Aguasol
Al mirar el paisaje cada día podemos advertir la diversidad de colores
que nos ofrecen las flores, los árboles, las nubes, la tierra, las montañas,
los animales, los edificios, también vemos en las personas, sus interacciones,
costumbres y tradiciones. La diversidad está presente en todo y también cuando
hablamos de niños. ¿Por qué entonces muchos maestros se empeñan en planear la
misma clase para todos? ¿Por qué se
esperan los mismos logros de aprendizaje?
Solamente hay que asomarse a un
salón de clases de preescolar, primaria o secundaria para advertir que cada
alumno es único, cada uno con sus condiciones personales que lo caracterizan:
edad, sexo, estatura, color de piel, intereses, lengua, religión, condiciones
de salud, experiencia escolar. Cada uno tiene su historia personal, pertenece a
una familia peculiar en una comunidad específica, además cada uno tiene su
propio estilo y ritmo de aprendizaje.
Entonces se requieren maestros
que adviertan la diversidad de alumnos que hay en su aula para dar una
respuesta pertinente con equidad y calidad, que enseñen con amor y sabiduría,
que puedan crear ambientes de aprendizaje donde los alumnos interactúen con
confianza y respeto, intercambien opiniones, reciban y den ayudas, que aprendan
a convivir y practicar valores indispensables creando una cultura de paz,
avanzando en la conceptualización de sus aprendizajes que les permita aprender
para la vida.
La interrogante es ¿cómo
lograrlo? Seguro que hay muchas respuestas, pero reflexiono y encuentro mucha
luz cuando recuerdo las enseñanzas de mi primera maestra, mi madre: Aurora
Ruiz. Con ella compartí el gusto por la
educación de los niños, en especial, por aquellos que se destacan del resto de
su grupo de referencia ya sea por su conducta o comunicación, por un ritmo
diferente para aprender, también están aquellos que se distraen con facilidad y
olvidan las tareas, algunos más no se incorporan a las actividades, otros
agreden a los compañeros o toman lo que
no es suyo, y por supuesto los que tienen alguna desventaja intelectual, motriz
o auditiva. Pero también están aquellos niños sobresalientes que terminan
primero sus tareas, resuelven los problemas matemáticos con rapidez y con
diferentes procedimientos, creativos, con lenguaje elevado, propositivos, que
quieren participar constantemente en la clase.
Mi madre, buscando respuestas,
en 1943 recibió el comunicado de la
Dirección General de Educación donde la
comisionaron para estudiar una
especialidad sobre educación de Niños Débiles Mentales y Menores infractores en
la Escuela Normal de Especialización, recién fundada, en la Ciudad de México,
donde asistieron maestros de toda la República, ella perteneció a la primera generación. El
director de la escuela fue el doctor Roberto Solís Quiroga, quien tenía mucho
entusiasmo, refería mi madre que les decía: “serán los primeros maestros
especialistas de América Latina”. Mamá
asistió al Primer Congreso de Educación Normal
en Saltillo, Coahuila, donde presentó
una ponencia relativa a la urgente necesidad de preparar maestros especialistas
para atender niños con discapacidad; el doctor Solís Quiroga, le motivo para
afinar la mirada a esa población escolar que requería más ayuda.
En 1950 mi madre, ya casada con
mi padre, el ingeniero agrónomo Rubén Hernández Félix, recibieron la propuesta
del estado de Veracruz para fundar una escuela en San José de los Molinos, en
las faldas del Cofre de Perote, era una escuela granja, destinada a recibir
menores infractores con el objetivo de “reeducar y capacitar a los menores que
habían delinquido, para llevar una vida digna y útil a la sociedad”; trabajar
con alumnos difíciles seguramente requirió esfuerzo, compromiso y gran
vocación, algunos de ellos mostraron rebeldía, burla, cinismo y altanería, pero
como vivían en la escuela se establecieron reglas de convivencia y organizaron
cada día de trabajo, los muchachos sembraban papa, maíz, haba, árboles frutales
y hortalizas, también atendías las vacas, gallinas y los borregos (papá tuvo
muchos que hacer con ellos). El proceso de enseñanza-aprendizaje era
personalizado pues cada uno tenía requerimientos distintos (mamá ya tenía
conocimientos para dar respuesta, buena actitud
y mucha creatividad). Fue una gran experiencia en donde se concretó una
práctica docente de una pareja sin igual, ella maestra, él agrónomo, y ellos, jóvenes
necesitados de amor y límites, de motivación para hacer una vida digna. Sin
duda, fueron un ejemplo a seguir para los nuevos maestros. Crearon una hermosa
familia con todos los muchachos, se preocuparon por enseñar las nociones
básicas de la lengua y las matemáticas, las ciencias y sobre todo el vivenciar
la convivencia sana y de colaboración.
Al egresar de la Escuela Normal
Veracruzana “Enrique C. Rébsamen” en Xalapa Veracruz, creí, como muchos jóvenes
profesionistas, que mi preparación había terminado para ser una buena profesora
de educación primaria, pero mamá dijo: —mijita, no es suficiente, tienes que
prepararte más.
Entonces me llevó a la Ciudad de
México, a la escuela Normal de Especialización, cómo ella lo hizo en su
momento, me recomendó poner atención a mis clases y regresar con un título, así
lo hice, el título dice: Licenciada en la Educación de Deficientes Mentales.
Estudiar en varios veranos fue una experiencia enriquecedora, conocí muchos
compañeros de toda la República mexicana, tuve grandes maestros, entre ellos la
doctora Margarita Gómez Palacio Muños, quien era responsable de la Dirección
General de Educación Especial, ella fue alumna de Piaget, lo que le permitió
vivenciar con el maestro la teoría psicogenética, en clase nos ofrecía textos
diversos que estudiábamos con interés. Ella confiaba que sus alumnos serían los
promotores del constructivismo en las aulas de todo el país. Se paraba al
centro del estrado y alzando las manos nos decía con énfasis: —Acción, acción,
operación…
Nos invitó a reconocer que la
teoría es indispensable para hacer una práctica sustentada y reconocida.
En los 38 años de servicio
como maestra de Educación Primaria,
encontré la oportunidad de aplicar metodologías diversificadas y crear
espacios de expresión para mis alumnos. Procurando un ambiente lúdico y
diseñando actividades pertinentes en correspondencia a su nivel de
conceptualización. Conocí niños como José Luis, que se tiraba al piso y no
quería trabajar, fue necesario favorecer el diálogo, la autoestima, negociar
reglas y poner límites claros para la convivencia, enseñarlo a regular su conducta, tomar
conciencia de cómo ayudar a otros niños y no molestarles y darse cuenta de
todas las posibilidades que tenía.
Gracias mamá, por recordarme que
lo bello del quehacer docente es mucho más que una buena intención, no basta
con querer hacer las cosas, hay que saber hacerlo, continuar preparándose,
atreverse a innovar. Y también es indispensable el saber ser, convivir, hablar,
escuchar; procurar que todos aquellos con los que nos cruzamos encuentren un
remanso de agua fresca en nuestra presencia, una luz que ilumine aunque sea por
un momento su camino, una oportunidad de crecer juntos, la posibilidad de tocar
una vida y hacer la diferencia.
Hoy que reflexiono sobre la vida
de mi madre encuentro un especial interés de influir en mi vocación y también
el cuidado de permitirme crecer como una
persona única e irrepetible, tan parecida
a ella; no solo físicamente, con el cabello blanco y los rizos bien peinados,
sino también con ideas, pensamientos y gusto perecidos: por las batas, blusas,
zapatos y flores, ahora entiendo que nunca se acaba el tiempo de aprender,
crecer, proyectar e innovar, porque somos personas en desarrollo, desde el
nacimiento hasta el último día.
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