mató a mi hermano, nada más fue a su casa y le dijo a su mujer: “Vámonos que acabo de matar a un hombre”, y dejó todas sus pertenencias; todo, y ahí encontraron muchas cosas, por eso  se repartieron retratos. De hecho, al año, lo trajeron en una camioneta, pero no nos dijeron “aquí lo traemos”; que si nos hubieran dicho: “aquí lo traemos”, no, olvídese, el pueblo sí nos hacemos justicia por nosotros mismos. Pero el chiste es que la autoridad le dijo a mi papá, hasta el otro día que fueron a Chalco: que ya lo tenían detenido. “Estuvo en la puerta de su casa”, le dijeron, pero como ya estaba bajo su responsabilidad, ya no lo podían tocar. Sólo Dios sabe, cada que mi papá iba con el licenciado, le tenía que dejar dinero, hasta que le dijo: “Ya no tengo dinero”. ―Lo dejan, o a ver qué le hacen, ya de su cuenta corre― respondió aquél. Ya no supimos qué pasaría. Pero sí, decía mi papá: “De nosotros no se burlan”. Y un día lo encontraron en Oaxaca, dicen que estaba pescando, muy tranquilo: como si a todos se les hubiera olvidado. Unos cuantos años estuvo en la cárcel: salió con unos cuantos pesos, luego luego. Lo apuñalaron por la espalda, fue una venganza: debía más muertes. ¡También se llamaba Juan!




[1]  Los siguientes relatos, se elaboraron gracias a la narración de vida de la señora Gloria Villa Mecalco.

C a í n a r r e p e n t i d o



Urano Valverde.

Hoy, esta mañana, salí de mi casa para llevar a cabo lo que ya no podía posponerse de ninguna manera. Hace un año exactamente, tomé la decisión, lo recuerdo muy bien porque desde ese momento me liberé de un gran peso. Cuando pensé en esa posibilidad que nunca antes se me había ocurrido, la posibilidad se me volvió una especie de mandato y así la decisión mas importante de mi vida cobró forma por sí misma. Mi voluntad quedó a su servicio, no al revés. ¿Por qué dejé pasar tanto tiempo para llevarla a cabo? Francamente no lo entiendo, o, mejor dicho, no me entiendo. Me resulta inexplicable, pues no soy un hombre indeciso. He pospuesto la ejecución de la idea una vez y otra, pero la idea no me abandona un solo instante. Por eso hoy, esta mañana, todo quedará concluido. En adelante seré yo mismo y quizá pueda alcanzar algo de felicidad. ¿Qué quiero decir con este término? He escuchado la palabra cientos de veces y la he visto asociada a cierto tipo de personas y, francamente, no estoy seguro si quisiera parecerme a ellas. Su risa, su autosatisfacción; sus expresiones exageradas, sus risotadas en los lugares públicos, me han parecido un tanto falsas y, a veces, cursis, más aún, patéticas. Como sea, quisiera sentirme mejor de como me siento y, si eso llega a ser felicidad o no, no me importa mucho.

