Ohtli L. Enríquez González
Visto a partir del tamiz de la historia cultural, una ‘representación’ sintetiza la manifestación de las formas en que un colectivo social observa, interioriza e interactúa con su realidad. El análisis realizado a las fuentes estudiadas permite vislumbrar indicios sobre la manifestación de distintas representaciones por parte de la sociedad porteña de 1930 a 1950 fortalecidas por la radio. Entre ellas se encuentran: lo Jarocho, la Veracruz Agustina y la Veracruz Cosmopolita. Dichos signos subyacen en sus prácticas sociales y culturales, muchas de ellas continuación de su bagaje colonial y decimonónico y otras más son el reflejo de nuevos tiempos, marcan una ruptura con el pensamiento tradicional y sirven de cimiento a la construcción de un inédito escenario sociocultural. A partir de este número 4 de Tlanestli, y durante los siguientes dos, me ocuparé de dilucidar tales ideas, sustentadas en un trabajo bibliográfico y hemerográfico, principalmente.
Lo dispuesto a continuación constituye una aproximación al conocimiento de las representaciones que a mi juicio poseen mayor trascendencia histórica de acuerdo a la relación entre la Veracruz que llega a la mitad del siglo XX y la difusión de una cultura de masas. En tal esbozo convergen el impacto de las invenciones tecnológicas, la crisis económica, la incertidumbre política, las posteriores transformaciones urbanas, las tendencias culturales en boga y variadas expresiones del entretenimiento que acompañan determinados cambios en la comunicación, las relaciones interpersonales y la construcción de estereotipos culturales locales, regionales y nacionales.
De igual manera hago extensiva una advertencia. Las caracterizaciones hechas a continuación atienden a rasgos culturales y sociales que he observado a partir de la música, el discurso de la historia tradicional, los artículos o anuncios comerciales impresos de la época y la vox populi del porteño actual. Sin duda su aplicación no es efectiva a todos y a todo, más bien son herramientas conceptuales para comprender aquél estado de cosas. De tal suerte tales ‘representaciones’, siguiendo el molde de la escuela histórica francesa, se componen de prácticas concretas, del imaginario y de los discursos. La reinvención del porteño, de su identidad y su percepción de la vida desde luego se inserta en los macroprocesos mundiales de larga duración que el capitalismo aceleró desde el último tercio del siglo XIX con la segunda revolución industrial y la aparición de los monopolios y el imperialismo. Fenómenos en primer término de orden político y económico, pero también de significación social y cultural. Bajo esta perspectiva heterogénea y trabada pretendo dilucidar algunos de los elementos que caracterizan a Veracruz a lo largo de dos décadas marcadas por una historia universal convulsa, a la que ciudad y puerto engancha a pesar de sus resistencias y evasiones.
Con la radiodifusión se recrea y difunde el estereotipo cultural del jarocho, lo cual define el ser de la población porteña como resultado de las lentas mutaciones históricas por las que atraviesa su núcleo poblacional a través de la historia. El concepto identitario ‘jarocho’ surge desde la Colonia, designando al mestizo amulatado que laboraba en las haciendas ganaderas de la región del Sotavento veracruzano. Su significado original en España aludió al cuidador de cerdos y no de ganado, pero su utilización en la Nueva España cobró un perfil despectivo para distinguir a lo sucio y vergonzoso; tanto así que uno de los muchos niveles de las castas fue definido de esa manera. Al interior de la colectividad jarocha los rasgos que delimitaron tal concepto se relacionaron con el ímpetu y altanería muy cercanos a la violencia. Seguramente por razón de los estrechos contactos culturales en la región sotaventina tal categorización fue prestada, designada y absorbida por los núcleos coterráneos hasta llegar al puerto de Veracruz. En contraposición a la raíz primigenia, en el puerto no existían haciendas de ningún tipo, la población trabajadora se dedicaba en su mayoría a la estiba, pesca y pequeños oficios. El concepto es retomado por su condición bravía, perfil que de alguna manera cobijó los temores y resentimiento por la explotación, los tratos marginales y la pobreza de mestizos y castas. [1] El jarocho como tal surge quizás, durante el siglo XIX cuando esta población se funde y homogeniza, después de lo cual inicia un aumento demográfico en la segunda parte de la centuria.
