Martha Ordaz
El envío de cartas
manuscritas quizás sea una de las prácticas cotidianas más añoradas por
nuestros abuelos y padres; su naturaleza íntima y meditativa que hemos suplido
poco a poco por medios y soportes cada vez más veloces y, desde luego, más
efectivos guarda en sí misma una fuente de placer sin comparación: será que en
la parsimonia, esmero y dedicación que implica la escritura de cartas a manos
haya una forma de meditación, de oración quizás, o simplemente que escribirle a
otros sea una manera de charlar con nosotros en realidad. La exigencia de
nuestros ritmos laborales y nuestros hábitos comunicativos al final han dado
por desplazar este hábito tan gentil. Así, con esa velocidad de la vida
editorial transcurrían mis prácticas de escritura hasta hace un par de años,
todas mis comunicaciones se realizaban por emails de diferente naturaleza,
mensajes de texto por celular, canales de Gmail, Facebook y Whatsapp, hasta un
día en que, más como una curiosa travesura, envié a Aurora, mi opinión a mano
sobre algunos aspectos de su novela Sólo recuerdos¸ justamente por la
relevancia que la carta tiene en su trama.
Naturalmente,
Aurora estuvo feliz con el gesto y contestó mi comentario de la misma manera.
Debo decir, sin embargo, que al tiempo de estas cartas Aurora y yo mantuvimos
una conversación fluida y continuada tanto por mail como a través de Facebook,
sin embargo aquel primer acercamiento epistolar (que no se dio en todos los
años de conocernos sino hasta este momento) se convirtió en breve tiempo en
nuestro jardín privado, nuestro escondite de niñas cómplices, un mundo propio,
íntimo y especial.
Semana
a semana nos escribíamos sobre cosas que nos importaban: nuestras emociones,
nuestros anhelos, las lecturas de los libros en los que estábamos metidas en
ese momento, nuestros recuerdos de infancia; sobre el amor, la vida, la muerte.
Conocí en esa colección de cartas que atesoro —su más grande legado para mí— a
una mujer diferente a la que hasta entonces había conocido. Todos sabemos que
Aurora era una conversadora nata, aun cuando acabaras de conocerlo cinco
minutos antes conseguía de ti tu atención total, su calidez desarmaba toda
resistencia; o al menos a mí eso me pasaba a su lado; sus cartas también eran
eso, una extensión de su charla; con las ventajas del revivir la plática
cuantas veces lo desearas.
Ambas
nos impacientábamos cuando por una u otra razón no podíamos escribir una carta
a la velocidad que queríamos, o la carta anhelada no llegaba. Ambas, según
nuestros ritmos, estados de salud, ocupaciones y demás, hacíamos lo que
podíamos por escribir y no detener nuestra charla. Adán, mi marido, quien era
nuestro puntual cartero, me veía reclinada en la mesita de noche escribir las
cartas prometidas, a veces incluía dibujos, a veces en sobres especiales.
Con
esas cartas recibidas y enviadas me reí a carcajadas, lloré, ordené ciertos
recuerdos, desmenucé algunos temores, me emocioné hablándole de la trama de
algún libro, de los gestos nuevos de mi pequeño hijo, en fin, de todo lo que
llenaba mi vida. Me sentí, y me siento aun hoy en la relectura de sus cartas,
sumamente abrazada por su presencia, envuelta en su voz, acompañada por su
sonrisa, su sentido del humor y su inteligencia, de su generosidad en todos los
planos: por todo lo que me contaba respecto a la crianza de los hijos, sus
opiniones como lectora y también sus dificultades naturales para sostener la
lectura de algunos libros, especialmente por los episodios de mala salud que la
obligan a descansar de los libros: la peor privación a la que podía ser
sometida, sobre su entorno cotidiano, sobre la vejez jamás en un sentido
maniqueo, sino su vejez y su escritura.
Entre
esta amiga íntima tan amada y yo había una brecha generacional aparentemente
insalvable, de más de 50 años; pese a
ello puedo decir que en ese amor genuino no había ninguna comunicación, tópico
o tema absolutamente imposible de abordar; me habría gustado escribirle más,
leerla más de aquella manera, me habría gustado una máquina del tiempo a
capricho para hacerme niña cuando ella fue niña, para hacerla a ella madre
joven ahora que yo lo soy, o verme también anciana a su lado, o jóvenes
pubertas; pero de alguna forma sí lo fuimos, al menos epistolarmente.
Aquellas
cartas fueron su último regalo, que como todos los obsequios de Aurora, son
inagotables; pasados estos primeros meses sin ella, tomo de vez en cuando de mi
librero el paquete de sobres, vuelvo a mirar con detenimiento su caligrafía,
las fechas, sus despedidas; vuelvo a retomar la conversación donde nos
quedamos.
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