jueves, 8 de agosto de 2013

LA MAESTRA DE PIANO


Raúl Hernández Viveros 

Casi a la media noche, una anciana se colocó detrás de mí y empezó a estudiar los movimientos de mis cansados dedos. Al poco rato, ella reconoció las melodías que brotaban del piano. Su rostro cruzado por las arrugas, me hizo reflexionar que era demasiado vieja. Apenas yo había cumplido el medio siglo, y ya semejaba un vetusto hombre casi al final de su vida. Súbitamente reconocí el perfume del talco. Y fue cuando me di cuenta que era la pianista que tocaba en el jardín de niños. Aquella figura contrahecha estaba más borracha que todos los seres de aquel territorio.
Ella alzó las manos convulsas y se aferró a mi espalda. Vacilante caí en un lago de asombro, perplejidad y horror de mirar aquella piltrafa humana, sobre lo que ahora era una caricatura mal hecha de la imagen de la maestra. Entre balbuceos  intentó contarme que se dedicaba a pedir limosna o exigir la piedad de que sencillamente alguien le regalara un trago de ron. Con sus dedos temblorosos aprisionó mi vaso que estaba encima del piano, y de un sorbo vació el líquido ámbar en su garganta.
Tuve la certeza de que nadie se había fijado en nosotros. Sin percatarme, me tomó las manos gastadas, y sin fuerzas acarició cada uno de los dedos. En voz baja, casi en secreto,  agradeció haberme encontrado al final de su calvario, y reconoció mi talento y afición por tocar maravillosamente aquellas teclas que marcaron el camino hacia mi propio y único destino.
-Sus melodías me recuerdan algo de mi pasado –dijo.
-¿Qué recuerdos tiene ahora?
-Recuerdo la película Casablanca, porque me hizo llorar muchas veces. No puedo dejar de repetir lo: “de todos las bares del mundo, llegaste al mío”, o aquello de “toca Sam la que me gusta”. Las palabras ahora desaparecen de mi pensamiento. Se me olvidó que fui una maestra, y ahora no sirvo para nada. Las cosas se esconden detrás de la oscuridad de mi pensamiento.
-No diga eso. Mejor con las propinas le invito otro vaso de ron. ¿O prefiere otra cosa?
-A estas alturas todo es ganancia. Ni siquiera puedo mover los dedos  por la artritis.
-Claro que no hay que ponerse así porque con la borrachera se va a ver más fea.
-Usted me recuerda algo del pasado. Su cara me resulta familiar.
-Olvide el asunto y mejor brindemos por estos instantes.
Mientras tocaba las teclas, disimulé mi asombro. No podría creer lo de este momento. Un mesero trajo la botella de ron que otros borrachos me obsequiaron por atender sus peticiones musicales.
Desde su mesa cantaban en coro los boleros anotados en una servilleta de papel. Esa noche no pude dominar la ansiedad de llenar mi espíritu y cuerpo de ron. Conseguí reír a carcajadas cuando sentí que las teclas bailaban alocadamente y saltaban como imbéciles.
No recuerdo el momento en que la borracha se derrumbó a un lado del piano, y tampoco cómo logré acomodarla debajo de una mesa. Entre las sombras de los parroquianos atravesamos el umbral del bar. Casi no sentí su respiración. Íbamos inmersos en un pantano, y a cada paso nos hundíamos más sin poder salir de aquella trampa.    
Yo y la anciana abandonamos el bar. Estábamos aniquilados por el alcohol y el encuentro inesperado de almas en pena. Todo esto duró varios minutos  que equivalían al exacto número de los pasos aprendidos de memoria para llegar a la casa de huéspedes. Este mecanismo siempre me ayudaba  a no extraviarme durante el regreso, principalmente cuando regresaba entre los laberintos de la inconsciencia, y los primeros rayos del sol.
Sin desvestirnos, caímos en el colchón. Nos sumergimos en el vacío de la embriaguez, dentro de un sueño profundo pero sin soñar. Yo también perdí el conocimiento.
Al medio día, mi mano izquierda buscó la botella, y calmé la sed con un prolongado trago. Con la mano derecha moví el pequeño cuerpo de la anciana para invitarla a tranquilizar su existencia y entonces reconocí la piel fría. De golpe casi todos mis pensamientos se arremolinaron sobre la convicción profunda de que era otra estupidez de mi borrachera. Tal vez se repetían los delirios tremens, y decidí mejor cerrar los ojos refugiándome nuevamente en la levedad del inconsciente.     
            Como era lunes, decidí seguir el descanso sin salir del cuarto. Y dormí muchas horas Después incliné la cabeza a la derecha y mi frente se impactó con aquella frialdad mortal. Me levanté y sigilosamente comencé a vestirme. Acomodé algunas cosas en una maleta. Acabé con la taza de aguardiente, y guardé una botella llena al lado de la ropa que me llevaba.
            Unos minutos más tarde, avancé contando exactamente los mil pasos desde la puerta de la casa de huéspedes. Y llegué, a la estación de autobuses. Iba perturbado por los tragos y la muerte de la vieja. No soportaba tanta tristeza y maldad.
Antes de llegar frente a la ventanilla, me llevé a la boca un montón de pastillas de menta, las mastiqué, y con el aliento perfumado le pedí un boleto. La joven encargada me preguntó a qué ciudad me dirigía. Le contesté que me iría en el siguiente autobús que estuviera a punto de partir, ya no me importaba cuál sería mi destino. 
Durante varias horas, el autobús vino del centro hacia la noche. Hasta este instante, nunca recordé el nombre de la maestra que me enseñó a bailar al ritmo de las melodías que le sacaba al piano. Tampoco olvidé cuando me contó la historia de Guido Arezzo, a quien ella consideraba el “padre de la música”.
Ella me había enseñado que fue él quien dio el nombre a las notas musicales inspiradas en las sílabas iniciales de unos versos dedicados a San Juan Bautista, y había ideado el pentagrama, que a mí nunca me interesó para nada, ni tampoco tuve la necesidad de conocer y estudiar. Y no experimenté otra molestia más que la claridad del cielo, que me iluminó la memoria.

