domingo, 11 de noviembre de 2012

Los magos




Manuel Gámez Fernández


Si pudieras ver junto conmigo y con los otros magos aquellos peces plateados que surcaban el río en grupos de reflejos solares que por debajo del agua se veían como bandadas de gaviotas argénticas  remolineando fugaces en el espejo del fondo pedregoso.

Si llegáramos otra vez al río Pedernales y nos pusiéramos encima del puente a mirar los guapotes y las doradillas y los zancudos flotando en la superficie del agua misteriosa que se abría en sus olas y su corriente para dejarnos ver aquellos surcos del universo que ningún otro podría ver, más que nosotros los magos, acostados en la tierra del puente con la cabeza en el aire y la sangre cargándonos los ojos y la mente viajando a orillas de zacate y mala mujer y mariposas amarillas  y uno felizmente habría gritado : ¡ mira una huevina ¡ y el calor del mediodía se nos metía en la carne y nos andaba cosquilleando en todo el cuerpo hasta que decidíamos bajar al río para que nos mostrara sus íntimos arcanos .

Si te quitaras los zapatos y los pantalones y los dejaras colgados en los matorrales y luego penetraras con nosotros al fluido inocente y aguantaras el aire en tus pulmones y te dejaras llevar por la corriente y luego metieras la cabeza y abrieras los ojos y miraras las cristalinas aguas preñadas de formas y colores que se te venían encima como una catarata de alucinaciones.
Si te enseñáramos a meter las manos en las piedras para sacar los burros y los macaquines y a veces acamayas que te cogían  los dedos con sus largas tenazas y en ocasiones te cortaban la piel cuando no sabias la forma de atraparlas y nosotros te enseñáramos a cuevear metiendo la mano firme bajo la roca y tirando el agarrón  con destreza para que no le dieras tiempo al animal  de fugarse y cuando sintieras un movimiento como de varas secas en tus dedos entonces tendrías que apretar sin temor y extraer la presa de la entraña del agua .
Y si luego nos fuéramos a la poza de abajo y sacáramos nuestros anzuelos y buscáramos lombrices en la tierra húmeda de la ribera y te enseñáramos a poner la carnada con cuidado, metida a todo lo largo o solamente en la punta del anzuelo para que no se la vuelen las doradillas.

Si tuvieras paciencia y esperaras bajo la negra sombra de la higuera  montado en sus gruesas raíces que entraban hasta el fondo misterioso del río y cuando vieras el cordel vacilar en su posición le dieras un tirón y sacaras el primer pescado de la tarde y nosotros te dijéramos : ¡ tronco de guapote ¡ y tú te sintieras orgulloso , más grande que el tarral de la otra orilla con todo y sus papanes y sus mazacuates y sus grandes pilares huecos que después la gente los cortaba para construir sus casas en las cercanías fresquísimas de nuestro río.

Si nos aburriéramos de pescar y nos fuéramos a buscar capulines y pomarosas y encontráramos una mata cargadita de capulín corona y nos pusiéramos a comer capulines hasta que la boca se nos agarrara y la lengua nos quedara pintada de guinda por el jugo silvestre. Y luego sacando nuestros charpes con la horqueta quemada de cojón de gato y la gamuza gastada por las piedras le tiráramos a las iguanas dormidas de los árboles y a las veloces lagartijas que atravesaban las veredas con la piel azulada y nos fuéramos persiguiéndolas hasta que se metieran bajo el verde follaje de los ortigales y la pica pica.  Y tú desde la copa del guayabo nos gritaras: ¡aquí hay una madurita! Y luego estirando la mano recogieras el fruto amarillento y dulcísimo del árbol y lo mordieras con deseo y todo tu ser fuera absorbido por el aroma efímero de la mágica fruta y entonces lo sintieras caer de la boca al estómago y del estómago al universo oscuro de tu cuerpo y de tu cuerpo a lo desconocido pero repleto de infinitas sensaciones.

Si los cuatro en la loma del potrero, al azar de aquél tiempo de guanábanos largos miráramos atentos el pesado trabajo de los hombres y viéramos la mula dar vueltas y más vueltas para ablandar el barro de la tabiquera y más tarde unos hombres lo pusieran en  moldes mohosos de madera y los dejaran expuestos al sol y al viento de los montes y cuando estuvieran secos los llevaran al horno y avivaran el fuego con petróleo y con leña y al final los sacaran cocidos y relucientes como ladrillos brillantes de juguete para construir las casas de los ricos.

Si tú nos preguntaras los nombres de las cosas y pensando despacio nosotros te dijéramos : agua, piedra, lumbre, casa, cielo, maíz, tierra, pájaro, monte, y entonces tú notaras que en cada una de nuestras palabras se encerraba un mundo de horizontes inmensos y que cada vocablo podía tener muchísimos significados y que nosotros escogíamos aquellos que nos convenían para seguir forjando nuestra existencia de misterios y en ese instante exacto te miraríamos a los ojos y dejarías de ser un extraño a la palabra y entenderías nuestro lenguaje y te fundirías con nuestros seres  y todos seriamos todo en el eterno fluir del movimiento de nuestro universo.

Y si participaras en el rito de la caña de azúcar donde la mente trabajaba multiplicando lo dulce y te sentaras en el círculo de magos y comenzaras a morder la blanca fibra de la caña y algo como un goteo de mieles infinitas se fueran sucediendo en tu cerebro y al final de la ceremonia suspiraras y gritaras con todas tus fuerzas : ¡ soy libre ¡  ¡ soy libre ¡.

Si nos metiéramos a los maizales y a los naranjales y a los campos de jobos, chalahuites y tepetomates y recorriéramos el inacabable  terreno de los hombres y conociéramos la piedra donde surge en las noches el hombre  sin cabeza y camináramos entre el follaje de carrizos larguísimos con hojas lanceoladas que nos atacaban y corriéramos entre la floresta pisando el humus blando de la tierra viviente y encontráramos ardillas que nos llamaban con sus colas de fuego y tucanes silvestres que nos miraban serios mostrándonos sus picos de colores fosforescentes y escucháramos los gritos de gentes atrapadas en los murmullos de las plantas y unas arañas se descolgaran a nuestro paso cantando como el agua y volviéramos a correr dando gritos de júbilo y subiéramos la barranca y la arena se transformara en un manto de raíces entrelazadas y quisiéramos salir de nuestra inmensa fantasía y nos encontráramos con cielos de mariposas y hojas y bejucos y cortezas rugosas y nuestras voces al salir se convirtieran en semillas y las semillas fueran árboles de racimos colgantes y el olor de los verdes naciera en nuestras bocas y las calandrias elevaran su canto desde nuestras gargantas y siguiéramos corriendo y una angustia de pájaros, voces, días, ríos, atmósferas vivientes, fuera brotando del todo y de nosotros y de repente una violenta idea, áspera y dolorosa como una cola de lagarto, nos golpeara la mente y nos detuviéramos agotados y todo girara aún fuera de nuestros cuerpos y cada uno volviera a ser independiente de los otros y una calma pesada se extendiera en el valle del potrero  como una alfombra de vapor grisáceo viajando a ras del suelo.

Si pudieras mirar el campo todo incendiado por luciérnagas verdes y cocuyos como cicatrices de energía verdosa atravesando el aire del zacate estrella del potrero, los arroyos inundados de víboras y de renacuajos, las frondas de las pomarrosas olorosas a néctares y azahares, los árboles rojos de las chacas con la piel desprendida como si el sol les hubiera quemado la epidermis, el cerro quebrado con su color esmeralda y transparente, las chispas verdes del paisaje incendiado arropando la tarde de los magos a la orilla del río Pedernales, sintiendo las olitas frescas en el pecho con todo y su sonido de campanas, con su frío salpicado de viento, con las gotitas de sereno cayendo sobre el pelo y allí me dirías sorprendido que aplastaste una luciérnaga en la roca y la roca se quedó brillando.

Si pasáramos al lado del árbol de chicle y le arrancaras al  duro tallo costritas blancas en forma de lágrimas que goteando se hicieron un manjar de deseos y nos repartieras pedacitos de pulpa ya cuajada con sabor a un azúcar sin dulce, con sabor a magia del mediodía, solo para mascar y mascar hasta cansarse y arrojar la bola endurecida a las hormigas; y si tu curiosidad exasperada se propusiera atrapar caracoles rayados, libélulas azules, caballitos del diablo, mariposas de cristal y ochenta y ocho, catarinas rojas y doradas, recoger coyoles de corazón de coco, chotes pentagonales, piedras de mármol y obsidiana, idolitos de barro totonacas, hojitas plateadas de la pica pica y beber agua del manantial que te traspasa al tomarla y en medio del silencio y los espasmos de las patas y brazos de los árboles, el ruido ensordecedor que te lastima los oídos como si se derrumbara un cerro de fierros rechinando y se frotara la mitad del cielo con una olla de metal sonoro : ¡soltaron su canto las chicharras¡ todas al mismo tiempo y nos hicieron correr y salir pronto del túnel de vegetación donde nos ocultábamos de los ojos mayores.

Si al estar acostados viendo el cielo cambiarse del rojo al amarillo escucháramos junto con la voz de los grillos y el murmullo de la naturaleza también la voz inmensa de nuestros mayores y la realidad nos devolviera la conciencia de que la tarde se estaba juntando con la noche y que en el interior de nuestros pensamientos había una orden grandiosa que dirigía nuestros destinos y entonces tú dirías: “ya vámonos muchachos”  y todos te seguiríamos por el camino rústico de los cañeros y le tiraríamos de charpazos a las ranas y a los tordos machos y poco a poco nuestra magia se iría perdiendo para dar lugar a esa extraña sensación de hijos que necesitan la orden del padre y de la madre y vuelven a sus lugares temerosos de haber violado las inviolables reglas que los rigen  y antes de llegar a sus casas están pensando en el castigo del cinturón o del regaño y tú entonces te ríes de nuestro miedo porque a ti las tradiciones y las buenas costumbres te ordenan la presencia en la casa paterna hasta las ocho de la noche para tomar el alimento en unión de los tuyos a la hora precisa, exacta, intransformable, y te vas jugueteando por el camino hacia tu casa mientras nosotros planeamos fugarnos del hogar y de la regla, huir, hacernos desertores de la ley que alguien desconocido  nos ha impuesto y largarnos a vivir al monte junto al río pedernales, con las huevinas y los guapotes., los zancudos y los grillos, las calandrias y los conejos, la chuparosa y el piscúi, las golondrinas y los gasparotes, los azulejos y los toches y todos los milagros que día tras día  se suceden en aquellos lugares donde no existen las angustias de lo malo y lo bueno y todo es una continuación de tiempos y de vida como  una gran rueda que gira y gira y gira sin desviarse jamás de su infinita y maravillosa circunferencia.

Si fueras nuevamente un mago, te esperaríamos en la esquina de color naranja llena de fuego por el tapiz de flores de los framboyanes, la de siempre, para emprender aunque fuera por última vez, el viaje hacia el río Pedernales.




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