Rubén Hernández Ruiz
Texto leído en la
presentación del libro La jaula del
canario de Aurora Ruiz Vásquez el 23 de marzo de 2012 en la Biblioteca
Carlos Fuentes de Xalapa.
Quiero contarles una
historia: un buen día, el preciso para concluir una vida, él se fue y su
compañera empezó lentamente a apagarse. Ya en cama, se dio cuenta que aún le
faltaban algunas cosillas por hacer, se levantó y dijo —tráiganme la máquina de
escribir de su papá— y así fue, se sentó
a escribir sus memorias.
Cuando una hija fue
a visitarla y se dio cuenta de la dificultad para usar ese antiguo trebejo,
consiguió una computadora portátil y se la llevó. —¿Y ahora cómo uso esto?—
Como una máquina de escribir. —Y por dónde le meto el papel, y apareció una
impresora. Ante esta tecnología, nueva para ella, sintió la necesidad de
aprender a usarla y contrató en consecuencia a una maestra de computación.
Sin embargo, aunque
ya aparecían los textos en la pantalla, algo más dificultaba el proceso: ¿y
ahora cómo escribo?, ¿cómo redacto?, ¿cómo expreso lo que quiero decir?
Entonces volvió a solicitar apoyo —necesito un maestro que me enseñe a
escribir— Entusiasmada y aunque tuvo que subir con cierta dificultad las
escaleras, fue a la escuela.
Finalmente, se
conjugaban talentos: el tecnológico, el escritural y el del vivir intensa y
plenamente la vida; el vínculo era el deseo de contar sus experiencias, la
expresión escrita.
Para aprender a
escribir debe leer, le dijo el profesor y se dio a la tarea de conseguir
libros. Para alinear los párrafos debe picar esta y aquella teclas, le dijo la
maestra. Como buena alumna, anotaba todo y hacía cuanto le recomendaban.
Al visitarla otra
hija, le dijo —no mamá, la letra de la lap
está muy chiquita y casi no se ve, déjame traerte otra cosa— Y le llevó una
computadora de escritorio. Un hijo por allí le hizo ver que aunque tuviera
pantalla grande la letra seguía siendo pequeña, así que le cambió la
resolución… para ver lo que escribes mejor.
Cuando pasaba un
nieto o hijo por allí, los atrapaba para preguntarles algo: ¿cómo le hago para
hacer esto o aquello? –ah, así abuelita, muévele aquí— Ya quedó, gracias, pero
espérate, no te vayas, ahora dime cómo le hiciste y déjame anotarlo; a ver,
primero seleccionaste, luego te fuiste acá… después… no te vayas, ahora lo hago
yo.
Así, sus achaques
cambiaron, ya no eran dolencias del cuerpo. Cuando se sentía mal no llamaba al
médico sino a otro nieto, el ingeniero en sistemas; una vez arreglado el equipo
de cómputo seguía trabajando y desaparecían por arte de la magia de la
lectoescritura los males del alma.
Aparecieron otros
requerimientos, se le colocó nueva iluminación en la cabecera de su cama, un
nieto le llevó un ratón “de bolita” para no cansar la muñeca de tanto hacer
clic, una impresora copiadora y para escanear, una memoria, discos para grabar,
cartuchos de tinta de mayor capacidad porque se le agotaban pronto y mientras
le resurtían otro pues no podía avanzar…
Y conforme leía y
leía, escribía y escribía y usaba y usaba la computadora y su impresora,
aprendió también a comprar libros con tarjeta de crédito por Internet por lo tanto necesitaba nuevos libreros para
irlos acomodando y tenerlos a la mano para su lectura y consulta…
Entonces, empezaron
las producciones y publicaciones, en una revista, en periódicos, editó sus
memorias, su novela y varios libros más. Reconociendo que la lectoescritura la
había levantado de la cama, escribió incluso sobre la lectoescrituroterapia.
Sí, me refiero a la
autora, a Aurora Ruiz Vásquez, a Yoya. Créanme que desde la perspectiva de hijo
no he podido ser neutral para criticar y comentar su obra. Pero así como Hawking,
un afamado científico, ha afirmado que el universo cabe en una cáscara de nuez
o como el Dalai Lama, un gran místico, dice que la cualidad del universo está
reflejada en un átomo y viceversa, yo diría que la esencia de la autora está
contenida en un haiku.
Su vida es:
Cielo mar tierra
colores difuminados
en la paleta
El amor por mi
padre:
Es luna llena
promesas de amor eterno
noche serena
A su partida:
El sol naufraga
en tarde crepuscular
en el océano
Su tristeza:
Llora el sauce
extrañas palabras
susurra el viento
Su paz:
El sol se filtra
entre el ramaje verde
saluda alegre
En el haiku de
Aurora, como en el kare-sansui o
jardín zen, cada elemento cumple una función estética, simbólica y espiritual.
Reunirlos y acomodarlos sin un espíritu holista no daría el efecto armónico
esperado, fue esencial relacionar cada parte del poema entre ellas mismas y con
su totalidad. Sus elementos son factores que se entretejen, considerando, entre
otros aspectos, a la naturaleza como parte del ser y al ser como parte de la
naturaleza.
El haiku de Yoya,
como el sumie-e o pintura japonesa
basada en tinta china y papel arroz, es un sendero de silencio y simplicidad en
calma, un camino de meditación. Al pintar se trasladan al papel las sensaciones
que se han vivenciado a través de la observación y de la experiencia directa
con la vida. Cada pincelada debe estar llena de energía vital (ki), cada trazo
debe mostrar la vida colocando su espíritu en la acción plena para crear vida a
través de la expresión artística.
El haiku de mi mamá,
es una obra de vida que manifiesta una manera de ser y no un conocimiento
adquirido.
Creo que esto se
logra cuando se le otorga mayor importancia al proceso que al resultado. Puede
parecer paradójico que para alcanzar la libertad y la expresividad interior los
expertos propongan un método de aprendizaje basado en la repetición. Pero es
necesario centrarse en el aprendizaje del método para que aparezca la fluidez,
espontaneidad y naturalidad. Al final, como lo manifiesta Lu Cha’ai: “la
finalidad del método es transmitir que no se tiene método”.
La autora lo sabe:
Tiene el campo
pinceladas doradas
otoño ha llegado
y antes de que:
Obra humana
se fragmentó en
sólo un soplo
deja su legado:
No podía hablar
cantó a las estrellas
poesía sin igual
Gracias, mamá,
déjame parafrasearte:
Miro a tus ojos
comprendo tu mirada
sin explicación
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