miércoles, 24 de abril de 2019

El Curato de San Pedro


DEL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Gilberto Nieto Aguilar
No tendríamos que inventar nada: la vida es una gran novela.
La Parroquia de San Pedro era el centro de mayor interés y más respeto para la población de San Pedro y los alrededores. Pertenecía a la Diócesis de Apatzingán, lejana en a distancia. Lo valioso que notamos de la devoción religiosa era que aun los más bragados y pendencieros ciudadanos manifestaban un gran respeto por la iglesia y los párrocos.
Con la salida furtiva del sacerdote que la atendía a días de nuestra llegada, el pueblo salió ganando. Llegaron cuatro sacerdotes con una buena mística de trabajo y deseosos de guiar por el buen camino a una población tan difícil y bronca. Hasta aquel padre barbón, que era un pilluelo, se ganó el aprecio de la comunidad.
En San Pedro la experiencia fue aleccionadora. Comprendimos de golpe, Héctor y yo, que la religión era el único vínculo para mantener la convivencia pacífica en aquella comunidad. Los hombres armados no respetaban a la autoridad pero sí a la Iglesia, ante la cual bajaban la cabeza. Además, los párrocos tenían un poder de convocatoria inigualable.
—Los compañeros de la FECSM nos hubiesen quemado vivos, según el ritual de San Lenin y la liturgia de San Carlos— comentamos entre risas Héctor y yo. No queríamos ser mártires, sólo realizar nuestro trabajo. La educación por sí sola, cuando logra permear las capas profundas del cerebro y ser parte biopsicosocial del individuo, hace su trabajo y permite la capacidad de decisión y libre albedrío. Aleccionar no era nuestro papel.
Además, si desdeñábamos los usos y costumbres del lugar, hubiésemos perdido credibilidad y los apoyos vitales que nos permitieron avanzar transformando las condiciones materiales de la escuela. El respeto a la libertad de creencias estaba a salvo pues la tradición familiar no tenía competencia en ese entonces y en aquel lugar. Por nuestra parte, no íbamos a llevar ningún credo que no fuese el interés por el saber.
Una anécdota de aquellos días sucedió cuando los sacerdotes de la parroquia nos invitaron a comer. Llevábamos más de mes y medio comiendo en la fonda que la autoridad nos había asignado mientras el gobierno nos pagaba. Así que Héctor y un servidor habíamos perdido el gusto por un buen platillo. Aquella invitación nos supo a gloria, por la fama de que en el Curato se servían suculentas viandas.
Ese sábado llegamos puntuales a la cita, bien acicalados y receptivos a la interesante charla con los cuatro sacerdotes que seguramente seguiría a la comida. Pasamos al comedor, muy pulcro y ordenado, con un ambiente acogedor. Nos sentamos a la mesa y la señora de la cocina, de aspecto amable, nos sirvió la sopa, humeante y olorosa, acompañada de queso molido para espolvorear, tal y como siempre me la sirvió mi madre.
Enseguida esparcimos con la cucharita el queso sobre la sopa caliente y nos dispusimos a saborearla cuando nos percatamos que los cuatro sacerdotes estaban de pie, haciendo una oración. Carmelo, el padre barbón, a duras penas disimulaba las ganas de reír; pero los otros tres estaban muy serios y formales bendiciendo los sagrados alimentos, encabezados por el padre Sebastián. Así que, por nuestra parte, nos levantamos apenados y nos unimos a la oración.
Los domingos eran días de gran actividad en el Curato, pero también de grandes borracheras en la población. Las armas de fuego dejaban escuchar su voz en las calles y en las casas, como cohetones que anuncian una gran fiesta, abiertamente, con ostentación. Los varones iban a misa temprano, para que después no se les interrumpiera en su divino esparcimiento.
En la iglesia, el trabajo incansable de los párrocos rendía sus frutos. Todos amables y atentos, dispuestos siempre a ayudar al prójimo, viajando continuamente a lugares adentrados en la serranía, en  mulas altas y fuertes para aguantar varios días de camino, mal comidos, según la suerte de cada traslado, aguantando la carga adicional que llevaban y traían. Con esos viajes incrementaban su feligresía y la confianza de la gente.
El Curato era un lugar de reunión que frecuentaban las muchachas. Nosotros buscábamos un pretexto digno para acercarnos esporádicamente, hasta que en cierta ocasión llegó una joven monja, de unos 24 años y, por añadidura, muy guapa y agradable. Permaneció varias semanas en San Pedro y fue como un rayo de luz para aquellos que la frecuentamos. Los mismos sacerdotes se veían radiantes con su presencia.
Charlamos muchas veces de tantas cosas. Su palabra era fácil y agradable, llena de una vasta cultura que le había dado el conocer varios países a pesar de su corta edad. En una ocasión le hice una pregunta torpe y he aquí lo que me respondió:
—¿Por qué decidiste tomar los hábitos?
Percibí cierta desilusión en su respuesta, y un tono molesto al contestarme: 
—¿Por qué ustedes, los varones, siempre hacen esa pregunta?
—Perdóname… Fue una pregunta espontánea, sin ánimo de incomodar…
—¿Y cuál es el afán? ¿Qué es lo que no entra en tu cabeza?
—Primero tu juventud. Y disculpa, eres muy bella, muy alegre…
—¡Pues encuentro esa alegría en dedicar mi vida a Dios!— me respondió en un tono vehemente, con la mirada retadora puesta sobre mis ojos. Sentí que me cohibía.
—Lo siento, no fue mi intención molestarte. Mejor cambiemos el tema.
Y volvió a sonreír. Sentí que en su risa cristalina quedaba la advertencia de que me había puesto en mi lugar. Fuera de ese incidente, todo fue agradable. El día que partió creo que todos los que la tratamos en las semanas que nos compartió su presencia, sentimos que se llevaba algo de nosotros y que también algo de ella se nos quedaba. En su despedida me dijo:
—Eres muy joven y en la vida vas a conocer a mucha gente. Procura darles lo mejor de ti para que recibas de ellas también lo mejor. Piensa en metas nobles para que tu paso por la vida sea productivo y agradable. Que Dios te bendiga—. Con un beso suave en la mejilla nos dijimos adiós.
Sentí un nudo en la garganta. La pequeña comitiva que la fuimos a despedir, vimos cómo la avioneta se perdía entre las nubes y la distancia, llevándose a aquella jovencita tan llena de vitalidad, espiritualidad y buenos propósitos que había alegrado nuestros corazones por tan corto tiempo.
gilnieto2012@gmail.com

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