Llegaron a mis pensamientos, aquellos días en el jardín de niños cuando tuve la suerte de encontrarme con la profesora que tocaba el piano. Me aburría todas aquellas mañanas, por estar rodeado de niños que eran abandonados en manos del entretenimiento y la educación de los maestros expertos de párvulos. Cuando ella iniciaba el concierto, yo volvía de inmediato a integrarme al mundo. Me instalaba, siempre muy cerca, detrás de la pianista. En primer lugar, olía el perfume de talco. Más tarde observaba los movimientos de los dedos largos que golpeaban las teclas elegidas.
            -Me gustaría enseñarte, pero tienes que crecer un poco más.
            -Creo que podré hacerlo. Con ver el movimiento de los dedos puedo recordar bien el sonido de las teclas.
            -Efectivamente, tienes buen oído.
            -Es posible que lo haga sin darle valor a las notas.
            -Hay muchas personas que obran igual y han llegado a triunfar en la vida.
            Fue cuando tomé la decisión a tocar el piano al costo que fuera. Por otra parte, también imaginé que me dedicaría al conocimiento de la música para poder leer las partituras, igual que aquella hermosa mujer;  que para mi significaba la presencia  misteriosa de los ángeles. Detrás de aquellas melodías, brotaban mis lágrimas y eran como si provinieran de un mar tempestuoso.
            El cambio de ritmo provocaba alegría de vivir y conocer las curiosidades del mundo. Entonces movía las piernas, y seguía el ritmo de las canciones. De reojo medía cada uno de mis pasos y sonría ante el impacto ingenuo que provocaban los movimientos cadenciosos. Esta etapa marcaba la inocencia de una edad, en la cual no fui lo suficientemente capaz de advertir la maldad.
-Eres un niño con bastante suerte.
            -Me parece fácil tocar las teclas y sacar melodías del  piano.
            -No es tan fácil. Es cosa de llevar el ritmo, que los pies vayan en movimiento.

            -Lo que me gusta es bailar.

            -Hay que hacer lo que uno más quiere en la vida.
            -Yo quiero tocar las teclas.

            La pianista organizaba bailes entre niños y niñas, lo que aprovechaba, y gozaba  dando las vueltas entre esas manitas que apretaban las mías. Creo que fueron importantes los días en que tomé la decisión de imitar el oficio de la maestra.
Posteriormente, el tiempo se deshizo entre los sonidos de las teclas y fue el descubrimiento por una pasión que me enloquecía hasta el delirio en esta lucha por vivir mi destino. Nunca supe si era tarde porque la vida tenía muchas sorpresas.
Durante mi adolescencia vagué hasta dedicarme a la venta de cristos, santos y vírgenes por pueblos y ciudades. Recorría cada calle, iba de puerta en puerta, hasta que caía la noche y llegaba el fin de semana, que eran la culminación con el culto religioso del domingo.
En esos viernes día me bañaba y perfumaba con el talco parecido  al que usaba la pianista. Me iba a recorrer los bares. Al descubrir en un establecimiento algún piano, sin pedir permiso me ponía a contemplar el color de la madera de abeto, que brillaba con el barniz negro. Era un acto mecánico, y de memoria recordaba los movimientos de los dedos de mi maestra. El encargado me invitaba a levantar la tapa del piano
-Si quiere tocar nuestro piano le doy permiso. Nadie lo ha tocado desde el año pasado.
            Tras juntar coraje, me acomodé en el asiento y recorrí con los dedos todas las teclas. Aparecieron tres mujeres para solicitarme les tocara algunos boleros. Me apresuré a llevar la letra con el movimiento en los labios.
            -Tiene todavía voz,  -dijo la más joven.

