sábado, 30 de septiembre de 2017

Sí, yo también he tenido mi visión


Sergio Pitol
Bastó sólo abandonar la estación y vislumbrar desde el vaporetto la sucesiva aparición de las fachadas a lo largo del Gran Canal para vivir la sensación de estar a un paso de la meta, de haber viajado durante años para trasponer el umbral, sin lograr descifrar en qué consistiría esa meta y qué umbral había que trasponer. ¿Moriría en Venecia? ¿Surgiría algo que lograra transformar en un momento mi destino? ¿Renacería, acaso, en Venecia? Llegaba yo de Trieste; no había buscado la casa de Joyce ni las huellas de Svevo1 , ni hecho ni visto nada que valiera la pena. Había llegado a esa ciudad la tarde anterior y al intentar hospedarme en un hotel, un empleado detectó no sé qué anomalía en mi visado, un error en la fecha de caducidad, me parece, que volvía ilegal mi permanencia en el país. A regañadientes se me permitió permanecer esa noche en el lobby del hotel. En la madrugada tomé el tren de regreso; al detenerse en Venecia decidí bajarme. Debían ser las siete de la mañana cuando puse pie por primera vez en suelo veneciano. Pasaría el resto del día allí y continuaría hacia Roma en el expreso nocturno. Está escrito que las desdichas nunca llegan solas: al consignar mi maleta en el depósito de equipajes descubrí que había perdido mis lentes; registré mis bolsillos, corrí hacia los andenes con la esperanza de encontrarlos en el suelo, pero la multitud de viajeros y cargadores que se movían por ellos me hizo desistir de cualquier búsqueda. Lo más seguro, pensé, era que los hubiese olvidado en el hotel de Trieste o en el vagón de donde había salido con tanta precipitación. Todo esto tiene que haber ocurrido a mediados de octubre de 1961. De pronto me encontré en la Piazzeta, dispuesto a comenzar mi recorrido. Mi miopía de ningún modo atenuó el deslumbramiento. Llegué a la Plaza de San Marcos y tomé mi primer café en Florian, el legendario lugar reseñado por todos los escritores y artistas que alguna vez 1 Sergio Pitol ha diseñado una selección de obras literarias de gran relevancia; ha sido publicada por la Universidad Veracruzana y abarca más de cincuenta títulos. James Joyce e Italo Svevo aparecen en dicha colección con Dublineses y La conciencia de Zeno respectivamente; ésta última la considero una joya muy ignorada. visitaron Venecia. Compré, a un lado de Florian, una guía turística. Ver de cerca, leer, por ejemplo, no me presentaba mayor problema. Después del café, guía en mano, comencé a caminar. Se me escapaban los detalles, se desvanecían los contornos; por todas partes surgían ante mí inmensas manchas multicolores, brillos suntuosos, páginas perfectas. Veía resplandores de oro viejo donde seguramente había descascaramientos en un muro. Todo estaba inmerso en la neblina como en las misteriosas Vedute de Venezia, coloreadas por Turner2 . Caminaba entre sombras. Veía y no veía, captaba fragmentos de una realidad mutable; la sensación de estar situado en una franja intermedia entre la luz y las tinieblas se acentuó más y más cuando una fina y trémula llovizna fue creando el claroscuro en el que me movía. A medida que la niebla me velaba aún más la visión de palacios, plazas y puentes mi felicidad crecía. Caminé tanto que aún hoy me queda la impresión de que aquel día incorporó una inmensa multitud de días. En la marcha, extasiado, repetía una y otra vez una frase de Berenson: “El mayor regalo que nos han dado los venecianos es el color”, palabras que recordaba haber leído al inicio de Los pintores venecianos del Renacimiento. Vuelvo hoy al libro a ratificar la cita y encuentro que no sólo le había hecho perder su entonación, sino deformado y contraído, como sin duda pasó todo lo que descubrí en Venecia en ese encuentro inicial. Berenson escribe: “Their mastery over colour is the first thing that attracts most people to the painters of Venice. Their colouring not only gives direct pleasure to the eye, but acts like music upon the moods, stimulating thought and memory in much the same way as a work by a great composer”. La reducción de la cita intentaba aproximarse a su contenido. Sí, el color, ese gris preponderante que