domingo, 11 de noviembre de 2012

Pedro Abelardo y Eloísa Una visión histórica



Jesús Jiménez Castillo
Abelardo y Eloísa, es un ensayo de Marcelo Ramírez publicado por el Centro Regional de Educación Superior “Paulo Freire”, en el cual el autor describe, con singular maestría, las relaciones de dos seres humanos como referentes de vida. En el escrito se aprecian muchas virtudes, propias de un intelectual de gran visión, como es el caso del maestro Ramírez, que aúna a  su formación filosófica, estudios sobre política, pedagogía, historia y literatura, entre otros. En esta ocasión sólo me ocuparé de algunas de ellas.
Un primer apuntamiento es el hecho de que un filósofo se ocupe de una relación erótica ocurrida en la época medieval, difícil de afrontar por su naturaleza bivalente, en el sentido ontológico y epistemológico. Ontológico porque se ocupa del ser en su versión más compleja: el ser humano; y epistemológico, porque nos acerca, con el análisis de lo sensual y valorativo, al conocimiento de cualidades esenciales, constitutivas de nuestra realidad vivencial, y que en nuestra mundaneidad sólo identificamos como simples manifestaciones de una forma de ser, sin apreciar su trascender, me refiero a la pasión, emoción, sentimiento, alma, tragedia y, principalmente, Dios como idea superior y distintiva de nuestra naturaleza.   
Otro aspecto abordado por el maestro Marcelo es el relativo al amor, un concepto muy  desvalorizado como práctica de la relación humana, a pesar de su gran riqueza conceptual y lingüística, definitorias de nuestra naturaleza como especie, y su expresión como elevada virtud del hombre, que integra a la bondad, compasión y afecto en las relaciones con los demás.
Por último, me referiré al rescate que hace nuestro autor del término ‘amor’ como permanencia de una virtud que da sentido y fortaleza al hombre en su sentido genérico, en todo lugar y en todas las épocas. Y es oportuno señalarlo, pues en estos tiempos en que hacen crisis los ideales de la modernidad, no son pocos los que consideran la expresión del amor como una debilidad o cursilería. Justamente, el escrito de Marcelo Ramírez, nos prueba lo contrario, nos muestra que el amor es un sentimiento de elevado mérito en el discurrir de nuestra existencia. Así pues, mis comentarios estarán dirigidos a la descripción de aspectos que conformaron el contexto histórico que dio marco a la vida de Abelardo y Eloísa.
Pedro Abelardo, nació en 1079, en Bretaña, una importante región de Francia, y murió, a los 63 años, en la pequeña población de Châlons, el 21 de abril de 1142; por lo tanto, le tocó ser testigo y protagonista del proceso de transición que se da en el cambio de una centuria a otra. En cambio Eloísa pertenece por completo al siglo XII, pues nació en París en 1101, y murió en el monasterio del Paráclito, en la ciudad de Troyes, cerca de París, en 1162 o 1164.
Eloísa llegó a ser abadesa del convento del Paráclito, comunidad monástica campestre fundada en 1131 por Pedro Abelardo. Y fue su retiro después del dramático final de su relación amorosa con Abelardo. La figura de Eloísa está a la espera de una reivindicación que la libere de las idealizaciones fáciles de François Villon, Alphonse Marie Louis Prat de Lamartine y Juan Jacobo Rosseau. Su epistolario propone nuevos temas, pues las cartas fueron elaboradas a través de una retícula densa y compleja, con referencias filosóficas y doctrinales que deben ser reconstruidas. Eloísa también dejó el breve texto de los Problemata.
Es reconocido por la crítica moderna como uno de los grandes genios de la historia de la lógica, de la que hacía uso a través de los géneros y técnicas de la diatriba dialéctica. (El término diatriba proviene del griego clásico, y significa discurso hablado o conferencia) es un recurso escrito violento, a veces injurioso, dirigido contra personas o grupos. Originalmente es el nombre dado a un breve discurso ético, usado en la antigüedad por los filósofos cínicos y estoicos. Estas lecturas, con frecuencia polémicas, adquirieron pronto, en su acepción de ‘diatriba’, el sentido moderno de ‘invectiva’, es decir, forma de criticar de manera agresiva, que requiere de un dominio silogístico profundo. Abelardo, por su actitud agresiva fue llamado Golia (demoniaco), sobrenombre del que se sentía orgulloso, firmando con él algunas de sus cartas. Según algunos etimologistas, la palabra Abelardo era una especie de apodo impuesto por su profesor de matemáticas, que le llamaba lame-lardo, que significa lame-tocino. Pocos hombres agitaron más la opinión del siglo XII y pocas biografías son tan interesantes como la de Abelardo. Los trovadores visitaban los castillos y los filósofos las escuelas. En esta accidentada existencia de peripatético, Abelardo tuvo, muy joven, la oportunidad de oír las lecciones de Juan Roscelino (Roscelin), a quien llamó su maestro.
