Carlos González
Guzmán
Todo ocurrió un poco
antes del alba, como a las 4 de la mañana, uno que otro del pueblo estaba ya
despierto.
De repente se empezó
a mover la tierra y a caer las cosas del trastero, nos asustamos muchísimo. Salimos
corriendo al camino, hasta la cuna se quedó moviendo, pero la niña ni siquiera
se despertó, mi mujer la agarró entre sus brazos, la envolvió con la cobija y
salimos disparados como cuete.
Mi compadre Pedro
salió también corriendo y nos juntamos con los otros vecinos, estaba haciendo frío,
pero del susto ni lo sentimos, estábamos en calzones, las mujeres en paños
menores y los niños chintulos.
A nadie le pasó
nada, todos estábamos bien asustados eso sí para que se lo voy a negar. Las
mujeres temblaban de puros nervios más que de frío. Ahí nos quedamos un buen
rato, todos espantados hasta que decidimos ya con más claridad revisar casa por
casa entre los hombres. Las mujeres no querían entrar y los niños entre
asustados y con frío se abrazaron a sus mamás y ni quien los moviera.
De las casas vecinas
ninguna se salvó, las paredes estaban abiertas con rajadas como de dos dedos de
ancho, se podía ver a través de los adobes. Y los techos estaban pandeados o
ladeados, pero todos afectados. Así le pasó a la mayor parte del caserío del pueblo.
La más afectada fue
la Iglesia, unos dijeron que, por ser muy vieja, doña Rosita la más antigua del
pueblo juramentó que porque los hombres no éramos lo suficiente creyentes, que
no teníamos fe cristiana, que había muchos borrachos y que por esa culpa el
diablo se estaba riendo del pueblo entero porque ahora si no había donde ir a
misa.
Ninguno de los dos santos
se había salvado, ni la virgen oiga usted. El pequeño campanario improvisado que
teníamos y la torrecita habían caído sobre la parte principal de la iglesia y
aplastado todo.
Ese fue el ruido que
oímos me dijo mi compadre, cuando fuimos a recorrer el pueblo y nos paramos a ver
la iglesia derrumbada. Sí compadre, le dije, nosotros también lo escuchamos,
pero en ese momento no supimos que había sido. Tu comadre se asustó tanto que
empezó a llorar y mis chamacos se espantaron más.
El cuarto del padre quedó
entre los escombros, su cuarto estaba mero abajo del campanario, ni siquiera
pudimos sacar su cama ni su ropero.
Días después cuando
llegó la ayuda para saber que nos había pasado, el representante del gobierno
nos preguntó si el padre tenía algún perro, le dijimos que sí, que aun cuando
vivía solo, tenía un gato negro al que doña Catalina le daba de comer.
Doña Eduviges
Catalina también le dijo que la noche anterior al temblor, le había dejado de
comer al animalito y de seguro se había muerto al caerle encima la iglesia.
Fue entonces que el
representante nos dijo, después de platicar con doña Josefina la curandera, que
mejor juntáramos leña y le prendiéramos lumbre a los escombros porque el olor a
carne descompuesta iba a traer enfermedad al pueblo y que mejor sanáramos el
lugar con fuego. Que era lo mejor porque la ayuda para quitar los escombros y
sacar al animal muerto iba a tardar mucho si es que llegaba.
Al día siguiente
después de que había recorrido el pueblo, sus caminos, la iglesia, la escuelita
y haber anotado en un cuaderno todo lo que había ocurrido, el representante de
la autoridad montó en su caballo y se despidió de todos después de leer un
papel donde había escrito; que no había fallecidos, que la escuela tenía que
reconstruirse, la iglesia se había derrumbado, ninguno de los caminos había
sufrido daños, la cosecha no había sido afectada y que de las casas más de la mitad
estaba en malas condiciones y que se iba a necesitar alguna ayuda del gobierno.
