miércoles, 7 de septiembre de 2016

¡Mamá, llévame a tu trabajo!­­­

Norma Hernández Ruíz

En una mañana sin clases pero en la que  mi mamá debía ir a trabajar, me dijo: —te quedas con doña Elena. La señora era una vecina que se pasaba el día haciendo tortillas en un anafre, era muy amable pero a mí no me gustaba el olor del humo. “¡Por favor mami, llévame contigo!”
El pasto recién cortado olía de manera especial, muy grato, a bosque, y los arbustos a pino; era una gran aventura rodar por la colina y terminar llena de muchas hojas. “¡Una vez más!”, le pedía a alguno de mis hermanos que le tocaba acompañarnos, Lety o David, y ella nos dejaba disfrutar el momento. “No se ensucien mucho y no se vayan lejos”, nos decía. Después de un rato: “ahora quiero ir a comprar golosinas a la cafetería y ¿a ver quién gana?”
Salíamos corriendo toda la gran explanada de la escuela Normal.
Sí, mi madre trabajó en el laboratorio de material didáctico, era la responsable del área, también daba clases a las alumnas educadoras. Siempre estuvo muy orgullosa de su labor, nos llevaba a las ceremonias del auditorio, a los festivales. El día del maestro se vestía de gala, tenía fotografías con grandes autoridades y hasta la fecha es muy reconocida. Mis tres hermanas estudiaron ahí, seguramente tienen más anécdotas, para mí fue una etapa muy significativa que recuerdo con orgullo y gratitud.
En el laboratorio siempre había acción, la maestra Aurora, como la llamaban sus alumnas, hábilmente dirigía la actividad. Había un carpintero gruñón, don Jerónimo, que me regalaba las tablitas que le sobraban, también algunas maestras que hablaban mucho y se la pasaban pintando juguetitos de madera. Tenían una máquina de coser, un bote con muchos pinceles y un cajón lleno de pinturas, también un montón de piedras blancas y sucias, eran los moldes de yeso para hacer los muñecos guiñol; en otro rincón había de todo: corcholatas, tapas de frascos, estambres, botones, tijeras, pegamento, cartón, recortes de papel, fieltro, relleno de lana y todo lo inimaginable.     
Me dejaban jugar con todos esos tesoros, podía hacer casitas, muñecos, cuentos, trabajos manuales para la regalárselos a mi abuelita, creo que hacíamos magia en su baloratorio (así lo pronunciaba yo). Recuerdo un piano hecho de un retazo de madera que pinté de negro y mi mamá me ayudo a ponerle teclas, en mi siguiente visita ya estaba puesto en el aparador, era como un trofeo. Ese mueble era una enorme vitrina de toda la pared y contenía muestras de los mejores trabajos de las alumnas y las maestras que ahí laboraban.
Mi madre, Yoya para sus compañeras, diseñaba y hacía todo lo necesario para un cuento; la escenografía la pintaba a partir de un cuento impreso, el carpintero construía la casita, las otras maestras la adornaban y le hacían las cortinitas. Para los personajes, primero los modelaban con plastilina, luego hacían el molde con yeso y esperaban a que secara, ya listo se preparaba el papel minagris, remojado en agua y luego con engrudo se pegaban pedacito por pedacito dentro del molde, después de varias capas, a secarse al sol, las dos mitades del muñeco se tenían que pegar para armar el rostro y después detallarlo con más papel, otra vez a secarlo. Dos o tres días después de iniciado el proceso, procedía a pintarlo y detallarlo. Entre tanto, les hacían sus trajes manualmente, uno por uno, cosido, pegado, pintado, decorado, algunos incluso llevaban una funda para que no se vieran las manos. Debían ser varios personajes por cuento y bien caracterizados.
¿Faltaba el guion?, pues a escribirlo y a darle forma; a veces hasta música de fondo le adaptaban. Al final, tenían que ensayarlo, a mí me gustaba ayudar a hacer los ruidos de los efectos especiales. Nada que ver con los videos actuales que a los pequeños causa emoción pero no tiene la magia de la espontaneidad.
Era ella, quien daba vida a la gallina y sus pollitos del cuento, con mucha imaginación, con mucha creatividad, con mucho amor y poca tecnología. El trabajo era artesanal y también era ejemplar pues ahora serían las alumnas quienes debían construir sus propios materiales. Y si llegaba algún maestro de otra escuela podía comprarlos o solicitar un pedido especial. De aquí surgieron muchos cuentos, no me es raro que después pudiera construir muchos más, amaba a los niños y lo refleja en su obra.
Para mí era un juego muy divertido, ahora veo que para ella era necesario mantenernos ocupados, seguros, darnos educación y por supuesto casa, vestido y sustento, mi padre trabajaba fuera de la ciudad y ella también atendía las labores de casa, hacer nuestros trajes de los bailables, revisar las tareas, y contarnos un cuento antes de dormir.  Acababa de regresar a trabajar, después de estar ausentarse 10 años para criar a los siete hijos. Los mayores ya habían crecido, Arturo el más grande, entraba a la universidad en Veracruz, mientras los tres chiquitos todavía estaban en el jardín de niños; debía regresar al trabajo, ¡y que bueno que pudo ingresar a lo que más le gustaba! Además de su trabajo previo como educadora, esta vez desarrollaría otras habilidades. Se vestía muy bonita, recuerdo sus zapatillas puntiagudas, diariamente salía muy temprano y recuerdo que decía: si no fuera porque tengo que tomar el camión y luego cruzar el puente, mi trabajo sería ideal, una vez que empiezo no quiero parar hasta terminar cada proyecto.   Admiro su entrega y dedicación, su creatividad, su entusiasmo y su compromiso. Sencillamente, su vocación docente estaba enfocada a los niños preescolares y a las futuras educadoras. Me llama la atención que este trabajo se relaciona mucho con lo que después de jubilada desempeñó de forma altruista. Participó en “La Piñata”, programa infantil en la televisión local en compañía de Caliche; solo salían sus manos y su voz, hacia manualidades propias para los chiquitos y divertidas para los grandes. A mi hijo mayor le encantaba ver el programa y el reto era hacer todo lo que proponía. Una vez más dejaba un huella que trascendía.   Los niños la seguían tanto que después abrió el Taller de la maestra Aurora en un local arriba de la casa; ahí los niños podían hacer más actividades con aprendizaje lúdico, el taller fue creciendo y después atendía también a las mamás con clases de pintura. Le gustaba tanto que se le pasaba el tiempo y mi papá tenía que ir por ella para cenar.
Hay tantas anécdotas de mi madre pero elegí estas, que tal vez sus lectores no conozcan y que fueron la base de mi preparación profesional; ella me enseñó y alentó a soñar, despertó mi curiosidad, activó mi imaginación y me impulsó a ser creativa. Indirectamente me forjó la responsabilidad y el compromiso, me enseñó a ser feliz.

Gracias por querer a mi mami, discúlpenme que yo no sé escribir bonito como ella, esa lección sigue pendiente; éste solo es un humilde homenaje en su recuerdo. Gracias mamá, mis hijos y mi nieto también siguen tus pasos, vivirás por siempre entre nosotros.

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