Por Samuel Nepomuceno Limón
El asunto parecía sencillo. Había leído un libro que me pareció interesante, Diario de una maestra, escrito por una docente soviética. Entre las anécdotas que relataba la autora aparecía una relativa a su primer día de clases. Su contacto inicial con sus alumnos fue a través de la narración de un cuento. A los primeros segundos ya tenía al grupo embelesado, pendiente de sus palabras. Así que me di a la tarea de seleccionar un relato y llevarlo al conjunto de rostros aún desconocidos que habrían de ser los estudiantes a mi cargo a partir del siguiente día.
La mañana llegó, y con ella mis expectativas acerca de los niños y sus reacciones. Una vez dentro del aula, esperé que fuesen llegando, a cuentagotas, los primeros alumnos que habría que atender dentro de la profesión que en esa jornada inauguraba. Cuando todos estuvieron dentro, me aclaré la garganta y empecé por las palabras acostumbradas. Había una vez… Y nada. Nada hubo. Nada cambió. Los chicos que ya tenían amistad entre sí platicaban en voz alta o hacían chistes a costa de algunas de sus compañeras. Las niñas, enfundadas en su rebozo, se limitaban a mirar tímidamente a sus condiscípulos varones, mientras permanecían silenciosas, sentadas en sus sitios. El barullo seguía creciendo. Caí entonces en la cuenta de que yo era, después de todo, un extraño que despierta cierta curiosidad inicial y después termina por ser ignorado. ¿Y entonces lo que decían los libros sobre el interés natural de los niños hacia las narraciones?
Con el paso de las horas fui comprendiendo varias cosas. Una, que esos niños no estaban habituados a permanecer todos juntos en un solo lugar. Otra, que tampoco estaban habituados a permanecer sin cambiar de sitio. Que tampoco sabían que a la escuela se iba (¡oh tiempos lejanos!) a escuchar, a permanecer calladitos para poder aprender.
O sea, que los contenidos del programa debían esperar un poco para poder ser presentados, mientras buscaba el modo de que los niños del grupo adquirieran, con la práctica, algunas actitudes básicas correspondientes a su papel de alumnos de escuela primaria.
El trabajo fue arduo. Ahí encontré sentido a la despedida que en broma nos hicieran algunos maestros de la escuela normal cuando expresaban: Bueno, ya tienen su título; ahora, a comenzar a aprender de veras.
Como dice El seminarista de los ojos negros, “monótono y tardo va pasando el tiempo, y muere el estío y el otoño luego”. Los meses transcurrieron, en su desfile interminable, y en aquel entonces una de mis mayores preocupaciones era si esos niños de primer grado habrían aprendido a leer. Al finalizar la sesión de trabajo me quedaba con el conjunto de muchachitos que me iban a leer una lección de su libro de texto gratuito. Las primeras páginas, quizá por su pequeñez, quizá por los ejercicios, eran fácilmente memorizadas por ellos: Ese oso. Se asea así. Con el avance del curso, las lecturas eran ahora más complicadas, y los chicos no solamente leían su lección en el orden en que aparecía en la página del libro, sino que les señalaba líneas salteadas, palabras aisladas, seleccionadas aleatoriamente, a fin de asegurarme de que en vez de lectura no me dieran una recitación.
A esas alturas del curso podría decirse que ya controlaba yo el grupo. Los chicos no permanecían sentaditos y calladitos como al parecer había que esperar. Eran inquietos por naturaleza. Con harta frecuencia me interrumpían en cualquier momento de las ‘explicaciones’ con preguntas a veces ingeniosas, a veces graciosas, lo que provocaba la risa de los mayores. Las niñas, quizá menos retraídas que al principio, ya se animaban a participar cuando se les preguntaba. El año escolar estaba por terminar.
Ese día transcurría como cualquier otro. Ya era hora de la salida, y una fila de pequeños, en edades que fluctuaban entre los siete y los doce años, permanecía en espera de ser llamados para que llevaran a cabo sus lecturas. Niñas y niños, uno a uno fueron pasando, hasta que correspondió al último la realización de su práctica. La jornada había concluido.
Recogí mis cosas para dejar el aula y colocar el candado a la puerta, cuando uno de los niños se levantó de su asiento y se acercó con su libro a mi mesa. Era Zenobio.
En general, los padres de los alumnos de la única escuela del pueblo, la que ya contaba con dos grados y tres maestros, se dedicaban a las labores del campo. Los días domingo bajaban a la ciudad más cercana con la finalidad de vender sus productos. En la población había una tienda pequeña. Los hijos del dueño eran quizá los más despiertos de todos los estudiantes.
Entre los escolares, los había alegres, con esa inocente agresividad que a veces exhiben los niños pero que a sus ojos resulta un motivo para reír. Los había también con diverso grado de timidez, la que por lo común se mantenía presente en las niñas. Desde el inicio del curso se hizo evidente que se daban los dos extremos. Por un lado, los varoncitos, que sin cortapisas hablaban a veces en medio de la clase con algún compañero que se sentaba al otro extremo del salón; por el otro, los que durante algunos meses se limitaban a ver y a responder las preguntas con un murmullo, una sonrisa medrosa o un monosílabo. Probablemente la convivencia misma resultaba educativa. Fui observando que poco a poco algunos de los varoncitos mayores, al quitarse el sombrero y colgarlo en algún clavo de la pared de tablas, dejaban ver una cabellera peinada. Alguna niña, también de las mayorcitas, llegaba en ocasiones con una flor prendida en el cabello. Casi no había contacto entre hombres y mujeres, a pesar de que se sentaban mezclados en el aula. Ahora ya todos hablaban. Algunos, poco, pero hablaban. Excepto Zenobio.
Cuando veía yo que la confianza crecía en el grupo, y que ya me aceptaban como uno de los suyos, sentía que la atmósfera era positiva. Nos aceptábamos mutuamente. Por eso yo me había hecho a la idea de que Zenobio era mudo. Cuando yo tomaba la palabra, él, desde su lugar, me miraba e intentaba realizar algunas tareas. Cuando le preguntaba directamente algo, seguía mirándome con una casi imperceptible muestra de incomodidad. Me veía y veía a los demás, quieto y silencioso. A fin de no avergonzarlo, optaba por no dirigirle directamente las preguntas. Preguntaba al grupo y los que tenían alguna respuesta que ofrecer levantaban la mano o me contestaban a gritos, sin esperar que les fuera concedida la palabra. Casi al final del año escolar, Zenobio continuaba asistiendo a clases, siempre quieto y silencioso.
Esa vez, me sorprendió verlo de pie, junto a mi mesa. Hola, Zenobio, qué gusto verte aquí. ¿Vas a leer? No sé hasta qué grado resultaba torpe mi pregunta, dados los antecedentes. Pero ya la había hecho. El niño hizo un ligero movimiento de cabeza que interpreté como una afirmación. Bueno, pues adelante, le dije, con una semisonrisa y una actitud dispuesta para inspirarle confianza. Abrió su libro en la página que ya tenía separada con el dedo índice de su mano derecha y lo depositó sobre la mesa.
Y empezó a leer.
Hasta ese día no había conocido su voz. Es más, yo pensaba que carecía de ella. Tampoco había visto en él alguna participación. No tenía idea de su progreso, pues no había habido oportunidad para la comunicación en su doble sentido. Ya me había resignado a la posibilidad de que no aprobara el curso. Todas mis tentativas de acercamiento habían fracasado. Y ese día comenzó a leer, con voz de baja intensidad, pausada, insegura. Tuve que dominar la sorpresa, la curiosidad, la alegría… No sé, la emoción. Realizó de cabo a rabo la lectura. La práctica que acostumbraba hacer no era una toma de lección como se hacía en la antigüedad. Era un ejercicio de lectura. Y él lo llevó a cabo. Le señalé palabras aisladas, oraciones en orden arbitrario, líneas en otras páginas del libro… Todas las leyó.
Tal circunstancia ha provocado una de las satisfacciones más grandes brindadas por la profesión. Prácticamente casi sin haber yo intervenido, el niño fue capaz de llevar cabo su aprendizaje. Eso constituyó una lección para mí sobre la capacidad de la mente humana. La posibilidad de que se diera de un modo paralelo al empleado por el resto de sus compañeros ruidosos, inquietos, preguntones, activos. La actividad de Zenobio había sido intelectual.
El año escolar terminó a los escasos días. Con el curso se fueron los niños a otro salón, con otro maestro. Cuánto me hubiera agradado seguir trabajando con Zenobio, el niño que aprendió solo. Y él me enseñó que es posible tal aprendizaje. Pareciera que es cuestión de que el sujeto encuentre el ambiente adecuado a sus propias circunstancias, y lo aproveche.
También fue una lección de cómo el hombre, si tiene voluntad, resiste, insiste, aunque toda la lucha sea imperceptible para los demás. En esa ocasión, recibí una lección de vida.
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