miércoles, 7 de septiembre de 2016

Recuerdo tras recuerdo

Andrea Leticia Ramírez Campos

Hace muchos años, recién egresada de la Facultad de Letras, asistí a la presentación de un libro de poesía que llevaba por título Escribir sin para qué, publicado por Ángel José Fernández en 1978. Sé que el título en sí conllevaba un juego retórico, ya que por mínima que sea cada escrito posee una intención comunicativa, la cual explícita o veladamente lo permea. Todo cuanto escribimos responde a un porqué. Así, la intención de este escrito es reflexionar respecto de qué motiva a una persona a elaborar su biografía. Concretamente recuperar, desde mi lectura, algunas de las razones que guiaron a la maestra Aurora Ruiz Velásquez a escribir su libro autobiográfico Lo que guarda una memoria, a la edad de 84 años. Expondré, brevemente, cinco de ellas.

Asociaré dichas razones con cinco títulos de libros que versan sobre escritura. La primera, hacer tangible algo que por años estuvo resguardado como un anhelo y que el tiempo y las circunstancias hicieron posible que surgiese: abocarse a la lectura y a la escritura. En su libro de 2008 Con la literatura en el cuerpo, Alberto Ruy Sánchez afirma que “gracias a la buena literatura, o más bien a la literatura que sea buena para nosotros, podemos vivir con la literatura en el cuerpo”. La maestra Ruiz vivió la última etapa de su vida gracias a su adicción hacia los clásicos y a su ansia por escribir. Cuando inicia la redacción de Lo que guarda una memoria ya había consumido, día a día, una gran cantidad de excelente literatura. No obstante, escribir sobre uno mismo requiere, ante todo, contar en nuestro haber con un currículo digno de mostrar: haber realizado actividades que al cabo del tiempo hayan trascendido en la vida de los otros. Constatar que lo hecho, desde un ámbito de acción, devino beneficio personal y social. En su texto ella hace mención de varios sucesos significativos y trascendentes, por citar uno, inaugurar un jardín de niños en la comunidad de Gutiérrez Zamora con los elementos que tuvo a su alcance; acción que con el tiempo posibilitaría la apertura formalizada de este tipo de espacios educativos en diversos puntos de la geografía veracruzana.

La segunda razón: restaurar para sí misma un vacío existencial. Pese a que su libro Lo que guarda una memoria no presenta una cronología lineal –aspecto que la misma autora menciona en la parte final– se deja ver que ella de manera intuitiva andaba en pos de “algo” que interiormente la hiciera feliz. La maestra Aurora una vez jubilada probó distintas actividades pero ninguna lograba atraparla hasta que cayó en La seducción de la escritura, el libro de Rosaura Hernández. Y a los 86 años se propuso aprender el oficio de escritora. Con clara intención de llevar a cabo un ejercicio de escritura mayor fue seleccionando material para mediar sus recuerdos: hurgó en libretas, cartas, periódicos, fotografías, revistas, libros, hasta conformar un discurso que diese cuenta cabal de su historia personal. Ante ella fue surgiendo su otro yo que le posibilitó darle un sentido a su vida entramando pasado y presente, presente y pasado en el tamiz de la escritura: el personaje adquirió fuerza y Aurora vida plena.

La tercera razón: encauzar el flujo creativo. Resulta muy grato percibir cómo en el corto espacio de unos años se empieza a perfilar un estilo escritural. La maestra Aurora no se conforma con narrar su biografía, estudia cómo hacer haikú, cuentos, adivinanzas, novelas, reseñas. Se transforma en una lectora voraz y en una escritora disciplinada. Aprende a transformar la historia real en ficción y a trascender el silencio explícito en la selección de sus datos autobiográficos. Como en el título de Mónica Virasono, De ironías y silencios, la autora maneja la ironía y desvela su silencio a través de un discurso metafórico, de descripciones detalladas, de delineados perfiles psicológicos de los personajes. Narración rememorante que conjunta la solidez de una formación académica, de una larga vida plasmada en sabiduría existencial, de una visión de mundo que confronta valores del pasado con los del presente. Todo da luz sobre una época en donde la maestra Aurora le tocó ser pionera de grandes transformaciones sociales en el ámbito educativo y donde asumió con gran inteligencia, responsabilidad y valor los retos que se le presentaron. En su biografía refiere a varios de ellos a través de una narración amena y cautivante que deja traslucir cómo la literatura ha impregnado su mente, cuerpo y corazón.

Y ahora la cuarta razón: recuperar un sentido de identidad familiar. Podría decirse que el hecho de que la autora desarrolle diversos estilos literarios es para hallar eco en todos los miembros de las tres generaciones que orgullosamente formó al lado de su esposo Rubén Hernández Félix. Ella organiza, retomando el título de Daniel Prieto La fiesta del lenguaje, con sus textos, un festín de textos. Pero la piedra angular la constituye Lo que guarda una memoria. La escribe de principio a fin en esa trinidad conjunta: con una mente aguda y lúcida, con un cuerpo que revive con cada hoja escrita y con un corazón que late acompasado por el sonido del grafito en el cuaderno y del teclado de su computadora. Mediante ellos plasma una larga, profusa y enriquecedora historia familiar: origen, andanzas, pesares, alegrías, pérdidas, logros. Lo que guarda una memoria es un libro escrito con el propósito de que cada miembro se reconozca en dicha historia pero, sobre todo, que se sepa amado pues finalmente el libro es una bella historia del amor familiar.

Y, por último, la quinta razón refiere al descubrimiento que la maestra Aurora hizo, en su largo andar, sobre lo que implica La importancia de leer y el proceso de liberación, como el título del libro escrito por Paulo Freire. Su biografía describe su mundo con el propósito de fortalecer conscientemente, mediante la palabra escrita, la memoria de los lazos familiares en cada uno de sus descendientes: sutil y profunda enseñanza.

Así, Lo que guarda una memoria se propone como un libro enriquecedor que surge con una extraordinaria vitalidad: da luz sobre una época que, poco a poco, empieza a difuminarse en el olvido; ilumina el andar de las jóvenes generaciones, no sólo familiares sino de todas las que se acercan a su lectura y, sobre todo, nos guía hacia la construcción de una vida productiva mediante una argamasa de amor y sabiduría

