Sergio
Pitol
Bastó
sólo abandonar la estación y vislumbrar desde el vaporetto la sucesiva
aparición de las fachadas a lo largo del Gran Canal para vivir la sensación de
estar a un paso de la meta, de haber viajado durante años para trasponer el
umbral, sin lograr descifrar en qué consistiría esa meta y qué umbral había que
trasponer. ¿Moriría en Venecia? ¿Surgiría algo que lograra transformar en un
momento mi destino? ¿Renacería, acaso, en Venecia? Llegaba yo de Trieste; no
había buscado la casa de Joyce ni las huellas de Svevo1 , ni hecho ni visto
nada que valiera la pena. Había llegado a esa ciudad la tarde anterior y al
intentar hospedarme en un hotel, un empleado detectó no sé qué anomalía en mi
visado, un error en la fecha de caducidad, me parece, que volvía ilegal mi
permanencia en el país. A regañadientes se me permitió permanecer esa noche en
el lobby del hotel. En la madrugada tomé el tren de regreso; al detenerse en
Venecia decidí bajarme. Debían ser las siete de la mañana cuando puse pie por
primera vez en suelo veneciano. Pasaría el resto del día allí y continuaría
hacia Roma en el expreso nocturno. Está escrito que las desdichas nunca llegan
solas: al consignar mi maleta en el depósito de equipajes descubrí que había
perdido mis lentes; registré mis bolsillos, corrí hacia los andenes con la
esperanza de encontrarlos en el suelo, pero la multitud de viajeros y
cargadores que se movían por ellos me hizo desistir de cualquier búsqueda. Lo
más seguro, pensé, era que los hubiese olvidado en el hotel de Trieste o en el
vagón de donde había salido con tanta precipitación. Todo esto tiene que haber
ocurrido a mediados de octubre de 1961. De pronto me encontré en la Piazzeta,
dispuesto a comenzar mi recorrido. Mi miopía de ningún modo atenuó el
deslumbramiento. Llegué a la Plaza de San Marcos y tomé mi primer café en
Florian, el legendario lugar reseñado por todos los escritores y artistas que
alguna vez 1 Sergio Pitol ha diseñado una selección de obras literarias de gran
relevancia; ha sido publicada por la Universidad Veracruzana y abarca más de
cincuenta títulos. James Joyce e Italo Svevo aparecen en dicha colección con
Dublineses y La conciencia de Zeno respectivamente; ésta última la considero
una joya muy ignorada. visitaron Venecia. Compré, a un lado de Florian, una
guía turística. Ver de cerca, leer, por ejemplo, no me presentaba mayor
problema. Después del café, guía en mano, comencé a caminar. Se me escapaban
los detalles, se desvanecían los contornos; por todas partes surgían ante mí
inmensas manchas multicolores, brillos suntuosos, páginas perfectas. Veía
resplandores de oro viejo donde seguramente había descascaramientos en un muro.
Todo estaba inmerso en la neblina como en las misteriosas Vedute de Venezia,
coloreadas por Turner2 . Caminaba entre sombras. Veía y no veía, captaba
fragmentos de una realidad mutable; la sensación de estar situado en una franja
intermedia entre la luz y las tinieblas se acentuó más y más cuando una fina y
trémula llovizna fue creando el claroscuro en el que me movía. A medida que la
niebla me velaba aún más la visión de palacios, plazas y puentes mi felicidad
crecía. Caminé tanto que aún hoy me queda la impresión de que aquel día
incorporó una inmensa multitud de días. En la marcha, extasiado, repetía una y
otra vez una frase de Berenson: “El mayor regalo que nos han dado los
venecianos es el color”, palabras que recordaba haber leído al inicio de Los
pintores venecianos del Renacimiento. Vuelvo hoy al libro a ratificar la cita y
encuentro que no sólo le había hecho perder su entonación, sino deformado y
contraído, como sin duda pasó todo lo que descubrí en Venecia en ese encuentro
inicial. Berenson escribe:
“Their mastery over colour is the first thing that attracts most people to the
painters of Venice. Their colouring not only gives direct pleasure to the eye,
but acts like music upon the moods, stimulating thought and memory in much the
same way as a work by a great composer”. La reducción de la cita
intentaba aproximarse a su contenido. Sí, el color, ese gris preponderante que
percibía, con fondos ocres, rojos de Siena, verdes botella y constantes dorados