Sólo aspiro a una cierta tranquilidad, a relacionarme con la vida de tal forma que ésta no sea una carga. Porque hasta la fecha y desde que tengo recuerdos, la vida me cansa, me llena de tedio con sus actos repetitivos, casi todos ligados con el cuerpo, con las necesidades del animal que llevo conmigo. Me cuesta mucho descubrir lo que se llama vida humana; apenas he tenido de ella unos chispazos. Curiosamente esos chispazos se me han dado cuando estoy solo más que en compañía de mis semejantes. Afectos, proyectos, logros, comunicación verdadera, han sido para mi experiencias fugaces. Me siento esclavo de la necesidad y hasta ahora, ningún ideal ha venido a salvarme. Pero tal vez después de hoy las cosas cambien. Dirijo mis pasos hacia el rumbo donde vive mi amigo “N”, cerca de la iglesia del pueblo. Debo decir que yo vivo en la afueras, en un lugar distante a unos dos kilómetros del pueblo. Ahora llevo caminados cerca de kilometro y medio y una emoción profunda da ligereza a mis pasos. Necesito llegar pronto, poner punto final a la espera. Empezar mi nueva vida. Entonces veo una figura familiar, veo a mi amigo. También el camina con rapidez. Me ve y me hace una seña con la mano; esboza una ligera sonrisa. Viene al encuentro de su destino sin que él lo sepa. Por eso se llama destino, ¿no es así? Porque se va cumpliendo al margen de nuestros propósitos. El destino es el propósito que se nos impone contra lo que esperamos o deseamos.  Podemos suponer lo contrario, pero el destino no se deja conquistar. Cooperamos con él sin saberlo. La sonrisa de “N” se acentúa al darme un fuerte apretón de manos. Para él es fácil sonreír, una de las muchas cosas suyas que me causan malestar. Mostrarse afable con los demás es la forma cómoda con que gana amigos y simpatías. Conmigo en especial ha sido afectuoso, condescendiente y siempre se muestra dispuesto a ofrecerme su ayuda según las circunstancias lo requieran. Ser amigo de “N”, mejor dicho, él amigo de “N” es algo digno de tomarse en cuenta. Yo lo noto en el trato que recibo de los amigos comunes debido a esa circunstancia. Comparto el servilismo que le profesan quienes esperan obtener de él algún favor. A veces el hecho me provoca risa, otras, las más, repugnancia moral. ¿Cómo puede el humano ser tan abyecto con tal de alcanzar riqueza o poder? Cómo alcancé mi posición tan cercana a “N”, es necesario saberlo para que mi odio hacia su persona pueda entenderse. El odio no se forma, no brota por que sí; no hay generación espontanea en la naturaleza y ciertamente tampoco en la vida afectiva. El virus del odio me atacó hace mucho tiempo, evolucionando hasta la enfermedad actual. Les contaré rápidamente: hace muchos años, mi familia y la familia de “N” eran vecinas; la vecindad ponía de relieve la cercanía de las personas y la disparidad de sus modos de vida. La casa de “N” era espaciosa y elegante, con un gran patio y una fuente con peces de colores. La nuestra era pequeña y sórdida, con la sordidez que se mira y olfatea en los muebles rústicos, en las telas raídas, en los pisos desgastados. Recuerdo mi niñez y la de “N” en imágenes contrastantes, aisladas pero nítidas. Mi memoria no recuerda todo, pero ciertas imágenes son de gran intensidad. Una de ellas me asalta en los momentos tristes, cuando me acompaño a mi mismo, sin presencias extrañas. La imagen corresponde a un día muy lejano, un día siete de enero. Llegué con mi madre a la casa de “N”, donde fuimos recibidos con pastelillos y chocolate, servidos en la mesa de la cocina por “la señora de la casa”. Después “N” me llevó a ver sus regalos: una variedad increíble de juguetes amontonados cerca de la chimenea, por donde habían bajado los reyes magos, según me explicó “N”, para dejarle sus pedidos y otros más en los que ni siquiera había pensado. Entendí en ese momento por qué yo no recibía tantos juguetes: mi casa no tenía chimenea y, seguramente, los reyes tuvieron dificultades para dejarme el caballito de madera que apareció en el corredor. Después “N” me llevó a su recamara, tomó del armario algunos juguetes del año anterior y me los dio regalados, con espontaneo desprendimiento. Estaban bien conservados. Los recuerdo muy bien: un superman lanzaba rayos por sus ojos azules; el hombre lobo, peludo, de mirada fiera, rugía; unos duendes con trajecitos de colores estaban dentro de una caverna de plástico, rodeados de piedras preciosas. Mi preferido era el gran oso gris, con el que luchaba de día y abrazaba en las noches, para conjurar el horror a las sombras. Amé esos juguetes sin sentir gratitud hacia “N”. Sobre este asunto de estar agradecido, nunca me preocupé demasiado, aunque mi madre insistía en que me mostrara amable con mi benefactor. De hecho mi madre me obligó a fingir, me impuso una falsa personalidad. Cuando “N” me buscaba, salía presuroso, dando muestras de gran contento por acompañarlo; en el fondo, mis sentimientos eran otros. A veces me divertía realmente, otras simplemente actuaba. Al cabo de los años todo seguía igual, nuestra amistad, si así he de llamarla, quedó fincada por una especie de contrato tácito entre “N” y yo. Yo era la parte débil