Marcelo Ramírez Ramírez
Los
xalapeños nacidos en la ciudad o adoptados por ella, como lo hacen las madres
generosas que no distinguen entre los hijos propios y los ajenos puestos a su
cuidado, nos sentimos orgullosos de la ciudad, de sus cualidades tal como las
vemos o las imaginamos. Sentimos a Xalapa verdaderamente nuestra, pero más en
el sentido de pertenecer a ella, que de considerar que ella nos pertenezca.
Ponderamos sus excelencias con buena dosis de vanidad provinciana, lo cual es a
fin de cuentas legítimo, porque así expresamos la fuerza de nuestra identidad. En
toda grandeza que busca reconocimiento se hace presente el mito; el mito
despoja a la realidad de la huella de lo banal rodeándola de un aura misteriosa.
Esto lo sabía muy bien Virgilio, el poeta latino que hizo descender a los
romanos del troyano Eneas, dándole a
Roma un origen mítico más adecuado a su destino futuro. El timbre especial de
distinción para la ciudad lo encontraron los xalapeños en la cultura, lo cual
explica que el nombre de la sublime hermana mayor se adopte como calificativo: Xalapa,
la Atenas Veracruzana. Tras la
imagen idealizada, está la ciudad real en la cual vivimos, en la cual se tejen
los proyectos del futuro con los hilos de los buenos propósitos o de las
ambiciones, no siempre legítimas que alientan en el ser humano. La ciudad, tal
como es, agobiada de problemas sigue siendo, a pesar de todo un buen lugar para
vivir, para que vivan nuestros hijos; para que se desarrollen, para que se
preparen para el mañana incierto. Si se pregunta a los xalapeños, estos coinciden
en que Xalapa es el mejor lugar del mundo. La hipérbole, como todas las que
brotan del sentimiento, no necesita justificación; los xalapeños no
cambiaríamos de residencia por propia voluntad. De hacerlo, sería por razones
ajenas a nuestro deseo. Los xalapeños pueden ser viajeros y algunos son
viajeros incansables, pero no son ni pueden ser cosmopolitas, porque están
enraizados profundamente y fuera de su tierra terminarían por languidecer, como
plantas arrojadas a la intemperie. Supongo que quienes partieron definitivamente
a otros sitios para no regresar jamás, debieron tener razones poderosas para
ello y supongo también que debió ser intenso y doloroso el proceso de
desarraigo para poder echar nuevas raíces en otros sitios.
Las
ciudades, como todas las cosas, cambian para bien y para mal. Quienes vivieron
en la pequeña villa de Xalapa en el siglo XIX, difícilmente reconocerían la
ciudad de nuestros días. Incluso para los habitantes de la primera mitad del
siglo pasado, la Xalapa actual los sorprendería con los cambios operados,
algunos verdaderamente drásticos. En varios sentidos la vida se ha complicado
y, a pesar de ello, reitero, vivir en Xalapa representa ventajas absolutas y
relativas. El clima, la región privilegiada por la naturaleza donde se asienta
la ciudad; la cercanía de los sitios a donde las personas acuden a sus tareas
cotidianas; la facilidad para tomar rumbo hacia el altiplano o hacia la costa;
todas estas son ventajas absolutas. Ni
gran ciudad, ni pueblo privado de satisfactores indispensables, los xalapeños estamos equidistantes de la monotonía adormecedora y
la crispación que nutre los consultorios de los terapeutas.
En cuanto a las
ventajas relativas, éstas las podemos condensar en la frase aun no. Xalapa aun no es tan grande y esperamos que el crecimiento desordenado
pueda ser contenido o, al menos, regulado mediante políticas públicas oportunas
y enérgicas. Aun no tenemos
contaminación alarmante; aun no nos
falta el agua; aun no sucumben los
jóvenes a la promesa de las drogas para escapar de la realidad, si bien existen
indicios preocupantes que deberán ser atendidos. Es posible interpretar éstos aun no como un auto engaño, una forma
de complacencia alentada por el deseo de continuar con nuestra vida tal como la
hemos organizado. Personalmente creo que la ciudad se encuentra en el momento
justo de revertir el deterioro generado por la falta de planeación de las
políticas públicas.
Xalapa
ha cambiado, este es el hecho obvio con el que debe contarse. No hay vuelta
atrás con la modernización a la mexicana, es decir, haciendo mucha política (la
palabra precisa sería grilla) y poca
administración, al revés de como aconsejaba Don Porfirio, que en esto si,
andaba muy acertado. Xalapa deberá cumplir con su destino, pero si éste supone
la participación de la libertad de los responsables de incidir en aquél, es legítimo
esperar que en los diversos niveles de gobierno prive la prudencia de Don
Porfirio, haciendo posible su cooperación con vistas al bien común de los
xalapeños. Aún más, la racionalidad democrática hace indispensable integrar a
los ciudadanos desde el primer momento en la planeación del futuro.