percibía, con fondos ocres, rojos de Siena, verdes botella y constantes dorados se convertía no sólo en fuente de placer para mis ojos maltrechos, sino que estimulaba la mente, la imaginación y la memoria de modo extraordinario. Entré en San Marcos; la inmensidad del espacio me dejó sobrecogido. Durante un buen rato seguí a un grupo a quien un guía de turistas explicaba en francés con morosa pedantería ciertas características del arte bizantino. En aquel fastuoso espacio tuve el único momento de duda de ese día. Me parecía difícil aclararme si aquella grandeza era un signo evidente del esplendor de Bizancio, o un camino hacia la estética de Cecil B. de Mille, ese triunfo de Hollywood. En visitas posteriores más serenas persistió esa sospecha hasta que decidí salomónicamente: en la gloriosa basílica ambas poéticas se traman con notable armonía. Pasé después a una sala situada en un palacio vecino, donde vi una exposición del Bosco. ¡Fue una prueba de fuego! Había que ver los cuadros desde una distancia considerable, lo que para mí significó topar con la oscuridad total. De haber sido entonces menos rudimentarios mis conocimientos sobre arte moderno, hubiese podido comparar algunos de esos cuadros con el famoso Negro sobre negro, de Malevich, o con alguno de los enormes lienzos en negro de Rothko, cuya existencia por supuesto ignoraba. Partí después hacia la Galleria. Recorrí sus salas colmadas de prodigios: Giorgione, Bellini, Tiziano, Tintoretto, Veronese y Carpaccio: el inmenso legado de formas y color que Venecia ha dejado al mundo. No logro recordar si seguí, como en San Marcos, a un grupo, o si me auxiliaba con la lectura de mi guía detenido ante algunos de los cuadros. Me pierdo después, sólo sé que caminé al azar durante muchas horas, recorrí innumerables 2 J. M. W. Turner ha realizado gran cantidad de paisajes venecianos. Ojalá puedas en algún momento observar sus pinturas así como el resto que aparecen en esta lectura. calles y crucé varias veces el gran puente del Rialto, y otros mucho menos majestuosos, hasta algunos ruinosos que cruzan los canales pequeños en barrios sin prestigio. Subí al vaporetto en varias ocasiones y seguí caminando, volví a tomar café en Florian, comí gloriosamente en alguna trattoria encontrada al azar. Me sumía de vez en cuando en la lectura de mi pequeña guía y continuaba andando. Traté de encontrar los edificios de Palladio, esos espacios que Hofmannsthal3 consideraba más dignos de ser habitados por Dios que por los hombres; no sabía entonces que fuera de dos o tres iglesias el resto de esa obra se sitúa en tierra firme, especialmente en Vicenza. Creí localizar el palacio Mocenigo donde Byron vivió dos años de estruendosas orgías y fecunda creación; el palacio Vendramin que alojó a Wagner, y aquel otro donde Henry James consiguió un apartamento para escribir Los papeles de Aspern, me puse a imaginar cuál fue el de Juliana Bordereau, la centenaria protagonista que custodia esos codiciadísimos papeles4 , y la casa donde murió Robert Browning, y aquella donde Alma Mahler5 asistió a la agonía y muerte de su hija, y la otra donde se suicidó la hija de Schnitzler6 pocos días después de casarse. El mero nombre de la ciudad enlaza los grandes fastos amorosos con los momentos mortuorios. No por nada uno de los grandes títulos literarios es La muerte en Venecia. Vi palacios por docenas, y también iglesias, claustros, puentes. Vi torres, almenas y balcones. Vi ojivas y columnas, vi caballos de bronce y leones de mármol. Oí hablar italiano y alemán y francés en torno mío, y también el dialecto véneto, salpicado de viejos vocablos españoles que alguna vez debieron hablar en esas mismas callejuelas mis antepasados. Me detuve frente al teatro de La Fenice, cuyo interior espléndido acababa de ver en una película de Visconti. En el vestíbulo, un gran cartel de Picasso anunciaba una función reciente del Berliner Ensemble: Mutter Courage. Esa noche, al subir a mi vagón creía conocer Venecia como la palma de mi mano. ¡Qué iluso pobre diablo! La fatiga me vencía; sentí de golpe el esfuerzo brutal realizado durante el día; me dolían los ojos, las sienes, la nuca, todas las