sábado, 10 de septiembre de 2011

CON LOS PIES MOJADOS

Olga Fernández Rodríguez.

Apenas amanecía cuando el canto del gallo se escuchò, Malinalli, entreabrió los ojos, sabía que éste cantaba con puntualidad, siempre al diez para las seis de la mañana. En el firmamento apenas si se vislumbraba cierta claridad, tenue, muy tenue, la que segundos después, casi mágicamente sería desplazada por la intensidad de la luz que contrastaba con la silueta de la montaña, la cual aún admitía la oscuridad. El nacimiento del nuevo día venía acompañado por el graznido de diversas aves, que se despedían de la noche.
Mali, miró el reloj y de un brinco saltó del camastro, se calzó sus chanclas, se enrolló en un rebozo y salió de prisa al patio hacia una pequeña letrina. Una vez que orinó, pasó al lavadero donde el jabón zote y el agua helada de la madrugada la hicieron despertar completamente. Su madre, que ya antes se había levantado, preparaba café y huevos con frijoles. Su padre, quien en ese momento se sentaba para tomar algo e irse a la parcela, llamó la atención de sus pensamientos, como una figura inalterable, siempre callado, siempre trabajando, siempre resignado, siempre agotado y aunque poco expresivo y cariñoso, dispuesto a hacer cualquier sacrificio por su familia. La voz de su madre la saca de sus pensamientos, le pide que apure a sus hermanos. Su madre les conmina a comer algo, no tienen mucha hambre, tienen sueño; como niños sí por ellos fuera, se quedaban a dormir o a jugar o ir a la milpa con su padre. Un vistazo nuevamente al reloj, hace entender a la muchacha que se deben dar prisa; para entonces su progenitor ya va camino a la parcela, ella les llama la atención a los niños, les da sus morralitos con unos lápices, cuadernos y unos platanitos para cuando tengan apetito. Finalmente, salen como de costumbre, rumbo a la primaria Cuahutèmoc, en la congregación del Mirador. Aunque sus padres son analfabetos, han procurado que sus hijos estudien. Es por eso que ella se siente agradecida y hace un gran esfuerzo, no sólo por estudiar, sino para apoyar en los quehaceres que le señalen. Algunas otras familias, no pueden enviar a sus hijos a la escuela, tienen que ayudar con la parcela, o los animales para no pasar hambre en invierno (el hambre que es el azote de muchas comunidades de Zongolica.) Afortunadamente para la familia de la joven, siempre hay algo que llevarse a la panza. Los hermanitos sienten fría la mañana, un airecillo helado les sopla en la cara; sin embargo, no le prestan tanta atención al contrario, los niños juegan con el vaho que sale de sus bocas, riendo de su hazaña. El camino se torna resbaloso, hay veces que se tienen que agarrar de las hierbas aún escarchadas por el rocío de la madrugada, parecen como pequeñas agujas en las palmas de manos y dedos; sin embargo se tienen que asir fuerte para no caerse y llegar enlodados a clase. A pesar de todo, los chiquillos se mueven con prontitud pues saben que aún les queda un largo trecho para llegar. Allá a lo lejos entre la ligera neblina divisan a otros pequeños quienes se les unen, algunos ríen y comentan algo; otros, callados solo se suman, todos están chapeaditos y no es por calor sino por frío, el frío que en las mañanas quema, cala y no perdona en la sierra. Caminan treinta minutos y escuchan a los otros niños, no son muchos apenas 25 de diferentes edades, una sola maestra, un sólo salón de tablas, por donde generalmente se les cuela el frío, el viento, el hambre. Hay veces que han llegado a faltar la mayoría, generalmente en la temporada de corte del café o en las cosechas. Hoy están casi todos, se parecen: ojos negros o cafés, pelo oscuro, lacio, piel morena, talla pequeña. Es probable que unos cuantos traigan el estómago vacío, así que el sueño durante las actividades escolares se vuelve el mejor amigo.

Cuando ya se iba de la escuela, llegaba otra joven que vive en esa comunidad, un saludo tímido de ambas, un deseo de Mali, por llegar a ser algún día como ella maestra. Durante el regreso, observa encantada algunas parcelas sembradas, llenas de flores de fríjol, haba y chícharo, inconfundibles para los habitantes de la zona, augurio de una cosecha abundante. Piensa en voz alta, -ojalá no se malogren las cosechas-. Sabe perfectamente que los cambios climáticos que no corresponden a las diversas estaciones, la mayoría de las veces trae consecuencias adversas para los lugareños. Ahora sí ha entrado en calor, ya no siente frío, sus manos coloradas acomodan el rebozo medio húmedo, que seca su frente perlada. Su paso es firme a pesar de las condiciones del camino; algunas veces cuesta arriba, otras cuesta abajo, el canto de las aves hace menos tedioso el trayecto, algunos animales silvestres se atraviesan, otros sólo se asoman, los árboles y pinos se unen en un delicado rumor, la montaña ha despertado. Mientras su madre lava la ropa en un ojo de agua, del Río Tonto, Malinalli llega a casa, y ágilmente realiza las labores de la casa. Una vez terminadas estas se acomoda en la mesa, saca sus libros y concluye lo que falta para la clase de mañana. Satisfecha por haber finalizado la tarea escolar, sale de la vivienda y se encamina donde el nacimiento de agua: una hermosa poza cristalina donde el reflejo de los árboles y rocas, así como el de su madre, es una invitación para el artista que quisiera captar esa imagen. Se escucha como fluye vigorosamente el río cuesta abajo, los rayos del sol penetran decididos entre el espesor de la arboleda, bañando de una luz blanquecina algunas partes del follaje. En ese momento, vienen a su mente imágenes de las principales avenidas de Orizaba, coches, autobuses, gente intentando cruzar, el ruido, la música de los locales comerciales, la gente hablando, comparado con la paz de ese instante, nuevamente se considera afortunada. Inés, su madre, le dice que ya casi termina. Mali toma las tinas, coloca una en la cabeza y empieza a subir por el sendero, seguida de su progenitora, tiende la ropa sobre los tendederos y acomoda otros trapos sobre las rocas que están en el solar. Siente que el sol quema aunque un vientecillo frío sopla afanosamente. Inés deja salir un suspiro, como queriendo sacar todo el cansancio acumulado en años. Y la muchacha no deja de percatarse de su expresión resignada, tan gastada, aún no cuenta con cuarenta años y su rostro es de una anciana; el trabajo del campo, el que la haya tenido a los de diecisiete años, más dos abortos y dos embarazos, así como la precaria situación económica, han hecho que no sea tan sencillo. Es por eso que desea ser maestra, para tener una vida mejor, ayudar a otros niños a aprender y tener mejores oportunidades que su madre. No importa cuántas noches tenga que desvelarse para hacer la tarea o preparar algún examen. Estudiar sí, lo hace muy a pesar del cansancio que se apodera de ella; sí lo hace también por el deseo que tiene por saber; también con el coraje y la rabia que le da la pobreza en que siguen sumidas muchas de las comunidades indígenas; porque independientemente de que sabe que las mujeres en su comunidad por costumbre se casan jóvenes, para cuando llegan a tener cuarenta años, sus sueños, sus esperanzas se han eclipsado; porque sabe que, muchas otras jóvenes como ella, no pueden aspirar a estudiar, pues los deberes y obligaciones con la familia son muchos; sin embargo, cuenta con el apoyo de su padre, un campesino inteligente, que aunque pobre, quiere que marque la diferencia en su familia.
El humo de la leña, el olor a tortillas recién hechas, las gorditas de panela, la salsa martajada y el caldo de habas están listas para ser degustadas por la familia Tzahahua. Santiago, el jefe de familia, aún no retorna de la faena, seguramente no debe tardar. Los hermanitos han llegado, generalmente de regreso se vienen con Doña Marcianita, una vecina, quien va a la escuela por sus nietos. Entre risas los chiquillos se sientan a comer, ahora traen un filo que serían capaces de devorar un puerco entero. Inés les repite el plato de habas y les pone suficientes gorditas de panela, en eso llega su progenitor quien más que tener apetito se ve cansado; sin embargo, se sienta a comer y poco a poco, el rictus de fatiga se suaviza.

