Marcelo Ramírez Ramírez.
El presidente Donald Trump no arribó a la Casa
Blanca impulsado por un programa con
sentido de futuro en un mundo complejo, sino por una proclama alimentada de
intereses de ciertos sectores sociales y la voluntad de un hombre para quien la
verdad es clara y simple como el agua. Al pretender inclinar la balanza del
poder público desde la presidencia en apoyo de su credo político,Trump amenaza
el equilibrio social e institucional de su país; además, atenta contra el
principio democrático de la legitimidad de todos los intereses. Los que él
sostiene son, a la luz de este principio, legítimos, pero no son los únicos;
promoviéndolos con visión excluyente, los priva de su propia legitimidad,
puesto que ésta se funda en la aceptación de intereses opuestos que, con su
presencia, hacen de la pluralidad el marco propicio de la convivencia
democrática. Donald Trumpdio a conocer desde la etapa de campaña los criterios
-de hecho un único criterio-, para definir a los enemigos de su gobierno. Ese
criterio es la devoción por los Estados Unidos, por su grandeza en términos de
poderío material, influencia determinante en las relaciones internacionales y
cumplimiento del destino providencial que tiene asignado en la historia del
mundo. Trump no distingue entre su percepción dogmática de otros puntos de
vista, porque en la estrechez de su perspectiva política no cabe esa
posibilidad. Posee la seguridad monolítica del creyente, no las convicciones
razonadas del político dispuesto a revisarlas, si con elloavanza en las
negociaciones y consigue parte de los objetivos por los cuales lucha. Sabe
retroceder como lo reconoció en una entrevista, sólo si el adversario endurece
su posición y la sostiene; es decir,
negociar para Trump es exclusivamente una relación de fuerza, de la cuál quedan
excluidas las razones de la justicia que, en ciertas circunstancias aconsejan
conceder al débil lo que no puede exigir. Para el presidente Trump, las
críticas a sus planteamientos y decisiones ponen de manifiesto la falta de
compromiso de sus adversarios con el futuro de los Estados Unidos. El exceso de
tolerancia, el no defender con firmeza los intereses del país; el no hablar
fuerte y
dar el manotazo para intimidar a los opositores; todas estas debilidades
llevaron a los Estados Unidos del papel de potencia hegemónica indiscutible, a
la situación actual caracterizada por la cesión de espacios estratégicos de
poder en lo militar y lo económico. El objetivo entonces está claro para la
administración Trump: los Estados Unidos deben recuperar el liderazgo mundial.
¿Cambiaron las relaciones de fuerza entre las potencias industriales después de
la segunda guerra mundial? ¿Se ha consolidado
o está en vías de consolidarse un nuevo orden mundial después del
desmoronamiento de la URSS? ¿Los socios ya no son tan dóciles como se vieron
obligados a serlo en la anterior etapa de dependencia económica y
vulnerabilidad militar? ¿Las potencias emergentes con China a la cabeza hacen necesario
un ajuste en las relaciones, como lo
comprendieron hace tiempolas élites políticas de las potencias occidentales,
incluidos los Estados Unidos bajo la administración de Richard Nixon? Todas
estas interrogantes no se tocan con claridad en el discurso político de Trump;
cuando se le escucha deja la impresión de que sólo cuenta su perspectiva,
predeterminada por su óptica empresarial de los intereses y valores que, según
esa óptica,son la esencia de la nación norteamericana; explican su pasado y son
la garantía de su porvenir. Ciertamente, el inquilino de la Casa Blanca
representa factores reales de poder vigentes en la sociedad norteamericana: una
parte del empresariado, franjas de las clases alta y media que desean conservar
sus formas de vida. Para estos grupos sellar la frontera del sur es una manera
de conjurar la amenaza a la seguridad y a la estabilidad que han llegado a
disfrutar. Esta ha sido siempre la lógica del pensamiento conservador, que
lleva al propósito –o despropósito- de detener el tiempo, de mantenerlo
estacionario frenando las fuerzas del cambio. El gran problema para Trump y
para quienes se sienten representados por él, es la existencia de otra forma de
pensamiento y otra tradición política opuesta al conservadurismo; se trata de
una tradición libertaria que data de los
primeros colonos llegados de Europa perseguidos por sus creencias religiosas. El
espíritu de libertad, la convicción de que todos los hombres nacen libres e
iguales, quedó plasmada en la Constitución y ha sido y es la más alta expresión
de los valores que nutren la democracia
de los Estados Unidos. La intolerancia del presidente Trump es una amenaza para
esta herencia y, desde luego, ha despertado el justo sentimiento de rechazo de
los sectores avanzados de la sociedad norteamericana. La grandeza de los
Estados Unidos, la verdadera grandeza, no es de orden material, sino moral. A
esta debe sus mejores logros, mientras la otra, alimentada por una ideología
expansionista, explica las páginas negras del imperialismo. La concepción de
Trump sobre la naturaleza del poder político es esencialmente biológica; es la
traducción de la violencia que impera en los órdenes inferiores de la vida a la
existencia humana. Representa por ello un retroceso y una amenaza para el mundo
y para la propia nación de Abraham Lincoln. Es posible que el ciclo histórico
durante el cual Norteamérica pudo recibir un flujo constante de inmigrantes
para poder cumplir el “Sueño americano”, haya concluido. Pero si los Estados
Unidos no son ya tierra de oportunidades para los pobres y los perseguidos de
otras latitudes, habrán de encontrarse formas y medios apegados a la justicia,
a la solidaridad y, por qué no a la caridad como lo pidió el Papa Francisco,
para desalentar el impulso migratorio que continúa movilizando masas humanas
hacía el país del norte. Esa es la gran tarea política y la tarea de una gran
política que deben impulsar los gobiernos involucrados, incluido el de los
Estados Unidos. En estos primeros meses de la administración del señor Trump,
las medidas adoptadas en temas relevantes, dan una sombría tonalidad a las
políticas de Washington, pero aún no está dicha la última palabra. Otros
intereses y otras voces seguirán manifestándose para atemperar el radicalismo
del mesías conservador. Por otra parte,la opinión pública orientada por intelectuales, científicos sociales, artistas,
líderes religiosos, constituyen el contrapeso eficaz de un credo político que
malinterpreta y empobrece el papel
histórico de los Estados Unidos en el contexto del orden multipolar.
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