Por Javier Ortiz Aguilar.
La docencia es sin duda una práctica humana por excelencia. Su característica es producto del ámbito escolar. Pues en este espacio acontece el encuentro concreto y vivencial de dos tiempos, el pasado y el futuro. El educador, forjado en el pasado, con intencionalidad fincada en teorías y prejuicios de su formación, imparte sus enseñanzas, y los alumnos, con motivaciones generadas en el presente, pensando, en sus años de aprendizaje, en un tipo de profesional diferente capaz de enfrentar los retos sociales y de conocimientos, que desde su perspectiva, inquieta y generosa, exigirá la sociedad de un futuro inmediato. Por esta razón los procesos de enseñanza aprendizaje resultan difíciles. La comunicación intergeneracional tiene necesariamente ruidos. La confrontación, en estas circunstancias, es inevitable. Y si no se da la vía adecuada en la discusión, ésta deviene en conflicto. Por tanto, es necesario aceptar una realidad evidente: la vida escolar está muy lejos de la paz edénica.
No obstante, la docencia tiene una virtud inocultable: en la convergencia de los tiempos, el de la experiencia y la esperanza, emerge la dimensión trascendental de la educación, en cuanto une la tradición y el futuro, dando así la posibilidad al proceso histórico. Por esta razón afirma María Zambrano: “En la historia late el corazón del futuro”. Así podemos concluir que la comunicación escolar crea las condiciones de posibilidad para las rupturas epistemológicas, prerrequisito para las revoluciones científicas exigidas por los nuevos tiempos.
La comunicación educativa niega en consecuencia la relación vertical entre el docente que tiene la verdad, por el principio de autoridad, y el alumno que se considera en la ignorancia, por el estatus escolar. En esas circunstancias la comunicación es imposible. El alumno, por tanto, si desea ser el agente de su formación, tiene la necesidad de poner en el tapete de la discusión sus ideas, valores y experiencias. No obstante, existen diferentes condicionantes de la pasividad estudiantil en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Aquí radica, en parte, la disfuncionalidad de la educación superior.
Pero también hay grupos estudiantiles que rompen la norma. Alumnos críticos a lo establecido, exploradores solitarios de nuevos caminos, lectores insaciables. Son ellos precisamente los que expulsan del paraíso la vida escolar, y entonces la comodidad docente vuelve a la intemperie de la vida real. Estos grupos se conforman en tiempos donde hay una toma de conciencia de la crisis social o teórica. En el tiempo donde los conocimientos encuentran las condiciones de la crítica y la autocrítica.
Raúl Romero forma parte de un grupo crítico, agitador dirían algunos, de la Facultad de Historia de la Universidad Veracruzana. Ingresa como estudiante de la misma en el año de 1985, cuatro años antes de la Caída del Muro de Berlín y cinco antes de la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Estos acontecimientos culminan la tendencia que emerge en el movimiento de Checoslovaquia de 1968. En el ámbito nacional, tres años antes de las controvertidas elecciones de 1988. En otras palabras, su ingreso a la Universidad coincide con un ambiente de desencanto del sueño de la modernidad: el proyecto más audaz, la humanización del hombre, resulta imposible. Por tanto es posible vislumbrar la idea del fin de la historia y del hombre, popularizada por Francis Fukuyama, tres meses después de la caída del Muro de Berlín.
En ese ambiente de incertidumbre y la influencia de las teorías de los historiadores de la Escuela de Altos de Estudios de París, impulsadas en la Universidad Veracruzana por el Centro de Estudios Históricos, se crea un ambiente de búsqueda por parte de los estudiantes de la Facultad de Historia. En este contexto se forma el entonces joven Raúl Romero. En ese grupo inquieto impartí cinco cursos. En el primer curso perdí prácticamente la posibilidad de la comunicación. No obstante, en los cuatro siguientes la dinámica cambió de rumbo.