No ponía cuando iba
a llegar esa ayuda, ni en qué consistiría, porque dijo que se estaban
recorriendo todos los poblados del Estado y cada representante ejidal le iba a
llevar su reporte a su presidente municipal para que éste los revisara los
firmara y le llevara su solicitud al señor Gobernador. Éste iba a llevar las
listas a nuestro presidente para que a su vez revisara las necesidades más
apremiantes y él como máxima autoridad de la nación diera los dineros para
reparar los pueblos.
Nadie dijo nada.
Nos miramos unos a
otros y el representante se fue.
Yo creo que nadie
habló por la tristeza, por el cansancio de ayudarnos a sacar entre todos, las
cosas que pudieron salvarse, porque en el fondo sabíamos que esa ayuda no
llegaría, por lo desolado que se veía San Pedro Tlacahualli, con las cosas
afuera, los techos maltrechos todos amolados, las mujeres paradas a media calle
y los niños entreteniéndose con la tierra, los palos caídos y las piedras del
camino.
No fíjese usted, no
nos dejó ningún papel, ni copia ni nada de lo escrito.
II
Como el olor a
muerte empezaba a inundar el pueblo, según nos instruyó doña Josefina, comenzamos
a llevar leña y apilar troncos secos y yerba alrededor de la iglesia, le
metimos ocote por todos lados y le prendimos fuego en varios lados. Todos nos
quedamos mirando como el fuego iba quemando todo y se levantaba la lumbre como
si las llamas se quisieran ir al cielo y llevarse al animalito con ellas.
Las mujeres
empezaron a rezar y a cantar cantos de mucha tristeza y amor a Dios. Los niños
se quedaron cerquita de ellas con sus ojitos bien tristes, algunos empezaron a
llorar.
Nosotros nos
quitamos los sombreros en silencio, por respeto y con un sentir como de mucha
tristeza, como si fuera el propio funeral o el entierro de nuestro pueblo.
III
Como a los quince
días llegó la profesora Carmelita, fue la única alegría que nos llegó en esos
días.
Al vernos a media
vereda con las cosas amontonadas debajo de caidízos que habíamos levantado al
lado de cada casa hechos con troncos y tapados con hojas de mata de plátano,
nos dijo; me da mucho gusto que ante la desgracia se hayan unido para levantar
sus techos y tener donde guarecerse del frio y la lluvia.
Ustedes siempre han
sido una comunidad muy unida, sabía que no se iban a quedar de brazos cruzados,
no había podido venir porque también mi casa se afectó y tuvimos que sacar los
muebles que pudimos rescatar y buscar donde quedarnos. Mi mamá se espantó mucho
y mi papá se enfermó tanto que ya no quiere vivir en la ciudad, dice que mejor
nos viniéramos los tres para acá, así por lo menos estaríamos juntos.
Su presencia y sus
palabras nos alegraron mucho, estábamos seguros de que llegaría, aunque nadie
decía nada, pero yo lo sabía porque con su silencio todos teníamos la esperanza
guardada en el pecho de que tenía que llegar.
Los niños se
pusieron también muy contentos, había llegado su profesora, la querían como si
fuera su mamá, aunque claro estaba muy jovencita, pero era muy cariñosa con
ellos y les tenía mucha paciencia para que aprendieran las letras y los
números.
En las tardes los
juntaba y les enseñaba cantos y les platicaba historias muy bonitas, hasta a
nosotros los mayores nos gustaba ir a oírla. Sacábamos los tablones que servían
de asiento a los niños y nos sentábamos afuera de la escuela junto a la ceiba,
ahí se nos pasaba la tarde hasta ya como a las 8 de la noche que empezaba a
oscurecer.
Decía que era como
ir al cine, sólo que teníamos que imaginar lo que nos platicaba, escuchamos muchas
historias, ella sabía mucho, según la fecha nos platicaba de la revolución, de
la independencia, del día de muertos, del día de la madre o del padre.
