Samuel Nepomuceno Limón
Muchas veces hemos escuchado o leído que la lengua se
encuentra viva, en constante transformación. Allá en el pasado de las lenguas,
lo que alguna vez tuvo el aspecto de una degeneración del habla derivó, pasado el
tiempo, en varios casos, en una nueva y creciente forma de comunicación, una
lengua inesperada.
El mismo
español ha cursado por diversas trasformaciones. Aquellas expresiones narradas
en El Quijote, comparadas con las de la actualidad, ahora se leen y escuchan
extrañas. En la misma España, la
transformación del latín primigenio ha continuado y ahora existen diversas
variantes del idioma. Ya ni se diga de la diversidad observada en las
expresiones adoptadas y desarrolladas en cada país de lengua hispana.
El español
cotidiano se halla también en cambio constante. Al menos en nuestro medio,
prácticamente cada estrato social cuenta con su vocabulario y giros
lingüísticos propios. A tal transformación parece estar contribuyendo la tecnología
creada en el renglón de la comunicación escrita.
El empleo
de plumas de ave, plumillas de metal y después estilográficas se avenía con una
escritura continua, de una sola línea, que atravesaba la palabra, iniciándose
en la primera letra de y finalizando con el rasgo de aspecto caudal que daba
término a la letra postrera. Al escribir, ocurrían interrupciones en la
escritura de las palabras, ya fuera para colocar una tilde o para volver a
humedecer la pluma o el cálamo con la tienda. Por supuesto, había quienes preferían
completar los rasgos sueltos después de haber escrito la palabra completa.
Pasadas las
décadas, aparecieron los bolígrafos, denominados así por la imperceptible
esfera prisionera en la punta del estilo para dar paso a una tinta semilíquida.
Con estos instrumentos se facilitaron otros tipos de letra. Los mensajes eran
cursados con mayor facilidad. En los tiempos actuales, la irrupción de los
teclados está influyendo para una nueva variación en la escritura.
Cada vez es
más frecuente observar los bolsillos de las camisas masculinas desprovistos de
lapiceros y los pequeños trozos de papel que atesoraban pequeñas anotaciones.
Muchos jóvenes prefieren tomar sus notas rápidas en la memoria de un teléfono
celular. En lugar de la antigua pareja de papel y lápiz, sacan de su estuche un
artilugio con teclado. Teclas pequeñas, pantallas reducidas. Ello ha dado lugar
a la búsqueda de una economía en las letras y palabras de los mensajes y notas
personales. Con el cambio pareciera estarse perdiendo de vista la necesidad de
expresarse con palabras completas y oraciones con sentido gramatical. El nuevo
vocabulario tiene palabas muy cortas. Apenas parecen abreviaturas
arbitrariamente conformadas de lo que antes eran las palabras que todo mundo
entendía. Estas circunstancias tienen por resultado que las frases tengan menos
palabras, las palabras, menos letras y, con ello, menos ideas desarrolladas.
En diversos
medios se escuchan voces de alerta que prevén un futuro catastrófico para el
lenguaje. El problema a futuro conllevaría a un deterioro de la forma en que se
expresa el pensamiento. Ya se está haciendo presente una cierta incapacidad
comunicativa. Muchos jóvenes se ven limitados, seriamente limitados para hablar
o escribir las palabras que expresen lo que piensan y hallar el modo de que sus
oraciones tengan un sentido para quienes las escuchan o llegan a leerlas.
La
escritora Margo Glantz, en su artículo “El Apocalipsis según Google” (La
Jornada, 18/12/12), vaticina “que el castellano corre el riesgo de convertirse
en una lengua simplificada: varios tiempos verbales y por tanto, matices muy
finos y fundamentales del idioma, se están eliminando. En España es ya un hecho
consumado: el pasado simple ha desaparecido por completo del idioma. En
Argentina el subjuntivo y el condicional corren el riesgo de desaparecer, o ya
han desaparecido de la lengua corriente, tanto en la escrita como en la
hablada. Como muestra baste este botón, lo extraigo de un texto reciente que he
leído gracias a las redes sociales: ‘Tuve que esperar a que el cajero les
ofrezca (¿no debería decirse ofreciera?)
a los soldados todas las ofertas del día y que esto les desee (¿no debería
decirse deseara?) una buena
contienda, sin importarle que el resto de los cajeros fuera (aquí se utiliza el
subjuntivo) árabe.’”
En otro
trabajo, “Al bachillerato tecnológico le falta ‘educación de calidad’” (La
Jornada, 23/06/13), Laura Poy Solano expresa que “Un profesor con más de 25
años de servicio entrevistado que solicitó el anonimato por temor a
represalias, afirmó que […] la formación académica con que ingresan sus
estudiantes ‘es muy deficiente. Prácticamente no comprenden los textos y las
matemáticas son factor que pesa mucho para que acaben por abandonar el aula’.
