jueves, 17 de octubre de 2019

Perspectivas éticas



Prólogo al libro 

Adriana Menassé Temple
Rubén Sánchez Muñoz


En algunos momentos específicos de la historia, las reflexiones sobre la ética se hacen más presentes que en otros. No es que los autores en general pasen desapercibidos los temas concernientes a cómo es preciso vivir o qué debemos hacer para ser felices o cómo vivir una vida digna, porque nos parece que son temas fundamentales de la existencia humana. Es más bien, que estos mismos temas y otros concomitantes se van tornando poco a poco en temas centrales que parecen responder a problemas capitales propios de la época en que se desarrollan. En el fluir de la historia vemos que en algunas épocas o periodos en concreto, unos temas o problemas son más importantes que en otras o que se les presta mayor atención. La ética, por ejemplo, aparece en ciertos momentos de coyuntura, en periodos de transición de una época a otra o de una “figura del mundo” a otra –como gustaba decir a Luis Villoro.[1] Cuando esta figura del mundo se halla consolidada y su sistema de creencias es sólido, la ética parece operar de manera implícita o como consecuencia de la estabilidad en que se fundan las creencias. Pero cuando estas creencias se desequilibran y su fundamentación se torna cuestionable, la duda y la sospecha del estilo de vida que esas mismas ideas producen, de los sistemas de valoraciones y prácticas en que se vive o ha vivido a partir de ellas, sus implicaciones, límites y consecuencias se vuelven un verdadero enigma.
Así, en las últimas décadas, las meditaciones en torno de la ética han venido ocupando un lugar central dentro de la filosofía, pero no solo dentro de ella, sino con especial énfasis en atender diversos problemas que surgen en múltiples sectores de la sociedad, en ámbitos públicos y privados, en las relaciones personales, interpersonales, nacionales e internacionales o las relaciones que tenemos y mantenemos con el medio ambiente y los animales. La reflexión nace dentro de la filosofía ciertamente, porque la ética es una parte de la filosofía y desde aquí el trabajo de los filósofos ha consistido en fundamentar una variedad de propuestas que intentan responder a estas cuestiones esenciales de la vida práctica que mencionamos antes. Es verdad que no se trata de un asunto sencillo y que resulta difícil ponerse de acuerdo y llegar a un consenso. De pronto nos encontramos frente a una variedad de propuestas que no siempre son confluyentes. Aunque no necesariamente los modelos éticos son antagónicos o excluyentes, resulta difícil tomar una postura cuando se tiene que evaluar a profundidad el alcance teórico y práctico de dichos modelos. En torno de estos problemas y dificultades se concentra una parte del trabajo filosófico. Después, vemos o nos encontramos en nuestro mundo circundante, en nuestro mundo más próximo y más allá en los mundos lejanos, una serie de prácticas detrás de las cuales hay bases teóricas que sustentan el comportamiento de los individuos. Muchos de esos elementos son preteóricos e inclusive prerreflexivos. Esto no quiere decir que no tengan sentido ni razón de ser. Quiere decir sencillamente que el contenido teórico que sustenta nuestro actuar, que orienta nuestro albedrío o que sienta las bases de nuestro trato con los otros, puede no estar clarificado para nosotros, que puede estar cimentado en un conjunto de creencias que requiere ser explicitado. Uno puede defender claramente los derechos humanos, sin que haya necesidad de que sepa el sustento teórico que tienen en la filosofía de Immanuel Kant; uno podría no haber leído nunca La crítica de la razón práctica o la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y aun así ser defensor de los derechos humanos. Podemos saber también y estar convencidos que nuestra libertad llega hasta donde empieza la libertad del otro, sin saber nada del utilitarismo de John Stuart Mill, quien formuló esta expresión en su ensayo sobre la libertad.
 Pero lo relevante del asunto no es eso precisamente, sino más bien el hecho de que nuestra vida práctica tenga esta orientación ética y que de alguna manera podamos vivir en el esfuerzo de comportarnos éticamente en las circunstancias que el mundo nos ofrece. Si bien es cierto que el formalismo en la ética da sustento teórico a nuestra vida moral, no menos cierto tiene que ser que la vida práctica de los individuos se desarrolla de cara a unas circunstancias concretas. Parece ser que la ética llega en un momento determinado de la existencia, es decir, hay una especie de madurez ética o un despertar de la vida en un sentido ético y parece ser una vez más que la ética, como decía Husserl, le imprime a la vida un valor más alto. Esta es la razón por la cual depositamos en la ética cierta esperanza y cierto valor. Y esta es la razón por la cual también nos aventuramos a explorar diversas vías de acceso a ella, varias perspectivas sobre la ética, porque de eso se trata: de un conjunto de miradas que nos dan ciertos aspectos del actuar ético y del vivir éticamente. Estas perspectivas, luego, tienen ellas mismas que ser revisadas y analizadas a profundidad para, una vez más, valorar sus implicaciones, sus limitaciones y sus alcances sin desatender las condiciones materiales específicas en que se desenvuelve la vida personal y social de los individuos.
Lo cierto es que el discurso filosófico nos ha acostumbrado a hablar de la crisis de la modernidad como de algo que damos por sabido. Se han cuestionado sus narrativas de liberación, su vocación universalizante, su concepto de racionalidad. Desde múltiple ángulos se ha puesto en entredicho  la capacidad del ser humano para fincar en el mundo alguna verdad moral o especulativa; la subjetividad misma se disuelve, así como la primacía de su acción intencional. Después de la Primera, de la Segunda Guerra Mundial y su crueldad sin precedentes, de las posteriores y atroces guerras étnicas y nacionales, hablar del progreso moral del ser humano resulta cuando menos irrisorio. Por otro lado, el tan cantado progreso tecnológico, aunque parte obligada de nuestra vida, ha dejado ver también su aspecto brutal y depredador. Los sueños de la razón nos engendraron monstruos, como previera Goya. El humor de nuestro tiempo es un humor apocalíptico, si por eso entendemos una certeza difusa de ruina inexorable de aquella otrora celebrada civilización. Esto no comenzó ayer, claro: de las críticas románticas a la Ilustración cuando todavía razón y progreso estaban en su momento ascendente, pasando por la fe revolucionaria de los movimientos sociales que desembocaron en nuevas formas de opresión y esclavitud, hasta los vahos del escepticismo de la atmósfera que nos circunda expresa de todas las maneras un pesimismo tenaz. El universo simbólico del arte, la filosofía, el cine, los medios de comunicación y hasta la publicidad insisten en convencernos que la especie humana no es sino un error de la naturaleza, el más sonado fracaso de su pueril aventura.
Los textos reunidos en este volumen proponen repensar los retos de nuestro tiempo desde el horizonte de un pensamiento comprometido con la dimensión ética de la experiencia humana. Si bien el derrumbe de las convicciones que durante siglos sostuvieran a Occidente no puede detenerse con sólo un gesto de la voluntad, consideramos que hoy resulta ineludible afrontar dicho desafío desde una reflexión que examina la delicada estructura donde se articula el sentido.
