miércoles, 13 de noviembre de 2013

La muerte, por partida doble[1]



Leny Andrade Villa
Universidad Autónoma Metropolitana,
Unidad Azcapotzalco, Ciudad de Mèxico
                                                                                                                                                      leanvy@hotmail.com

Los guardianes de la casa

Aún siguen ahí, a la entrada del zaguán negro, con las armas cerca de sus cuerpos en guardia; uno enfrente del otro, miran pasar silenciosamente a los habitantes de esa casa a diario, observan todas sus actividades: advierten la salida de los hombres cuando van a trabajar desde antes que amanezca, y los ven retornar al hogar hasta la tarde, muchas veces cansados e irritados. Ven a los niños cuando se dirigen rumbo a la escuela, entre jugueteos y risas ¡Cuántos rostros han desfilado por ese hogar! ¿Todos sabrán de ellos?  ¡Cuántas cosas han sucedido y cuántas todavía les falta presenciar! Si pudieran hablar… ¿La vida cambiaría en algo?
     Pensé esto después del relato de la tía, y  me quedé con la duda: si ellos siguen ahí, dónde están quienes los vieron caer.
     Serán 40 o 50 años de eso, cuando este terreno estaba lleno de puras piedras y yerbajos, mi padre me lo dio cuando me casé con Vicente; rascamos un pedazo grande para meter el drenaje y escombrar todo esto. Los vimos… entonces le hablamos a mi papá: “Venga a ver, mire lo que está aquí”, él vino de su casa, esa que tenía en el terreno de allá abajo y, cuando los vio, nos dijo, con esa voz con la que se hacía obedecer: “Déjenlos, déjenlos aquí”. Y hasta la fecha, todavía siguen ahí, en la mera entrada, ahí del zaguán pa´ dentro, eran dos: esos que los zapatistas habían matado, hasta por aquí andaban los armados. Por estos lados también hubo levas. Y mírelos, ahí quedaron enterrados. Pero no hacen nada, como diríamos, nunca nos han espantado. Déjenlos, decía mi papá. Y así fue, quién puede contrariar la autoridad, o las cosas que tienen que pasar.
    El abuelo ya murió, la tía sigue ahí, el tío Vicente se fue al hoyo con todo y sus historias, los soldados no se inmutan ante nada; y yo continúo preguntando ¿cuándo caerán los otros, cuándo caeremos los que “lo sabemos”?

Los dos Juanes

Mi hermano iba a la marcha y tenía una novia en San Marcos, se había hecho amigo, primero de su hermano, lo visitaba seguido en su casa, y fue ahí donde conoció a esa muchacha. Ella había tenido otro pretendiente antes que mi hermano, pero no le había hecho caso, había algo en él que no le gustaba, no sabía qué era, pero no le agradaba. Entonces ese muchacho, dicen, porque nosotros no lo vimos, le ofreció un refresco destapado a Juan, y ahí ya le había echado “cosas” y se volvió como loco, y se fue y se fue, y pasó a vender su bicicleta en el 47. Y se fue… quién sabe hasta dónde, no sabemos a dónde. Entonces mi papá y mi mamá anduvieron preguntando por ahí qué cosa le había pasado a mi hermano Juan. Muchos decían que lo habían matado, o que lo habían metido preso. Eso que le hicieron le provocó que caminara y caminara, y pasó a empeñar su bicicleta en 10 pesos, después lo supimos, y ahí donde pasó a empeñar la bicicleta eran familia de un amigo de él, y como ya mis papás andaban preguntando por él, ese muchacho les dio razón, que sí lo había visto, pero ahí donde pasó a empeñar la bicicleta se perdió, ya no supieron de él, quién sabe hasta dónde iría. Dicen que se fue de puros aventones, en los camiones que acarreaban jitomate y verdura, no le sé decir hasta dónde andaba.
    Y… una vez, mi hermana Teresa lo encontró en la terminal, estaba en Limón. Bueno, ahí estaba, lo encontró con su chamarrita, que estaba bien mugroso, bien sucio, y que le dijo: “Juan, qué pasa, qué haces aquí”  ―“No sé”, respondió. “Ya no sé ni para dónde voy”. Y ¿Cómo te veniste?, le preguntó ella,  ―pues en puros aventones, en el camión de jitomate, de la col, en los camiones de verdura―terminó.
     Se vino y ahí anduvo preguntando Juan. En México se acordó de la terminal y de que ahí estaba, pero no tenía dinero con qué venirse. Mi hermana lo encontró, se lo trajo, pero venía como loquito, totalmente. Entonces una señora que trabajaba en un centro espiritual, lo curó, lo limpió y todo y le dijeron a mi mamá que sí, que le habían hecho “cosas” para que dejara a la chamaca. Y ella, su novia, lloraba mucho por él y venía a la casa y todo, pero no supimos qué cosa tenía. Ya desde ahí no quedó bien mi hermano, no supimos qué cosa tenía. Después, otra vez se volvió a ir, se llevó una yegua, porque tenían aquí muchas vacas, muchos caballos; pero se llevó la mejor yegua que tenía mi papá, se la llevó y la fue a vender a Chalco, por la Conchita, ahí la vendió: no la vendió, la empeñó en 50 pesos y también anduvieron indagando, preguntando. Dieron parte al juzgado y todo. Entonces una señora le dijo a mi papá: “Ayer vino su hijo a empeñar esa yegua”. No digan que yo les dije, vayan directamente al juzgado para que les den una orden para que el comandante vaya a sacar ese animal de ahí. Entonces a mi papá le dijeron cómo era la yegua; y sí, la señora no se negó y dijo: “yo no me la robé ni nada, y la yegua aquí está”. Nada más me dan mis 50 pesos. Y sí, mi papá la recobró. Pero mi hermano ya no fue bueno. Él cada que tomaba hacía muchas cosas malas. Quería pegarle a mi papá, nos quería pegar  a nosotros, pero ya uno ni decía nada.
     Cuando lo mataron… Mi papá lo regañaba porque le decía: “Pues si tú te sientes mal, ¿para qué tomas?”. Luego, la mujer con la que se había arrejuntado, lo dejó con todos sus hijos, no supo ser para él. Y de ahí… mi papá tenía unos terrenitos allá por el Molino, donde ahora es Tlalnepantla; él hizo una casa ahí y nadie se quería ir para allá, entonces, Silvia, la hija de Juan, le dijo: “¿Abuelito, me presta su casa?, “Pues, ándale, está vacía la casa”. Y se fue mi sobrina para allá, y mi hermano acompañó a su hija. Y ahí fue donde lo mataron, en la pulquería, ahí lo mataron. Ya cuando nosotros llegamos estaba en la puerta tirado, todo por defender a un señor, porque el pleito no era con él. El señor que lo mató ya había balaceado a uno. Entonces, mi hermano le dijo que se calmara, “que se calmara”; él sólo hizo el ademán de meterse la mano a la bolsa del pantalón, y aquél pensó que sacaría un arma, luego le vació la pistola a Juan. Ya con el tiempo supimos cómo quedó mi hermano: el rostro, el pecho, los brazos, perforados, todo agujereado: irreconocible. La pistola del fulano, por allá se encontró, era una cosita, chiquita, ¡quién fuera a pensarlo! Ahora, esto pasó sin que hubiera ofensa, ni nada; ni borracho, ni nada del Juan. Él y su yerno, estaban juntos, tomando, cuando inició todo; pero su yerno, el esposo de Silvia, se perdió en la bebida momentáneamente; y sí, esto lo salvó, no lo mataron.
     Su hija venía corriendo, después de ver todo eso, se caía y se levantaba pidiendo auxilio, que fueran porque a su papá lo habían matado.  Llegó como loca con mi papá y le dijo: “Abuelito ―fue un día primero de enero―… abuelito, mataron a mi papá, toda venía llena de sangre de donde había agarrado a su padre. Y ya fuimos, y todo… El que lo había matado, vivía también por aquí, pero se fue y anduvo un año perdido el hombre que lo mató. Creía que no lo iban a encontrar.  Pero mi papá vendió terrenos y juntó dinero y dijo: “De mi hijo no se van a burlar”, y lo anduvo buscando y repartieron fotografías por donde quiera. Como el señor ese, al tiempo de que mató a mi hermano, nada más fue a su casa y le dijo a su mujer: “Vámonos que acabo de matar a un hombre”, y dejó todas sus pertenencias; todo, y ahí encontraron muchas cosas, por eso  se repartieron retratos. De hecho, al año, lo trajeron en una camioneta, pero no nos dijeron “aquí lo traemos”; que si nos hubieran dicho: “aquí lo traemos”, no, olvídese, el pueblo sí nos hacemos justicia por nosotros mismos. Pero el chiste es que la autoridad le dijo a mi papá, hasta el otro día que fueron a Chalco: que ya lo tenían detenido. “Estuvo en la puerta de su casa”, le dijeron, pero como ya estaba bajo su responsabilidad, ya no lo podían tocar. Sólo Dios sabe, cada que mi papá iba con el licenciado, le tenía que dejar dinero, hasta que le dijo: “Ya no tengo dinero”. ―Lo dejan, o a ver qué le hacen, ya de su cuenta corre― respondió aquél. Ya no supimos qué pasaría. Pero sí, decía mi papá: “De nosotros no se burlan”. Y un día lo encontraron en Oaxaca, dicen que estaba pescando, muy tranquilo: como si a todos se les hubiera olvidado. Unos cuantos años estuvo en la cárcel: salió con unos cuantos pesos, luego luego. Lo apuñalaron por la espalda, fue una venganza: debía más muertes. ¡También se llamaba Juan!




[1]  Los siguientes relatos, se elaboraron gracias a la narración de vida de la señora Gloria Villa Mecalco.

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