articulaciones. Abrí como pude la maleta en busca de un pijama. Lo primero que saqué fue una chaqueta; el tacto me anunció que en uno de sus bolsillos estaban mis lentes. El milagro se había consumado: había cruzado el umbral, el acerado huevo de Leda comenzaba a romperse y en el fondo de las sepulturas se fundían los contrarios. ¿De dónde me venía esa verba esotérica? No terminé de ponerme el pijama. Recordé una frase que está al final de Al faro: “Sí, también yo he tenido mi visión”, y me quedé dormido. Volví a repetirla por la mañana, al despertar, cuando ya el tren estaba a punto de llegar a Roma. ● ● ● 3 Hugo von Hofmannsthal, poeta austriaco. Se dice que se volvió loco y empezó a firmar sus obras con seudónimos como Scardanelli; por ello el poeta Francisco Hernández escribió “Habla Scardanelli”. Tuvo amistad con Arthur Schnitzler. 4 Los papeles de Aspern es una novela de Henry James de gran significado para la literatura mexicana; su argumento es la inspiración de Carlos Fuentes para escribir Aura; en ese sentido, una actividad interesante sería buscar el contraste entre ambas ficciones. Desde luego, esta gran novela también ha sido publicada en la Bilbioteca del Universitario. 5 Alma Mahler, esposa del extraordinario compositor Gustav Mahler. Su hija muere en 1907, dos años después de que su esposo publicara los Kindertotenlieder, “Canciones a los niños muertos”; para ella, él fue en parte culpable de la muerte por tentar al destino. 6 Arthur Schnitzler, escritor austriaco. Sergio Pitol selecciona El retorno de Casanova para su Biblioteca del Universitario editada por la Universidad Veracruzana.

Todo es todas las cosas


Después de la primera “visión”, volví a Venecia por lo menos una docena de veces. La he recorrido con detenimiento y he leído con interés y placer parte de lo mucho que sobre ella se ha escrito, sobre su historia, su arte y sus costumbres. Existe, además, una amplia narrativa situada en Venecia. En casi todas las novelas no se le considera como un mero escenario, sino que se convierte en personaje; a veces es ella la auténtica protagonista. Los puritanos, por formación, credo o temperamento, tienden a demonizarla; en algunos, el rechazo coincide con una atracción irresistible, y esa dualidad se transforma en delirio. Ruskin describió con pasión cada una de sus piedras y al mismo tiempo vivía horrorizado por los usos y costumbres de sus moradores. En el corazón de Venecia se alberga el mal; es un foco de abominación; su poder contaminante es obra del demonio, dicen. El inocente que se acerque a ella, en caso de escapar lo hará ya con el alma dañada. A algunos ni siquiera esa gracia les es permitida. Sucumben allí mismo; es el caso de Aschenbach, el de La muerte en Venecia. Medio mundo se permite sermonearla, aleccionarla; intentan moralizarla, redimirla de sus pecados y sus vicios; le exigen dejar de existir para purgar sus pecados; se complacen en su decadencia; sólo el hundimiento, la muerte por agua, lograría purificarla. Los defensores utilizan argumentos a veces desconcertantes. Berenson se extasía en su color. Le maravilla enfrentarse con una escuela de pintura tan extraordinaria, la única en Italia que carece de “primitivos”, puesto que nace ya con un puñado de obras maestras. El célebre esteta afirma que Venecia fue la primera nación moderna de Europa, pero las razones con que sostiene su aserto parecen bastante paradójicas: “Como Venecia fue ajena a la gloria individual, los mantenedores de ésta, que eran los humanistas, hallaron en su recinto escaso estímulo; y esa circunstancia les ahorró a los venecianos ser absorbidos por la arqueología, la filosofía y la ciencia pura... de ahí que el gusto por la belleza no se viera perturbado en su desarrollo”. La pintura veneciana está hecha, y lo sostiene en diversas ocasiones, para ser sencillamente un objeto de placer. Lo que destaca Berenson, su admiración por los cuerpos bellos y saludables, el amor a los atavíos coloridos y suntuosos, la disposición al placer, al carnaval, al uso permanente de la máscara y la prodigalidad erótica es lo que aterroriza a los puritanos. En cambio, quien tenga una mínima propensión a la sensualidad se