Carlos González Guzmán
Era una tarde lluviosa, vivía en una pensión en Orizaba y estaba sólo. Por ser sábado los compañeros se habían ido a sus casas y yo no había tenido ganas de ir a Huatusco como cada fin de semana.
Se me antojó fumar mi pipa, pero sabía que la bolsita de plástico del tabaco estaba vacía, en ella estaba también la pipa, la conservaba ahí porque pensaba que con el tiempo podía impregnarse del sabroso olor a maple que guardaba la bolsita, dentro tenía un papelito amarillo con finas rayitas color naranja que la abarcaba toda y la hacía lucir de un color amarillo naranja muy bonito, la propaganda decía “Aroma a Maple” tabaco hecho en Canadá.
Estaba recostado en mi cama al lado de la ventana que daba a un patio de cemento en forma de cuadro, en el centro lucía una fuente redonda. Ésta se utilizaba más como pileta de agua que como fuente, pero tenía unos geranios rojos en una vieja maceta de barro, que la hacían ver bonita y menos vieja de lo que estaba, esa vista al exterior de mi cuarto me hizo sentir melancólico y deseoso de acompañarme con las volutas de humo impregnadas de aroma a maple.
Por otra parte mi pensamiento debatía entre salir a mojarme o quedarme con las ganas de fumar. La tienda donde vendían tabaco y artículos para las pipas, como limpiadores, tabacos de diferentes aromas etc., estaba a dos cuadras de la pensión. La llovizna estaba tupida.
De pronto me percaté del ruidito de la lluvia pertinaz, finita, formando hilitos de agua en el patio iluminados por el foco que se encontraba sobre la puerta de mi cuarto a un lado de la ventana. Observé la fuente mojada casi llena agitando su agua debido al chipi-chipi típico de esa ciudad, ese movimiento se acompañó con el de las flores de los geranios que se movían al compás de la llovizna, contrastando con el color del barro mojado de la maceta y el gris de la piedra de la fuente.
Todo el ambiente penetró por la vista, el oído y el olfato haciéndome sentir la sensación del aire húmedo combinado con el aroma a maple en una invitación a disfrutar de mi pipa.
De pronto las campanadas del reloj de la Iglesia dando las 6 de la tarde, sonaron como una orden para decidirme.
Finalmente saqué la pipa de la bolsita y salí con mi gabardina café oscuro, abotonada casi hasta el cuello, asegurada con un cinturón de la misma tela y una hebilla negra, llevaba también mi paraguas negro grande con mango de madera.
Recorrí la calle Colón Poniente y llegué a la esquina del Parque Zamora. Poca gente en las calles, las farolas redondas del Parque ya estaban encendidas como lunas llenas colgadas en la esquina tratando de iluminar la tarde oscurecida por la lluvia y los nubarrones casi negros.
Los camiones pasaban salpicando la banqueta. Mis zapatos negros mocasines, con hebilla plateada, se mojaban con gotas que resbalaban por la piel lustrada y brillante. Caminaba tranquilo disfrutando de la lluvia y las luces de la ciudad. La tarde noche, el frío ligero y la lluvia me habían reanimado, me sentía a gusto de haber salido.
Crucé la calle y al dar vuelta a la derecha en la Calle Madero, me quedé parado un momento en la tienda de ropa Anahuati, unos almacenes lujosos que siempre exhibían camisas, pantalones, gabardinas y ropa sport para jóvenes. Los aparadores con grandes cristales bien iluminados hacían que volviera la vista al pasar, pero esta vez no miré la ropa ni la iluminación ni las novedades, me llamó la atención una chica que se estaba resguardando de la lluvia.
No era alta, de rostro llenito ovalado y tez blanca. La nariz chatita y su boca pequeña dejaban resaltar unos ojos café muy brillantes adornados por tupidas pestañas y cejas delineadas naturalmente. No llevaba maquillaje.
Estaba con la mirada en la lejanía lo que permitía admirar su cabello café oscuro corto, un poco ondulado. Vestía falda de tablones azul marino, blusa blanca, suéter rojo y zapatos negros de charol. Todo en conjunto resaltaba su aire juvenil.
Me pareció haberla visto pasar alguna tarde entresemana, al estar parado con los otros compañeros en la puerta de la pensión. Sabíamos que era un paso muy concurrido que tenían que caminar las chicas de una preparatoria cercana para integrarse a la calle Madero, la más importante de Orizaba.
Nunca pensé en ver una estudiante ya tan tarde. Menos vestida con su uniforme, era sábado… no había clases.
Me miró de reojo y se dio cuenta que la seguía mirando mientras pasaba a su lado, casi sonrió o creí que me había sonreído mientras yo apretaba con mi mano la pipa que llevaba dentro de la bolsa izquierda de la gabardina. Tenía el cabello un poco mojado, a la luz de los aparadores las gotitas parecían cocuyos o estrellitas enredadas en su pelo. En un segundo pensé en ofrecerle mi paraguas mi gabardina y caminar a su lado, tomarla de la mano y acompañarla hasta donde fuera, sin importar la lluvia. Pero todo quedó solo en mi pensamiento. Un momento fugaz de su casi mirada y su casi sonrisa…
Durante meses casi a diario me paraba en las tardes en la puerta de la pensión, aunque estuviera solo. Esperaba verla pasar alguna tarde para acompañarla y hacerle plática. En el pensamiento ensayaba que decirle como saludarla como presentarme, platicarle que desde esa tarde no se me había olvidado su rostro, que me había gustado mucho su sonrisa, y su mirada.
Estaba seguro que al encontrarla y abordarla lograría con el tiempo que fuera mi novia, eso me llenaba de alegría y me daba un cosquilleo repentino en el pecho que me hacía dibujar una sonrisa.
Desafortunadamente no volví a encontrarla. Varias veces fui a pararme por allá por la preparatoria pero no la vi. No pude preguntar por ella. No había a quien preguntarle. Nunca supe su nombre.
Chamilpa Morelos, Junio 2016
Para Anita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario