Raúl Hernández Viveros
Casi a la media noche, una anciana se colocó detrás de mí y empezó a
estudiar los movimientos de mis cansados dedos. Al poco rato, ella reconoció
las melodías que brotaban del piano. Su rostro cruzado por las arrugas, me hizo
reflexionar que era demasiado vieja. Apenas yo había cumplido el medio siglo, y
ya semejaba un vetusto hombre casi al final de su vida. Súbitamente reconocí el
perfume del talco. Y fue cuando me di cuenta que era la pianista que tocaba en el
jardín de niños. Aquella figura contrahecha estaba más borracha que todos los
seres de aquel territorio.
Ella alzó las manos convulsas y se aferró a mi espalda. Vacilante caí
en un lago de asombro, perplejidad y horror de mirar aquella piltrafa humana, sobre
lo que ahora era una caricatura mal hecha de la imagen de la maestra. Entre
balbuceos intentó contarme que se dedicaba a pedir limosna o exigir la
piedad de que sencillamente alguien le regalara un trago de ron. Con sus dedos
temblorosos aprisionó mi vaso que estaba encima del piano, y de un sorbo vació
el líquido ámbar en su garganta.
Tuve la certeza de que nadie se había fijado en nosotros. Sin
percatarme, me tomó las manos gastadas, y sin fuerzas acarició cada uno de los
dedos. En voz baja, casi en secreto, agradeció haberme encontrado al
final de su calvario, y reconoció mi talento y afición por tocar
maravillosamente aquellas teclas que marcaron el camino hacia mi propio y único
destino.
-Sus melodías me recuerdan algo de mi pasado –dijo.
-¿Qué recuerdos tiene ahora?
-Recuerdo la película Casablanca, porque me hizo llorar muchas
veces. No puedo dejar de repetir lo: “de todos las bares del mundo, llegaste al
mío”, o aquello de “toca Sam la que me gusta”. Las palabras ahora desaparecen
de mi pensamiento. Se me olvidó que fui una maestra, y ahora no sirvo para
nada. Las cosas se esconden detrás de la oscuridad de mi pensamiento.
-No diga eso. Mejor con las propinas le invito otro vaso de ron. ¿O
prefiere otra cosa?
-A estas alturas todo es ganancia. Ni siquiera puedo mover los
dedos por la artritis.
-Claro que no hay que ponerse así porque con la borrachera se va a ver
más fea.
-Usted me recuerda algo del pasado. Su cara me resulta familiar.
-Olvide el asunto y mejor brindemos por estos instantes.
Mientras tocaba las teclas, disimulé mi asombro. No podría creer lo de
este momento. Un mesero trajo la botella de ron que otros borrachos me
obsequiaron por atender sus peticiones musicales.
Desde su mesa cantaban en coro los boleros anotados en una servilleta
de papel. Esa noche no pude dominar la ansiedad de llenar mi espíritu y cuerpo
de ron. Conseguí reír a carcajadas cuando sentí que las teclas bailaban
alocadamente y saltaban como imbéciles.
No recuerdo el momento en que la borracha se derrumbó a un lado del
piano, y tampoco cómo logré acomodarla debajo de una mesa. Entre las sombras de
los parroquianos atravesamos el umbral del bar. Casi no sentí su respiración.
Íbamos inmersos en un pantano, y a cada paso nos hundíamos más sin poder salir
de aquella trampa.
Yo y la anciana abandonamos el bar. Estábamos aniquilados por el
alcohol y el encuentro inesperado de almas en pena. Todo esto duró varios
minutos que equivalían al exacto número de los pasos aprendidos de
memoria para llegar a la casa de huéspedes. Este mecanismo siempre me
ayudaba a no extraviarme durante el regreso, principalmente cuando
regresaba entre los laberintos de la inconsciencia, y los primeros rayos del
sol.
Sin desvestirnos, caímos en el colchón. Nos sumergimos en el vacío de
la embriaguez, dentro de un sueño profundo pero sin soñar. Yo también perdí el
conocimiento.
Al medio día, mi mano izquierda buscó la botella, y calmé la sed con un
prolongado trago. Con la mano derecha moví el pequeño cuerpo de la anciana para
invitarla a tranquilizar su existencia y entonces reconocí la piel fría. De
golpe casi todos mis pensamientos se arremolinaron sobre la convicción profunda
de que era otra estupidez de mi borrachera. Tal vez se repetían los delirios
tremens, y decidí mejor cerrar los ojos refugiándome nuevamente en la levedad
del inconsciente.
Como
era lunes, decidí seguir el descanso sin salir del cuarto. Y dormí muchas horas
Después incliné la cabeza a la derecha y mi frente se impactó con aquella
frialdad mortal. Me levanté y sigilosamente comencé a vestirme. Acomodé algunas
cosas en una maleta. Acabé con la taza de aguardiente, y guardé una botella
llena al lado de la ropa que me llevaba.