Abelardo tenía 20 años cuando llegó a París, emporio en aquella época de la filosofía Escolástica. Escuelas episcopales o claustros habían reemplazado a las escuelas palatinas de Carlomagno. Establecidas en conventos, sustituyeron  en aquella época a las universidades y academias. La escuela episcopal de París era la más famosa y la más concurrida, y su jefe o cabeza era el archidiácono Guillermo de Champeaux, denominado Columna de los doctores. Abelardo acudió a oír las lecciones de Guillermo y muy pronto el discípulo se convirtió en competidor.
«Por todas partes, dice Carlos Rémusat, se hablaba de él; desde Bretaña, desde Inglaterra, del país do los Suevos y de los Teutones venían gentes a oírle: la misma Roma llegó a enviarle alumnos. Los transeúntes se detenían a su paso para contemplarle; los vecinos de las casas bajaban a sus puertas con el fin único de verle, y las mujeres levantaban las cortinas que cubrían los vidrios ruines de sus estrechas ventanas. Habíale adoptado París por hijo suyo y le consideraba como a su lumbrera más esclarecida. Enorgullecíase en poseer a Abelardo y celebraba unánime este nombre, cuyo recuerdo, aun después de siete siglos, es popular todavía en la ciudad de todas las glorias y de todos los olvidos. Pero no brilló solamente en la escuela. Abelardo conmovió la Iglesia y el Estado y ocupó preferentemente la atención de dos grandes concilios.»
La escuela por él establecida en París fue tan célebre, que, según dice Guizot, se educaron en ella un Papa (Celestino II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses, ingleses y alemanes, y un número mucho mayor de controversistas, entre ellos Arnaldo de Brescia. Dícese que el total de sus discípulos en aquella época ascendía a 5000.
El siglo XI es testigo, en menor o mayor medida, de los primeros intentos de formación de entidades nacionales organizadas en torno a la figura del monarca y la restauración de su autoridad. El fenómeno se reproduce en toda Europa Occidental. Se intenta reconstruir al Estado, parcelado en esos momentos en poderes políticos menores. El éxito de cada uno de los monarcas depende del apoyo de la nobleza y clero en las diferentes regiones.
En la época previa a la historia medieval el predominio era del sistema imperial, formado por los reinos Teutónico, Itálico y Borgoñés. El Imperio no perderá importancia en el período que estudiamos, sobre todo durante el gobierno de la dinastía alemana, siempre en relación con el papado. Los grandes cambios políticos y eclesiásticos se suceden en la segunda mitad del siglo XI de Francia, país innovador en este período y al que seguirán el resto de los países.
Al iniciar el siglo XII la monarquía conservaba un carácter personal patrimonial con libertades limitadas. El estado no existía como antes del siglo V. El rey carecía de autoridad, no podía emitir leyes o impartir Justicia. Sus privilegios y formas de ascenso al trono, dependían más de hechos que de derechos. No existía un sistema de administración, ni funcionarios que hicieran cumplir sus órdenes o asegurar una estabilidad en el reino. No existían impuestos, el rey vivía de las rentas de sus tierras, salvo excepciones. La debilidad del rey lo hacía depender de los señores feudales que, además, no eran del todo confiables. La toma de decisiones era compartida con la nobleza y la Iglesia, que vigilaban la administración de un poder concedido por Dios en orden al bien espiritual y material del pueblo. Atomizados en las regiones, los condes, cargos heredados del Imperio Carolingio y Romano, que en Francia y Alemania habían dejado de ser agentes del poder central, proclamaban su autonomía.