La práctica docente en este grupo resultaba difícil para el profesor tradicional, pues en él existían aproximadamente cinco subgrupos, uno que defendía el orden y cuatro que desde diferentes perspectivas cuestionaba, criticaba y proponía. En esa dinámica, el debate se impone como un recurso didáctico. Mi papel docente, sin teoría pedagógica, quedaba reducido a plantear el problema y orientar el debate. Por supuesto no se cumplía el programa, pero en cambio, cada sesión de clase se convertía en un tiempo de formación personal. Muchas veces el debate continuaba en espacios fuera del edificio escolar.
Con el grupo de Raúl Romero entablábamos innumerables discusiones sobre los distintos problemas teóricos y políticos. Las discusiones descubrían puntos de vista coincidentes, surgiendo así proyectos políticos que durante mi estancia como profesor los seguimos, sin tomar en cuenta el pragmatismo de los “cabezas frías”
Durante su estancia en la Facultad de Historia, Raúl participó con un grupo de compañeros en la fundación de Ópticas Estudiantiles, una revista orientada a promover el debate entre todas las corrientes de esta comunidad universitaria. Es el grupo que invita por primera vez a debatir, en la entonces Unidad Interdisciplinaria de Humanidades, al conmemorarse los cincuenta años de la muerte de Antonio Gramsci, uno de los marxistas más creativos del siglo XX.
En la actualidad, Raúl cuenta con una licenciatura en historia en la Universidad Veracruzana, Maestría en Estudios Latinoamericanos, y doctorado en historia en la Universidad del País Vasco, además de cursos en diversas disciplinas sociales. Forma parte de la plantilla de maestros de la Facultad de Historia de la Universidad Veracruzana.
En la Semana del historiador celebrada en la Facultad de Historia este año, rememoramos aquellos tiempos de los 80. Tiempos donde los estudiantes se manifestaron por última vez. Los movimientos de 1985 y 1987 son sin duda las últimas expresiones de movilizaciones universitarias.
Precisamente acentuamos la atención en el debate que existía, a decir del maestro,“en el ‘grupo rojo’(antes de que el color fuera expropiado) entre existencialistas, marxistas, estudiosos de los Annales y de las propuestas de las llamadas nuevas historias (en Francia, Inglaterra o los EE.UU.) y hasta culturalistas.”
Ante la pregunta respecto a los libros que más lo influyeron, respondió inmediatamente: “Las novelas de Zwing, Papini, Nietzsche, Ortega y Gasset y los clásicos rusos; la temprana lectura social de Marx y Engels; la literatura y poesía de Hesse ; el existencialismo de Sartre ; las trágicas vidas de Beethoven y Van Gogh ; el sentido científico de Galileo, Copérnico y Darwin ; la antropología de Richard Leakey ; el sentido planetario de Carl Sagan”. Sobresale también en él su gusto por la canción de Serrat y Bosé. “Todo ello en una oración : la ironía de nuestro destino y aún la satírica formación “intelectual” en nuestra Facultad”.
¿Intentaste ser investigador?, le pregunté, a lo que respondió, tratando de dar más datos en la respuesta: “Mi aventura comenzó como auxiliar de investigador en el Centro de Investigaciones Históricas de la U.V., siendo Jefe de ese Centro Ricardo Corzo. Estudié la Historia Social Inglesa y los movimientos revolucionarios en América Latina en el siglo XX, el proceso democrático en Chile bajo Allende, el ascenso y triunfo de Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua, la Revolución Cubana, así como a los teóricos John Lynch, M. Löwy, Mariátegui, Mauro Marini, Carlos M. Vilas, Celso Furtado, Octavio Ianni, Sergio de la Peña, González Casanova, Darcy Ribeiro y Gregorio Selser, entre otros”.
También dijo: “Como investigador en el Departamento de Salud Pública (1986-1987), orienté mi atención a la crisis del socialismo real, y en la Facultad de Economía me dediqué a estudiar los cambios en Europa del Este y las repercusiones en América Latina, bajo la dirección de Américo Saldívar”.
En este año, tan lleno de festejos, los estudiantes de la Facultad de Historia le organizaron un homenaje al maestro Raúl Romero, en el marco de la ya tradicional Semana del Historiador. Tal vez no pueda presumir de ser el mejor maestro, pero el homenaje es un claro indicador de que ha logrado crear los puentes de comunicación con los futuros profesionales de la historia.
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