martes, 5 de abril de 2011

El Conquistador penitenciado*




Marcelo Ramírez Ramírez

        Al gran hombre lo cercaba cada vez más estrechamente la ambición y envidia de quienes deseaban alejarlo para ocupar su lugar. Pero no hablaremos de ello para no alargar más estos comentarios, ni del fin triste que tuvo en España, cuando quiso hacer valer sus méritos ante el rey Carlos V y, después de un breve período de buenas relaciones con éste, terminó siendo relegado y despreciado, no sólo por el poderoso monarca, sino por los miembros de su corte, empeñados en verlo como un simple aventurero. El soberano español, según Cortés, había olvidado muy pronto haber recibido más territorios del Conquistador de México que la herencia junta de todos sus antepasados. Recordemos, en cambio, una anécdota realmente graciosa sobre algo que le aconteció al Conquistador y que nos enseña a lo que están expuestos aquellos que se pasan de vivos.

        Esto sucedió cuando recién  había  terminado  la  conquista de
México. Don Artemio describe el triste espectáculo de una civilización en agonía y de otra que empezaba: “las almas de los indios estaban trémulas. La ciudad era una ruina informe. No habían quedado templos, ni palacios, ni fortalezas, ni casas, ni jardines. No había ya piedra sobre piedra”.17  Era necesario reconstruir la ciudad, ahora bajo  el  criterio  y  requerimientos  de  los  españoles  y había que

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17.- DEL VALLE-Arizpe, Artemio.  Andanzas de Hernán Cortés.  México; Editorial Diana, 1979.  p.  221.
devolver a los habitantes el gusto por la vida, organizarlos bajo los principios morales de la “verdadera religión”. Esto último era aun más difícil pues el hilo de las tradiciones a que los indios estaban tan apegados se había roto abruptamente y éstos no alcanzaban a salir de su estupor, no les cabía en la cabeza que su mundo ya no existiera. En su desesperación se iban a los montes, se refugiaban en las selvas, buscaban mantener en secreto sus prácticas para no ser castigados. De parte de los conquistadores, la brutalidad de los hombres de espada se mitigó en parte con la bondad de los hombres de la cruz; los frailes se dieron a la tarea de enseñar el evangelio y debe reconocerse que lo hicieron muy bien, aunque no sin cometer atropellos como la quema de códices y destrucción de ídolos y templos. A veces, en su celo por servir a Dios, desesperados ante la resistencia pasiva de los indios, también aplicaban castigos. El combate a la ignorancia y a la idolatría alcanzó el rigorismo que creen justificado los que están absolutamente convencidos de su verdad. Los betlemitas, por ejemplo, se especializaron en la educación de los nuevos súbditos, aplicando aquella infalible receta de “la letra con sangre entra”. El saldo final, con todo, favorece a las Órdenes dominio de los amos. 

        A Cortés le gustaba aparecer ante todo mundo como un verdadero devoto; le convenía por razones políticas y por lo demás, quizá efectivamente lo era a su manera. Hombre de su siglo, tenía firmemente arraigada la convicción del castigo eterno para quienes hacían mal en este mundo y procuraba evadir o paliar la justicia divina con misas, donativos a los templos, limosnas para los pobres y asistiendo puntualmente a los oficios religiosos. Como estaba previsto por consejo suyo el castigo de azotes públicos a quienes no cumplieran con esta obligación, Cortés ideó, poniéndose de acuerdo con ciertos frailes, cometer a propósito la falta para ser penitenciado. Sería una gran lección; así podrían constatar todos que nadie escapaba a la ley por encumbrado que fuera, ni el gran Conquistador. Y como fue acordado, se hizo; cierto día Cortés llegó tarde a misa ante la expectación de los asistentes. Lo que pasó después lo cuenta don Artemio con el tono gracioso y un tanto irónico que el asunto merece:

        “Al terminar la misa salió un fraile con largas disciplinas de canelones al enflorado presbiterio, y llamó con tono seco a don Hernando, quien con los brazos cruzados y la cabeza baja se le fue acercando lento y humilde y se arrodilló luego a sus pies, besándole la cuerda del hábito que ponía una interrupción blanca en el pardo sayal… españoles e indios estaban azorados; no cabían en sí de asombro. Se quedaron inmóviles, viendo con ojos trémulos y ardientes cómo el fraile comenzó a descargar recios disciplinazos en la espalda de Cortés, cargando tanto la mano de santo furor como en la de los indios, y hasta parecía que con él andaba más pesada en los azotes.

        …Los golpes levantaban anchos cardenales y le matizaban la carne de sangre. Buen jubón de azotes le estuvo tejiendo el bendito fraile; era más tupido de lo que se convino. Algún resentimiento oculto contra Cortés enardecía el entusiasmo de aquel seráfico siervo de Dios. Cortés ya no podía más con esa furibunda azotaina. Por lo bajo le dijo:

        “-No apriete tanto la mano, padre, que esto no va de veras.

        -Tan de veras va -le respondió con igual tono-, que por angas o por mangas llegó tarde vuesa merced a misa. Quien tal hizo que tal pague. Eso es lo mandado”.18

        Muchas otras anécdotas se cuentan de Cortés en la obra de don Artemio del Valle Arispe, de la cual sería muy positivo que la SEP hiciera un tiraje de miles de ejemplares para provecho de nuestra juventud. Sería una manera de mantener vivo el sueño de Vasconcelos de crear lectores de buenos libros, pues en la letra anidan los sueños del espíritu; ahí permanecen esperando que alguien les de vida. Conviene preservar el pasado en su riqueza, no para quedarnos en él, porque el ser humano debe cumplir su cita con el futuro, más para hacerlo también necesita saber quién es y de donde viene.

*La personalidad polifacética de Hernán Cortés. Cuarta y última parte.




18.- DEL VALLE-Arizpe, Artemio.  Andanzas de Hernán Cortés.  México; Editorial Diana, 1979.  pp.  231,232.

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