El día del niño nos
íbamos todos a sembrar árboles para que nuestros hijos los cuidaran y
aprendieran a quererlos y respetarlos.
La maestra nos
guiaba según las fechas y nos iba indicando que se celebraba, decía que así
cuando los niños se fueran a estudiar a la ciudad sabrían que fiestas se
celebraban en todo el territorio, y no se extrañarían de las costumbres
nacionales. Así la íbamos pasando todo el año entre historias, cantos y fiestas.
IV
El 11 de abril se
hacía comida, era el cumpleaños del padre. Le gustaba comer lo típico de la
región. Les pedía a las mujeres que le prepararan una gallina en tlaltonile y la
acompañaba con tamalitos de frijol en hoja de cozamalo, en lugar de tortillas. La
profesora nos explicó que la palabra Tlatonile estaba formada por la palabra
“Tlatoani” que significa Rey, y la palabra “molli” que quiere decir salsa. En
el pueblo sólo sabíamos que el tlatonile era un mole hecho con ajonjolí o
pipían, chile ancho, chile comapeño y pollo, y que lo comíamos desde chamacos.
Ese día la iglesia
estaba abierta todo el día, el padre aprovechaba para los bautizos,
confirmaciones, bodas y lo que se necesitara.
La mayoría de los
días la iglesia estaba cerrada. El padre acostumbraba a llegar dos o tres veces
al año según sus trabajos y compromisos nos decía. Sólo ese día nos lo dedicaba
completito, llegaba una tarde antes y se iba al día siguiente antes de que entrara
la noche.
V
Nos tardamos un
tiempito en levantar de nuevo las casas. No fue tan difícil porque la profesora
Carmelita nos organizó como lo había hecho cuando llegó y levantamos la
escuela.
Las casas se
hicieron todas iguales, primero nos dedicamos a hacer los adobes, después a
escoger y cortar árboles, unos gordos para usarlos como horcones y otros
delgados y derechos para atravesarlos y colocar el techo de tejamanil y palma.
Las puertas y las
ventanas las hicimos iguales pero cada uno las pintó del color que quiso. Bueno
más bien pintamos los barrotes de las ventanas hechos de tronquitos del color
que las señoras nos iban diciendo, aunque no hubo muchos colores de donde
escoger, jajajajajaja.
Le presumiré que
también pusimos fogones, quedaron afuera, atrás de las casas. Eran unos cajones
de madera como de un metro por un metro, en la parte de abajo del cajón le
pusimos piedritas y encima le metíamos la leña por un cuadro al frente en medio
de la caja para soplarle a la lumbre, encima de la leña hasta arriba, le
pusimos un comal grande de barro sostenido por tres piedras. Los cajones
estaban montados sobre cuatro patas también de madera con troncos gruesos, nos
quedaron muy buenos, las señoras estaban contentas porque ya no se humeaba la
casa.
Figúrese usted que
también construimos unos escusados, eran de hoyos profundos como de 5 metros de
hondo dentro de una casita de adobe. Tenían dos asientos. Estaban a un lado de
la casa como a 10 metros de distancia, así lo ordenó la maestra, aunque algunos
no querían hacerlo así al principio, al final quedaron iguales para todas las
casas.
Hasta a las que no
se habían caído les hicimos también su escusado y su fogón.
También afuera dejamos
un lugar para apilar la leña protegida por un caidizo de palma, la leña apilada
servía como de pared al fogón para que no se apagara con el viento.
La casa de la profesora
fue la que quedó más bonita, claro era la Profesora, usted sabe.
Su casa era más
grande o bueno quiero decir que los dos cuartos eran más grandes. Uno iba a ser
para sus papás y otro para ella, era igual que las nuestras, pero ella le puso
un jardín en el frente porque decía que a su mamá le gustaban mucho las flores.