La primera nevada y otros cuentos

Cherild Skyneth González Salazar

En la antigüedad, los mitos y las historias contadas pasaban de generación a generación como una enseñanza fructífera. Hoy las enseñanzas de un maestro conllevan un camino similar para la educación del párvulo hasta el hombre. De carrera  normalista, Aurora Ruiz Vásquez nos presenta su primera recopilación de relatos La primera nevada y otros cuentos donde manifiesta su imaginación desde la ficción hasta el corte realista; un claroscuro que nos permite tener lo mejor de dos mundos.
Con una mano firme se aglutinan en sus páginas personajes íntegros y faltos, entes extremistas que se enfrentan a la inocencia, la culpa, la desesperación y la locura, que se cuestionan desde el amor hasta la moral y son puestos a prueba mientras se juega con su cordura y su razón. Su lenguaje es cotidiano e inteligible y su armonía escénica es amena y precisa. La sucesión de eventos se presenta de manera espontánea, lo que genera un ritmo que siempre avanza con fluidez.
Siguiendo los pasos de Chéjov, los relatos nos proponen una intriga que no se resuelve, elemento fundamental del cuento moderno. Estos nos colocan en el sendero donde el gato te guía y cuando crees ver el final, desaparece y te obliga a encontrarlo por ti mismo. Corta, cierra el telón donde menos lo imaginas para luego dejarte ávido de más. De esta manera, y haciendo uso de diversas formas narrativas como el metatexto o mise en abime, nos invita a jugar con la culminación del discurso, a proponer las consecuencias y a ser parte de él.
Por si lo anterior nos pareciera poco, la autora de La Jaula del Canario (haikus) y Fantasías (poemas para niños) también se adentra en los géneros contemporáneos haciendo uso de la minificción. Aquí sus ideas se acomodan de manera más natural y forman un cuerpo sensato lleno de ironía, comicidad y juegos de palabras. El investigador y profesor de la UAM Lauro Zavala nos dice en su ensayo "El cuento ultracorto: hacia un nuevo canon de lectura” que “la utilización de textos literarios muy breves se encuentra entre las estrategias más productivas de la enseñanza, lo cual tiene una clara raíz de tradición oral. En la actualidad el cuento breve está siendo revalorado por su valor didáctico para la enseñanza de lenguas extranjeras y para los cursos de teoría y análisis literario”. ¿Será esta la causa por la que la autora se siente más cómoda dentro del relato corto? Si la respuesta es sí, entenderemos que la naturaleza de la autora es buscar la enseñanza por todos los medios y de esta manera contribuir a la larga lista de géneros pedagógicos como las parábolas, los aforismos, las adivinanzas y los cuentos alegóricos de distintas tradiciones religiosas.
Tomando en cuenta la trayectoria cultural de la autora hasta ahora sus 90 años, es pertinente recordar lo que Luz Aurora Pimentel nos dice en su libro Relato, estudio de la teoría narrativa: “a diario narramos y nos narramos el mundo” y qué mejor que oír el mundo narrado por alguien con tanta experiencia. Nuestra memoria nos ofrece una magnífica gama de sucesos y vivencias a partir de los cuales creamos más vidas dentro del papel.  En palabras de Paul Ricoeur: “las intrigas que inventamos son una forma por medio de la cual reconfiguramos nuestra propia experiencia”. Por tanto, podemos entender que la escritura firme se trabaja con la madurez, esa que nos cala hasta los huesos, y aquello que necesitamos decir se destila hasta lo más puro con los años. Es decir, La primera nevada y otros cuentos es una recopilación de experiencia literaria y experiencia de vida que, como toda la literatura, nos permite leer la mente y el corazón del otro.

Era de esperarse que el afán de la enseñanza de la escritora renazca ahora sobre el papel convirtiéndonos en sus párvulos, esos a los que ella tanto asombraba con sus historias, y Aurora, por su parte, sea el vivo ejemplo de que el arte de enseñar es el arte del maestro, pero el arte de enseñar con la literatura pertenece al maestro de la vida.

La niña que hablaba con los pájaros

Eva Luz Leal Castro

Para Aurora con cariño

Aurora jugaba en el jardín cuando su abuela la llamó:
—¡Yoya, ven Para acá, ayúdame a darles de comer a los pájaros. Encárgate de las jaulas
de los gorriones.
—Sí mamita, ya voy —respondió la niña, no sin antes contemplar su reflejo en la pila
del agua que bosquejaba su rostro ovalado y sus ojos profundos; cortó un jazmín y lo entreveró en su cabellera china mientras sonreía coquetamente. Le encantaba ir a la casa de su abuelita llena de gloxíneas en las paredes, arriates con flores y árboles frutales. Los pajaritos atrapados en jaulas grandes y pequeñas interpretaban el concierto matinal con que despertaban los habitantes de esa vivienda.
Obediente, Aurora colocó la pequeña jaula de gorriones en la orilla de la pila y empezó a chiflarles como si quisiera dialogar con ellos y ¡Oh sorpresa¡ descubrió que la llamaban por su nombre.
—Aurori….ri ri ri…Aurori…ri ri ri…Aurori…ri ri ri  —Oye Mamita, los gorriones me
están hablando —claro que sí, hijita —respondió la abuela, tienen hambre y quieren que te apures a ponerles plátano, huevo picado y agua —Aurori..ri ri ri…Aurori…ri ri ri…Aurori…ri ri ri… la niña escuchó trinos bellos y agudos que parecían decirle —Aurori…ri ri ri… queremos volar… sácanos de aquí. Aurori…ri ri ri…  queremos ser libres… Aurori…ri ri ri… sácanos de aquí —La niña miró de reojo a la abuela. —Aurori…ri ri ri… Aurori…ri ri ri…, si nos ayudas a salir te diremos un secreto.
Valiente y decidida como era, les abrió la puerta de la jaula mientras cantaba a todo pulmón —“Pajarito azul, dime dónde estás/el cielo me dio alas y son para volar,/yo vivo en el aire, y quiero libertad”.
Después de su atrevimiento la niña corrió con la abuela y le dijo:
—Mamita dejé escapar los gorriones cuando abrí la puerta de la jaula.
—Muchacha descuidada, ya me estará comprando tu madre otro par de gorriones cuando venga el pajarero.
La niña se sentía satisfecha por su acción, aunque no dejaba de reprocharles que se hubieran ido sin confiarle su secreto.
 Los años de Yoya volaron como esos pájaros, a veces lentos a veces rápidos, a veces con “luminosos amaneceres o días sin luna”, dos, tres, cinco, siete, ocho décadas se fueron desgajando como las rosas de su jardín y las hojas en los calendarios. Estudiante y maestra; hija, madre y esposa, formó —junto con Rubén, su marido— una gran familia de 7 hijos, 17 nietos, 21 bisnietos. El gran árbol de guayaba sembrado en su jardín, fue cómplice y testigo mudo de sus grandes amores. Aunque pasaron los años, siempre —escondida en su rostro— permanecía oculta la niña de ojos sombreados y hermosos, coqueta, de mirada abierta a la curiosidad, dispuesta a ofertar su amistad, tierna de corazón, rebelde y decidida.
Un día, cuando cumplió 84 años tuvo un sueño revelador: bailaba en un jardín inmenso, ramos de orquídeas colgaban de los árboles, flores de azahar y jazmín impregnaban de perfume el espacio,  mariposas, abejas y luciérnagas revoloteaban danzando con ella; de momento una pareja de gorriones la tomó de cada mano y se la llevaron volando a una cueva mientras cantaban: —Aurori ri ri ri…Aurori ri ri.. Este es el secreto… Aurori ri ri… hoy empieza tu vida… Aurori ri ri ri… Aurori ri ri… Aurori ri ri ri… Aurori ri ri ri.
La introdujeron a una cueva que tenía cientos de libros empotrados entre las rocas. ¡Aurora —le gritaron—  huele, come, prueba, toca, mira estos libros—. Ella, sin detenerse empezó a probar la miel que escurría de algunos—.¡Huy, que rica miel! —dijo. –Éste sabe a pastel—. ¡Aquel está demasiado salado! —Ese otro huele a perfume; el de allá sabe a guayaba
—Miren, ¡qué maravillosos dibujos¡ —El libro grueso desprende luz —Esos libros del rincón están demasiado fríos —Mmmm qué rico, sabe a chocolate y se siente suavecito. —¡Maravilloso, vean las galaxias, las puedo tocar! —Este libro sabe demasiado amargo urhhhg.
De momento los pájaros jalaron la mano de Aurora y la llevaron a otro lugar de la Cueva donde se encontraba una mesa y sobre ella una libreta y un lápiz —Ahora Eescribe Yoya Pero… ¿Qué voy a escribir? —Mira alrededor de ti.
Aurora volteó y descubrió incontables rostros que la rodeaban, caras conocidas y desconocidas —Ellos están esperando que escribas algo sobre ellos o les regales una voz con tus palabras... Tú puedes Aurori ri ri ri. Tu puedes Aurori ri ri. No los dejes silenciosos. Aurori ri ri.
Aurora despertó sudando sobre su cama, se incorporó, el corazón le latía aceleradamente, el sueño había sido tan vivo e intenso que juraría que por la noche la habían secuestrado unos gorriones; se vistió lentamente mientras le gritó a su hija: —Lety, Lety, háblale a Rubén, dile que necesito que me lleve con urgencia a una librería que conozca. —Mamá, tienes que descansar, acuérdate lo que dijo el doctor, además tus ojos están muy delicados como para comprar libros —Dile hija, por favor, me urge comprar algo y además todavía puedo leer con un ojo. —A media mañana apareció su hijo para llevarla a una pequeña pero surtida librería en el centro de Xalapa. Habiendo llegado al lugar y caminando con dificultad, Aurora se dirigió al encargado, un joven de facciones agradables y cabellera china –Buenos días, soy Aurora Ruiz, a tus órdenes, ¿me puedes ayudar a buscar un libro que sepa a guayaba?
El joven sorprendido se sonrió respondiéndole —Soy Moisés, también a sus órdenes, me dicen Moi y claro que tengo un libro que sabe y huele a guayaba… Mire, aquí está… 100 años de Soledad de Gabriel García Márquez. —Quiero también otro que tenga sabor a pan. —¿Qué le parece “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel? —Y otro que huela a rosas y provoque emoción?… —Sin pensarlo dos veces: 20 Poemas de Amor y una canción desesperada de Pablo Neruda. —¿Encontrarás un libro agridulce, de esos que abordan los conflictos humanos? —Vamos a ver… quizá podría recomendarle Cumbres Borrascosas de Emily Bronte o… este libro que me acaba de llegar….  La Piedra de la Paciencia del escritor persa Atiq Rahimi… que más que agridulce sabe a hiel. ¿Se animaría a leerlo? —Claro Moi, unos amigos me animaron a saborear los libros y además ya me dejaste con la espinita… porqué esa piedra será tan amarga?
—¡Ah!… por aquí está un libro maravilloso que nos hace sentir el viento en la cara, La bicicleta verde de Haifaa Al Manseur, seguro le gustará. —Y, ¿tendrás algo del maestro Pitol? —¿Qué le parece éste? Todos los cuentos. —Ya, ya voy a pararle, para empezar son suficientes, ya me llevo demasiada tarea para un solo ojo. —Señora Aurora cuando quiera cualquier libro yo puedo llevárselo hasta su casa, sin necesidad de que venga hasta acá, por teléfono le puedo contar las novedades editoriales —¡Maravilloso! Moi, te lo agradezco.
Todo cambió para Aurora desde ese día. Sus hijos y amigos se impresionaron con su impaciencia por leer y escribir… parecía que la vida se le iba y tenía que ganarle la partida. Vivió con pasión y decisión esta etapa. Escribió 6 libros; aprendió a utilizar la computadora para escribir sus historias e inscribirse en diplomados de creación literaria a nivel internacional; tomó clases con escritores; leyó con avidez todos los libros que caían en sus manos a pesar de sus problemas visuales y festejó cada 6 meses su cumpleaños.