se convertía no sólo en fuente de placer para mis ojos maltrechos, sino que
estimulaba la mente, la imaginación y la memoria de modo extraordinario. Entré
en San Marcos; la inmensidad del espacio me dejó sobrecogido. Durante un buen
rato seguí a un grupo a quien un guía de turistas explicaba en francés con
morosa pedantería ciertas características del arte bizantino. En aquel fastuoso
espacio tuve el único momento de duda de ese día. Me parecía difícil aclararme
si aquella grandeza era un signo evidente del esplendor de Bizancio, o un
camino hacia la estética de Cecil B. de Mille, ese triunfo de Hollywood. En
visitas posteriores más serenas persistió esa sospecha hasta que decidí
salomónicamente: en la gloriosa basílica ambas poéticas se traman con notable
armonía. Pasé después a una sala situada en un palacio vecino, donde vi una
exposición del Bosco. ¡Fue una prueba de fuego! Había que ver los cuadros desde
una distancia considerable, lo que para mí significó topar con la oscuridad
total. De haber sido entonces menos rudimentarios mis conocimientos sobre arte
moderno, hubiese podido comparar algunos de esos cuadros con el famoso Negro
sobre negro, de Malevich, o con alguno de los enormes lienzos en negro de
Rothko, cuya existencia por supuesto ignoraba. Partí después hacia la Galleria.
Recorrí sus salas colmadas de prodigios: Giorgione, Bellini, Tiziano,
Tintoretto, Veronese y Carpaccio: el inmenso legado de formas y color que
Venecia ha dejado al mundo. No logro recordar si seguí, como en San Marcos, a
un grupo, o si me auxiliaba con la lectura de mi guía detenido ante algunos de
los cuadros. Me pierdo después, sólo sé que caminé al azar durante muchas
horas, recorrí innumerables 2 J. M. W. Turner ha realizado gran cantidad de
paisajes venecianos. Ojalá puedas en algún momento observar sus pinturas así
como el resto que aparecen en esta lectura. calles y crucé varias veces el gran
puente del Rialto, y otros mucho menos majestuosos, hasta algunos ruinosos que
cruzan los canales pequeños en barrios sin prestigio. Subí al vaporetto en
varias ocasiones y seguí caminando, volví a tomar café en Florian, comí
gloriosamente en alguna trattoria encontrada al azar. Me sumía de vez en cuando
en la lectura de mi pequeña guía y continuaba andando. Traté de encontrar los
edificios de Palladio, esos espacios que Hofmannsthal3 consideraba más dignos
de ser habitados por Dios que por los hombres; no sabía entonces que fuera de
dos o tres iglesias el resto de esa obra se sitúa en tierra firme,
especialmente en Vicenza. Creí localizar el palacio Mocenigo donde Byron vivió
dos años de estruendosas orgías y fecunda creación; el palacio Vendramin que
alojó a Wagner, y aquel otro donde Henry James consiguió un apartamento para
escribir Los papeles de Aspern, me puse a imaginar cuál fue el de Juliana
Bordereau, la centenaria protagonista que custodia esos codiciadísimos papeles4
, y la casa donde murió Robert Browning, y aquella donde Alma Mahler5 asistió a
la agonía y muerte de su hija, y la otra donde se suicidó la hija de Schnitzler6
pocos días después de casarse. El mero nombre de la ciudad enlaza los grandes
fastos amorosos con los momentos mortuorios. No por nada uno de los grandes
títulos literarios es La muerte en Venecia. Vi palacios por docenas, y también
iglesias, claustros, puentes. Vi torres, almenas y balcones. Vi ojivas y
columnas, vi caballos de bronce y leones de mármol. Oí hablar italiano y alemán
y francés en torno mío, y también el dialecto véneto, salpicado de viejos
vocablos españoles que alguna vez debieron hablar en esas mismas callejuelas
mis antepasados. Me detuve frente al teatro de La Fenice, cuyo interior
espléndido acababa de ver en una película de Visconti. En el vestíbulo, un gran
cartel de Picasso anunciaba una función reciente del Berliner Ensemble: Mutter
Courage. Esa noche, al subir a mi vagón creía conocer Venecia como la palma de
mi mano. ¡Qué iluso pobre diablo! La fatiga me vencía; sentí de golpe el
esfuerzo brutal realizado durante el día; me dolían los ojos, las sienes, la
nuca, todas las articulaciones. Abrí como pude la maleta en busca de un pijama.