El timbre del despertador volvió a sonar, y en la oscuridad Malinalli estiró su brazo para alcanzar el reloj y apagar la alarma. Se quedó unos segundos en su camastro, disfrutando la tibieza de la cobija de lana; su nariz fría le vaticinó un amanecer helado. Como cada sábado junto con otras cuatro muchachas, recorrerán durante tres horas el camino que las conducirá a la cabecera de Zongolica; de ahí un autobús con salida de las cinco treinta de la mañana las transportará a Orizaba. Finalmente caminarán otras tres cuadras, con el propósito de estar puntuales, a las siete de la mañana, en las sesiones sabatinas que ofrece la Universidad Pedagógica Veracruzana. Así es que despertar sábado a sábado a la una y veinte de la mañana, significa para ella un gran esfuerzo; sin embargo la oportunidad de llegar a ser maestra en alguna escuela de la sierra, lo compensa todo. Por lo que una vez que en el mayor de los sigilos se asea y desayuna. Se dispuso a preparar su bastimento: gorditas de panela rellenas de habas, las envolvió en una servilleta de manta con bordados de flores hechos por su mamá; llenó un frasco de plástico con café, puso unas naranjas, los guardó en su morral, tomó una lamparita de mano, una pequeña moruna y salió rumbo a la casa de Tonatzin, a no más de 200 metros de distancia; para cuando llegó ya estaban afuera Lupe, Zenaida y se acercaba Ramona. Esperaron cinco minutos más y salió Tonatzin, e iniciaron la caminata en silencio pues todavía estaban en la comunidad de Huelecapa y no querían despertar a los pobladores. Cuando tomaron el sendero las cuatro muchachas, lámpara en mano iban alumbrando el camino, de lejos parecían enormes luciérnagas. Los huaraches batían el barro, que pegajoso se metía entre los dedos de los pies; a pesar del frío que traspasaba los huesos y que se apreciaba en el hálito que emanaba de la boca de las jóvenes, ellas no paraban de platicar y reír. Se percibía un ambiente húmedo, propio del mes de septiembre, los sembradíos insertados donde fueran bosques, permanecían ocultos, los sonidos de algunas aves nocturnas e insectos acompañaban el trayecto de las estudiantes. Algunas veces hacían un pequeño descanso y se turnaban con el pequeño machete cuando la hierba rasguñaba pies y piernas; entonces sólo se escuchaba como crujían los tallos, cediendo ante la destreza con que manejan la moruna. Y así continuaban, con paso apresurado las jóvenes, quienes por lo regular protegían la cabeza y la nariz del rocío y frío con su rebozo. Cualquiera podría pensar que a esas horas de la madrugada la situación de ellas era de incertidumbre y miedo, sin embargo, no hay tiempo para pensar en ello, tal vez sea la seguridad que les brinda su comunidad o el ferviente deseo por lograr cumplir su propósito, lo que las hace valientes. De vez en vez, se detenían para ver cómo la noche agonizante, empezaba a pardear y a lo lejos en el horizonte se distinguían tenues siluetas de la sierra, iluminadas tímidamente por la claridad de la luna. El atajo aunque escarpado, resultaba tan familiar que las muchachas hubieran podido recorrerlo con los ojos cerrados. Generalmente a la que le tocaba ir delante, alertaba a las demás sobre alguna roca filosa, bejucos punzantes, o animales, tejones, tlacuaches, o armadillos. A pesar de que el recorrido era extenuante, la mayor parte de éste se hacia cuesta abajo, además las chicas tenían una condición digna de cualquier maratonista; cuerpos fuertes, piernas duras, pies veloces. A las cinco de la mañana aproximadamente, en medio de la oscuridad, empezaban a distinguir algunas luces del caserío cercanas al municipio, por lo que felices apretaban el paso. En su transitar, escuchaban los ladridos de los perros que por lo general se encontraban despiertos igual que sus amos. La que a esa hora regularmente se hallaba en el patio hirviendo el nixtamal, era doña Chona, quién solo las quedaba mirando, pues sabe que son las muchachas que van a estudiar a Orizaba para maestras, las ve siempre muy apuradas, envueltas en su un huipil o rebozo y morral colgando. Las mira alejarse y suspira, tal vez de joven, le hubiera gustado ser alguna de ellas, aprender las letras, y los números; ella que solo habla nahuatl y que vive de su milpa, del café y del fríjol, mira sus manos, fuertes, de trabajo, de arar la tierra, vuelve a mirar la vereda, sin embargo ya no las ve. Corren, Mali, Ramona, Meztli, Tonatzin y Lupe se forman y suben al autobús, cuando ya están sentadas, esperan unos minutos a que arranque el camión. No siempre les toca asiento a las muchachas, algunas veces van de pie; empero, eso es lo de menos, ya estarán casi toda la mañana sentadas. El camión va cargado de una veintena de pasajeros, llevan productos para la venta en el mercado: canastas llenas de quelites, flor de calabaza, huevos rojos, pintos de totol, frijol, tortillas; por allá saca la cabeza de un morral una gallina roja, en el asiento trasero se escucha chillar a un puerquito, lo llevan en brazos. Suena la radio. Para cuando casi son las seis de la mañana, la oscuridad va cediendo el paso de la luz, provocando que las jóvenes se deleiten breves segundos contemplando el nacimiento del nuevo día. De vez en vez, se detiene el autobús, suben y bajan los pasajeros, las mujeres con su ropa colorida y hermosos rebozos, algunas descalzas, otras con huaraches, unas de moños, otras más austeras. Ellos de pantalón y camisas de manta, a cuadros o rayas, la mayoría con sombreros; morenos, de mirada adusta, manos callosas, cuerpos correosos. Se escucha la voz de Malinalli, las muchachas se levantan de su asiento, frena el autobús, descienden y emprenden la caminata, ya falta poco para llegar al edificio que alberga la Universidad. Al entrar se acercan a la llave del agua que está en el patio, se lavan los pies y los huaraches de plástico. Los pies limpios se ven colorados, las manos quedan frías, se las secan en la enagua y se apresuran al salón; allá llegan otras jóvenes, también vienen de lejos, antes de pasar hacen lo mismo que las cinco, retiran el barro de sus pies, se acomodan las chanclas y se apresuran porque está por iniciar la clase. La maestra las ve entrar, sabe de donde vienen; empero no deja de sorprenderle la expresión de felicidad de sus rostros.

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