José Ortiz Medina *
No hay muchas
universidades o escuelas que nos enseñen a vivir, como tampoco que nos orienten
a ser buenos padres, y mucho menos para saber envejecer de manera digna y
tranquila. Pero, lo que es peor, en ninguna aula podemos aprender a cómo morir,
en paz, en armonía con todos y con la vida misma, como lo pregona ese estupendo
poema de Amado Nervo:
Muy cerca de mi ocaso,
yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste
ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos,
ni pena inmerecida;
porque veo al final de
mi rudo camino
que yo fui el
arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las
mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas
puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales,
coseché siempre rosas.
...Cierto, a mis
lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste
que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas
las noches de mis penas;
mas no me prometiste
tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve
algunas santamente serenas...
Amé, fui amado, el sol
acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes!
¡Vida, estamos en paz!
Se supone que las
pedagogías modernas están ya encaminadas a que los sujetos del aprendizaje no
sean meros acumuladores de información como lo dictaba la didáctica tradicionalista
y que ahora lo relevante sería que el educando aprenda para la vida; en teoría
ya hay algunas “escuelas para padres”, pero éstas no se han expandido como uno
quisiera y no están al alcance de todos; de igual forma, la Tanatología nos
podría hipotéticamente enseñar a sobrellevar el ocaso de nuestra existencia con
relativo conocimiento de causa, pero pocos, muy pocos, tienen acceso a un
Tanatólogo o a un buen libro sobre esta disciplina (Ruiz Vázquez sí leyó
algunos textos de este tema).
Doña Aurora Ruiz
Vázquez, quien se nos adelantó en el viaje eterno el 23 de abril de este año, pudo llevar a la práctica lo expresado en la pieza
poética de Amado Nervo.
La destacada educadora
veracruzana tuvo el privilegio de pocos, de no sólo tener una vejez apacible
(con todos sus avatares y vicisitudes, por supuesto) sino que también abandonó
su cuerpo en una atmósfera de amor, espiritualidad y armonía con el
universo.
Recuerdo cuando Doña
Aurora descubrió la teoría de la famosa neuróloga italiana Rita-Levi Moltacini,
quien murió a los 103 años de edad. El artículo de Rita-Levi lo leí en Poza
Rica, en el semanario Centinela. Se lo compartí de inmediato. No sólo le
encantó… ¡le fascinó!
Palabras más, palabras
menos, la nacida en Turín y Premio Nobel de Medicina en 1986 postuló que “las
células sólo comienzan a reproducirse cuando reciben la orden de hacerlo, orden
que es trasmitida por unas sustancias llamadas factores de crecimiento”.
En
palabras llanas, nuestras neuronas comienzan a morir más rápido cuando les
mandamos señales de que ya todo se está terminando y que ya es tiempo de cerrar
la cortina. Al contrario (y con la ayuda adicional de nuestra herencia
genética, por supuesto), Rita-Levi nos invita a ejercitar el cerebro aprendiendo
nuevos idiomas, aprendiendo una nueva habilidad. Doña Aurora aprendió a partir
de los 85 años: computación, internet, redes sociales, literatura y escribió
libros, etc… hasta el final de sus días cuando arribó a los 93 años.
Por
tanto, es preciso mandarle al cerebro la señal, todos los días, la orden, el
mensaje, el mandato… ¡de la alegría de vivir!
Doña
Aurora nos enseñó a todos los que la amamos (parafraseando a Nervo) que si nos
lo proponemos, podemos ser los arquitectos de nuestro propio destino. Y así,
podremos seguramente vivir y morir… en paz.
*Periodista
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