Las señoras le copiaron la idea y poco a poco todas las casas del pueblo se
fueron llenando de jardines y flores de colores y árboles frutales y de sombra.
VI
No oiga usted, el padre
no regresó.
Bueno vino solo una
vez y cuando vio que el pueblo estaba muy amolado y la iglesia derrumbada, dijo
que le avisáramos cuando tuviéramos otra iglesia para que pudiera pedir permiso
para regresar. Nadie dijo nada, ni siquiera le comentaron de su gato porque ni
eso preguntó.
En silencio el mismo
sintió, yo creo, que lo dicho no había sido del agrado de la gente y se montó
en su mula y se regresó por donde había venido.
Cuando la profesora se
enteró no comentó nada, dejó pasar lo sucedido y así se fueron pasando los días
y los meses.
Nadie volvió a decir
nada de la iglesia, el pueblo se empezó a llamar Tlacahualli, quitándole el San
Pedro. A los niños les pareció normal crecer con ese nombre.
VII
Don Pancho junto con
don Matías por ser los más antiguos de la comunidad empezaron a cooperar como
Guías del pueblo, aunque también le pedían su opinión a doña Luz y a doña
Rosalía sus esposas y a la tía Martha que, aunque vivía sola todavía se le veía
ir por leña y lavar en el río, aunque ya tenía como sus 80 años.
Entre ellos anotaban
casorios, registros de nombres de nacimientos y todo tipo de celebraciones,
mismas que cambiaron mucho porque poco a poco fuimos recuperando tradiciones
antiguas y costumbres olvidadas, como la siembra del nombre, pedir permisos a
la tierra para cortar un árbol, sembrar o para levantar las cosechas, orar a
los cuatro puntos para agradecer al viento, a la lluvia, al sol y a la tierra
por la cosecha cuando era abundante, pedir a la tierra y a la naturaleza que
recogiera a algún difunto por enfermedad cuando doña Josefina no podía hacer ya
nada por la salud del enfermo y así como esas, otras cosas comunes cambiaron
también.
¿El panteón? Ahora
que me lo pregunta, fíjese usted que quedó lleno de flores ya que en cada tumba
lo que más se ponía eran flores. La costumbre de poner cruces se fue olvidando,
así que, aunque no fuera día de muertos se veía bonito; claro que por esos días
de muertos el arreglo se complementaba con la comida y la música y todos íbamos
al panteón y se volvía como el patio del pueblo, como el día de fiesta más
importante para nosotros.
La primera mujer en
morir, en esa nueva época, digamos, fue doña Rosalía, ya había aguantado
enferma un buen tiempo, un día doña Josefina y la tía Martha dijeron que ya
nada se podía hacer y le recomendaron a su esposo que le cumpliera su voluntad,
así que al atardecer don Matías la llevó a lo más alto del cerro en la
explanada y ahí la acompañó a buen morir como ella quería, entre los árboles,
los montes, las flores, los cantos de los pájaros y las mariposas. Era una
tarde a media sombra con un viento suave que sopla del lado del río en esa
época de marzo y se miran los cielos azules con poquitas nubes, una tras otra, parecía
como si fueran acompañando a la difunta hacia su destino.
Al otro día temprano
regresó don Maty cargando el cuerpo de la finada ya casi sin peso, venía tranquilo,
aunque muy triste de la cara y con el cuerpo cansado como de viejo, de ahí no
duró mucho, iba a ver a doña Chalía todos los días, platicaba con ella y yo
creo que le decía que ya no tardaba, porque al poco tiempo murió, no duró ni un
año, a él lo enterramos en la misma fosa. Entre mi compadre Pedro, su hijo
Odilón y yo, nos encargamos de abrir la tumba y ponerlos juntos. Eso sí con
mucha flor que entre todos cortamos porque eran muy buenas gentes con todos.
Su casa se le quedó
a Ceferino que ya pronto iba a unirse con la muchacha de don José, una jovencita
muy trabajadora y muy buena con los niños, tanto que la maestra la pidió al
pueblo para que le ayudara en la escuela y Rocío, que así se llamaba, le
ayudaba con los cantos, los bailables, la revisión de los quehaceres de los
chamacos y la limpieza de la escuela.
En lugar del difunto
Matías y doña Rosalía se quedaron don Ramón y doña Consuelo también de la vieja camada. Ellos tenían tres
chamacos buenos para el campo y la carpinteada cuando se juntaban con los hijos
de don Mario hacían un buen grupo porque éstos le hacían a la albañilería y la
pintura así que en el pueblo no les faltaba trabajo ya fuera para arreglar una
casa o para construir una nueva. Eran nuestro orgullo oiga usted y ellos hacían
su labor contentos.
VIII
Yo creo fíjese que
el temblor nos hizo como una familia grandota, como que de repente nos sentimos
como solos como huérfanos y sin nadie que viera por nosotros y de ahí
arrancamos para acompañarnos y volvernos como más unidos como más familia digo
yo.
Ha sido muy curioso
porque aparte de los papás de la maestra Carmelita no volvió a llegar ningún
fuereño, las noticias del mundo venían cuando la profesora tenía que hacer algo
en la capital, de ahí en fuera sólo algún material que se fuera a necesitar,
pero nada más.
Sí, más o menos por
esos tiempos fue. No recuerdo bien la fecha, pero fíjese yo ya tengo mis años,
ya me tengo que guardar del frío. Ya no aguanto las madrugadas como antes y
esto que le platico ocurrió cuando yo era chamaquito.
Ándele así fue, ese
temblor nos cambió la vida como usted dice.
Si como no, hay
algunos recuerdos, si va a visitar la escuela, en la pared del frente
encontrará una foto de la maestra, la tomó un señor que se llamaba Emilio, era
nuestro fotógrafo oficial digamos, aunque más bien era el único que sabía cómo
manejar su aparatito. Tomó pocas fotos,
fíjese usted porque después de que murió fue un problema sacar las fotos, nadie
tuvo la curiosidad de aprender.
IX
No, fíjese usted,
nadie volvió a preguntar por la iglesia o por el sacerdote, como que poco a
poco nos fuimos acostumbrando a vivir sin eso.
Sí claro, el respeto
lo dejó arraigado la maestra Carmelita y los mayores, como les quedó a los
grandes pues los chicos lo aprendimos, así como se aprende a trabajar o a ayudar
a alguien de la familia.
Pues sí, si usted lo
quiere ver así, así fue, nos fuimos cambiando y no llegó ninguna religión, como
que no la necesitamos fíjese usted.
No, nadie se molestó,
le digo que tal vez porque el padre aquel como que se portó un poco mal con
nosotros, no cree usted.
A sí eso sí, todos
respetamos las reglas del pueblo, ¿el que no las cumple? Pues no me acuerdo de
alguien que no las haya querido cumplir, hubo quienes se fueron del pueblo,
hubo también quienes trataron de mandar mucho, pero los ancianos no los dejaron
y unos se amoldaron y otros le digo que se fueron.
No, deveras, no nos
ha hecho falta, nadie extraña lo religioso, a mi hasta se me olvidaron los
rezos y los cantos.
X
Sí con todo gusto,
le digo que estamos aquí cerquita.
Sí, claro que sí, si
me espera usted a que termine mi labor, yo lo llevo.
Ándele pues,
siéntese usted a la sombra de esos duraznos, ya casi no me demoro y con mucho
gusto lo llevo a mi pueblo.
Sí Tlacahualli, así
se llama.
Sí claro, no se
preocupe ya le dije, mañana temprano yo mismo lo encamino para que encuentre el
camino de regreso.
Sí señor conozco las
veredas por donde dice que se perdió usted.
Chamilpa, Mor. 10 de
octubre de 2017
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