miércoles, 13 de noviembre de 2013

C a í n a r r e p e n t i d o



Urano Valverde.

Hoy, esta mañana, salí de mi casa para llevar a cabo lo que ya no podía posponerse de ninguna manera. Hace un año exactamente, tomé la decisión, lo recuerdo muy bien porque desde ese momento me liberé de un gran peso. Cuando pensé en esa posibilidad que nunca antes se me había ocurrido, la posibilidad se me volvió una especie de mandato y así la decisión mas importante de mi vida cobró forma por sí misma. Mi voluntad quedó a su servicio, no al revés. ¿Por qué dejé pasar tanto tiempo para llevarla a cabo? Francamente no lo entiendo, o, mejor dicho, no me entiendo. Me resulta inexplicable, pues no soy un hombre indeciso. He pospuesto la ejecución de la idea una vez y otra, pero la idea no me abandona un solo instante. Por eso hoy, esta mañana, todo quedará concluido. En adelante seré yo mismo y quizá pueda alcanzar algo de felicidad. ¿Qué quiero decir con este término? He escuchado la palabra cientos de veces y la he visto asociada a cierto tipo de personas y, francamente, no estoy seguro si quisiera parecerme a ellas. Su risa, su autosatisfacción; sus expresiones exageradas, sus risotadas en los lugares públicos, me han parecido un tanto falsas y, a veces, cursis, más aún, patéticas. Como sea, quisiera sentirme mejor de como me siento y, si eso llega a ser felicidad o no, no me importa mucho.

Sólo aspiro a una cierta tranquilidad, a relacionarme con la vida de tal forma que ésta no sea una carga. Porque hasta la fecha y desde que tengo recuerdos, la vida me cansa, me llena de tedio con sus actos repetitivos, casi todos ligados con el cuerpo, con las necesidades del animal que llevo conmigo. Me cuesta mucho descubrir lo que se llama vida humana; apenas he tenido de ella unos chispazos. Curiosamente esos chispazos se me han dado cuando estoy solo más que en compañía de mis semejantes. Afectos, proyectos, logros, comunicación verdadera, han sido para mi experiencias fugaces. Me siento esclavo de la necesidad y hasta ahora, ningún ideal ha venido a salvarme. Pero tal vez después de hoy las cosas cambien. Dirijo mis pasos hacia el rumbo donde vive mi amigo “N”, cerca de la iglesia del pueblo. Debo decir que yo vivo en la afueras, en un lugar distante a unos dos kilómetros del pueblo. Ahora llevo caminados cerca de kilometro y medio y una emoción profunda da ligereza a mis pasos. Necesito llegar pronto, poner punto final a la espera. Empezar mi nueva vida. Entonces veo una figura familiar, veo a mi amigo. También el camina con rapidez. Me ve y me hace una seña con la mano; esboza una ligera sonrisa. Viene al encuentro de su destino sin que él lo sepa. Por eso se llama destino, ¿no es así? Porque se va cumpliendo al margen de nuestros propósitos. El destino es el propósito que se nos impone contra lo que esperamos o deseamos.  Podemos suponer lo contrario, pero el destino no se deja conquistar. Cooperamos con él sin saberlo. La sonrisa de “N” se acentúa al darme un fuerte apretón de manos. Para él es fácil sonreír, una de las muchas cosas suyas que me causan malestar. Mostrarse afable con los demás es la forma cómoda con que gana amigos y simpatías. Conmigo en especial ha sido afectuoso, condescendiente y siempre se muestra dispuesto a ofrecerme su ayuda según las circunstancias lo requieran. Ser amigo de “N”, mejor dicho, él amigo de “N” es algo digno de tomarse en cuenta. Yo lo noto en el trato que recibo de los amigos comunes debido a esa circunstancia. Comparto el servilismo que le profesan quienes esperan obtener de él algún favor. A veces el hecho me provoca risa, otras, las más, repugnancia moral. ¿Cómo puede el humano ser tan abyecto con tal de alcanzar riqueza o poder? Cómo alcancé mi posición tan cercana a “N”, es necesario saberlo para que mi odio hacia su persona pueda entenderse. El odio no se forma, no brota por que sí; no hay generación espontanea en la naturaleza y ciertamente tampoco en la vida afectiva. El virus del odio me atacó hace mucho tiempo, evolucionando hasta la enfermedad actual. Les contaré rápidamente: hace muchos años, mi familia y la familia de “N” eran vecinas; la vecindad ponía de relieve la cercanía de las personas y la disparidad de sus modos de vida. La casa de “N” era espaciosa y elegante, con un gran patio y una fuente con peces de colores. La nuestra era pequeña y sórdida, con la sordidez que se mira y olfatea en los muebles rústicos, en las telas raídas, en los pisos desgastados. Recuerdo mi niñez y la de “N” en imágenes contrastantes, aisladas pero nítidas. Mi memoria no recuerda todo, pero ciertas imágenes son de gran intensidad. Una de ellas me asalta en los momentos tristes, cuando me acompaño a mi mismo, sin presencias extrañas. La imagen corresponde a un día muy lejano, un día siete de enero. Llegué con mi madre a la casa de “N”, donde fuimos recibidos con pastelillos y chocolate, servidos en la mesa de la cocina por “la señora de la casa”. Después “N” me llevó a ver sus regalos: una variedad increíble de juguetes amontonados cerca de la chimenea, por donde habían bajado los reyes magos, según me explicó “N”, para dejarle sus pedidos y otros más en los que ni siquiera había pensado. Entendí en ese momento por qué yo no recibía tantos juguetes: mi casa no tenía chimenea y, seguramente, los reyes tuvieron dificultades para dejarme el caballito de madera que apareció en el corredor. Después “N” me llevó a su recamara, tomó del armario algunos juguetes del año anterior y me los dio regalados, con espontaneo desprendimiento. Estaban bien conservados. Los recuerdo muy bien: un superman lanzaba rayos por sus ojos azules; el hombre lobo, peludo, de mirada fiera, rugía; unos duendes con trajecitos de colores estaban dentro de una caverna de plástico, rodeados de piedras preciosas. Mi preferido era el gran oso gris, con el que luchaba de día y abrazaba en las noches, para conjurar el horror a las sombras. Amé esos juguetes sin sentir gratitud hacia “N”. Sobre este asunto de estar agradecido, nunca me preocupé demasiado, aunque mi madre insistía en que me mostrara amable con mi benefactor. De hecho mi madre me obligó a fingir, me impuso una falsa personalidad. Cuando “N” me buscaba, salía presuroso, dando muestras de gran contento por acompañarlo; en el fondo, mis sentimientos eran otros. A veces me divertía realmente, otras simplemente actuaba. Al cabo de los años todo seguía igual, nuestra amistad, si así he de llamarla, quedó fincada por una especie de contrato tácito entre “N” y yo. Yo era la parte débil y él la roca; él hablaba mientras yo escuchaba y asentía; él tomaba decisiones con naturalidad, yo las acataba con igual gesto. No había desavenencias. Nada nos separaba, ni las preferencias deportivas, ni las mujeres cuando empezaron a gustarnos, pues siendo “N” bien parecido y rico, podía elegir a su gusto. Y debo reconocer  que su gusto no tiene objeción, no hace mucho empezó su noviazgo con una joven de belleza poco común, rubia, y además con  personalidad. Empezaron los comentarios: sería el casamiento ideal. Escuché la frase cursi de “están hechos el uno para el otro” o esa otra de “fueron el alma de la fiesta; ella estaba preciosa y él se veía muy distinguido”. Entonces fue cuando creí llegado el momento, creí mi deber ya no diferir más  mi propósito, darle cumplimiento al destino. ¿El destino de quien? Creo haber dicho que  me importa mi destino, pues se trata de encontrar el centro de mi vida o como se quiera decir, siempre que mi vida cambie para siempre. Para ello debo romper la dependencia, rasgar la sombra protectora de “N”. Eso es todo. Necesito acabar con la sombra, borrarla, desaparecerla y ser libre. Acelero todavía más mis pasos, avanzo casi corriendo y pronto tropiezo, mas que con su cuerpo, con su mirada. Hay desconcierto mutuo, lo veo y noto algo desconocido en él: “¡amigo!… ¡amigo!”, me dice, “iba justo a buscarte y apenas salgo de mi casa te encuentro. Es algo providencial, sin duda, tú, como siempre, estás cuando te necesito.” Nada pude contestarle, por lo que continuó algo menos exaltado: “hace tiempo decidí confesarte algo y pedirte tu ayuda, tu que sabes comprenderme. Te pido que me escuches, sólo eso. Para mi lo es todo: saber que estás a mi lado y me apoyas”. Me observó intensamente para ver si comprendía el alcance de su angustia y continuó: “crees saber quien soy; lo cierto es que sólo conoces la mitad. Te pido me perdones por haberte escamoteado la verdad completa; tú eres el único con derecho a saberla. Por eso quiero unir las dos mitades y que me conozcas y me aceptes tal como soy. Así podré sentirme bien y quizás pueda construir mi propia vida”. Aún no comprendía el rumbo de su pensamiento, por lo que, advirtiendo mi desasosiego prosiguió: “he tenido siempre las ventajas de mi parte y las he utilizado en mi beneficio; primero, sin conciencia de ello, pues me parecían normales, después, con el mayor de los cálculos”. Acepté el egoísmo como una regla de éxito. He sido egoísta a sabiendas, sin concederle a este término más que un valor descriptivo, pues para mí el mundo es injusto y no tiene que por qué ser de otro modo. He disfrutado sin remordimientos y pensaba segur haciéndolo mientras tuviera en mí la fuerza de los deseos y los medios para satisfacerlos. Pero una enfermedad extraña entró en mi alma. Empecé a notar una especie de huecos, de vacíos en mi vida. Lo más importante no ha estado nunca a mi alcance y, como no lo conocía, tampoco podía darme cuenta qué me faltaba. Hasta los últimos tiempos en que los huecos me han indicado, no, la palabra no es indicar, más bien me han revelado, la ausencia, la carencia que padezco. ¿Puedo explicarme? ¿Me sigues? Seguido evoco nuestra infancia; algunas ocasiones jugué contigo y con tu padre beisbol en el llano, con guantes viejos y pelotas deshilachadas. Esos fueron los verdaderos momentos felices de mi niñez. También cuando íbamos de pesca con cañas hechas con ramas, hilos y gusanos, o cuando nadábamos en el agua helada del “ojito” que brota al pie de la montaña. De mi juventud poco puedo decir, sólo que mi cuerpo lo ha tenido todo y mi alma casi nada. Se me augura una carrera exitosa gracias a la cual seguiré teniendo lo que siempre he tenido. Ese futuro es la garantía de mi felicidad, que parece consistir en tener un escudo protector para las desgracias que aquejan a los demás. Y, como estás enterado, -prosiguió “N” sin esperar comentario de mi parte-, pronto me casaré, para tranquilidad de mi madre que ya desea ver a los nietos corriendo por nuestra casa. En mi novia predomina el espíritu práctico de las mujeres; ella está bien dispuesta a nuestro enlace, sin que exista entre nosotros nada profundo. Si no detengo ahora los preparativos, -y soy yo quien debe hacerlo-,  ambos vamos a traicionar algo que no se como llamarlo, pero que es contrario y muy diferente a la mera conveniencia y el oportunismo mutuo. ¿Me entiendes amigo? En fin, al contarte estos asuntos me voy liberando de un peso enorme, gracias por escucharme, como lo has hecho desde que éramos niños. Tu lealtad y fortaleza bastan para mí en estos momentos de desencanto de vivir. Ya ves como tu amigo no es lo que parece. Al decir las últimas palabras “N”, sentí el impulso de echarle el brazo a la espalda como él lo había hecho infinidad de ocasiones conmigo. Me poseía una rara sensación de sentimientos contradictorios. Estuve a punto de pedirle su perdón, de confesarle la muerte artera que le había reservado, pero advertí de inmediato que las palabras carecían de sentido. Sentí cómo se relajaba, cómo volvía a su rostro la sonrisa amable y así, con el contento dentro del cuerpo nos fuimos a buscar a los amigos.









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