La
trasformación de la ciudad, en la cual los espacios públicos pertenecían por
entero a los habitantes, nos arrebató esa posesión inapreciable. Calles,
avenidas, parques, pertenecen ahora a los vehículos. Una de las preocupaciones cotidianas
de los xalapeños es encontrar sitio para estacionarse; cuando lo encuentran se
les amenaza con el corralón, aún cuando la autoridad no ha sido capaz de
ofrecer solución al problema. Es entonces cuando las normas establecidas se
vuelven absurdas y difíciles de cumplir. Por ello es necesario rediseñar la
ciudad, pensando en términos de una recuperación de espacios públicos para las
actividades culturales, la distracción o el simple descanso del espíritu. También
será necesario recuperar el clima de seguridad. Si la ciudad es casa grande, el
ciudadano tiene derecho a circular por ella con tranquilidad, no con la actitud
cautelosa de quien sabe que puede ser víctima de malhechores o de la
desafortunada circunstancia de quedar atrapado en medio de un tiroteo. Caminar
en la ciudad se sigue haciendo porque las personas deben salir a buscar alguna
cosa, entrevistarse con alguien, cumplir las diarias obligaciones. Lo que ya no
es posible es caminar la ciudad para disfrutarla. Caminar la ciudad es ir a su
encuentro, reconocer, como señales amistosas ciertas fachadas de casas antiguas,
(muchas han desaparecido); ciertos tejados y portones; ciertos árboles cargados
de años. Hoy caminamos en Xalapa al ritmo de nuestros pasos, no de nuestro
corazón. Acaso todo esto suene exagerado, o sólo sea verdadero en parte; o sean
las vivencias de alguien que conoció otra ciudad en otro tiempo donde quedó
atrapado. Si es correcta la segunda proposición, esto es, si lo que se ha dicho
es verdadero en parte, entonces reitero la urgencia del frente común de
autoridades y ciudadanos, para devolver a Xalapa su sonrisa limpia y amable de
antaño.
El
tema de la violencia me lleva a recordar el ambiente de aquellos tiempos,
cuando los máximos escándalos se daban en los carnavales. Estos eran la válvula
de escape de una sociedad reprimida, apegada a los convencionalismos. Los
escándalos daban lugar a la maledicencia, que es una forma corrompida del
juicio moral, ya que quienes la practican se complacen en condenar las miserias
ajenas, pensando que hay gentes peores que ellos. Lo malo es que de la antigua
represión, se ha evolucionado al exceso de tolerancia, cuyo verdadero nombre es
cinismo. En general, a pesar de ese recato con que suelen ocultarse las malas pasiones,
el ambiente de antaño favorecía una moral pública y privada que es la base para
la sana convivencia en el respeto mutuo. Sólo en ese ambiente fue posible la
existencia de virtudes cívicas auténticas. Lo ilustraré con un caso seguramente
digno de admiración para los xalapeños de nuestros días. Se cuenta que hace
muchos, muchos años, (es necesario decirlo así para destacar la distancia que
nos separa de aquel suceso), hubo un cargador de número que llegó a ser presidente
municipal. Fue un buen alcalde a pesar de que no se propuso ser el mejor
alcalde de todos los tiempos, (según suelen decirnos, por ejemplo, los gobernadores
y, más comúnmente, los aduladores sexenales). Actuó con honradez y con espíritu
de servicio; su patrimonio no aumentó lo más mínimo, porque vivía decorosamente
de su sueldo y nunca se sacó la lotería. Al día siguiente de cumplir con su
encargo, volvió a su ocupación, igual que se dice de aquel romano que, en
tiempos de la República, retornó a sus labores del campo después de haber sido
dictador. Este relato, aunque suene inverosímil, revela el talante moral que los
individuos únicamente pueden alcanzar en un clima social adecuado. Hoy estamos
justamente en la otra orilla: el ambiente de corrupción sólo puede favorecer y
perpetuar la corrupción. Parece un círculo vicioso que será preciso romper de
alguna manera. Como el tiempo no tiene marcha atrás, la única opción es hacer
cuanto se pueda, aplicando responsablemente el aforismo de que la política es el arte de lo posible. ¿Es necesario aclarar
que lo posible nos invita al máximo esfuerzo y no al mínimo?
Otro
personaje representativo fue “Juanote”, también cargador de número, a quien
durante la década de los cincuenta conocí en la plenitud de sus capacidades
físicas extraordinarias. No tenía figura de atleta de gimnasio, era de
complexión robusta, grueso y algo ventrudo, simulando en su andar la engañosa
lentitud de los osos. Solía vérsele en empinadas calles y callejones, llevando
sobre la espalda, con el auxilio del mecapal ajustado a la cabeza, tremendos
muebles cuyo peso nadie más que él podía soportar. Era de trato cordial y
reconocida honradez, a quien se confiaban los bienes familiares con la certeza
de que “Juanote” los entregaría intactos en el nuevo domicilio o dirección que
se le indicara. “Juanote” honraba su ciudadanía ateniense: era un melómano y su
inconfundible figura era fácilmente identificable en las funciones de la OSX.
Su personalidad me hace recordar el pensamiento de Martí: “Pueblo grande no es
aquél en que una riqueza desigual y desenfrenada produce hombres crudos y
sórdidos y mujeres venales y egoístas. Pueblo grande, cualquiera que sea su
tamaño, es aquél que da hombres buenos y mujeres puras”.
Advierto
que he mencionado a dos miembros del que sin duda es el más humilde de los gremios
conocidos. Hubo, desde luego, en la vieja Xalapa, muchos xalapeños que se
distinguieron en diferentes oficios y actividades, principalmente el derecho,
las letras, la pintura, la arquitectura, la historia y la política. Ellos están
a la espera del escritor que los rescate para la memoria colectiva.
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