            -No crea, son los últimos vestigios que restan.
            -Quiero contratarlo durante el día. Dígame su dirección.
            -Pierda cuidado, rento un cuartucho, y me apenaría invitarla a conocer donde vivo.
            Las otras dos mujeres eran cómplices de esta propuesta.

            -Tal parece que hace lo que le da la gana.

            -A pesar de mi larga existencia prefiero ser libre.

            -No es necesario. Esta noche los tragos van por nuestra cuenta,  –dijo la más vieja

            Al principio, los parroquianos me invitaban vasos de ron o whisky. Antes de llegar al espacio de la embriaguez, todavía recordaba que otros me regalaban suficientes  billetes de varias nominaciones. Entonces percibí que ganaba más  que con la venta de las figuras de cristos, santos y vírgenes. Decidí hacer un itinerario de los bares que contaban con pianos. Escribí un programa de mis actuaciones, y llevé la cuenta de mis gastos y ganancias. Comprendí que sólo descansaba los lunes y dormía todo el día sin salir de mi cuarto.

            Ese proyecto funcionaba bastante bien porque estaba fascinado por mi prolongada soltería que intentaba engañar con los tragos obsequiados cada noche, acompañados de otras recompensas. Al amanecer volvía a contar mis pasos que me llevaban desde el bar elegido al pie de mi cama, gracias a mi poderosa memoria aprendí al lento recorrido a partir del centro a cada una de las cantinas. Conocía todos los pianos y a cada uno de los habitantes nocturnos, quienes me saludaban al llegar, y antes de comenzar a tocar, invitaban vasos de ron para calentar mi espíritu y los huesos de mis dedos.

            Después de la rutina, en mi habitación, los lunes por la tarde la sed despertaba mi ansiedad, y necesitaba tranquilizar los nervios. Debajo de la cama, a un lado de la mesita junto a la lámpara, brotaban las botellas de aguardiente. Saboreaba algún rancio bocadillo que era el foco de atención de las moscas y cucarachas. Sin tomarlas en cuenta, las asustaba un poco salpicando ron, y sin temor devoraba aquellos restos de basura.

            Me dormía otra vez. A veces me despertaban en la puerta los golpes de la dueña de la casa de huéspedes.

            Por supuesto, yo no abría y los gritos exigían el pronto pago de alquiler. Cuando me encontraba de buen humor, le contestaba que no se preocupara, prometía que a fin de mes me pondría al corriente. De esta manera, las semanas pasaban deshaciéndome en promesas de volver a vender cristos, santos y vírgenes, pero la necesidad de presionar las teclas me transportaba a recorrer puntualmente los bares.

            Con la perdida de la voz, se multiplicaron los gestos en mi cara. Gesticulaba a cada rato, a pesar de que alguien siempre me solicitaba que cantara su bolero favorito, yo sacaba fuerzas y cumplía los deseos. Mis gestos de cansancio advertían el deterioro de mi cara y ni siquiera podía mantener en calma mis palabras, pues me resultaba difícil pronunciar frases completas.

Pensé que iba a morir solo, marginado a la orfandad de la soledad, en este viaje rumbo a lo desconocido. El ruido del motor logró hacer que volviera a recordar que había sido capaz de memorizar las partituras invisibles que aparecían en alguna parada del autobús, y de pronto me dormí con aquellas notas solitarias.


Raúl Hernández Viveros (Ciudad Mendoza, Veracruz,1944). Ha publicado La invasión de los chinos (1978); Los otros alquimistas (1980); Los tlaconetes (1982); El secuestro de una musa (1984); Una mujer canta amorosamente (1985); El talismán del olvido (1992); Días de otoño (1995); La conspiración de los gatos (1997); La generosidad divina (2009), la novela Entre la pena y la nada (1985) y los libros de ensayos: La nictalopía de Sor Juana Inés de la Cruz (2000), Memoria y pensamiento (2001), La Mitología de Roberto Williams García (2002), y Relato Español Actual (2003), libro que lleva varias reimpresiones en la Península ibérica, editado por el Fondo de Cultura Económica y la UNAM. Durante una década estuvo a cargo de la revista La Palabra y el Hombre, y del Departamento Editorial de la Universidad Veracruzana. Actualmente es director de la revista y ediciones Cultura de VeracruZ.


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