sentirá en la Serenísima como en el templo de Venus. No por nada Casanova es el hijo universalmente conocido de Venecia. Venecia es inabarcable. Siempre queda algo para ver en el próximo viaje, porque una iglesia está en restauración, un cuadro está prestado, hay una huelga de museos, por mil razones. Cada viaje significa rectificaciones, ampliaciones, asombros, consagraciones y desacralizaciones. En mis primeros viajes Longhi no era para mí ni siquiera un nombre; hoy es uno de mis pintores entrañables. Tardé larguísimos años para poder ver La resurrección de la carne, el asombroso mural de Carpaccio. Recorrí vez tras vez durante años el amplio trayecto que va desde el Hotel de la Fenice et des Artistes, donde siempre me hospedo, hasta la Scuola de San Giorgio degli Schiavoni, y en cada ocasión encontré una traba imprevista: clausura por restauración, imposibilidad de ingreso debido a la celebración de alguna ceremonia especial, cobertura de los muros con pesadas telas sin que mediara explicación alguna. Cuando en mi último viaje pude ver al fin ese y los otros frescos que contiene San Giorgio tuve la sensación de clavar la más profunda pica que alguien pudiera destinar a Flandes. La primera vez, repito, vi la ciudad a ciegas, se me aparecía en fragmentos, surgía y desaparecía, me mostraba proporciones incorrectas y colores alterados. El espectáculo fue irreal y maravilloso al mismo tiempo. Con los años he rectificado esa visión, cada vez más portentosa, cada vez más irreal. De algún modo mi viaje por el mundo, mi vida entera han tenido ese mismo carácter. Con o sin lentes nunca he alcanzado sino vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas. Me he soñado viajero en esa fantástica nave de los locos pintada por Membling, que una vez contemplé con estupor en el Museo Naval de Gdansk. ¿Qué es uno y qué es el universo? ¿Qué es uno en el universo? Son preguntas que lo dejan a uno atónito, y a las que se está acostumbrado a responder con bromas para no hacer el ridículo. Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes. En el momento en que escribo estas páginas puedo dividir mi vida en una fase larga, gustosa y gregaria, y otra, la más reciente, en que la soledad me parece un regalo de los dioses. Ir a fiestas, comidas, tertulias, cafés, bares, restaurantes fue durante largos años un goce cotidiano. El paso al otro extremo se produjo de modo tan gradual que no logro aclarar los distintos movimientos del proceso. Mis años en Praga coincidieron con una intensidad de energía interior. Escribir se volvió una obsesión; creo que la agobiante actividad social a la que me veía obligado por motivos protocolarios de alguna manera nutrió de anécdotas, episodios, gestos, frases y tics las novelas que allí escribí. Vivo en Xalapa, una capital de provincia rodeada por paisajes de excepción. Por las mañanas salgo al campo, donde tengo una cabaña, y dedico varias horas a escribir y a oír música. De cuando en cuando hago alguna pausa para jugar en el jardín con mi perro. Regreso a la ciudad a la hora de comer y por la tarde vuelvo a escribir, a oír música, a leer, a veces a ver algún viejo filme en videocasetera. Me comunico con amigos por medio del teléfono. A partir de las seis de la tarde, salvo casos extraordinarios, no hay poder que me haga salir de casa. Le debo a Bernal Lascuráin, el arquitecto, a su imaginación, a su gusto y a su talento, el placer de habitar estas casas, construida cada una como complemento de la otra. Si tuviera que vivir en ellas un arresto domiciliario mi felicidad sería perfecta. Trabajo hasta las dos o las tres de la mañana. Este ritmo de vida que a muchos podría parecer desesperante es el único que me resulta apetecible. Aquello que de importancia nos ocurre en la vida es obra del instinto, afirma Julien Green. “Todas las sexualidades forman parte de la misma familia: el instinto. Pero en él hay algo que siempre se nos escapa, y de eso somos conscientes. Es lo que hace apasionante nuestra vida. Todo ser humano lleva un misterio que ignora”. Lo no importante, me imagino, aquello que es idéntico a lo que hace todo el mundo, lo que forma la trivia característica de una