Sin que ella lo supiera, empezó a influir profundamente en sus amigas de la tercera edad que la visitaban, a veces llenas de achaques, cansadas y convencidas de que la vida se les había terminado; increíblemente rejuvenecieron, empezaron a tratar de imitarla buscando alguna actividad apasionante por hacer: una se puso a aprender francés, otra se fue a viajar a Europa, una tercera inició un curso de pastelería y dibujo, otra más a escribir y aprender computación. Sí, Aurora las convenció sentada en su silla de ruedas y sufriendo un inevitable deterioro físico que en la vejez se puede nacer a nuevas experiencias con un profundo significado, una profunda pasión y un intenso amor por la vida. Gracias, Aurora. 

La jaula del canario

Rubén Hernández Ruiz

Texto leído en la presentación del libro La jaula del canario de Aurora Ruiz Vásquez el 23 de marzo de 2012 en la Biblioteca Carlos Fuentes de Xalapa.

Quiero contarles una historia: un buen día, el preciso para concluir una vida, él se fue y su compañera empezó lentamente a apagarse. Ya en cama, se dio cuenta que aún le faltaban algunas cosillas por hacer, se levantó y dijo —tráiganme la máquina de escribir de su papá—  y así fue, se sentó a escribir sus memorias.
Cuando una hija fue a visitarla y se dio cuenta de la dificultad para usar ese antiguo trebejo, consiguió una computadora portátil y se la llevó. —¿Y ahora cómo uso esto?— Como una máquina de escribir. —Y por dónde le meto el papel, y apareció una impresora. Ante esta tecnología, nueva para ella, sintió la necesidad de aprender a usarla y contrató en consecuencia a una maestra de computación.
Sin embargo, aunque ya aparecían los textos en la pantalla, algo más dificultaba el proceso: ¿y ahora cómo escribo?, ¿cómo redacto?, ¿cómo expreso lo que quiero decir? Entonces volvió a solicitar apoyo —necesito un maestro que me enseñe a escribir— Entusiasmada y aunque tuvo que subir con cierta dificultad las escaleras, fue a la escuela.
Finalmente, se conjugaban talentos: el tecnológico, el escritural y el del vivir intensa y plenamente la vida; el vínculo era el deseo de contar sus experiencias, la expresión escrita.
Para aprender a escribir debe leer, le dijo el profesor y se dio a la tarea de conseguir libros. Para alinear los párrafos debe picar esta y aquella teclas, le dijo la maestra. Como buena alumna, anotaba todo y hacía cuanto le recomendaban.
Al visitarla otra hija, le dijo —no mamá, la letra de la lap está muy chiquita y casi no se ve, déjame traerte otra cosa— Y le llevó una computadora de escritorio. Un hijo por allí le hizo ver que aunque tuviera pantalla grande la letra seguía siendo pequeña, así que le cambió la resolución… para ver lo que escribes mejor.
Cuando pasaba un nieto o hijo por allí, los atrapaba para preguntarles algo: ¿cómo le hago para hacer esto o aquello? –ah, así abuelita, muévele aquí— Ya quedó, gracias, pero espérate, no te vayas, ahora dime cómo le hiciste y déjame anotarlo; a ver, primero seleccionaste, luego te fuiste acá… después… no te vayas, ahora lo hago yo.
Así, sus achaques cambiaron, ya no eran dolencias del cuerpo. Cuando se sentía mal no llamaba al médico sino a otro nieto, el ingeniero en sistemas; una vez arreglado el equipo de cómputo seguía trabajando y desaparecían por arte de la magia de la lectoescritura los males del alma.
Aparecieron otros requerimientos, se le colocó nueva iluminación en la cabecera de su cama, un nieto le llevó un ratón “de bolita” para no cansar la muñeca de tanto hacer clic, una impresora copiadora y para escanear, una memoria, discos para grabar, cartuchos de tinta de mayor capacidad porque se le agotaban pronto y mientras le resurtían otro pues no podía avanzar…
Y conforme leía y leía, escribía y escribía y usaba y usaba la computadora y su impresora, aprendió también a comprar libros con tarjeta de crédito por Internet  por lo tanto necesitaba nuevos libreros para irlos acomodando y tenerlos a la mano para su lectura y consulta…
Entonces, empezaron las producciones y publicaciones, en una revista, en periódicos, editó sus memorias, su novela y varios libros más. Reconociendo que la lectoescritura la había levantado de la cama, escribió incluso sobre la lectoescrituroterapia.
Sí, me refiero a la autora, a Aurora Ruiz Vásquez, a Yoya. Créanme que desde la perspectiva de hijo no he podido ser neutral para criticar y comentar su obra. Pero así como Hawking, un afamado científico, ha afirmado que el universo cabe en una cáscara de nuez o como el Dalai Lama, un gran místico, dice que la cualidad del universo está reflejada en un átomo y viceversa, yo diría que la esencia de la autora está contenida en un haiku.
Su vida es:
Cielo mar tierra
colores difuminados
 en la paleta