La monarquía necesitaba de una forma de justificación que le diera fortaleza ante sus súbditos. Pronto aparecieron los teóricos de una nueva forma de pensar que se impusiera al espíritu feudal. Sobre esto hay que decir que, ni en pleno apogeo feudal se llegó a perder del todo lo que se podría considerar como derecho monárquico. Es a partir del S. XII cuando emerge una nueva concepción, se trata de las nociones de soberanía y Estado. De los viejos textos romanos se extrae la idea de "potestas pública", poder público que no tiene otros límites que el bien común y concede a su depositario, el rey, la capacidad de dictar órdenes, Justicia y establecer impuestos.
Dentro de este contexto medievalista aparece el amor cortés, una filosofía del amor que floreció en la Provenza, al sudeste de Francia a partir del siglo XI, y cuya influencia se extendió hasta el siglo XIV. Hasta el momento no se ha podido explicar porque surgió en Provenza.
“Se ha hablado del florecimiento de la vida de la corte y de una nobleza más refinada; también de que hubo un mayor acceso a la cultura; o bien de que “una caballería indigente, sin tierras [...], carente de ubicación en la jerarquía territorial del feudalismo”, se convirtió en la predestinada a ser amante de esposas ajenas; asimismo, de que los “menestrales”, (compositores o trovadores) de antaño lograron incorporarse al estrato nobiliario y, como buenos arribistas, desearon marcar una distinción entre ellos y las capas populares, etc. Sin embargo, es posible hallar varios de estos aspectos en otras regiones, y por sí solos no sirven para comprender del todo el porqué de la formulación amorosa cortés precisamente en Provenza. Pero la realidad es que allí empieza, y ello quizá se deba al hecho —como pudo suceder en otra parte que tuviera refinamiento cultural y una paz relativa— de que fue a un grupo de individuos de la zona (originalmente, pudo ser un solo sujeto), nobles o de alguna forma asociados con la nobleza, a quienes se le ocurrió darle un cauce ético a su libido mediante la formulación —con diversos elementos culturales que tenían a la mano— de las características del amor y del porqué de éste (probablemente eligieron un género lírico). La idea se propagó localmente y se le incorporaron más préstamos culturales, hasta que se llegó al establecimiento de un sistema dinámico; éste continuó difundiéndose ya por toda Europa —dado que el ambiente era propicio—, y adquirió —visto globalmente— ciertas particularidades según la época, el lugar, la corriente literaria, etc.

La filosofía del amor cortés representa una concepción platónica y mística del amor, que se puede resumir en los siguientes puntos: total sumisión del enamorado a la dama; La amada, siempre distante, es admirable y reúne perfecciones físicas y morales. Toma el rol superior sobre el amante. Y es el eje central de la relación, administra las realidades y toma las riendas de las situaciones. Acorde con el pensamiento feudal, se impone la consideración del servicio de amor. Se cambian los roles de vasallaje al amante, convirtiéndose la dama en “señor”; el estado amoroso, es un estado de gracia que ennoblece a quien lo practica; los enamorados provienen de un ámbito aristocrático; el enamorado llega a un nivel de comunicación con su inaccesible señora que va de lo suplicante a lo amoroso; es, frecuentemente, un amor adúltero. El amante oculta a su amada sustituyendo su nombre por una palabra clave o seudónimo.
Las características del amor cortes son: la humildad, cortesía, adulterio y religión de amor. Es una relación utópica y desinteresada, pues el amante no tiene como fin principal conseguir un amor correspondido, conforma sólo con adular y exaltar a su dama, sin esperar recibir nada a cambio. El amor cortesano es sufrido y extremoso, pues su realización requiere de una serie de ritos. El amante debe enfrentar desafíos, luchar denodadamente por su dama, si es que verdaderamente la ama. El sufrimiento es el medio para logar la perfección espiritual, y la forma de alcanzan una felicidad plena. La relación supone un amor voluntario y libre. Se da porque se quiere dar, no hay obligación alguna. La dama,  es libre de corresponder al amante. Ella concede el “galardón”, que quiere decir que la mujer acepta el amor del caballero, en el sentido de recompensa sexual o  goce erótico concreto, aunque algunos sostienen que sólo existe el deseo de alcanzar la unión espiritual de los amantes, por ser un amor ideal, platónico. Este es, pues, el ambiente en el cual se desarrolló la historia del amor de Pedro y Eloísa.

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