Sin duda, la hermenéutica radical que atraviesa el pensamiento contemporáneo  nos advirtió contra la soberbia de la razón; ningún escepticismo, sin embargo, puede convencernos de que la crueldad y el abuso, el crimen o la arbitrariedad, son una opción entre otras equivalentes. Tal vez no sea posible desentenderse de las interrogaciones que se plantean a partir de cierto antihumanismo cercano a Heidegger, del pragmatismo de corte rortiano, o de ese nuevo ecologismo casi místico; el ser humano con sus determinaciones y su capacidad de orientarse en el mundo pierde la contundencia de su experiencia sensible, la certeza irreductible de una íntima vulnerabilidad. Y sin embargo, vivir humanamente parece implicar un espacio que afirma, ratifica y ancla una significación ética de la existencia que compartimos con los demás. El límite a la deriva de las interpretaciones y, en última instancia, al desfondamiento del sentido, son los actos de amor y de justicia que los seres humanos practican espontáneamente y aguardan en los demás. Pues son éstos los que abren los canales del lenguaje mismo. Así, de manera no unívoca sino a partir de perspectivas teóricas disímbolas, el hilo que atraviesa los ensayos que recogemos en estas páginas trenza la idea de que, a pesar de todo, la ética constituye el sustrato de todo filosofar, si por filosofar entendemos la vocación de bien y de justicia inscrita en esa forma de existencia que es la existencia vivida humanamente. El pensamiento y la libertad son capaces de hacer contacto con la experiencia en cuanto experiencia verdadera; ética y verdad soportan el entramado de nuestra subjetividad y de nuestra sociabilidad en la medida en que la relación con los otros seres nos impone límites últimos y nos intima a una apuesta radical por la concordia y el sentido. Este sentido es el que afirma el valor de la vida, el que inaugura la cultura y abre el espacio simbólico de la dignidad y el agradecimiento. Dentro de ese espacio se negocian, se depuran y acrisolan las orientaciones que conforman nuestra condición, pues acaso como apunta Walter Benjamin, algo es esperado, algo es exigido de nosotros[2], de ese ser capaz de perpetrar atrocidades, pero cuya existencia misma está anudada a una vocación de encuentro y a un imperativo moral.
Buscar respuestas en la tradición en una época en la que todo está diseñado para durar poco y tirarse pronto, como refieren Z. Bauman, G. Lipovetsky y B. Chul-Han, entre otros, podría acusar una actitud conservadora, cuando no escolar.  Más que respuestas, sin embargo, el esfuerzo filosófico que nos convoca consiste en refrendar ciertos ejes de gravitación que demasiado fácilmente se han querido disipar en la tarde de una   evanescencia sin asideros. Y es que, a pesar de la criminalidad sin freno que hoy avasalla nuestras calles, nuestros noticieros y nuestras pláticas, parece haber también, en la indignación colectiva, la convicción de que hay prohibiciones imposibles de transgredir si queremos sostener la confianza primaria y la posibilidad del amor. La virtud nunca está garantizada, es cierto; es sólo el movimiento del espíritu que se juega en buena fe el que, en última instancia, prevalece y ennoblece nuestros días y trabajos.  Ese trabajo nunca está terminado, pues más que un camino infinitamente largo pero continuo, consiste en la pequeña, ineludible y siempre renovada tarea de rectitud que conforma nuestras vidas.
Los ensayos que presentamos buscan, cada uno a su manera, acercarse al apremio de estas interrogantes desde el diálogo que establecen sus autores con el pensamiento de aquellos que, de alguna manera, han avanzado o cuestionado estos  presupuestos. De Hans Jonas a Edmund Husserl, pasando por las interrogaciones de todos los otros autores que aquí confluyen, este libro quisiera colaborar con el trabajo colectivo de pensar un orden en el que la vida humana, una vida capaz de intención moral, cifrada en los significados que compartimos con los otros, reclame su belleza y pueda hacerse eco, nuevamente, de su valía. 


Julio de 2018


[1] Luis Villoro, El pensamiento moderno. Filosofía del Renacimiento, México: FCE-El Colegio Nacional 2010.
[2] Citamos libremente de las Tesis sobre la historia,  particularmente la tesis II: “Éramos esperados en la tierra. También a nosotros entonces, como a toda otra generación, nos ha sido conferida una débil fuerza mesiánica a la cual el pasado tiene derecho de dirigir sus reclamos”, cf. Walter Benjamin, Tesis sobre la historia. Traducción y presentación Bolívar Echeverría, Ed. Contrahistorias: México 2005, p. 18.

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