El amor por mi padre:
Es luna llena
promesas de amor eterno
noche serena

A su partida:
El sol naufraga
en tarde crepuscular
en el océano

Su tristeza:

Llora el sauce
extrañas palabras
susurra el viento

Su paz:

El sol se filtra
entre el ramaje verde
saluda alegre

En el haiku de Aurora, como en el kare-sansui o jardín zen, cada elemento cumple una función estética, simbólica y espiritual. Reunirlos y acomodarlos sin un espíritu holista no daría el efecto armónico esperado, fue esencial relacionar cada parte del poema entre ellas mismas y con su totalidad. Sus elementos son factores que se entretejen, considerando, entre otros aspectos, a la naturaleza como parte del ser y al ser como parte de la naturaleza.
El haiku de Yoya, como el sumie-e o pintura japonesa basada en tinta china y papel arroz, es un sendero de silencio y simplicidad en calma, un camino de meditación. Al pintar se trasladan al papel las sensaciones que se han vivenciado a través de la observación y de la experiencia directa con la vida. Cada pincelada debe estar llena de energía vital (ki), cada trazo debe mostrar la vida colocando su espíritu en la acción plena para crear vida a través de la expresión artística.
El haiku de mi mamá, es una obra de vida que manifiesta una manera de ser y no un conocimiento adquirido.
Creo que esto se logra cuando se le otorga mayor importancia al proceso que al resultado. Puede parecer paradójico que para alcanzar la libertad y la expresividad interior los expertos propongan un método de aprendizaje basado en la repetición. Pero es necesario centrarse en el aprendizaje del método para que aparezca la fluidez, espontaneidad y naturalidad. Al final, como lo manifiesta Lu Cha’ai: “la finalidad del método es transmitir que no se tiene método”.
La autora lo sabe:
Tiene el campo
pinceladas doradas
otoño ha llegado

y antes de que:
Obra humana
se fragmentó en
sólo un soplo

deja su legado:
No podía hablar
cantó a las estrellas
poesía sin igual

Gracias, mamá, déjame parafrasearte:
Miro a tus ojos
comprendo tu mirada
sin explicación

Una bisabuelita excepcional

Izchel Hernández Herná­ndez

Mi bisabuelita era maravillosa, dulce, amable, cariñosa y, sobre todo, única. Era una de mis personas favoritas, lo que más me gustaba de ella era su pasión por la lectura, que yo compartía con ella. Aunque también fue una gran escritora lo que más le gustaba era comprar y leer libros. Así pues, ella, junto con mi mamá y mi abuela, me fueron introduciendo a la lectura a tal punto en que a los 10 años podía leer libros recomendados para unas edades más altas con bastante facilidad. Gracias a ella puede obtener más libros, además me beneficié de sus consejos y recomendaciones literarias.
         Tanto se dio cuenta de que compartíamos ese gusto por la literatura que al publicar su primer libro me regalo un ejemplar; este era un libro que solo estuvo al alcance de sus hijos y algunos nietos; desde ese momento siempre tuve a la mano los libros que llegó a publicar.
         En mi primaria, “la práctica anexa”, existió un circulo de lectura entre algunos compañeros del plantel que tenía como finalidad promover el hábito en la lectura; en una de las actividades el profesor nos preguntó si alguna vez habíamos conocido a un escritor por lo que respondí que había una en mi casa. El maestro me preguntó si había alguna posibilidad de hacerle una entrevista, por lo que arreglamos todo y se hizo. El resultado de esta experiencia fue que todos disfrutamos esa actividad, aprendimos cosas y pusimos en práctica algunos conocimientos. Así como este recuerdo hay muchos más, otro de mis favoritos fue cuando llegaron de la imprenta su último libro Sólo recuerdos. Al llegar le brillaron los ojos, orgullosa y emocionada de ver su trabajo. En los días siguientes, cada vez que alguien llegaba a la casa para visitarla lo primero que comentaba era que su libro ya estaba impreso.
         Todos los años al llegar la filu o la Feria de Libro Infantil y Juvenil hacía una lista con todos los libros que quería o necesitaba para así poder ir y comprarlos, incluso a veces le llevábamos libros extras que leía con mucha curiosidad para después comentarnos sobre ellos y a partir de eso hacer una reseña.
         Estar con ella todas las tardes era algo muy entretenido. Más de una ocasión tuvimos la oportunidad de hacernos compañía mutuamente, aunque ella estuviera leyendo un libro y yo estuviera en la computadora. Yo era su Cajita de herramientas, cuando se tenía que quedar con alguien por diversas situaciones, en las primeras personas que pensaba era en mi abuelita y en mí. Así pues se volvió una rutina tener la compañía de la otra desde que yo llegaba de la escuela hasta la hora en la que me iba a dormir. Regularmente, después de comer, tomaba una siesta, aunque en otros casos se iba a su computadora a revisar algún documento que tuviera pendiente, ahí se pasaba el resto de la tarde hasta que pedía ir a su cama alrededor de la medianoche. En las mañana al terminar de desayunar iba a su escritorio y comenzaba nuevamente la rutina.
Mi bisabuelita se ha ido, pero nos dejó como sus recuerdos los libros que llegó a publicar además del tiempo que disfrutamos en su compañía. Así como también la pasión y entrega que ponía al elaborar cada trabajo, su gusto de hacer las cosas bien a pesar de que en algunas ocasiones esto no es lo más fácil, entre muchas otras cosas más.

Bisabuelita, siempre te recordaremos a través de las palabras y cada vez que algún hijo, nieto o bisnieto abra alguno de tus libros sentirá tu presencia y cómo, desde donde quiera que estés, le narrarás tus historias.

Tarea de vida

Ángel David Hernández Ruiz

Mi propio deseo de saber de la vida me llevaba a hacerme preguntas y a buscar la experiencia de los más viejos. Ser viejo es en algunas culturas un honor, porque se reconoce que son los más sabios, los más prudentes y la liga más tangible hacia los antepasados, dueños de la tradición familiar y de la comunidad. En este sentido, las actividades de mi madre no dejaban de asombrarme, por la tenacidad con la que las realizaba y porque me recordaba a mi abuela, su mamá: preocupona, mandona, controladora, ordenada, y bla bla bla. Consciente estaba yo de que la herencia y la cultura se imponían en la manera de ser de alguien; me preguntaba, al recordar a la abuela, si mi madre también traía esos “genes” tan definidos y descubrí que sí. Un día le dije, “mamá, ¿por qué no escribes sobre las lecciones de vida que has aprendido?”, no supe si me ignoró o simplemente no me escuchó, con eso de que a veces solo escuchaba lo que le convenía. “Si mamá, algo de lo que has aprendido y que pudieras compartir con nosotros”; yo, esperanzado de que me diera alguna pista de mí mismo, “mira, escribe sobre tu filosofía de vida, tu experiencia sobre cómo vivir una vida plena”, y me volvió a ignorar. Me resigné.
Ella siguió en sus lecturas, en sus clases y escritos, creaba un mundo a su alrededor muy de ella, nunca supe por qué no le motivaba hablar de la parte íntima de sus pensamientos y emociones, es decir, sobre vivir su vida. Eso sí, nos habló con su ejemplo, de ahí cada quien podría haber deducido las respuestas a mis preguntas que ese día no encontraron eco.
Por supuesto no es mi intención intentar descifrar ahora ese misterio, no hace falta, pero me pregunto ¿qué hubiera dicho si hubiera querido contarme al respecto?, como chamana, alrededor de una fogata en una noche oscura, platicando sus anécdotas a sus descendientes, haciendo ritos y magia con polvos y con movimientos de manos, convocando a los espíritus de sus ancestros y empezando a decir: “la vida es misterio, que se vive un día a la vez, no importa cuántos planes hagas, solo lo podrás vivir en el tiempo presente, el pasado yace muerto entre los recuerdos, el futuro aún no ha nacido”, y arrojando piedrecillas de cristales al fuego para hacer volar humaredas azules y verdes, brillos intensos de sales de sodio o sonidos realizados con un tambor y sonajas prehispánicas. Tal vez hubiera sido así, si hubiera querido hablar, o contar, o escribir sobre qué es la vida y cómo se logra su plenitud.
Tal vez hubiera podido escribir algo así como “consejos para cuando seas anciano”, o “cómo enfrentar las vicisitudes de la vida”, o “el estilo de envejecer”; no lo sé, lo que sí creo es que mi madre estuvo fuera de época siempre, primero innovando, luego constantemente activa y al final muy enfocada en su vida literaria.
Por alguna razón no escribió sobre eso. Inclusive no le gustaban los libros de Coelho, simplemente de un jalón me regaló los tres que poseía. Y no obstante, me enseñó a no perder la visión sobre mí mismo, aun sin decírmelo, a no rendirme en la búsqueda de mí mismo, aunque a veces, confieso, sus actitudes me parecían una piedra en el zapato, me empujó tanto que tuve que vivir lejos, para, como dice mi hija Tania, poder ver las cosas de cerca, como si con su celosa actitud hacia sí misma, me dijera: “observa, tú no eres quien crees que eres, sigue tu búsqueda”. Así, a veces con regaños y a veces ignorándome, me dio una tarea más bien sagrada, digna de una ceremonia tolteca entre pirámides y el sombrío sonar de los huehuétl y teponaxtles: me dio mi tarea de vida.
         Así que honro su vida y honro su muerte, que no son otra cosa que transmutaciones de energía, como la música, como el canto, como la danza cósmica de los chamanes. Y la honro al buscar mi propia definición de vida, como lo hizo ella con la suya, y quien sabe, en algún momento, cuando no exista medida del tiempo, quizá nos encontremos en el más allá y nos sentemos a platicar sobre la vida y las lecciones sobre cómo vivirla, y entonces le pueda yo contar un par de cosas de las que he aprendido y ella sonría dichosa de haber resultado yo, finalmente, un buen alumno.


Laguna Verde, Veracruz, 3 de agosto del 2016

Una familia de maestros e ingenieros

José Arturo Hernández Ruiz

Nuestros padres, Rubén y Aurora, heredaron de nuestros abuelos, el amor y la pasión por el trabajo. El profesor José P. Ruiz y el ingeniero agrónomo Arturo C. Hernández, con sus trayectorias en favor de la enseñanza y la delimitación de parcelas en favor de las comunidades, sembraron la semilla en Aurora y Rubén, quienes también se dedicaron en cuerpo y alma a la educación y a la agrimensura.
A nosotros, desde pequeños nos llamaban maestros e ingenieros, parecía que nuestra carrera estaba predeterminada. Mi padre me decía que un ingeniero civil podía trabajar en muchas ramas, que si no había trabajo en una, habría en otra, que era una carrera muy amplia; a mis hermanas les decía que no obstante que en el futuro tendrían marido, ellas tenían que estudiar bastante para ser como su mamá. Mi padre nos alentó al estudio, toda la vida nos decía que cumpliéramos con los deberes escolares, que no tuviéramos miedo a los exámenes, que si teníamos dudas, le preguntáramos a mi mamá, que para eso era maestra, pues "ella sabía de todo".
Mi mamá me ayudaba todas las noches a pasar en limpio los apuntes de la primaria, pues en los años 50 no existían los libros de texto oficiales y la maestra dictaba. Yo escribía muy rápido, tanto que después no entendía mi propia letra manuscrita; nunca pude mejorar mi caligrafía. Al pasar en limpio, dejaba el vacío de palabras inentendibles para ser llenado posteriormente. Cuando entré a la secundaria, mi padre me enseñó la letra "de molde", aprendí a hacerla casi como dibujo y así aprendí a dibujar.
Me tocó acompañar a mi padre al campo. Íbamos a caballo, cargando un libro enorme de tablas de logaritmos y funciones trigonométricas junto con un morral con tortas y un calabazo con agua. Lo acompañé a medir terrenos, a comer y dormir en el campo, a calcular poligonales y a sudar bonito trabajando bajo los rayos del sol.
Tantos años de sembrar en nosotros la responsabilidad por el estudio y por alcanzar las metas en pos de los títulos de maestros e ingenieros, hicieron que se lograran los sueños superando todas las adversidades.
Durante mis estudios en la carrera de ingeniería, encontré en el significado de la palabra ingeniero algo que me hizo reflexionar. En la facultad, mis maestros eran ingenieros, pasantes o profesores, ya que en los años 70 no se exigía un grado superior para dar clases en la Universidad. Yo veía en los tableros de la escuela, los nombres y títulos de los maestros: Ing, Pte, Prof. y pensaba "¿cuándo podré anteponer la abreviatura Ing. a mi nombre?”. A la casa llegaban personas buscando a mi padre diciendo "¿está el ingeniero?". Cuando yo estaba por salir de la  facultad, mis hermanas decían "cuando vengan a preguntar por el ingeniero, vamos a decir ¿cuál de los dos?”.
Verdaderamente, era un orgullo ser ingeniero. Con el paso del tiempo, mis hermanos se recibieron de ingeniería naval e ingeniería eléctrica. Mis hermanas lograron sus títulos de maestras, algunas de "doble plaza", como decía mi padre. Mi hermana menor se recibió de química.
Posteriormente ingresé como maestro a la universidad. Tuve el privilegio de practicar las ingenierías civil y estructural, además de contribuir a la formación de nuevos ingenieros, por lo cual me siento orgulloso de pertenecer a esta gran familia de maestros e ingenieros.