Como profesor de lectura, expresión oral y escrita, enfatiza que los propios
alumnos sienten ‘una terrible frustración porque no pueden expresar lo que
piensan o sienten. Su vocabulario es escaso. No tienen herramientas para
comunicarse con los demás’”.
El asunto
resulta preocupante, en efecto, ya que cada palabra que entendemos o utilizamos
se encuentra asociada con una idea o una serie de ideas. Las palabras se
relacionan con redes de conceptos. Un vocabulario rico es indicador de un modo
de pensamiento desarrollado. Por el contrario, la disposición de unas cuantas
palabras para la comunicación con los otros, con significados reducidos, es
concomitante de una pobreza de ideas, un pensamiento que pareciera que se
conserva un estado embrionario.
Cada uno asigna sus propios significados a las
palabras que escucha, pronuncia, lee o escribe. La expresión ‘una línea
continua’, por ejemplo, se relaciona con la imagen de un trazo ininterrumpido,
dado el sentido del adjetivo. En varios vehículos del servicio público de
pasajeros leemos en su parte trasera: Paradas continuas. Una parada consiste en
la detención del movimiento, el cese de él. Una cesación ininterrumpida del
movimiento significaría la inmovilidad total, lo cual carece de sentido en
tratándose de vehículos que transitan de un lado a otro llevando pasajeros.
En cuanto
al lenguaje escrito, se observa que las personas que mayor contacto tienen con
el público son los periodistas y los publicistas. Los escritos de los primeros,
antes de su publicación, pasan por las manos del personal de redacción,
mientras que los encargados de la publicidad hacen un uso libre de la
ortografía, especialmente en lo que respecta a la acentuación y la puntuación. Estos
últimos, justamente por ser los dispensadores de los textos para el grueso de
la gente, debieran cuidar la calidad gramatical de sus productos. El público, a
falta de otras lecturas, aprende de periodistas y publicistas. En tal razón, la
responsabilidad moral de éstos con el lenguaje reviste gran importancia.
Los autores
de libros, por su parte, se encuentran sujetos a las políticas editoriales de
quienes se encargan de dar a la luz sus obras. Muchas empresas, sobre todo las
más profesionales, cuentan con revisores de estilo y editores, quienes trabajan
muy de cerca con los autores, en una interacción fructífera que hace que los
trabajos publicados en ocasiones difieran notablemente del primer borrador que hayan
entregado al editor. Tal sujeción a las normas de revisión permite que los
lectores dispongan de un texto que ya pasó antes por varias manos. La escritura
está más cuidada y, sobre todo en la narrativa, hay escritores que hacen un uso
magistral del lenguaje, por cuanto respecta a la sintaxis, las metáforas
empleadas, la concreción, los significados.
Hay una
relación muy estrecha entre el leer y el escribir. El primero alimenta el
segundo. Quien no lee se halla alejado de fuentes de influencia que resultan de
mucha utilidad. Su vocabulario tiende la pobreza, a fuerza de emplear siempre
las mismas palabras y dar a sus vocablos una significación demasiado genérica,
al grado que uno de éstos podría significar una docena de situaciones, si no es
que más. Con unas cuantas palabras pretenden decir todo. Eso, ciertamente, no
contribuye a mejorar la comunicación entre las personas.
Las
palabras comunican, esto es, ponen a la gente en común. Se da una convergencia
entre quienes escriben y los que reciben el mensaje de los textos. El autor imprime
un sentido a lo que dice. Deposita sus significaciones en lo que expresa. El
lector, por su parte, asigna sus propias interpretaciones a los textos. Cada
uno piensa según sus vivencias. Las palabras permiten a unas personas
apropiarse de las impresiones derivadas de la experiencia de otras. De este
modo unas enriquecen el conocimiento de las otras.
Leer una
novela, por ejemplo, permite que el lector reviva en cada verbo las acciones
que él mismo habría ejecutado alguna vez. Facilita que ponga en marcha, aunque
sea por un instante, sentimientos que ya permanecían sepultados por el polvo
del tiempo. La lectura coloca a la persona en contacto consigo misma, a través
de la exploración de su pasado, sus sueños, ilusiones y expectativas del
futuro.
Quien lee
está más propenso a la escritura. Para él escribir puede significar, al menos
en el principio, imaginar que está leyendo de otro lo que sale de su pluma. O
en su teclado. Escribe teniendo presente a alguien en su mente. ¿Cómo
comprenderá esta expresión el lector? ¿Cómo diría estas cosas mi escritor
favorito? Comunicación. Contactos cercanos, casi íntimos por cuanto respecto al
pensamiento, con gente del pasado, en las lecturas; y con gente que aún no ha
tenido ante sus ojos el mensaje que el autor pone a su disposición. Comunicación.