Lo primero que saqué fue una chaqueta; el tacto me anunció que en uno de sus
bolsillos estaban mis lentes. El milagro se había consumado: había cruzado el
umbral, el acerado huevo de Leda comenzaba a romperse y en el fondo de las
sepulturas se fundían los contrarios. ¿De dónde me venía esa verba esotérica?
No terminé de ponerme el pijama. Recordé una frase que está al final de Al
faro: “Sí, también yo he tenido mi visión”, y me quedé dormido. Volví a
repetirla por la mañana, al despertar, cuando ya el tren estaba a punto de
llegar a Roma. ● ● ● 3 Hugo von Hofmannsthal, poeta austriaco. Se dice que se
volvió loco y empezó a firmar sus obras con seudónimos como Scardanelli; por
ello el poeta Francisco Hernández escribió “Habla Scardanelli”. Tuvo amistad
con Arthur Schnitzler. 4 Los papeles de Aspern es una novela de Henry James de
gran significado para la literatura mexicana; su argumento es la inspiración de
Carlos Fuentes para escribir Aura; en ese sentido, una actividad interesante
sería buscar el contraste entre ambas ficciones. Desde luego, esta gran novela
también ha sido publicada en la Bilbioteca del Universitario. 5 Alma Mahler,
esposa del extraordinario compositor Gustav Mahler. Su hija muere en 1907, dos
años después de que su esposo publicara los Kindertotenlieder, “Canciones a los
niños muertos”; para ella, él fue en parte culpable de la muerte por tentar al
destino. 6 Arthur Schnitzler, escritor austriaco. Sergio Pitol selecciona El retorno
de Casanova para su Biblioteca del Universitario editada por la Universidad
Veracruzana.
Todo es todas las cosas
Después
de la primera “visión”, volví a Venecia por lo menos una docena de veces. La he
recorrido con detenimiento y he leído con interés y placer parte de lo mucho
que sobre ella se ha escrito, sobre su historia, su arte y sus costumbres.
Existe, además, una amplia narrativa situada en Venecia. En casi todas las
novelas no se le considera como un mero escenario, sino que se convierte en personaje;
a veces es ella la auténtica protagonista. Los puritanos, por formación, credo
o temperamento, tienden a demonizarla; en algunos, el rechazo coincide con una
atracción irresistible, y esa dualidad se transforma en delirio. Ruskin
describió con pasión cada una de sus piedras y al mismo tiempo vivía
horrorizado por los usos y costumbres de sus moradores. En el corazón de
Venecia se alberga el mal; es un foco de abominación; su poder contaminante es
obra del demonio, dicen. El inocente que se acerque a ella, en caso de escapar
lo hará ya con el alma dañada. A algunos ni siquiera esa gracia les es
permitida. Sucumben allí mismo; es el caso de Aschenbach, el de La muerte en
Venecia. Medio mundo se permite sermonearla, aleccionarla; intentan moralizarla,
redimirla de sus pecados y sus vicios; le exigen dejar de existir para purgar
sus pecados; se complacen en su decadencia; sólo el hundimiento, la muerte por
agua, lograría purificarla. Los defensores utilizan argumentos a veces
desconcertantes. Berenson se extasía en su color. Le maravilla enfrentarse con
una escuela de pintura tan extraordinaria, la única en Italia que carece de
“primitivos”, puesto que nace ya con un puñado de obras maestras. El célebre
esteta afirma que Venecia fue la primera nación moderna de Europa, pero las
razones con que sostiene su aserto parecen bastante paradójicas: “Como Venecia
fue ajena a la gloria individual, los mantenedores de ésta, que eran los
humanistas, hallaron en su recinto escaso estímulo; y esa circunstancia les ahorró
a los venecianos ser absorbidos por la arqueología, la filosofía y la ciencia
pura... de ahí que el gusto por la belleza no se viera perturbado en su
desarrollo”. La pintura veneciana está hecha, y lo sostiene en diversas
ocasiones, para ser sencillamente un objeto de placer. Lo que destaca Berenson,
su admiración por los cuerpos bellos y saludables, el amor a los atavíos
coloridos y suntuosos, la disposición al placer, al carnaval, al uso permanente
de la máscara y la prodigalidad erótica es lo que aterroriza a los puritanos.
