Carlos Rojas Ramírez
Quizá debamos a los
biógrafos del Renacimiento la concepción moderna que equipara el oficio del
artista con la juventud. Esta idea, afianzada sobre todo en el gremio de los
intérpretes, como los músicos y los bailarines, perdura en el campo de la
literatura de imaginación como una loa al prodigio y el virtuosismo. Por lo
regular, para un escritor los treinta años significan su presentación en la
escena literaria. Por obra de una rivalidad contra el tiempo y las
expectativas, su empeño por publicar la primera obra antes de este periodo
representa al mismo tiempo un rito de confirmación e iniciación en el arte de
lo verosímil.
Cuando conocí por primera vez a Aurora
Ruiz Vázquez, ella frisaría los 83 años. Su primera obra, Lo que guarda una memoria, saldría en una edición con portada en
tonos sepia un año más tarde. A ésta la seguirían volúmenes de cuentos,
relatos, poemas y novelas, intercalados por numerosas reseñas y críticas
literarias de aparición periódica. Desde diferentes perspectivas, cada uno de
ellos combina la experiencia de vida y los descubrimientos de nuevas técnicas y
estilos narrativos en un tono particular. Cuando releo algunas de sus páginas,
recuerdo con extrañamiento un breve diálogo entre dos personajes del director
de cine Paolo Sorrentino. En un retiro con tintes de olimpo, el compositor Fred
Balinger, interpretado por Michael Caine, consulta a su médico sobre lo que le
deparan sus últimos años de vida. Éste le responde con cierta tranquilidad:
“youth”.
Durante el pasado mes de abril y estos
primeros días de agosto se han conmemorado con festejos y ediciones las figuras
de dos escritores que encontraron la literatura en un momento de madurez:
Miguel de Cervantes y Joseph Conrad. Buena parte de sus obras hubieran
resultado inconcebibles sin todo el cúmulo de experiencias que parecería haber
requerido un nuevo género literario, como la novela, o la adquisición de una
lengua de ultramar como el inglés de los colonizadores británicos.
Dedicada
a la educación por más de cuatro décadas, imagino la cantidad de historias y de
personas que probablemente atormentaron la imaginación y la memoria de Aurora
Vázquez Ruiz, en tanto posibles relatos que convertir en literatura. Por ello,
similar al gesto de un maratonista extenuado que acaba de cruzar la meta y pide
refrescarse, su declaración de dedicarse a la escritura una vez alcanzada la
jubilación siempre me pareció una necesidad poética de descargar todas aquellas
memorias. Me resultaba la manera en que la literatura tomaba el relevo de su
vida para la recta final.
En
alguna ocasión le pregunté por las singulares etiquetas con que distinguía sus
libros de ficción en su espacio de estudio. La selección de los títulos
respondía a una conocimiento específico de la tradición literaria. Ninguno de
los grandes nombres estaba ausente. Inclusive figuraban estudios polémicos y
fundamentales como los de Harold Bloom, dentro de los cuales este crítico
sortea una de las grandes preguntas para lectores y escritores: qué debemos
leer. Recuerdo que, ante la pregunta sobre la forma de clasificar su
biblioteca, la propia Aurora me respondió con cierto misterio: “tienen un orden
que sólo yo entiendo”. Para ella, estimo que sus decisiones de lectura se
encontraban encaminadas hacia la búsqueda de un ardid estilístico, de
herramientas que solventaran sus planes narrativos.
Teóricos
sobre la memoria y la ficción han apuntado la necesidad de acudir al relato
como una forma de volver inteligible el pasado. Rememorar es para ellos contar
una historia, autonarrarse a la manera de una novela en primera persona. La
última entrega de Aurora Vázquez Ruiz se encaminó por este último sendero. Sólo recuerdos recuperó su estancia
verídica en la Ciudad de México, pero enfocó su mirada en el desenvolvimiento
de las hermanas Beristáin, en las cuales el pasado tiene algo de ominoso que
las carcome, como en una vieja foto ajada por el peso del tiempo y los malos
tratos.
Sin
embargo, en la vida de Aurora Vázquez Ruiz existieron otras historias que
parecían haber sido noveladas por la vida misma. De entre las más
impresionantes, conservo la anécdota de los “pequeños infractores”. Ésta inició
con la fundación de la Escuela Granja Los Molinos en Perote, una escuela para
menores infractores inaugurada por la propia Ruíz Vázquez, carente de personal
de vigilancia y de buenas condiciones, donde los alumnos, como escribió nuestra
autora “no se escapaban porque no querían”. Al crecer, muchos de ellos
siguieron visitándola. Eran encuentros de agradecimiento y familiaridad. Sus
oficios fueron variados; singularmente, uno de ellos se convirtió en policía…
¿Cuándo
comienza a fraguarse la semilla de la ficción en la vida de un escritor?
¿Cuándo, en realidad, se comienza a escribir? Recordando la teología de Sir
Thomas Browne, Borges hablaba de dos libros: “La Sagrada Escritura y aquel
universal y público manuscrito que está patente a todos los ojos”. Quienes
tuvieron la fortuna de conocer a Aurora Ruíz Vázquez siempre tendrán el
recuerdo del segundo, cada vez más significativo con el paso del tiempo. Su
escritura, gracias a su segunda vocación, se conserva como un legado y una
invitación para los futuros lectores.
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