época, es una creación natural de la sociedad. Sin darnos cuenta nos acondicionamos a ella; ésa es una de sus grandes labores y la fuente de mil desdichas. Cree uno comportarse como un robot, obrar mecánicamente, marchar como un sonámbulo, ser igual al ejército de pequeños hombrecitos y al final resulta que la fuerza del instinto ha trabajado en sentido contrario. Rosita Gómez soñaba en la niñez con ser una bataclana y terminó siendo una honesta cajera de banco; nunca aprendió a bailar, ni siquiera valses. Marcelino Góngora soñó con ser un mafioso, el capo de una banda criminal, el terror del mundo, y ya antes de terminar la adolescencia era sacristán en la iglesia de su pueblo. El libro que alguien se proponía escribir, y para el que tomó durante años innumerables notas, se paralizó de pronto, dejó de ser un proyecto; algo inesperado, ajeno a la voluntad comenzó a dibujarse en el futuro. Así suceden las cosas. Vuelva usted a preguntar qué somos, a dónde vamos, y una bofetada lo librará de las pocas muelas que le quedan. Y del instinto, que es un misterio, me permito saltar al tema de la tolerancia, que es obra de la voluntad. No hay virtud humana más admirable. Implica el reconocimiento a los demás: otra forma de conocerse a uno mismo. Una virtud extraordinaria, dice E. M. Forster, aunque no exaltante. No hay himnos a la tolerancia como los hay, en abundancia, al amor. Carece de poemas y esculturas que la magnifiquen, es una virtud que requiere un esfuerzo y una vigilancia constantes. No tiene prestigio popular. Si se dice de alguien que es un hombre tolerante, la mayoría supone al instante que a aquel hombre su mujer le pone cuernos y que los demás lo hacen pendejo. Hay que volver al siglo XVIII, a Voltaire, a Diderot, a los enciclopedistas, para encontrar el vigor del término. En nuestro siglo, Bajtín es uno de sus paladines: su noción de dialoguismo posibilita atender voces distintas y aun opuestas con igual atención. “Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces de imaginarlos”, escribe Carlos Fuentes. “La democracia política y la convivencia civilizada entre los hombres exigen la tolerancia y la aceptación de valores e ideas distintos a los nuestros”, dice Octavio Paz. Hay una definición del hombre civilizado hecha por Norberto Bobbio que encarna el concepto de tolerancia como acción cotidiana, un ejercicio moral en activo: Un hombre civilizado es aquel que le permite a otro hombre ser como es, no importa que sea arrogante o despótico. Un hombre civilizado no entabla relaciones con los otros sólo para poder competir con ellos, superarlos y, finalmente, vencerlos. Le es totalmente ajeno el espíritu de competencia, rivalidad y, por consiguiente, el deseo de obtener frente al otro una victoria. Por lo mismo, en la lucha por la vida lleva siempre las de perder [...] Al hombre civilizado le gustaría vivir en un mundo donde no existieran vencedores ni vencidos, donde no se diera una lucha por la primacía, por el poder, por las riquezas y donde, por lo mismo, no existieran condiciones que permiten dividir a la gente en vencedores y vencidos. Hay algo enorme en esas palabras. Cuando observo el deterioro de la vida mexicana pienso que sólo un ejercicio de reflexión, de crítica, y de tolerancia podría ayudar a encontrar una salida a la situación. Pero concebir la tolerancia como se desprende del texto de Bobbio implica un esfuerzo titánico. Me pongo a pensar en la soberbia, la arrogancia, la corrupción de algunos conocidos y me altero, comienzo a hacer recuento de las actitudes que más me irritan de ellos, descubro la magnitud del desprecio que me inspiran, y al final debo reconocer lo mucho que me falta para poder considerarme un hombre civilizado. En la segunda entrada de los diarios de Lezama Lima, con fecha 24 de octubre de 1939, el escritor cubano trata sobre la relación entre Voltaire y Federico II. Al principio, el trato entre el monarca y el filósofo parecía perfecto: “Ambos pierden constantemente la medida en el elogio”. Pero basta un comentario crítico de Voltaire sobre las faltas de ortografía que afean la prosa de Luis XIV para que esa relación se envenene. Un rey es un rey y por lo mismo su grandeza no puede resultar mancillada por ningún solecismo o falta de ortografía; un filósofo, por más genial que sea, es tan sólo un filósofo y debe saber cuál es su sitio. Caesar est supra grammaticam7 , no hay que olvidarlo nunca. La conexión entre el escritor y el Príncipe ha estado desde el principio de los tiempos minada por el equívoco; es una amistad peligrosa. Un novelista tiene que aprender a mantener un diálogo con los demás, pero sobre todo consigo mismo, debe aprender a escrutarse y a oírse; eso le ayudará a saber quién es. Si no lo logra, en vez de una novela construirá un artefacto verbal que intentará simular una forma narrativa, pero cuya respiración será la equivocada. Recogerá, tal vez, algo que está en la atmósfera. El autor sabe que le agradará al César o al vulgo, da lo mismo; la ha escrito para alguna de esas dos deidades. Unos cuantos años más tarde será ya letra muerta. La literatura es peor que la belle dame sans merci, esa mujer amada y temida por los simbolistas. Cuando se le hace trampas, cuando siente que se la utiliza para usos espurios, su venganza suele ser feroz. Comenzar por invocar los fastos de Venecia y terminar empantanado en una literatura de mentiras es una vulgaridad. El hecho me hace advertir cuán lejos me encuentro del hombre civilizado que diseña Bobbio. Me gustaría, en vez de ceder a esa irritación, comentar la actitud de dos escritores que han sido determinantes para moldear mi vida de retiro: Luis Cernuda y Julien Gracq. Temperamento es destino, ya se sabe, y por temperamento me siento pertenecer a la misma familia de esos escritores. Desde afuera, y por facilonería, se podría pensar que se trata de autores empeñados en leer la vida en vez de vivirla. La verdad es un poco más compleja y a la vez muchísimo más sencilla. Renunciar a buena parte de los usos del mundo parecería una forma de hacer pasar por humildad lo que es altanería y a las veces soberbia. No es el caso. Para mí se trata de un inmenso descanso, de una forma pura de hedonismo. Recorrer mi jardín, ver por fin reunidos mis libros, saber que he llegado a la isla desierta con más opciones que los diez títulos que exigen las encuestas; estar lejos de todo, sin haber renunciado a observar el mundo, escrutarlo, leerlo, tratar de descifrar sus señales, intuir sus movimientos, es en conjunto un placer. Eso no excluye algunos viajes, soñar en caminar otra vez por algunas callejuelas de Lisboa, de Praga, de Marienbad, de Venecia... Venecia ha sido un escenario frecuente en mi literatura. Se trata de una Venecia imaginada como la de Hofmannsthal, una Venecia ideal, que me produce la certidumbre de la unidad biológica del hombre con todo lo que circunda y su fusión mística con el pasado. Una vez escribí: Todos los tiempos son en el fondo un tiempo único. Venecia comprende y está comprendida en todas las ciudades, y el joven turista que, Baedeker en mano y ojos cegatones, se detiene a contemplar una caprichosa fachada de la Riva degli Schiavoni, levantado el cuello de la gabardina para proteger sus débiles bronquios de la humedad imperante, es el mismo joven levantino de ojos de almendra y rizada cabellera que contempla azorado las riquezas del mercado que se extiende junto al recién erguido puente del Rialto, y también el esclavo de áspera pelambre verdusca cazado en alguna aldea kaszhube de las costas del Báltico para cavar los iniciales palafitos de aquella que sería después la más colorida, la más excéntrica y espectacular de todas las ciudades. Cada uno de nosotros es todos los hombres. ¡He sido, parece proclamar el protagonista, Otelo y también Yago y también el pañuelo de 7 “El César está por encima de la gramática”. Adaptación de una frase escrita por Kant en su Crítica de la razón práctica. Desdémona! ¡Soy mi abuelo y quienes serán mis nietos! ¡Soy la basta piedra que cimenta estas maravillas y también soy sus cúpulas y estípites! ¡Soy un mancebo y un caballo y un trozo de bronce que representa un caballo! ¡Todo es todas las cosas! y sólo Venecia, con su absoluta individualidad, iba a revelarte ese secreto. Xalapa, febrero de 1996

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