En cambio, quien tenga una mínima propensión a la sensualidad se sentirá en la
Serenísima como en el templo de Venus. No por nada Casanova es el hijo
universalmente conocido de Venecia. Venecia es inabarcable. Siempre queda algo
para ver en el próximo viaje, porque una iglesia está en restauración, un
cuadro está prestado, hay una huelga de museos, por mil razones. Cada viaje
significa rectificaciones, ampliaciones, asombros, consagraciones y
desacralizaciones. En mis primeros viajes Longhi no era para mí ni siquiera un
nombre; hoy es uno de mis pintores entrañables. Tardé larguísimos años para
poder ver La resurrección de la carne, el asombroso mural de Carpaccio. Recorrí
vez tras vez durante años el amplio trayecto que va desde el Hotel de la Fenice
et des Artistes, donde siempre me hospedo, hasta la Scuola de San Giorgio degli
Schiavoni, y en cada ocasión encontré una traba imprevista: clausura por
restauración, imposibilidad de ingreso debido a la celebración de alguna
ceremonia especial, cobertura de los muros con pesadas telas sin que mediara
explicación alguna. Cuando en mi último viaje pude ver al fin ese y los otros
frescos que contiene San Giorgio tuve la sensación de clavar la más profunda
pica que alguien pudiera destinar a Flandes. La primera vez, repito, vi la
ciudad a ciegas, se me aparecía en fragmentos, surgía y desaparecía, me
mostraba proporciones incorrectas y colores alterados. El espectáculo fue
irreal y maravilloso al mismo tiempo. Con los años he rectificado esa visión,
cada vez más portentosa, cada vez más irreal. De algún modo mi viaje por el
mundo, mi vida entera han tenido ese mismo carácter. Con o sin lentes nunca he
alcanzado sino vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en la
delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas. Me he soñado viajero
en esa fantástica nave de los locos pintada por Membling, que una vez contemplé
con estupor en el Museo Naval de Gdansk. ¿Qué es uno y qué es el universo? ¿Qué
es uno en el universo? Son preguntas que lo dejan a uno atónito, y a las que se
está acostumbrado a responder con bromas para no hacer el ridículo. Uno, me
aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música
escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos
cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada
por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos
diferentes. En el momento en que escribo estas páginas puedo dividir mi vida en
una fase larga, gustosa y gregaria, y otra, la más reciente, en que la soledad
me parece un regalo de los dioses. Ir a fiestas, comidas, tertulias, cafés,
bares, restaurantes fue durante largos años un goce cotidiano. El paso al otro
extremo se produjo de modo tan gradual que no logro aclarar los distintos
movimientos del proceso. Mis años en Praga coincidieron con una intensidad de
energía interior. Escribir se volvió una obsesión; creo que la agobiante
actividad social a la que me veía obligado por motivos protocolarios de alguna
manera nutrió de anécdotas, episodios, gestos, frases y tics las novelas que
allí escribí. Vivo en Xalapa, una capital de provincia rodeada por paisajes de
excepción. Por las mañanas salgo al campo, donde tengo una cabaña, y dedico varias
horas a escribir y a oír música. De cuando en cuando hago alguna pausa para
jugar en el jardín con mi perro. Regreso a la ciudad a la hora de comer y por
la tarde vuelvo a escribir, a oír música, a leer, a veces a ver algún viejo
filme en videocasetera. Me comunico con amigos por medio del teléfono. A partir
de las seis de la tarde, salvo casos extraordinarios, no hay poder que me haga
salir de casa. Le debo a Bernal Lascuráin, el arquitecto, a su imaginación, a
su gusto y a su talento, el placer de habitar estas casas, construida cada una
como complemento de la otra. Si tuviera que vivir en ellas un arresto
domiciliario mi felicidad sería perfecta. Trabajo hasta las dos o las tres de
la mañana. Este ritmo de vida que a muchos podría parecer desesperante es el
único que me resulta apetecible. Aquello que de importancia nos ocurre en la
vida es obra del instinto, afirma Julien Green. “Todas las sexualidades forman
parte de la misma familia: el instinto. Pero en él hay algo que siempre se nos
escapa, y de eso somos conscientes. Es lo que hace apasionante nuestra vida.