Unos
minutos más tarde, avancé contando exactamente los mil pasos desde la puerta de
la casa de huéspedes. Y llegué, a la estación de autobuses. Iba perturbado por
los tragos y la muerte de la vieja. No soportaba tanta tristeza y maldad.
Antes de llegar frente a la ventanilla, me llevé a la boca un montón de
pastillas de menta, las mastiqué, y con el aliento perfumado le pedí un boleto.
La joven encargada me preguntó a qué ciudad me dirigía. Le contesté que me iría
en el siguiente autobús que estuviera a punto de partir, ya no me importaba
cuál sería mi destino.
Durante varias horas, el autobús vino del centro hacia la noche. Hasta
este instante, nunca recordé el nombre de la maestra que me enseñó a bailar al
ritmo de las melodías que le sacaba al piano. Tampoco olvidé cuando me contó la
historia de Guido Arezzo, a quien ella consideraba el “padre de la música”.
Ella me había enseñado que fue él
quien dio el nombre a las notas musicales inspiradas en las sílabas iniciales
de unos versos dedicados a San Juan Bautista, y había ideado el pentagrama, que
a mí nunca me interesó para nada, ni tampoco tuve la necesidad de conocer y
estudiar. Y no experimenté otra molestia más que la claridad del cielo, que me
iluminó la memoria.
Llegaron a mis pensamientos,
aquellos días en el jardín de niños cuando tuve la suerte de encontrarme con la
profesora que tocaba el piano. Me aburría todas aquellas mañanas, por estar
rodeado de niños que eran abandonados en manos del entretenimiento y la
educación de los maestros expertos de párvulos. Cuando ella iniciaba el
concierto, yo volvía de inmediato a integrarme al mundo. Me instalaba, siempre
muy cerca, detrás de la pianista. En primer lugar, olía el perfume de talco.
Más tarde observaba los movimientos de los dedos largos que golpeaban las
teclas elegidas.
-Me gustaría enseñarte, pero tienes
que crecer un poco más.
-Creo que podré hacerlo. Con ver el
movimiento de los dedos puedo recordar bien el sonido de las teclas.
-Efectivamente, tienes buen oído.
-Es posible que lo haga sin darle
valor a las notas.
-Hay muchas personas que obran
igual y han llegado a triunfar en la vida.
Fue cuando tomé la decisión a tocar
el piano al costo que fuera. Por otra parte, también imaginé que me dedicaría
al conocimiento de la música para poder leer las partituras, igual que aquella
hermosa mujer; que para mi significaba
la presencia misteriosa de los ángeles.
Detrás de aquellas melodías, brotaban mis lágrimas y eran como si provinieran
de un mar tempestuoso.
El cambio de ritmo provocaba
alegría de vivir y conocer las curiosidades del mundo. Entonces movía las
piernas, y seguía el ritmo de las canciones. De reojo medía cada uno de mis
pasos y sonría ante el impacto ingenuo que provocaban los movimientos
cadenciosos. Esta etapa marcaba la inocencia de una edad, en la cual no fui lo
suficientemente capaz de advertir la maldad.
-Eres un niño con bastante suerte.
-Me parece fácil tocar las teclas y
sacar melodías del piano.
-No es tan fácil. Es cosa de llevar
el ritmo, que los pies vayan en movimiento.
-Lo que me gusta es bailar.
-Hay que hacer lo que uno más
quiere en la vida.
-Yo quiero tocar las teclas.
La pianista organizaba bailes entre
niños y niñas, lo que aprovechaba, y gozaba
dando las vueltas entre esas manitas que apretaban las mías. Creo que
fueron importantes los días en que tomé la decisión de imitar el oficio de la
maestra.
Posteriormente, el tiempo se
deshizo entre los sonidos de las teclas y fue el descubrimiento por una pasión
que me enloquecía hasta el delirio en esta lucha por vivir mi destino. Nunca
supe si era tarde porque la vida tenía muchas sorpresas.
Durante mi adolescencia vagué hasta
dedicarme a la venta de cristos, santos y vírgenes por pueblos y ciudades.
Recorría cada calle, iba de puerta en puerta, hasta que caía la noche y llegaba
el fin de semana, que eran la culminación con el culto religioso del domingo.
En esos viernes día me bañaba y
perfumaba con el talco parecido al que
usaba la pianista. Me iba a recorrer los bares. Al descubrir en un
establecimiento algún piano, sin pedir permiso me ponía a contemplar el color
de la madera de abeto, que brillaba con el barniz negro. Era un acto mecánico,
y de memoria recordaba los movimientos de los dedos de mi maestra. El encargado
me invitaba a levantar la tapa del piano
-Si quiere tocar nuestro piano le
doy permiso. Nadie lo ha tocado desde el año pasado.
Tras juntar coraje, me acomodé en
el asiento y recorrí con los dedos todas las teclas. Aparecieron tres mujeres
para solicitarme les tocara algunos boleros. Me apresuré a llevar la letra con
el movimiento en los labios.
-Tiene todavía voz, -dijo la más joven.
-No crea, son los últimos vestigios
que restan.
-Quiero contratarlo durante el día.
Dígame su dirección.
-Pierda cuidado, rento un
cuartucho, y me apenaría invitarla a conocer donde vivo.
Las otras dos mujeres eran
cómplices de esta propuesta.
-Tal parece que hace lo que le da
la gana.
-A pesar de mi larga existencia
prefiero ser libre.
-No es necesario. Esta noche los
tragos van por nuestra cuenta, –dijo la
más vieja
Al principio, los parroquianos me
invitaban vasos de ron o whisky. Antes de llegar al espacio de la embriaguez,
todavía recordaba que otros me regalaban suficientes billetes de varias nominaciones. Entonces
percibí que ganaba más que con la venta
de las figuras de cristos, santos y vírgenes. Decidí hacer un itinerario de los
bares que contaban con pianos. Escribí un programa de mis actuaciones, y llevé
la cuenta de mis gastos y ganancias. Comprendí que sólo descansaba los lunes y
dormía todo el día sin salir de mi cuarto.
Ese proyecto funcionaba bastante bien
porque estaba fascinado por mi prolongada soltería que intentaba engañar con
los tragos obsequiados cada noche, acompañados de otras recompensas. Al
amanecer volvía a contar mis pasos que me llevaban desde el bar elegido al pie
de mi cama, gracias a mi poderosa memoria aprendí al lento recorrido a partir
del centro a cada una de las cantinas. Conocía todos los pianos y a cada uno de
los habitantes nocturnos, quienes me saludaban al llegar, y antes de comenzar a
tocar, invitaban vasos de ron para calentar mi espíritu y los huesos de mis
dedos.
Después de la rutina, en mi
habitación, los lunes por la tarde la sed despertaba mi ansiedad, y necesitaba
tranquilizar los nervios. Debajo de la cama, a un lado de la mesita junto a la
lámpara, brotaban las botellas de aguardiente. Saboreaba algún rancio bocadillo
que era el foco de atención de las moscas y cucarachas. Sin tomarlas en cuenta,
las asustaba un poco salpicando ron, y sin temor devoraba aquellos restos de
basura.
Me dormía otra vez. A veces me
despertaban en la puerta los golpes de la dueña de la casa de huéspedes.
Por supuesto, yo no abría y los
gritos exigían el pronto pago de alquiler. Cuando me encontraba de buen humor,
le contestaba que no se preocupara, prometía que a fin de mes me pondría al
corriente. De esta manera, las semanas pasaban deshaciéndome en promesas de
volver a vender cristos, santos y vírgenes, pero la necesidad de presionar las
teclas me transportaba a recorrer puntualmente los bares.
Con la perdida de la voz, se
multiplicaron los gestos en mi cara. Gesticulaba a cada rato, a pesar de que
alguien siempre me solicitaba que cantara su bolero favorito, yo sacaba fuerzas
y cumplía los deseos. Mis gestos de cansancio advertían el deterioro de mi cara
y ni siquiera podía mantener en calma mis palabras, pues me resultaba difícil
pronunciar frases completas.
Pensé que iba a morir solo,
marginado a la orfandad de la soledad, en este viaje rumbo a lo desconocido. El
ruido del motor logró hacer que volviera a recordar que había sido capaz de
memorizar las partituras invisibles que aparecían en alguna parada del autobús,
y de pronto me dormí con aquellas notas solitarias.
Raúl Hernández Viveros (Ciudad Mendoza,
Veracruz,1944). Ha publicado La invasión de los chinos (1978); Los otros
alquimistas (1980); Los tlaconetes (1982); El secuestro de una musa (1984); Una
mujer canta amorosamente (1985); El talismán del olvido (1992); Días de otoño
(1995); La conspiración de los gatos (1997); La generosidad divina (2009), la
novela Entre la pena y la nada (1985) y los libros de ensayos: La nictalopía de
Sor Juana Inés de la Cruz (2000), Memoria y pensamiento (2001), La Mitología de
Roberto Williams García (2002), y Relato Español Actual (2003), libro que lleva
varias reimpresiones en la Península ibérica, editado por el Fondo de Cultura
Económica y la UNAM. Durante una década estuvo a cargo de la revista La Palabra
y el Hombre, y del Departamento Editorial de la Universidad Veracruzana.
Actualmente es director de la revista y ediciones Cultura de VeracruZ.
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