¡Mamá, llévame a tu trabajo!­­­

Norma Hernández Ruíz

En una mañana sin clases pero en la que  mi mamá debía ir a trabajar, me dijo: —te quedas con doña Elena. La señora era una vecina que se pasaba el día haciendo tortillas en un anafre, era muy amable pero a mí no me gustaba el olor del humo. “¡Por favor mami, llévame contigo!”
El pasto recién cortado olía de manera especial, muy grato, a bosque, y los arbustos a pino; era una gran aventura rodar por la colina y terminar llena de muchas hojas. “¡Una vez más!”, le pedía a alguno de mis hermanos que le tocaba acompañarnos, Lety o David, y ella nos dejaba disfrutar el momento. “No se ensucien mucho y no se vayan lejos”, nos decía. Después de un rato: “ahora quiero ir a comprar golosinas a la cafetería y ¿a ver quién gana?”
Salíamos corriendo toda la gran explanada de la escuela Normal.
Sí, mi madre trabajó en el laboratorio de material didáctico, era la responsable del área, también daba clases a las alumnas educadoras. Siempre estuvo muy orgullosa de su labor, nos llevaba a las ceremonias del auditorio, a los festivales. El día del maestro se vestía de gala, tenía fotografías con grandes autoridades y hasta la fecha es muy reconocida. Mis tres hermanas estudiaron ahí, seguramente tienen más anécdotas, para mí fue una etapa muy significativa que recuerdo con orgullo y gratitud.
En el laboratorio siempre había acción, la maestra Aurora, como la llamaban sus alumnas, hábilmente dirigía la actividad. Había un carpintero gruñón, don Jerónimo, que me regalaba las tablitas que le sobraban, también algunas maestras que hablaban mucho y se la pasaban pintando juguetitos de madera. Tenían una máquina de coser, un bote con muchos pinceles y un cajón lleno de pinturas, también un montón de piedras blancas y sucias, eran los moldes de yeso para hacer los muñecos guiñol; en otro rincón había de todo: corcholatas, tapas de frascos, estambres, botones, tijeras, pegamento, cartón, recortes de papel, fieltro, relleno de lana y todo lo inimaginable.     
Me dejaban jugar con todos esos tesoros, podía hacer casitas, muñecos, cuentos, trabajos manuales para la regalárselos a mi abuelita, creo que hacíamos magia en su baloratorio (así lo pronunciaba yo). Recuerdo un piano hecho de un retazo de madera que pinté de negro y mi mamá me ayudo a ponerle teclas, en mi siguiente visita ya estaba puesto en el aparador, era como un trofeo. Ese mueble era una enorme vitrina de toda la pared y contenía muestras de los mejores trabajos de las alumnas y las maestras que ahí laboraban.
Mi madre, Yoya para sus compañeras, diseñaba y hacía todo lo necesario para un cuento; la escenografía la pintaba a partir de un cuento impreso, el carpintero construía la casita, las otras maestras la adornaban y le hacían las cortinitas. Para los personajes, primero los modelaban con plastilina, luego hacían el molde con yeso y esperaban a que secara, ya listo se preparaba el papel minagris, remojado en agua y luego con engrudo se pegaban pedacito por pedacito dentro del molde, después de varias capas, a secarse al sol, las dos mitades del muñeco se tenían que pegar para armar el rostro y después detallarlo con más papel, otra vez a secarlo. Dos o tres días después de iniciado el proceso, procedía a pintarlo y detallarlo. Entre tanto, les hacían sus trajes manualmente, uno por uno, cosido, pegado, pintado, decorado, algunos incluso llevaban una funda para que no se vieran las manos. Debían ser varios personajes por cuento y bien caracterizados.
¿Faltaba el guion?, pues a escribirlo y a darle forma; a veces hasta música de fondo le adaptaban. Al final, tenían que ensayarlo, a mí me gustaba ayudar a hacer los ruidos de los efectos especiales. Nada que ver con los videos actuales que a los pequeños causa emoción pero no tiene la magia de la espontaneidad.
Era ella, quien daba vida a la gallina y sus pollitos del cuento, con mucha imaginación, con mucha creatividad, con mucho amor y poca tecnología. El trabajo era artesanal y también era ejemplar pues ahora serían las alumnas quienes debían construir sus propios materiales. Y si llegaba algún maestro de otra escuela podía comprarlos o solicitar un pedido especial. De aquí surgieron muchos cuentos, no me es raro que después pudiera construir muchos más, amaba a los niños y lo refleja en su obra.
Para mí era un juego muy divertido, ahora veo que para ella era necesario mantenernos ocupados, seguros, darnos educación y por supuesto casa, vestido y sustento, mi padre trabajaba fuera de la ciudad y ella también atendía las labores de casa, hacer nuestros trajes de los bailables, revisar las tareas, y contarnos un cuento antes de dormir.  Acababa de regresar a trabajar, después de estar ausentarse 10 años para criar a los siete hijos. Los mayores ya habían crecido, Arturo el más grande, entraba a la universidad en Veracruz, mientras los tres chiquitos todavía estaban en el jardín de niños; debía regresar al trabajo, ¡y que bueno que pudo ingresar a lo que más le gustaba! Además de su trabajo previo como educadora, esta vez desarrollaría otras habilidades. Se vestía muy bonita, recuerdo sus zapatillas puntiagudas, diariamente salía muy temprano y recuerdo que decía: si no fuera porque tengo que tomar el camión y luego cruzar el puente, mi trabajo sería ideal, una vez que empiezo no quiero parar hasta terminar cada proyecto.   Admiro su entrega y dedicación, su creatividad, su entusiasmo y su compromiso. Sencillamente, su vocación docente estaba enfocada a los niños preescolares y a las futuras educadoras. Me llama la atención que este trabajo se relaciona mucho con lo que después de jubilada desempeñó de forma altruista. Participó en “La Piñata”, programa infantil en la televisión local en compañía de Caliche; solo salían sus manos y su voz, hacia manualidades propias para los chiquitos y divertidas para los grandes. A mi hijo mayor le encantaba ver el programa y el reto era hacer todo lo que proponía. Una vez más dejaba un huella que trascendía.   Los niños la seguían tanto que después abrió el Taller de la maestra Aurora en un local arriba de la casa; ahí los niños podían hacer más actividades con aprendizaje lúdico, el taller fue creciendo y después atendía también a las mamás con clases de pintura. Le gustaba tanto que se le pasaba el tiempo y mi papá tenía que ir por ella para cenar.
Hay tantas anécdotas de mi madre pero elegí estas, que tal vez sus lectores no conozcan y que fueron la base de mi preparación profesional; ella me enseñó y alentó a soñar, despertó mi curiosidad, activó mi imaginación y me impulsó a ser creativa. Indirectamente me forjó la responsabilidad y el compromiso, me enseñó a ser feliz.