Todo ser humano lleva un misterio que ignora”. Lo no importante, me imagino,
aquello que es idéntico a lo que hace todo el mundo, lo que forma la trivia
característica de una época, es una creación natural de la sociedad. Sin darnos
cuenta nos acondicionamos a ella; ésa es una de sus grandes labores y la fuente
de mil desdichas. Cree uno comportarse como un robot, obrar mecánicamente,
marchar como un sonámbulo, ser igual al ejército de pequeños hombrecitos y al
final resulta que la fuerza del instinto ha trabajado en sentido contrario.
Rosita Gómez soñaba en la niñez con ser una bataclana y terminó siendo una
honesta cajera de banco; nunca aprendió a bailar, ni siquiera valses. Marcelino
Góngora soñó con ser un mafioso, el capo de una banda criminal, el terror del
mundo, y ya antes de terminar la adolescencia era sacristán en la iglesia de su
pueblo. El libro que alguien se proponía escribir, y para el que tomó durante
años innumerables notas, se paralizó de pronto, dejó de ser un proyecto; algo
inesperado, ajeno a la voluntad comenzó a dibujarse en el futuro. Así suceden
las cosas. Vuelva usted a preguntar qué somos, a dónde vamos, y una bofetada lo
librará de las pocas muelas que le quedan. Y del instinto, que es un misterio,
me permito saltar al tema de la tolerancia, que es obra de la voluntad. No hay
virtud humana más admirable. Implica el reconocimiento a los demás: otra forma
de conocerse a uno mismo. Una virtud extraordinaria, dice E. M. Forster, aunque
no exaltante. No hay himnos a la tolerancia como los hay, en abundancia, al
amor. Carece de poemas y esculturas que la magnifiquen, es una virtud que
requiere un esfuerzo y una vigilancia constantes. No tiene prestigio popular.
Si se dice de alguien que es un hombre tolerante, la mayoría supone al instante
que a aquel hombre su mujer le pone cuernos y que los demás lo hacen pendejo.
Hay que volver al siglo XVIII, a Voltaire, a Diderot, a los enciclopedistas,
para encontrar el vigor del término. En nuestro siglo, Bajtín es uno de sus
paladines: su noción de dialoguismo posibilita atender voces distintas y aun
opuestas con igual atención. “Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces
de imaginarlos”, escribe Carlos Fuentes. “La democracia política y la
convivencia civilizada entre los hombres exigen la tolerancia y la aceptación
de valores e ideas distintos a los nuestros”, dice Octavio Paz. Hay una
definición del hombre civilizado hecha por Norberto Bobbio que encarna el
concepto de tolerancia como acción cotidiana, un ejercicio moral en activo: Un
hombre civilizado es aquel que le permite a otro hombre ser como es, no importa
que sea arrogante o despótico. Un hombre civilizado no entabla relaciones con
los otros sólo para poder competir con ellos, superarlos y, finalmente,
vencerlos. Le es totalmente ajeno el espíritu de competencia, rivalidad y, por
consiguiente, el deseo de obtener frente al otro una victoria. Por lo mismo, en
la lucha por la vida lleva siempre las de perder [...] Al hombre civilizado le
gustaría vivir en un mundo donde no existieran vencedores ni vencidos, donde no
se diera una lucha por la primacía, por el poder, por las riquezas y donde, por
lo mismo, no existieran condiciones que permiten dividir a la gente en
vencedores y vencidos. Hay algo enorme en esas palabras. Cuando observo el
deterioro de la vida mexicana pienso que sólo un ejercicio de reflexión, de
crítica, y de tolerancia podría ayudar a encontrar una salida a la situación.