Durante el siglo XX, posiblemente a raíz de la intervención norteamericana de 1914 y la correspondiente condecoración del puerto como ‘cuatro veces heroico’, es probable que en el ideario público se reafirmara una conciencia de coraje y arrojo ante la adversidad. Encaja perfectamente en la concepción de lo jarocho. Por lo cual la representación es tomada y reacondicionada a las nuevas épocas. Aún con un aire beligerante y restrictivo, la representación tomó su significación actual al fundirse con aquella personalidad alegre e indiferente a las carencias. A partir de la información compendiada para los años de 1930 a 1950 se puede inferir que el común de los pobladores asimilaron este referente identitario, tomaron conciencia de él y lo emplearon para distinguirse de otras regiones y estados de la República. En este sentido la concepción occidentalista que constituye nuestras vidas nos ha proporcionado un sentido de ser y pensar. Las ‘cosas’ están ahí a nuestros ojos como productos acabados que son así y no de alguna manera diferente. Todo posee una identidad y es en base a ésta que se puede dar la distinción de objetos en el mundo; sin embargo, dicha diferencia comúnmente se establece no por lo que se es, sino por lo que no se es: lo Otro. Siempre hay un ‘Yo’ que hace hablar al ‘Otro’ y se apropia de él.
Por tanto, la caracterización del ser jarocho reviste la necesidad de individualizar y cohesionar a un pueblo que se reporta listo para ser proyectado a la nación y al mundo. Este salvavidas cultural aparece justo cuando el puerto necesitaba reformular su función en el juego de los regionalismos, pero sobre todo, en el momento preciso en que al interior de la ciudad las grietas sociales parecían profundizarse por los conflictos sindicales, de habitación y de obreros acaecidos en la década de 1920. El enrarecido clima que se respiraba por la política represora del gobierno estatal y la crisis económica de los treinta jugaron un papel preponderante en el surgimiento de esta conciencia. Muy ilustrativo de tal resignación estoica es el éxito musical escrito por Agustín Lara e interpretado por Toña La negra titulado ‘Lamento jarocho’:
“Canto a la raza,
raza de bronce,
raza jarocha
que el sol llamó.
A los que sufren,
a los que lloran,
a los que esperan,
les canto yo.
Alma de jarocho
que nació morena,
talle que se mueve
con vaivén de hamaca,
carnes perfumadas
con besos de arena,
carnes que semejan
paisajes de nácar,
boca donde llora
la queja valiente,
de una raza entera
llena de amargura.
Alma de jarocha
que nació valiente
para sufrir
toda su desventura”[2]
Tal parece que frente a la gris realidad el porteño negó su desafortunada historia para reinventarla valiente y desde una perspectiva flemática donde lo verdaderamente importante es consagrarse al disfrute de la vida. Son los medios masivos los que se encargan de refrendar el estereotipo y volverlo una especie de mercancía folclórica o industria cultural, de acuerdo con los planteamientos de la escuela de Frankfurt. Los elementos que dan cuerpo a tal industria cultural son la supuesta raigambre tradicional como el carácter y la vestimenta.
Para el caso del varón, la imagen repetida es la de un sujeto valeroso (quizá intrépido), franco, jubiloso y humilde. Agustín Lara lo proyectaría desde la radio de la siguiente manera:
“Yo nací con la luna de plata
y nací con alma de pirata,
he nacido rumbero y jarocho
trovador de veras.”[3]
La personalidad y su traje típico se estereotipa a través de los medios a finales de los cuarenta, el ayuntamiento porteño de hoy en día define al jarocho como el que va vestido de “un pantalón blanco acompañado de una camisa blanca (Guayabera), ésta debe llevar cuatro bolsas y cuatro alforzas al frente y seis alforzas atrás. Los zapatos deben ser blancos; se complementan con un sombrero de palma y un paliacate rojo al cuello, ajustado con una argolla de oro.”[4] Dicha representación se ha vuelto un buen negocio para las industrias culturales locales, los vendedores de guayaberas y los cuadros de baile tradicional, para todos aquellos que encuentran en el jarocho a su alter ego. Otras fuentes consultadas caracterizan al jarocho de 1930 a 1950 como un sujeto descuidado que gusta del baile, la música y torrentes de cerveza fría; se fascina por los nuevos espectáculos como el cine, el béisbol, el box o el fútbol. Vive ensimismado en su rutina diaria llena de pobreza, basura y calor. Se arremolina en torno a pequeños sindicatos para sentir un poco de seguridad ante los recelosos patrones europeos, norteamericanos o los propios terratenientes locales. Su carácter es amable, burlón e ingenioso. En cuanto a su atuendo, éste se articula con aquello que esté a la mano. En las fotos del valioso fondo Joaquín Santamaría que se conserva en el AGEV se aprecia como los pantalones largos o cortos de color oscuro y las camisas blancas (normalmente arremangadas), mocasines sencillos o sin ellos conforman la pinta cotidiana de los grupos medios y populares. Los sectores acomodados siguen las tendencias de la moda norteamericana y europea: trajes completos con sombrero.