Gracias por querer a mi mami, discúlpenme que yo no sé escribir bonito como ella, esa lección sigue pendiente; éste solo es un humilde homenaje en su recuerdo. Gracias mamá, mis hijos y mi nieto también siguen tus pasos, vivirás por siempre entre nosotros.

Las cartas de Aurora

Martha Ordaz

El envío de cartas manuscritas quizás sea una de las prácticas cotidianas más añoradas por nuestros abuelos y padres; su naturaleza íntima y meditativa que hemos suplido poco a poco por medios y soportes cada vez más veloces y, desde luego, más efectivos guarda en sí misma una fuente de placer sin comparación: será que en la parsimonia, esmero y dedicación que implica la escritura de cartas a manos haya una forma de meditación, de oración quizás, o simplemente que escribirle a otros sea una manera de charlar con nosotros en realidad. La exigencia de nuestros ritmos laborales y nuestros hábitos comunicativos al final han dado por desplazar este hábito tan gentil. Así, con esa velocidad de la vida editorial transcurrían mis prácticas de escritura hasta hace un par de años, todas mis comunicaciones se realizaban por emails de diferente naturaleza, mensajes de texto por celular, canales de Gmail, Facebook y Whatsapp, hasta un día en que, más como una curiosa travesura, envié a Aurora, mi opinión a mano sobre algunos aspectos de su novela Sólo recuerdos¸ justamente por la relevancia que la carta tiene en su trama.
Naturalmente, Aurora estuvo feliz con el gesto y contestó mi comentario de la misma manera. Debo decir, sin embargo, que al tiempo de estas cartas Aurora y yo mantuvimos una conversación fluida y continuada tanto por mail como a través de Facebook, sin embargo aquel primer acercamiento epistolar (que no se dio en todos los años de conocernos sino hasta este momento) se convirtió en breve tiempo en nuestro jardín privado, nuestro escondite de niñas cómplices, un mundo propio, íntimo y especial.
Semana a semana nos escribíamos sobre cosas que nos importaban: nuestras emociones, nuestros anhelos, las lecturas de los libros en los que estábamos metidas en ese momento, nuestros recuerdos de infancia; sobre el amor, la vida, la muerte. Conocí en esa colección de cartas que atesoro —su más grande legado para mí— a una mujer diferente a la que hasta entonces había conocido. Todos sabemos que Aurora era una conversadora nata, aun cuando acabaras de conocerlo cinco minutos antes conseguía de ti tu atención total, su calidez desarmaba toda resistencia; o al menos a mí eso me pasaba a su lado; sus cartas también eran eso, una extensión de su charla; con las ventajas del revivir la plática cuantas veces lo desearas.
Ambas nos impacientábamos cuando por una u otra razón no podíamos escribir una carta a la velocidad que queríamos, o la carta anhelada no llegaba. Ambas, según nuestros ritmos, estados de salud, ocupaciones y demás, hacíamos lo que podíamos por escribir y no detener nuestra charla. Adán, mi marido, quien era nuestro puntual cartero, me veía reclinada en la mesita de noche escribir las cartas prometidas, a veces incluía dibujos, a veces en sobres especiales.
Con esas cartas recibidas y enviadas me reí a carcajadas, lloré, ordené ciertos recuerdos, desmenucé algunos temores, me emocioné hablándole de la trama de algún libro, de los gestos nuevos de mi pequeño hijo, en fin, de todo lo que llenaba mi vida. Me sentí, y me siento aun hoy en la relectura de sus cartas, sumamente abrazada por su presencia, envuelta en su voz, acompañada por su sonrisa, su sentido del humor y su inteligencia, de su generosidad en todos los planos: por todo lo que me contaba respecto a la crianza de los hijos, sus opiniones como lectora y también sus dificultades naturales para sostener la lectura de algunos libros, especialmente por los episodios de mala salud que la obligan a descansar de los libros: la peor privación a la que podía ser sometida, sobre su entorno cotidiano, sobre la vejez jamás en un sentido maniqueo, sino su vejez y su escritura.
Entre esta amiga íntima tan amada y yo había una brecha generacional aparentemente insalvable, de más de 50 años;  pese a ello puedo decir que en ese amor genuino no había ninguna comunicación, tópico o tema absolutamente imposible de abordar; me habría gustado escribirle más, leerla más de aquella manera, me habría gustado una máquina del tiempo a capricho para hacerme niña cuando ella fue niña, para hacerla a ella madre joven ahora que yo lo soy, o verme también anciana a su lado, o jóvenes pubertas; pero de alguna forma sí lo fuimos, al menos epistolarmente.
Aquellas cartas fueron su último regalo, que como todos los obsequios de Aurora, son inagotables; pasados estos primeros meses sin ella, tomo de vez en cuando de mi librero el paquete de sobres, vuelvo a mirar con detenimiento su caligrafía, las fechas, sus despedidas; vuelvo a retomar la conversación donde nos quedamos.