Leer abre las puertas de entrada. Escribir, las puertas que permiten a los
demás contemplar el interior. El interior de un pensamiento, el interior de un
alma. Al contemplarse el lector desde el autor se identifica, merced a sus
propias significaciones, con los pensamientos, emociones y sentimientos de
quien los asentó sobre el papel Se produce un momento de contacto etéreo de dos
entidades inmateriales. Comunicación.
Durante
siglos la escritura adquirió vida a través de trazos realizados con un
instrumento manual sobre una hoja de papel. La humanidad tiene muchos años
poniendo juntos la pluma o el lápiz y papel. Ello también ha derivado en
algunos estudios. Hay investigadores que afirman que escribir a mano une en
estrecha conexión diversas partes del cerebro, distintas de las que se activan
al escribir mediante un teclado. Desconocemos en qué consistan las diferencias
en tal actividad cerebral.
Hoy muchos
jóvenes, mujeres y hombres, guardan sus notas en el teléfono u otro dispositivo
electrónico. Hay aparatos en el comercio que tienen funciones de teclado. Son
pantallas sensibles a la presión táctil, completamente lisas. Los teclados
mismos han pasado por diversas transformaciones. Al principio contenían, sí,
efectivamente, teclas, como las que ocupaban un sitio importante en las
máquinas de escribir mecánicas del siglo pasado. Aquellas viejas Remington y Underwood. De ahí se pasó a teclas más pequeñas, todavía
oprimibles. Las actuales constituyen espacios que apenas cambian sensiblemente
de nivel al ser acariciadas con las yemas de los dedos. Son simplemente
superficies sensibles al tacto.
Ahora, que
es mucho más fácil escribir es justamente cuando menos se escribe. ¿Se imagina
el lector a un hombre instruido de hace siglos cuando expresaba sus ideas
empleando una pluma de ave? Tener que elaborar primero la pluma, mantenerla
afilada con el cortaplumas (las navajas de aquella época), preparar la tinta,
disponer el papel y el secante. Ya con todo a la mano, humedecer en tinta la
punta de la pluma, colocarla sobre papel para deslizarla mientras trazaba
algunas palabras o sílabas antes de que la tinta se secara; volver a
humedecerla, cuidar que no hubiera tinta en exceso en la punta… Escribir, mojar
la pluma, escribir, mojar la pluma. Esas pequeñas o grandes interrupciones
seguramente entorpecerían algunas veces la fluidez de las ideas, que no podían
ser expresadas con el mismo ritmo con que eran elaboradas. Qué paciencia debían
poseer, además de su fuerza de voluntad, aquellas personas. Leonardo da Vinci,
en añadidura, escribía las letras en sentido inverso, como si estuvieran
reflejadas en un espejo.
Al igual que M. Glantz, hay quienes ven un
futuro catastrófico para la escritura. Esperemos que no llegue a ser así, pues
ello, culturalmente, significaría un retroceso. En lo horizontal, para la
comunicación humana de persona a persona. En lo vertical, para la trascendencia
del pensamiento de los individuos. El ser humano común no va a dejar huella
escrita alguna, pues con él desaparecerá su pensamiento.
Como efecto
por la tecnología, el presente está siendo archivado. Ya no en hojas de papel,
sino en dispositivos electrónicos de memoria. Éstos serán de enorme utilidad
mientras exista la tecnología que permite su lectura. Al desaparecer también,
por los cambios tecnológicos, habría que re-archivar la memoria escrita y
fotográfica. Ello podría poner en riesgo el paso de la información de una época
a otra. Parte de nuestro presente, que mañana será el pasado, podría no ser
trasmitido a las nuevas generaciones. Con ese presente nos referimos al
pensamiento de tanta gente útil que todavía tiene cosas valiosas que decir.
De hecho,
muchas grandes bibliotecas norteamericanas y europeas están digitalizando sus
acervos. Convertir manchas ordenadas de tinta en bits, para mañana registrarlas
nuevamente, según la modalidad facilitada en ese entonces por su tecnología.
Unas formas
de dejar huella del pensamiento ceden el paso a otras. Esperemos que las
grandes ventajas que representa la escritura para el espíritu y la cultura no
se pierdan.
En la
actualidad, es posible que el texto de un libro o un artículo nunca haya sido
escrito sobre papel ni haya pasado por la punta aguda de un instrumento de
escritura manual. Pudo haber sido redactado directamente desde el teclado de
una computadora, revisado en pantalla, almacenado en una memoria portátil. De
ahí, pasado a la computadora del editor, y después, a la impresora. De este
modo, las letras que vemos sobre el papel impreso nunca supieron lo que era ser
letra manuscrita.
Letras,
símbolos, palabras…, expresiones de una manera de pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario