sábado, 10 de septiembre de 2011

Evocación personal de Gonzalo Aguirre Beltrán

Marcelo Ramírez Ramírez

Un sábado 20 de enero de 1996, las cenizas del doctor Gonzalo Aguirre Beltrán llegaron a Tlacotalpan, dando cumplimiento al deseo que antes de morir había expresado a sus seres queridos para ser depositadas junto a los restos de sus padres en la cripta familiar. En un sencillo acto en los bajos del palacio municipal, se recordó al médico, al antropólogo, al indigenista preocupado en la suerte de las comunidades étnicas de México y sus culturas; se recordó al tlacotalpeño que, fiel a su origen, quiso retornar a la pequeña ciudad donde naciera un 20 de enero de 1908. El encargado de llevar la pequeña urna para depositarla junto a los restos de sus padres en la cripta familiar, fue su hijo Alfonso, el único varón de sus cinco herederos.

En el parque de su tierra natal, una estatua recuerda a otro doctor con el mismo nombre y apellidos; se trata de su progenitor, de quien los tlacotalpeños conservan el mejor de los recuerdos. El buen médico atendía a todos sus pacientes con diligencia y, a los de menos recursos, además de no cobrarles la consulta les obsequiaba los medicamentos. El hijo heredaría esos nobles sentimientos, según dejó constancia en diversos momentos a lo largo de su vida. En el 2008, con motivo de cumplirse el centenario de su natalicio, sus cenizas fueron traídas al Mausoleo del Macuiltepetl donde reposan los hombres ilustres, previo acuerdo de la Legislatura del estado. Pertenecía ya por completo a la historia de Veracruz.

Con la desaparición física del doctor Aguirre Beltrán se cierra un importante ciclo en la historia del pensamiento social en nuestro país. Sus ideas, sus propuestas, sus análisis penetrantes acerca de la problemática del indigenismo, habrán de constituir, todavía, durante muchos años, un punto de referencia obligado para la toma de posición de los estudiosos y de los políticos. Sin embargo, esta vez quisiera evocar algunos aspectos de la personalidad de don Gonzalo, desde una perspectiva más humana, más individual, que permita develar un poco, a quienes no lo conocieron de cerca, algo de su modo de ser como persona.

Siempre he creído que, sin menoscabo del valor de la inteligencia y las dotes intelectuales, artísticas o científicas, el verdadero mérito, la superioridad auténtica del hombre, se encuentra en su índole moral, en lo que la antigüedad llamó grandeza de alma. Cualidad que se manifiesta por lo general en los pequeños detalles, en los actos cotidianos de la vida. De Aguirre Beltrán recuerdo muchos de estos detalles que, reunidos como las piezas de un rompecabezas, revelan el perfil completo de un hombre de bien, un hombre capaz de brindar confianza, compartir ideas con desinterés y ser solidario en las etapas de necesidad del familiar, el amigo o, simplemente de aquel a quien la suerte pone en nuestro camino. De las personas que he conocido y tratado, estos rasgos los compartía con el licenciado Librado Basilio, por lo demás, de formación y orientación ideológica completamente diferentes. Mientras el maestro Basilio fue hombre formado en el estudio de los clásicos grecolatinos y con una innegable vocación metafísica, don Gonzalo abrevó en el pensamiento positivista, todavía vigoroso cuando hizo sus estudios en el Colegio de San Idelfonso en la capital de la República: “aprendí a ver al ser humano como un conjunto de órganos que funcionan maravillosamente”. Pero su positivismo, que se reafirma con el estudio de la medicina, nunca fue un obstáculo para reconocer la dignidad de las personas, lo cual, finalmente, constituye la esencia de todo humanismo.

Recién recibido de médico de la UNAM, Aguirre Beltrán se establece en Huatusco. Era la década de los treinta y según me comentó en cierta ocasión, continuamente tenía necesidad de trasladarse a caballo para visitar a sus pacientes; el mal estado de los caminos y las horas en que se veía obligado a darle atención a los enfermos, convertía esas salidas en verdaderas aventuras. Algunos niños vinieron al mundo gracias a su auxilio profesional; de uno de ellos, de Octavio Castro López, quien llegaría a ser un reconocido maestro de filosofía en la Universidad Veracruzana, el doctor se acordaba muy bien, por eso, cuando le pregunté si sabía quién era el maestro Castro López me dijo sonriendo: “¡Claro que se quien es, como que yo lo traje al mundo!”.