Por su parte la mujer jarocha se presenta como una hembra hermosa con fuertes rasgos africanos, cabellera larga y un aire de voluptuosidad. En su andar y modos se le compara con la cadencia de las olas del mar, del ritmo del danzón o la frescura de frutas tropicales, su carácter es amable, candoroso y ameno. La trascendencia de los estereotipos propalados por los medios de comunicación e información a partir de la década de 1930 recae en la conformación de una cultura oficial que en la actualidad hace propia el gobierno municipal y estatal. Sobre esto, el ayuntamiento porteño señala que el traje típico:
“Consiste en una falda blanca ancha y oleada, con incrustaciones de encaje valenciano y una mantilla de tul de algodón con bordados de gran belleza. La blusa es sin mangas, del mismo color. El atuendo se complementa con un chal de seda, de corte llamativo, que puede ser blanco, azul o amarillo; un mandil pequeño, de terciopelo negro con flores bordadas. Se trata de un conjunto vaporoso y de suave frescura. Los zapatos deben ser blancos. Los adornos finales son un abanico adornado con encaje, cadenas de oro al cuello y pulseras en las manos, además de un rebozo enredado en los brazos. La cabeza está coronada con una peineta de carey y una cinta anudada en forma de moño, del mismo color del rebozo y de las flores de ornato, así como de un ramillete de cuatro rosas naturales que indican el estado civil; si es soltera va del lado izquierdo, si es casada del lado derecho.”[5]
Tal vestimenta sólo era utilizada en estampas folclóricas y en eventos especiales por parte de una reina del carnaval o una destacada joven. En realidad los vestidos utilizados por el grueso de las mujeres comprendían ligeros trajes de una o dos piezas en colores claros, con zapatos de tacón o sandalias y un pequeño adorno en la cabeza. Aunque la moda fuese portar una corta cabellera y ‘las pelonas’ se dejaran ver en teatros, cines, balnearios y parques, las jarochas del pueblo preferían la acostumbrada y nada escandalosa coleta larga. La mayoría de ellas ocupadas de las labores del hogar, llevaban una vida difícil pero sencilla, normalmente a cargo de los hijos. Hombres y mujeres se veían a sí mismos como individuos festivos y curiosos, a ratos taciturnos y desbalagados. Por el día las calles mostraban rara actividad, salvo para aquél que vivía del trabajo en la calle como los vendedores ambulantes o los cargadores de la zona de muelles. El común de la gente se guarecía del inclemente sol en sus casas, lugares de trabajo o bajo los toldos de tiendas, cafés, cantinas y todo lo que expendiera algo, todo esto como recapitulación de lo escrito por García Díaz, Guadarrama Olivera y otros.
La radio difunde el factor cultural más importante que pondera el estereotipo jarocho, la música regional conocida como huapango o son jarocho, ritmo más favorecido por las ondas radiofónicas. De acuerdo con el etnomusicólogo Randall Kohl[6], el son jarocho del área cultural porteña posee grandes diferencias respecto al son de la cuenca del Papaloapan, por lo que puede entendérsele como una expresión cultural particular de la sociedad estudiada. El son jarocho se caracteriza por ser un ritmo muy vivaz con tonadas repetitivas y con letras sencillas sobre la naturaleza y la vida pastoril en el Sotavento. Típicamente se ejecuta con un arpa grande de 32 cuerdas, un requinto de cuatro cuerdas y una jarana, pero se han anexado otros instrumentos como el marimbol, el violín, el bajo eléctrico o percusiones. El son se perpetuó con los fandangos, fiestas populares donde el ingrediente principal es el baile de tarima acompañado de las melodías. La música y el baile han sufrido innumerables cambios por la influencia europea (andaluza en un primer momento), africana, oriental y caribeña. El son jarocho es precisamente producto de uno de estos lentos vuelcos en el tiempo que se mantuvo como parte de una tradición familiar. Ya bien entrado el siglo XX el son jarocho y el fandango son ‘convertidos’ por la radio en manifestaciones típicas de lo popular en Veracruz. Randall Kohl escribe una historia que enlaza las expresiones culturales con la utilización de estos mecanismos simbólicos para consolidar posiciones políticas, en específico el régimen de Miguel Alemán Valdés. Este autor señala cómo el son jarocho pretende establecer un nexo con el pasado, con una supuesta historia común. Aunque al estudiar sus componentes e influencias, el resultado es totalmente contradictorio al discurso, puesto que la ‘música típica’ en realidad es la hibridación de múltiples historias y estilos musicales.
En nuestros días el son jarocho es uno de los pilares más fuertes de la identidad no sólo municipal, sino estatal, ya que la acción de la radio desde sus inicios deliberada e inconscientemente tendió a ‘jarochizar’ al Estado de Veracruz, arrebatándole a las otras partes de su identidad cultural. Desde mi perspectiva, a partir de los últimos años de la década de 1930 y durante la siguiente asistimos a la construcción de una relación caracterizada por la sinécdoque[7], empleando los tropos literarios a la manera propuesta por el historiador norteamericano Hayden White.[8] Esta figura retórica proyecta la imagen del puerto sobre todo el Estado, principalmente por la igualdad del nombre. Así, cuando se habla de Veracruz (Estado) se recrea en la mente del receptor la imagen del puerto. Dicha representación pervive en la actualidad en el ideario nacional a pesar de la intensa difusión de la diversidad interregional al interior del Estado.
Finalmente el carnaval a partir de 1925, los cuadros tradicionales de música ‘popular’ y sobre todo la exaltación de estereotipos como la alegría de su gente y la belleza natural de su paisaje comercializan y difunden una determinada imagen de lo jarocho, identidad fortalecida y reutilizada por el Estado y las empresas mediante los medios de comunicación para crear un nacionalismo y generar una sociedad de consumo. Así se ha continuado una imagen de lo veracruzano y se ha construido el puerto ‘mítico-histórico’, representación que encuentra su cenit en la Veracruz Agustina.
Por su enorme acomodo a los distintos cambios y lugares, la radio ha impactado con una magnitud asombrosa, a tal grado de modificar la discursividad y renovar lo que se debe decir y lo que se debe escuchar. Su mecanismo de acción ha sido, ya encendida, su sonido perpetuo e incontenible viajando de cualquier manera a nuestros oídos. Esa omnipresencia Héctor Gómez Vargas la entiende de la siguiente manera:
“La radio se inserta a lo cotidiano a través de un doble mecanismo: se le escucha en un lugar, en un momento y mientras se hace algo. Es decir, se inserta y se integra a las situaciones cotidianas; pero la radio colabora a organizar las distintas situaciones cotidianas ya que trabaja, también, a partir del mecanismo de la reiteración y el fragmento, por lo cual la radio conecta, regula, activa las diferentes situaciones.”[9]
El cambio que la radio produjo fue lento y discreto, pues la radio no tayloriza la casa, o la oficina de golpe, no divide o distribuye los tiempos, no especializa la realidad de los actores como un inevitable zarpazo. Actúa de forma muy sutil, enamora, envenena suave y discretamente, adaptándose a las rutinas. Acompaña tanto al tedio como a la confusión o el relajo, su imposición es lenta y nebulosa. Durante sus primeros lustros en el puerto de Veracruz la radio actúa como un intermediario que sugestiona y sonsaca a los receptores, no impone. Mientras la cigarrera de El Buen Tono o las distribuidoras de fonógrafos de Emilio Azcárraga ven en la radio un medio para vender, ésta se engancha como telón de fondo a los distintos estados de ánimo, necesidades, gustos y rituales domésticos sólo con cambiar la frecuencia. Desde mi perspectiva, el papel de la radio en la historia social y cultural es una veta fecunda para poder comprender la forma en que un grupo humano se percibe a sí mismo y su entorno. La forma en que entiende sus prácticas políticas, económicas, sociales y culturales y la manera en que expresa sus filiaciones o rechazos.
[1] Algunos autores que retomo para realizar esta breve caracterización son Leonardo Pasquel, Álvaro Alcántara, Bernardo García, Fernando Benítez, Enrique Rivas, Randall Kohl, Francisco Rivera y Adriana Gil Maroño.
[2] Agustín Lara. “Lamento jarocho”, PHAM, México, 1932; en Toña la Negra (CD), Warner Music-Peerles, México, 2004. (Colección México y su música)
[3] Agustín Lara. “Veracruz.” PHAM, 1932; en Op. cit.
[4] Recuperado en agosto de 2006. http://www.veracruz-puerto.gob.mx/trajejarocho.asp?valor=5
[5] Recuperado en agosto de 2006. http://www.veracruz-puerto.gob.mx/trajejarocho.asp?valor=5
[6] Randall Kohl S. Ecos de la bamba. Una historia etnomusicológica sobre el son jarocho del centro-sur de Veracruz, 1946-1959. Universidad Veracruzana, Xalapa, 2004. (Tesis para obtener el grado de Doctor en Historia y Estudios regionales.)
[7] Según el diccionario de La Real Academia de la Lengua Española: Tropo que consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o viceversa; un género con el de una especie, o al contrario; una cosa con el de la materia de que está formada, etc.
[8] Hayden White. “El texto historiográfico como artefacto literario”; en Historia y Grafía. Universidad Iberoamericana, núm. 2, 1994 y El contenido de la forma. Paidós, España, 1992.
[9] Estudios sobre las culturas contemporáneas, vol. 6, Num. 16-17, 1994, México, Universidad de Colima. pp. 274 pp. 278
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