Mis conversaciones con Aurora

Evelyn Albina Becerra Ruiz

Se dice que conversar es un arte, el diccionario señala: “Hablar [una persona] con otra sobre algo alternando los turnos de palabra”.  Otra definición: “Comunicar, relacionarse, trabar o estrechar amistad unas personas con otras”.
Llegaba a su casa y desde la reja de la entrada, a través de la ventana por donde ella veía su jardín, la observaba. Ahí estaba, como siempre, como cada vez que la visitaba desde que regresé a vivir a Xalapa después de una larga ausencia. Sentada frente a su monitor, trabajando, con un libro entre las manos, concentrada, muy atenta a la lectura. Sentía pesar por interrumpirla, sin embargo sabía que le agradaría mi visita. Después de los saludos y palabras de afecto, del cariño demostrado con un abrazo y un beso, me acercaba una silla al lado de su mesa de trabajo, así me sentía cerca física y emocionalmente. En cuanto me sentaba, me decía:
−Platícame, ¿qué has hecho?
Así empezaban las largas conversaciones que tenía con mi tía Aurora.
Creo que conversar es importante, tal vez hasta sea una necesidad, tener con quien conversar es indispensable. Platicamos con muchas personas, sin embargo mantener una buena conversación es otra cosa, es una actividad trascendente, un medio para relacionarse desde el alma que nos ayuda a encontrar la esencia de nosotros mismos y del otro, a mejorar como personas, a conocernos y enriquecernos porque conversar nos da la oportunidad de hablar de nosotros mismos, de nuestras experiencias y sentimientos. Así podemos hacernos conscientes de nuestra forma de ser y de estar en el mundo.
Esa es la relación que establecí con Aurora, conversar con ella fue tener toda su atención, su interés, su cuidadosa escucha sin barreras por nuestra diferencia de edad, sin muros infranqueables por nuestras ideas y creencias propias. Ante esta apertura tuvimos la oportunidad de hablar de lo mío y de lo suyo, aprendí a escuchar a una mujer de otra generación, a entender cómo su pensamiento evolucionó con el mundo y sus circunstancias. La empatía nos permitió abrir el corazón y compartir.
Uno de los tópicos que más nos entusiasmaba, claro está, fueron los libros, y aunque decía que su memoria ya fallaba, me relataba su lectura más reciente con lujo de detalles, a veces la trama completa, en otras ocasiones el inicio de algún nuevo libro o sus reseñas, incluso comentaba:
—Ese no me gustó, pero decidí terminarlo; no hay que dejar la lectura inconclusa.
Por mi parte, como participante en un círculo de lectura y como estudiante de historia y de historia del arte, le compartía mis hallazgos y nuevas adquisiciones. Surgían las recomendaciones, sugerencias, el préstamo, sin faltar las motivaciones y sucesos en torno a los libros escritos por ella o el que estaba en preparación.
—¿Y ahora a dónde has ido? Cuéntame ¿trajiste fotos? ¡Me gusta viajar contigo!
Ante la pregunta, la oportunidad de volver a viajar con el relato: describir sitios, paisajes, objetos, eventos, hablar sobre sueños cumplidos y otros aun no realizados. A las ideas unimos afectos y deseos.
Hablamos de asuntos intrascendentes y también de los más trascendentes, de la vida y de la muerte, del dolor, de la pasión y del desánimo, de las pequeñas alegrías que se convierten en felicidad y de las satisfacciones, de esas que sentimos cuando damos y recibimos.
Siempre hubo oportunidad de hablar del futuro y del pasado, de nuestra familia y su infancia, no faltaron las anécdotas familiares, por ejemplo: conocí la historia detallada de la tía Marina que murió de amor y algunas otras anécdotas que se hubieran perdido para mí en el tiempo.
También recuerdo sus reflexiones sobre su vida actual:
—Ya no me preocupo por lo que mis hijos comerán o por si vienen a visitarme; eso ya pasó, ahora pienso en mí, no es egoísmo es pensar que ellos son adultos y que no necesitan que yo resuelva ciertas cosas, al contrario ellos me las resuelven a mí.
Esa muy agradable aventura empezó cuando descubrí que Aurora no me oía ¡me escuchaba! Yo aprendí a escucharla, pudimos hablar de nosotras y desde nosotras, mirándonos a la cara como señal de aceptación y acercamiento, y sintiendo que éramos importantes, ella para mí y yo para ella.
Es por eso que después de cada conversación  me sentía transformada, salía de su casa nutrida, enriquecida, motivada con sus ideas  e inquietudes, con su fortaleza anímica y extraordinaria claridad mental. Sé que no soy la única afortunada de haber establecido esta relación, muchos quienes la conocieron y fueron sus amigos coincidirán conmigo:
Fue un gran  placer ese tiempo invertido porque esas conversaciones me hicieron  una persona distinta, sin duda una mejor persona. Gracias Yoya. 

Julio de 2016

La pintura, una expresión del arte

Elma Aurora Hernández Ruiz


Su esencia se encuentra en todos los momentos de mi vida.
Hace unos días estaba en un hotel de la ciudad de Misantla, un lugar agradable, con estilo colonial y paredes de piedra. Al llegar a la habitación, arriba de la cabecera de la cama me encontré con dos hermosos cuadros en tonos pastel compuestos a su vez por pequeños cuadritos. En el primero había tulipanes de color naranja con matices blancos, rosas y amarillos, se apreciaban árboles pintados en acuarela con diversidad de tonos, desde colores fuertes hasta muy tenues, los colores verdes hacen juego con las sombras en azules y amarillas; al lado se encuentran unas vainas como soldaditos, muy juntas, parece que bailan al ritmo del viento. En el segundo cuadro hay más tulipanes con los mismos matices, un conjunto de hojas con los colores del otoño, tonos verdes, cafés y dorados, al lado una varita con flores muy pequeñas que parecen campanitas en tonos rojos, rosas y blancos, junto están las amapolas rojas con los centros cafés. Todos los cuadros combinan, tonos pastel, colores cálidos que dan un toque de romanticismo a la habitación.
Entonces vienen a mi mente los recuerdos. Mi madre disfrutaba una de sus pasiones, la pintura; decía “voy a emborracharme de pintura” porque efectivamente, podía pasar horas y horas haciendo combinaciones de colores o aprendiendo técnicas sobre cómo usar cada pincel, planas de pétalos de diferentes flores o cómo hacer los efectos de las hojas, dibujando sombras y verificando la dirección de la luz, pintando primero el fondo y después los detalles de acuerdo las diferentes dimensiones.
A cada hijo le pintó la reproducción de un Diego Rivera, a mí la india con alcatraces; esta flor siempre estuvo presente en su vida, en su ramo de novia, en las invitaciones de sus bodas de oro, en el florero de su escritorio y ahora en su altar.
 Mi cuadro se encuentra en la pared de la escalera. Es como si ella estuviera en casa y cada mañana me diera los buenos días.
Desde que trabajaba en el taller de material didáctico de la Escuela Normal se dedicaba a pintar en papel kraft cuentos especiales para estereotificón para luego enseñarles a sus alumnas cómo hacerlos.

Además de trabajar con las pinturas se puso a dar clases a los niños y a las mamás de los niños. Compraba todas las ofertas de pintura y los dibujos que sólo se planchaban en la tela, ella decía que necesitaba un muestrario para agradar a los clientes. También compró infinidad de revistas para aprender  las diferentes técnicas. Llegó un momento que ya tenía muchas playeras pintadas y le sugerimos venderlas. Pera ella decía: “esta no, esta tampoco, esta es una muestra, esta me gusta cómo quedó”. No podía venderlas, entonces las regalaba a la familia o a sus amistades en fechas importantes. Ahora estoy escribiendo en la mesa del comedor de la casa, tengo puesto un mantel que ella me regaló, son unos patos con sus moños de diferentes colores, ya está descolorido pero lo sigo usando porque recuerdo el cariño con el que ella lo pintó. Cuando tenga tiempo voy a restaurarlo.
Al igual que la Literatura, me contagió su entusiasmo por el arte de la pintura. Trabajábamos juntas, yo le traía playeras y revistas y empezamos a comprar tela para manteles de todos tamaños, hicimos cuadros y manualidades. El Taller de la maestra Aurora tuvo mucho éxito, la gente que pasaba por la calle se detenía a ver las preciosidades o entraba a preguntar por las clases.
Cómplices en esta aventura viajamos junto con un grupo a la Ciudad de México a varios encuentros y congresos con personas de otros estados, no solo era la pintura, era la convivencia con otras personas que contagiaban su entusiasmo. El grupo de Xalapa siempre se distinguió porque todas nos uniformábamos con playeras iguales, pintadas por nosotras y con características de nuestra región. Aprendíamos nuevas técnicas y me impactaba la creatividad de todas ellas. Una etapa muy bonita y llena de recuerdos; sin embargo por cuestiones externas a nosotras la plaza Xalapa fue disminuyendo, la salud de mi mamá también; nos fuimos retirando, nos fuimos retirando, por su edad, y yo por el trabajo académico y compromisos laborales. Sin embargo lo tengo presente, estoy recopilando todas las pinturas, las revistas y cuadernos de dibujos que ella tenía para iniciar una nueva etapa en mi vida, bueno… será cuando me jubile.



4 de agosto de 2016