David Nepomuceno Limón
Querido
diario: disculpa que nuevamente inicie mi escrito recordando a mi abuelo. ¿Por
qué tenía que ser así? Siempre me dio la impresión de que nunca tomó la vida en
serio. Hacía de la fantasía una empatía con su mundo. Siempre buscaba el
momento o la palabra indicada para hacer una broma. La gente ya se había
acostumbrado y lo soportaba porque era el dueño del almacén donde el pueblo se
surtía de todo.
No sé si la vida lo inspiró o el abuelo
pensó a conciencia en la broma maestra, el toque final, como el último signo de
puntuación con el que terminaba su liviana vida, aunque regularmente su
existencia fue una intensa lucha de supervivencia.
Recuerdo cuando llamó a mi padre, a mis tíos
y todos sus nietos. Estando en cama sonreía a todos nosotros. No sé si por la
inercia de lo que siempre fue o para disimular lo grave de su enfermedad. Sabía
que estaba a punto de dar el paso decisivo, sin entristecerse.
Sólo en el momento en que llamó a mi primo
Ángel, el mayor de los nietos, lo vi serio, sin sonreír. Parecía otra persona.
Le dijo que tomara una servilleta de papel, de las que se encontraban junto a
su medicina. Le pidió que se acercara a él para ayudarlo a escribir algo en la
frágil superficie. Acto seguido la dobló y solicitó que la pusiera en la caja
fuerte, que estaba abierta, y cerrara ésta.
A pesar de que su carácter se mantuvo en lo
picaresco, creo que utilizó su razonamiento para ser un vencedor. La
responsabilidad dentro de su vida se encontraba siempre en la periferia de sus
bromas.
Con su típica sonrisa nos dijo que su
abogado tenía la clave de la caja fuerte, para conocer las indicaciones que
estaban escritas en la servilleta, y así saber el sitio donde se hallaba el
testamento. La caja fuerte se abriría un año después de su muerte.
Comprende, querido diario, la incertidumbre
que he soportado tanto tiempo, esperando el momento indicado, después de que el
abuelo se fue piadosamente por el exceso de haber vivido en libertad. A pesar
de sus bromas, todavía cosechaba gratitud después de su partida.
Nunca olvidaré la mañana calurosa de aquel
lunes, en que el verano nos gratificaba con su clima. El abogado llegó puntual
para abrir la caja fuerte. Ante toda la familia entregó la servilleta doblada a
mi padre, por ser el hijo mayor de mi abuelo.
Los datos estaban ahí, en la servilleta,
mista que permanecía vigilada por todos los presentes, los que, por su
nerviosismo, nada podía librarlos de su propia duda.
El papel doblado había sido depositado en la
mesa de centro, listo para revelar el secreto guardado durante un año.
La atención se desvió cuando llegó la tía
Lucrecia, estornudando por el resfriado que estaba padeciendo. Escandalosamente
saludaba a todos, pero a nadie en especial. Tomó la servilleta de la mesa y se
sonó la nariz.
Todos quedaron inmóviles.
Mucho de lo que fue se había perdido. Ahora
quizá también veíamos una broma que gastó el abuelo desde la eternidad.
Se propuso hacer un sorteo para saber quién
sería el afortunado a quien tocaba desdoblar la servilleta. Toda la familia
protestó y exigió que fuera la tía acatarrada la que se encargara de la tarea.
Múltiples fueron los gestos de repulsión, y
otros tantos los arqueos abdominales. Era una acción que a todos nos hacía
perder la cabeza. Por fin, la servilleta quedó extendida.
No había apunte alguno. Sólo lo que la tía
había dejado en ella. Ninguno de los presentes sabía qué hacer o qué decir.
¿Dónde habrá quedado ese infeliz
testamento?, se escuchó como una sentencia que a su vez se convertía en el lado
pecador de una inocente pregunta. Todo mundo hablaba y discutía con ligeras
expresiones altisonantes hacia el abuelo.
El abogado se acercó a mi padre y le indicó
que lo siguiera. Fueron a la caja fuerte, con objeto de buscar entre los
documentos alguna pista. Y la encontraron, escondida. Era otra servilleta
doblada que decía: “Felicidades, veo que son inteligentes. Ahora busquen entre
las cosas y libros de mis nietos.”
Mis primos protestaron porque iban a violar
su privacidad. Pero era un paso más para llegar a lo definitivo. Por lo tanto,
a nadie le importaron las protestas.
Todo el día fue de búsqueda. Mis primas y
tías lloraban ante lo que su sucedía. Agotadas las lágrimas, se unieron al
proceso de búsqueda.
Mi padre y mis tíos ya estaban rendidos
cuando la tía Lucrecia nos llamó al comedor. La mayoría comía en silencio, con
un dejo de incomodidad y molestia. Movían sus tenedores como si quisieran
triturar al abuelo, que en paz descanse. Se inhalaba la presencia de una
desesperante inquietud.
Ha transcurrido un mes y las cosas siguen
igual, querido diario. No sé qué vaya a suceder más adelante. Las ilusiones
siguen guiando los pasos de la gente. Por lo pronto, me despido de ti. Tú ya
sabes que estoy escribiendo en tu última página. Agradezco de corazón al abuelo
que te hizo cubrir con un forro de piel.
Te doy las gracias porque guardarás mis
ideas e inquietudes de varios años. Ha sido el primer diario de mi vida, y
estoy segura de que serás el único. ¡Gracias!
La joven Micaela cerró su diario con cuidado,
satisfecha de haberlo terminado. Lo estudió como lo hizo la primera vez. Era un
libro de muchas hojas, tamaño carta, cuidadosamente encuadernado. Quiso conocer
el color original de las pastas y con cuidado le quitó el forro. Empezaron a
caer al suelo varias hojas impresas. Mientras las leía, sus ojos se iban
desorbitando. Era ése el momento final de tanto dolor de cabeza. Micaela sólo
exclamó:
―¡Papá! ¡Papáaa!
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