Norma Hernández Ruíz
En una mañana sin clases pero en la que
mi mamá debía ir a trabajar, me dijo: —te quedas con doña Elena. La
señora era una vecina que se pasaba el día haciendo tortillas en un anafre, era
muy amable pero a mí no me gustaba el olor del humo. “¡Por favor mami, llévame
contigo!”
El pasto recién cortado olía de
manera especial, muy grato, a bosque, y los arbustos a pino; era una gran
aventura rodar por la colina y terminar llena de muchas hojas. “¡Una vez más!”,
le pedía a alguno de mis hermanos que le tocaba acompañarnos, Lety o David, y
ella nos dejaba disfrutar el momento. “No se ensucien mucho y no se vayan
lejos”, nos decía. Después de un rato: “ahora quiero ir a comprar golosinas a
la cafetería y ¿a ver quién gana?”
Salíamos corriendo toda la gran
explanada de la escuela Normal.
Sí, mi madre trabajó en el
laboratorio de material didáctico, era la responsable del área, también daba
clases a las alumnas educadoras. Siempre estuvo muy orgullosa de su labor, nos
llevaba a las ceremonias del auditorio, a los festivales. El día del maestro se
vestía de gala, tenía fotografías con grandes autoridades y hasta la fecha es
muy reconocida. Mis tres hermanas estudiaron ahí, seguramente tienen más
anécdotas, para mí fue una etapa muy significativa que recuerdo con orgullo y
gratitud.
En el laboratorio siempre había
acción, la maestra Aurora, como la llamaban sus alumnas, hábilmente dirigía la
actividad. Había un carpintero gruñón, don Jerónimo, que me regalaba las
tablitas que le sobraban, también algunas maestras que hablaban mucho y se la
pasaban pintando juguetitos de madera. Tenían una máquina de coser, un bote con
muchos pinceles y un cajón lleno de pinturas, también un montón de piedras
blancas y sucias, eran los moldes de yeso para hacer los muñecos guiñol; en
otro rincón había de todo: corcholatas, tapas de frascos, estambres, botones,
tijeras, pegamento, cartón, recortes de papel, fieltro, relleno de lana y todo
lo inimaginable.
Me dejaban jugar con todos esos
tesoros, podía hacer casitas, muñecos, cuentos, trabajos manuales para la
regalárselos a mi abuelita, creo que hacíamos magia en su baloratorio (así lo pronunciaba yo). Recuerdo un piano hecho de un
retazo de madera que pinté de negro y mi mamá me ayudo a ponerle teclas, en mi
siguiente visita ya estaba puesto en el aparador, era como un trofeo. Ese
mueble era una enorme vitrina de toda la pared y contenía muestras de los
mejores trabajos de las alumnas y las maestras que ahí laboraban.
Mi madre, Yoya para sus
compañeras, diseñaba y hacía todo lo necesario para un cuento; la escenografía
la pintaba a partir de un cuento impreso, el carpintero construía la casita,
las otras maestras la adornaban y le hacían las cortinitas. Para los
personajes, primero los modelaban con plastilina, luego hacían el molde con
yeso y esperaban a que secara, ya listo se preparaba el papel minagris,
remojado en agua y luego con engrudo se pegaban pedacito por pedacito dentro
del molde, después de varias capas, a secarse al sol, las dos mitades del muñeco
se tenían que pegar para armar el rostro y después detallarlo con más papel,
otra vez a secarlo. Dos o tres días después de iniciado el proceso, procedía a
pintarlo y detallarlo. Entre tanto, les hacían sus trajes manualmente, uno por
uno, cosido, pegado, pintado, decorado, algunos incluso llevaban una funda para
que no se vieran las manos. Debían ser varios personajes por cuento y bien
caracterizados.
¿Faltaba el guion?, pues a
escribirlo y a darle forma; a veces hasta música de fondo le adaptaban. Al
final, tenían que ensayarlo, a mí me gustaba ayudar a hacer los ruidos de los
efectos especiales. Nada que ver con los videos actuales que a los pequeños
causa emoción pero no tiene la magia de la espontaneidad.
Era ella, quien daba vida a la
gallina y sus pollitos del cuento, con mucha imaginación, con mucha
creatividad, con mucho amor y poca tecnología. El trabajo era artesanal y
también era ejemplar pues ahora serían las alumnas quienes debían construir sus
propios materiales. Y si llegaba algún maestro de otra escuela podía comprarlos
o solicitar un pedido especial. De aquí surgieron muchos cuentos, no me es raro
que después pudiera construir muchos más, amaba a los niños y lo refleja en su
obra.
Para mí era un juego muy
divertido, ahora veo que para ella era necesario mantenernos ocupados, seguros,
darnos educación y por supuesto casa, vestido y sustento, mi padre trabajaba
fuera de la ciudad y ella también atendía las labores de casa, hacer nuestros
trajes de los bailables, revisar las tareas, y contarnos un cuento antes de
dormir. Acababa de regresar a trabajar,
después de estar ausentarse 10 años para criar a los siete hijos. Los mayores
ya habían crecido, Arturo el más grande, entraba a la universidad en Veracruz,
mientras los tres chiquitos todavía estaban en el jardín de niños; debía
regresar al trabajo, ¡y que bueno que pudo ingresar a lo que más le gustaba!
Además de su trabajo previo como educadora, esta vez desarrollaría otras
habilidades. Se vestía muy bonita, recuerdo sus zapatillas puntiagudas,
diariamente salía muy temprano y recuerdo que decía: si no fuera porque tengo
que tomar el camión y luego cruzar el puente, mi trabajo sería ideal, una vez
que empiezo no quiero parar hasta terminar cada proyecto. Admiro su entrega y dedicación, su
creatividad, su entusiasmo y su compromiso. Sencillamente, su vocación docente
estaba enfocada a los niños preescolares y a las futuras educadoras. Me llama
la atención que este trabajo se relaciona mucho con lo que después de jubilada
desempeñó de forma altruista. Participó en “La Piñata”, programa infantil en la
televisión local en compañía de Caliche; solo salían sus manos y su voz, hacia
manualidades propias para los chiquitos y divertidas para los grandes. A mi
hijo mayor le encantaba ver el programa y el reto era hacer todo lo que
proponía. Una vez más dejaba un huella que trascendía. Los niños la seguían tanto que después abrió el Taller de la
maestra Aurora en un local arriba de la casa; ahí los niños podían hacer más
actividades con aprendizaje lúdico, el taller fue creciendo y después atendía
también a las mamás con clases de pintura. Le gustaba tanto que se le pasaba el
tiempo y mi papá tenía que ir por ella para cenar.
Hay tantas anécdotas de mi madre
pero elegí estas, que tal vez sus lectores no conozcan y que fueron la base de
mi preparación profesional; ella me enseñó y alentó a soñar, despertó mi
curiosidad, activó mi imaginación y me impulsó a ser creativa. Indirectamente
me forjó la responsabilidad y el compromiso, me enseñó a ser feliz.
Gracias por querer a mi mami,
discúlpenme que yo no sé escribir bonito como ella, esa lección sigue
pendiente; éste solo es un humilde homenaje en su recuerdo. Gracias mamá, mis
hijos y mi nieto también siguen tus pasos, vivirás por siempre entre nosotros.
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