De sus diez años de ejercicio de la medicina le quedaron recuerdos y amistades perdurables. En Huatusco la biblioteca pública lleva su nombre y era una de las pocas cosas de las que se sentía orgulloso, pues según decía, los libros representan un soporte fundamental de la cultura. Sostenía que el verdadero intelectual es producto de la lectura constante y la constante reflexión. A pesar de estar ya establecido para la que parecía el inicio de una larga trayectoria en la práctica de la medicina, una íntima insatisfacción le decía al futuro antropólogo que su papel “no era recetar aspirinas” y fue así como, guiado por su olfato innato de investigador, empezó a estudiar las fuentes documentales de lo que sería su primera obra: El señorío de Cuauhtochco. A pesar de algunas fallas inevitables en toda obra primeriza, ésta exhibe ya el genio teórico y capacidad literaria de nuestro autor, revelándose como un hombre dotado de cualidades singulares para el estudio de las ciencias humanas. El siguiente paso fue obvio; toma la decisión de prepararse para acometer la que sería la tarea de su vida, el estudio de la antropología social, a la cual gustaba de llamar la ciencia del hombre. Pero esta decisión, como hemos visto, surgió de lo más íntimo de su ser. La antropología vino a representar para él la oportunidad de encontrar, a través del pensamiento y la reflexión sistemáticas, respuestas a los problemas que planteaba la situación de los indígenas al Estado nacional surgido del movimiento revolucionario. Aguirre Beltrán encontró, pues, su vocación, en una ciencia que, siguiendo las huellas de Manuel Gamio, consideró llamada a transformar “las condiciones indeseables” de la vida de las comunidades étnicas. Muchos años más tarde, a principios de 1971, reconocido como una figura representativa del indigenismo en el plano internacional, Aguirre Beltrán recordaba con nostalgia los años difíciles del despegue. Me decía al pasar cerca de la casa donde había vivido con su esposa en la ciudad de México: “fíjate nada más, a mi mujer le tocó sufrir conmigo los primeros años de casados y lamento que no haya podido disfrutar nada de lo que me ayudó a lograr”. Efectivamente apenas tres meses antes, el presidente Luis Echeverría lo había designado Subsecretario de Cultura Popular. Este era el hombre que jamás olvidaba las deudas de gratitud hacia los demás.

Una cualidad relevante en los escritos de don Gonzalo, está representada por una prosa clara que, sin perder el rigor propio del discurso científico, utiliza figuras y recursos del idioma característicos de quienes lo conocen bien y lo aman. Preguntándole como había desarrollado un estilo de calidad poco común en su gremio, me refirió que desde joven había disfrutado la lectura de los clásicos españoles y las grandes novelas de los autores modernos. Así se explica la inclusión en Sep Setentas de obras literarias, junto a textos relevantes del pensamiento social.

Don Gonzalo era espontáneo y directo, aunque sin excesos ni atropellamientos. Recuerdo perfectamente cuando le conocí en 1959; estudiaba yo en el Colegio Preparatorio de Xalapa y él era rector de la Universidad Veracruzana, cargo al que había llegado tres años antes, invitado por el entonces gobernador don Antonio M. Quirasco, a sugerencia del profesor José Luis Melgarejo Vivanco, con quien don Gonzalo tenía vieja amistad. La forma en que se dio el nombramiento para puesto de tan alto prestigio, honra la memoria del licenciado Quirasco y vale la pena de ser referida. Saliéndose de la práctica política convencional que premia favores reales o supuestos hechos al gobernante en turno, la decisión del licenciado Quirasco respondió exclusivamente al propósito de poner al frente de la Universidad al hombre idóneo. La cosa más o menos fue así, según se platicó en una comida entre amigos un día de febrero de 1982: -“Propóngame a un veracruzano que de lustre a mi gobierno en la rectoría de la Universidad. ¿Tiene usted un candidato?”- Preguntó el licenciado Quirasco a quien pronto iba a ser influyente subsecretario de gobierno, el profesor José Luis Melgarejo Vivanco. Contestó este último: “tengo uno efectivamente y estoy seguro es el hombre indicado; le estoy hablando del doctor Gonzalo Aguirre Beltrán, antropólogo eminente y con amplia experiencia en la administración pública”. Sin vacilar y sin hacer más preguntas porque conocía bien a su amigo y colaborador, el licenciado Quirasco concluyó: “pues invítelo en mi nombre”.

Acostumbrado a cierto formalismo en el trato con las autoridades universitarias, los jóvenes sentíamos cierta perplejidad ante ese sabio que, si bien nos escuchaba con gesto tolerante y bondadoso, exponía sus puntos de vista con claridad y energía, haciéndonos sentir el orgullo de ser universitarios y la responsabilidad que iba aparejada con ese título. A menudo soltaba una carcajada ante las ocurrencias juveniles, pero después nos decía claramente qué esperaba la universidad de sus estudiantes. Un día nos anticipó a los directivos de diversas escuelas de Xalapa, una de las tesis que presentaría durante el próximo Consejo Universitario. Era ésta: la Universidad no es un nombre; debe ser una realidad hecha por todos, con el trabajo y compromiso de todos. Nos falta mucho para alcanzar la excelencia académica, la calidad de la docencia, la seriedad de la investigación. Por eso debemos darle al nombre de Universidad que llevamos, todo su contenido y todo su sentido. Más o menos estas fueron sus palabras y, desde entonces, estoy seguro que así es y que no basta nombrar algo para que sea, pues ello es caer en la trampa del pensamiento mágico, como aseguraba nuestro antropólogo.