Pero concebir la tolerancia como se desprende del texto de Bobbio implica un
esfuerzo titánico. Me pongo a pensar en la soberbia, la arrogancia, la
corrupción de algunos conocidos y me altero, comienzo a hacer recuento de las
actitudes que más me irritan de ellos, descubro la magnitud del desprecio que
me inspiran, y al final debo reconocer lo mucho que me falta para poder
considerarme un hombre civilizado. En la segunda entrada de los diarios de
Lezama Lima, con fecha 24 de octubre de 1939, el escritor cubano trata sobre la
relación entre Voltaire y Federico II. Al principio, el trato entre el monarca
y el filósofo parecía perfecto: “Ambos pierden constantemente la medida en el
elogio”. Pero basta un comentario crítico de Voltaire sobre las faltas de
ortografía que afean la prosa de Luis XIV para que esa relación se envenene. Un
rey es un rey y por lo mismo su grandeza no puede resultar mancillada por
ningún solecismo o falta de ortografía; un filósofo, por más genial que sea, es
tan sólo un filósofo y debe saber cuál es su sitio. Caesar est supra
grammaticam7 , no hay que olvidarlo nunca. La conexión entre el escritor y el
Príncipe ha estado desde el principio de los tiempos minada por el equívoco; es
una amistad peligrosa. Un novelista tiene que aprender a mantener un diálogo
con los demás, pero sobre todo consigo mismo, debe aprender a escrutarse y a
oírse; eso le ayudará a saber quién es. Si no lo logra, en vez de una novela
construirá un artefacto verbal que intentará simular una forma narrativa, pero
cuya respiración será la equivocada. Recogerá, tal vez, algo que está en la
atmósfera. El autor sabe que le agradará al César o al vulgo, da lo mismo; la
ha escrito para alguna de esas dos deidades. Unos cuantos años más tarde será
ya letra muerta. La literatura es peor que la belle dame sans merci, esa mujer
amada y temida por los simbolistas. Cuando se le hace trampas, cuando siente
que se la utiliza para usos espurios, su venganza suele ser feroz. Comenzar por
invocar los fastos de Venecia y terminar empantanado en una literatura de
mentiras es una vulgaridad. El hecho me hace advertir cuán lejos me encuentro
del hombre civilizado que diseña Bobbio. Me gustaría, en vez de ceder a esa
irritación, comentar la actitud de dos escritores que han sido determinantes
para moldear mi vida de retiro: Luis Cernuda y Julien Gracq. Temperamento es
destino, ya se sabe, y por temperamento me siento pertenecer a la misma familia
de esos escritores. Desde afuera, y por facilonería, se podría pensar que se
trata de autores empeñados en leer la vida en vez de vivirla. La verdad es un
poco más compleja y a la vez muchísimo más sencilla. Renunciar a buena parte de
los usos del mundo parecería una forma de hacer pasar por humildad lo que es
altanería y a las veces soberbia. No es el caso. Para mí se trata de un inmenso
descanso, de una forma pura de hedonismo. Recorrer mi jardín, ver por fin
reunidos mis libros, saber que he llegado a la isla desierta con más opciones
que los diez títulos que exigen las encuestas; estar lejos de todo, sin haber
renunciado a observar el mundo, escrutarlo, leerlo, tratar de descifrar sus
señales, intuir sus movimientos, es en conjunto un placer. Eso no excluye
algunos viajes, soñar en caminar otra vez por algunas callejuelas de Lisboa, de
Praga, de Marienbad, de Venecia... Venecia ha sido un escenario frecuente en mi
literatura. Se trata de una Venecia imaginada como la de Hofmannsthal, una
Venecia ideal, que me produce la certidumbre de la unidad biológica del hombre
con todo lo que circunda y su fusión mística con el pasado. Una vez escribí:
Todos los tiempos son en el fondo un tiempo único. Venecia comprende y está
comprendida en todas las ciudades, y el joven turista que, Baedeker en mano y
ojos cegatones, se detiene a contemplar una caprichosa fachada de la Riva degli
Schiavoni, levantado el cuello de la gabardina para proteger sus débiles
bronquios de la humedad imperante, es el mismo joven levantino de ojos de
almendra y rizada cabellera que contempla azorado las riquezas del mercado que
se extiende junto al recién erguido puente del Rialto, y también el esclavo de
áspera pelambre verdusca cazado en alguna aldea kaszhube de las costas del
Báltico para cavar los iniciales palafitos de aquella que sería después la más
colorida, la más excéntrica y espectacular de todas las ciudades. Cada uno de
nosotros es todos los hombres. ¡He sido, parece proclamar el protagonista,
Otelo y también Yago y también el pañuelo de 7 “El César está por encima de la
gramática”. Adaptación de una frase escrita por Kant en su Crítica de la razón
práctica. Desdémona! ¡Soy mi abuelo y quienes serán mis nietos! ¡Soy la basta
piedra que cimenta estas maravillas y también soy sus cúpulas y estípites! ¡Soy
un mancebo y un caballo y un trozo de bronce que representa un caballo! ¡Todo
es todas las cosas! y sólo Venecia, con su absoluta individualidad, iba a
revelarte ese secreto. Xalapa, febrero de 1996
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