y él la roca; él hablaba mientras yo escuchaba y asentía; él tomaba decisiones con naturalidad, yo las acataba con igual gesto. No había desavenencias. Nada nos separaba, ni las preferencias deportivas, ni las mujeres cuando empezaron a gustarnos, pues siendo “N” bien parecido y rico, podía elegir a su gusto. Y debo reconocer  que su gusto no tiene objeción, no hace mucho empezó su noviazgo con una joven de belleza poco común, rubia, y además con  personalidad. Empezaron los comentarios: sería el casamiento ideal. Escuché la frase cursi de “están hechos el uno para el otro” o esa otra de “fueron el alma de la fiesta; ella estaba preciosa y él se veía muy distinguido”. Entonces fue cuando creí llegado el momento, creí mi deber ya no diferir más  mi propósito, darle cumplimiento al destino. ¿El destino de quien? Creo haber dicho que  me importa mi destino, pues se trata de encontrar el centro de mi vida o como se quiera decir, siempre que mi vida cambie para siempre. Para ello debo romper la dependencia, rasgar la sombra protectora de “N”. Eso es todo. Necesito acabar con la sombra, borrarla, desaparecerla y ser libre. Acelero todavía más mis pasos, avanzo casi corriendo y pronto tropiezo, mas que con su cuerpo, con su mirada. Hay desconcierto mutuo, lo veo y noto algo desconocido en él: “¡amigo!… ¡amigo!”, me dice, “iba justo a buscarte y apenas salgo de mi casa te encuentro. Es algo providencial, sin duda, tú, como siempre, estás cuando te necesito.” Nada pude contestarle, por lo que continuó algo menos exaltado: “hace tiempo decidí confesarte algo y pedirte tu ayuda, tu que sabes comprenderme. Te pido que me escuches, sólo eso. Para mi lo es todo: saber que estás a mi lado y me apoyas”. Me observó intensamente para ver si comprendía el alcance de su angustia y continuó: “crees saber quien soy; lo cierto es que sólo conoces la mitad. Te pido me perdones por haberte escamoteado la verdad completa; tú eres el único con derecho a saberla. Por eso quiero unir las dos mitades y que me conozcas y me aceptes tal como soy. Así podré sentirme bien y quizás pueda construir mi propia vida”. Aún no comprendía el rumbo de su pensamiento, por lo que, advirtiendo mi desasosiego prosiguió: “he tenido siempre las ventajas de mi parte y las he utilizado en mi beneficio; primero, sin conciencia de ello, pues me parecían normales, después, con el mayor de los cálculos”. Acepté el egoísmo como una regla de éxito. He sido egoísta a sabiendas, sin concederle a este término más que un valor descriptivo, pues para mí el mundo es injusto y no tiene que por qué ser de otro modo. He disfrutado sin remordimientos y pensaba segur haciéndolo mientras tuviera en mí la fuerza de los deseos y los medios para satisfacerlos. Pero una enfermedad extraña entró en mi alma. Empecé a notar una especie de huecos, de vacíos en mi vida. Lo más importante no ha estado nunca a mi alcance y, como no lo conocía, tampoco podía darme cuenta qué me faltaba. Hasta los últimos tiempos en que los huecos me han indicado, no, la palabra no es indicar, más bien me han revelado, la ausencia, la carencia que padezco. ¿Puedo explicarme? ¿Me sigues? Seguido evoco nuestra infancia; algunas ocasiones jugué contigo y con tu padre beisbol en el llano, con guantes viejos y pelotas deshilachadas. Esos fueron los verdaderos momentos felices de mi niñez. También cuando íbamos de pesca con cañas hechas con ramas, hilos y gusanos, o cuando nadábamos en el agua helada del “ojito” que brota al pie de la montaña. De mi juventud poco puedo decir, sólo que mi cuerpo lo ha tenido todo y mi alma casi nada. Se me augura una carrera exitosa gracias a la cual seguiré teniendo lo que siempre he tenido. Ese futuro es la garantía de mi felicidad, que parece consistir en tener un escudo protector para las desgracias que aquejan a los demás. Y, como estás enterado, -prosiguió “N” sin esperar comentario de mi parte-, pronto me casaré, para tranquilidad de mi madre que ya desea ver a los nietos corriendo por nuestra casa. En mi novia predomina el espíritu práctico de las mujeres; ella está bien dispuesta a nuestro enlace, sin que exista entre nosotros nada profundo. Si no detengo ahora los preparativos, -y soy yo quien debe hacerlo-,  ambos vamos a traicionar algo que no se como llamarlo, pero que es contrario y muy diferente a la mera conveniencia y el oportunismo mutuo. ¿Me entiendes amigo? En fin, al contarte estos asuntos me voy liberando de un peso enorme, gracias por escucharme, como lo has hecho desde que éramos niños. Tu lealtad y fortaleza bastan para mí en estos momentos de desencanto de vivir. Ya ves como tu amigo no es lo que parece. Al decir las últimas palabras “N”, sentí el impulso de echarle el brazo a la espalda como él lo había hecho infinidad de ocasiones conmigo. Me poseía una rara sensación de sentimientos contradictorios. Estuve a punto de pedirle su perdón, de confesarle la muerte artera que le había reservado, pero advertí de inmediato que las palabras carecían de sentido. Sentí cómo se relajaba, cómo volvía a su rostro la sonrisa amable y así, con el contento dentro del cuerpo nos fuimos a buscar a los amigos.