En algunas ocasiones, los alumnos de las diversas carreras iban a solicitarle apoyo, ya sea para regularizar su situación académica o pagar los aranceles, o incluso para resolver asuntos personales. Ante esas solicitudes, invariablemente la respuesta era afirmativa. Si el alumno mostraba inquietudes intelectuales y deseos de superarse, la simpatía del rector de inmediato se traducía en los apoyos indispensables y no pocos de esos jóvenes recibieron becas y estímulos para encauzarse en la docencia y la investigación.

Aguirre Beltrán poseía un sentido de la disciplina intelectual muy grande. A pesar de ello, sabía estimular la vocación incipiente donde creía ver una promesa de futuro desarrollo académico. Cuando un recién egresado le llevaba su tesis para que la revisara, su tolerancia era notoria; leía cuidadosamente los textos y después señalaba al autor las deficiencias advertidas, pero en forma tal de no causarle frustración ni desencanto. Como un verdadero maestro, sabía encontrar las cualidades del alumno y sobre ellas trabajaba. Esa labor de director de tesis o de mero asesor no dejó de realizarla ni en sus periodos más intensos de trabajo cuando fue subsecretario de Cultura Popular en la SEP. El resultado fue un buen número de tesis de licenciatura, maestría y doctorado que circulan como obras de investigación publicadas por el INI, el INAH, el III o alguna editorial comercial. Decía: “Hay que ser exigentes con uno mismo, pero no al grado de esterilizarse y no ser capaces de escribir un renglón como les pasa a muchos. Uno debe aportar y dejar que los demás juzguen”. De acuerdo con este criterio, jamás dejó de aportar su cuota en artículos, ensayos y obras de alto nivel teórico.

En su papel de funcionario público lo rodeó siempre una atmósfera curiosa, donde se mezclaban el respeto, la admiración y el afecto. El último sentimiento prevalecía y aún aquellos que no ingresaban en el círculo más íntimo, fueron tratados con la mayor consideración. Con sus colaboradores y las personas que acudían a plantear algún asunto, quizá fue la cortesía la cualidad esencial de don Gonzalo. A ella se referían los otros subsecretarios, cuando decían: “Don Gonzalo es un gran hombre”; o bien: “qué hombre tan fino es el doctor Aguirre Beltrán”. Su cortesía, por los demás, aunque cálida, tenía algo de aquella propia de los grandes señores, que coartaba las confianzas excesivas y el menor intento de pasar la línea del respeto. Y así era con todos, lo mismo con los colegas, los funcionarios o políticos, que con los paisanos o indígenas que lo visitaban. El suyo era pues un humanismo actuante y efectivo. Estaba absolutamente convencido de que los indígenas son seres humanos, cuyas desventajas se deben al estado de supersubordinación en que se encuentran.

Las personas poseemos cualidades y defectos, pero si hemos de aprender a trabajar juntos debemos reparar más en las primeras. Y eso sostenía y hacia el doctor Aguirre Beltrán con quienes tuvimos la suerte de acompañarle en alguna de las responsabilidades que se le confirieron en la vida pública. Al depositarles su confianza, crecía en las personas el sentimiento de la responsabilidad. Me decía una vez uno de sus colaboradores cercanos en el Instituto Nacional Indigenista: “No, al doctor Aguirre Beltrán yo no puedo fallarle. El maestro me tuvo confianza y me sentiría muy mal si no le cumplo”. Quienes no lo comprendieron así, por fortuna los menos, después entenderían que habían incumplido una tarea que se les había confiado con altura de miras. Para esas personas no hubo rencores de parte del doctor Aguirre Beltrán y su actitud siguió siendo la misma: darles el apoyo si el trabajo lo requería.

El doctor Aguirre Beltrán fue pues un hombre de mente abierta, tolerante y comprensiva, a quien nunca se le escuchó escandalizarse de los defectos ajenos. Vio en la política, como en el conocimiento social, un medio de trascender y de servir a sus semejantes. No buscó el escenario público para mostrar sus virtudes, porque siendo auténticas, no necesitaban de protagonismo. Puedo resumir en lo relativo a su personalidad, que la índole moral de don Gonzalo no desmerecía de sus talentos de científico y escritor, como a menudo sucede con individuos prominentes en algún campo de la cultura, pero que son ruines o mezquinos como seres humanos. El doctor Aguirre Beltrán no presentaba esta disociación en su personalidad; por naturaleza estaba cerca del ideal de la humanitas latina, del hombre en el que la cultura se resuelve en unidad armónica de las potencias superiores de la inteligencia, la voluntad y el sentimiento. Quienes lo conocimos estamos seguros de que los valores humanos, más allá del ideal ético abstracto y remoto, pueden darse y de hecho se dan en hombres como el doctor Gonzalo Aguirre Beltrán. Su vida constituye la enseñanza de que el ejemplo de los espíritus superiores, es el mejor estímulo que podemos encontrar como inspiración para orientar nuestro propio camino.

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