Jesús Jiménez Castillo
Abelardo y Eloísa, es un ensayo de
Marcelo Ramírez publicado por el Centro Regional de Educación Superior “Paulo
Freire”, en el cual el autor describe, con singular maestría, las relaciones de
dos seres humanos como referentes de vida. En el escrito se aprecian muchas
virtudes, propias de un intelectual de gran visión, como es el caso del maestro
Ramírez, que aúna a su formación
filosófica, estudios sobre política, pedagogía, historia y literatura, entre
otros. En esta ocasión sólo me ocuparé de algunas de ellas.
Un primer
apuntamiento es el hecho de que un filósofo se ocupe de una relación erótica ocurrida
en la época medieval, difícil de afrontar por su naturaleza bivalente, en el
sentido ontológico y epistemológico. Ontológico porque se ocupa del ser en su
versión más compleja: el ser humano; y epistemológico, porque nos acerca, con
el análisis de lo sensual y valorativo, al conocimiento de cualidades esenciales,
constitutivas de nuestra realidad vivencial, y que en nuestra mundaneidad sólo
identificamos como simples manifestaciones de una forma de ser, sin apreciar su
trascender, me refiero a la pasión, emoción, sentimiento, alma, tragedia y,
principalmente, Dios como idea superior y distintiva de nuestra naturaleza.
Otro aspecto
abordado por el maestro Marcelo es el relativo al amor, un concepto muy desvalorizado como práctica de la relación
humana, a pesar de su gran riqueza conceptual y lingüística, definitorias de
nuestra naturaleza como especie, y su expresión como elevada virtud del hombre,
que integra a la bondad, compasión y afecto en las relaciones con los demás.
Por último, me referiré
al rescate que hace nuestro autor del término ‘amor’ como permanencia de una virtud que da sentido y fortaleza al
hombre en su sentido genérico, en todo lugar y en todas las épocas. Y es
oportuno señalarlo, pues en estos tiempos en que hacen crisis los ideales de la
modernidad, no son pocos los que consideran la expresión del amor como una
debilidad o cursilería. Justamente, el escrito de Marcelo Ramírez, nos prueba
lo contrario, nos muestra que el amor es un sentimiento de elevado mérito en el
discurrir de nuestra existencia. Así pues, mis comentarios estarán dirigidos a
la descripción de aspectos que conformaron el contexto histórico que dio marco
a la vida de Abelardo y Eloísa.
Pedro Abelardo, nació en 1079, en
Bretaña, una importante región de Francia, y murió, a los 63 años, en la
pequeña población de Châlons, el 21 de abril de 1142; por lo tanto, le tocó ser
testigo y protagonista del proceso de transición que se da en el cambio de una
centuria a otra. En cambio Eloísa pertenece por completo al siglo XII, pues
nació en París en 1101, y murió en el monasterio del Paráclito, en la ciudad de
Troyes, cerca de París, en 1162 o 1164.
Eloísa llegó a ser abadesa del
convento del Paráclito, comunidad monástica campestre fundada en 1131 por Pedro
Abelardo. Y fue su retiro después del dramático final de su relación amorosa
con Abelardo. La figura de Eloísa está a la espera de una reivindicación que la
libere de las idealizaciones fáciles de François Villon, Alphonse Marie Louis
Prat de Lamartine y Juan Jacobo Rosseau. Su epistolario propone nuevos temas,
pues las cartas fueron elaboradas a través de una retícula densa y compleja,
con referencias filosóficas y doctrinales que deben ser reconstruidas. Eloísa
también dejó el breve texto de los Problemata.
Es reconocido por la crítica
moderna como uno de los grandes genios de la historia de la lógica, de la que
hacía uso a través de los géneros y técnicas de la diatriba dialéctica. (El
término diatriba proviene del griego clásico, y significa discurso hablado o
conferencia) es un recurso escrito violento, a veces injurioso, dirigido contra
personas o grupos. Originalmente es el nombre dado a un breve discurso ético,
usado en la antigüedad por los filósofos cínicos y estoicos. Estas lecturas,
con frecuencia polémicas, adquirieron pronto, en su acepción de ‘diatriba’, el
sentido moderno de ‘invectiva’, es decir, forma de criticar de manera agresiva,
que requiere de un dominio silogístico profundo. Abelardo, por su actitud
agresiva fue llamado Golia
(demoniaco), sobrenombre del que se sentía orgulloso, firmando con él algunas
de sus cartas. Según algunos etimologistas, la palabra Abelardo era una especie
de apodo impuesto por su profesor de matemáticas, que le llamaba lame-lardo,
que significa lame-tocino. Pocos hombres agitaron más la opinión del siglo XII
y pocas biografías son tan interesantes como la de Abelardo. Los trovadores
visitaban los castillos y los filósofos las escuelas. En esta accidentada
existencia de peripatético, Abelardo tuvo, muy joven, la oportunidad de oír las
lecciones de Juan Roscelino (Roscelin), a quien llamó su maestro.
Abelardo tenía 20 años cuando
llegó a París, emporio en aquella época de la filosofía Escolástica. Escuelas
episcopales o claustros habían reemplazado a las escuelas palatinas de
Carlomagno. Establecidas en conventos, sustituyeron en aquella época a las universidades y
academias. La escuela episcopal de París era la más famosa y la más concurrida,
y su jefe o cabeza era el archidiácono Guillermo de Champeaux, denominado
Columna de los doctores. Abelardo acudió a oír las lecciones de Guillermo y muy
pronto el discípulo se convirtió en competidor.
«Por todas partes, dice Carlos
Rémusat, se hablaba de él; desde Bretaña, desde Inglaterra, del país do los
Suevos y de los Teutones venían gentes a oírle: la misma Roma llegó a enviarle
alumnos. Los transeúntes se detenían a su paso para contemplarle; los vecinos
de las casas bajaban a sus puertas con el fin único de verle, y las mujeres
levantaban las cortinas que cubrían los vidrios ruines de sus estrechas
ventanas. Habíale adoptado París por hijo suyo y le consideraba como a su
lumbrera más esclarecida. Enorgullecíase en poseer a Abelardo y celebraba
unánime este nombre, cuyo recuerdo, aun después de siete siglos, es popular
todavía en la ciudad de todas las glorias y de todos los olvidos. Pero no
brilló solamente en la escuela. Abelardo conmovió la Iglesia y el Estado y
ocupó preferentemente la atención de dos grandes concilios.»
La escuela por él establecida en
París fue tan célebre, que, según dice Guizot, se educaron en ella un Papa (Celestino
II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses,
ingleses y alemanes, y un número mucho mayor de controversistas, entre ellos
Arnaldo de Brescia. Dícese que el total de sus discípulos en aquella época
ascendía a 5000.
El siglo XI es testigo, en menor
o mayor medida, de los primeros intentos de formación de entidades nacionales organizadas
en torno a la figura del monarca y la restauración de su autoridad. El fenómeno
se reproduce en toda Europa Occidental. Se intenta reconstruir al Estado, parcelado
en esos momentos en poderes políticos menores. El éxito de cada uno de los
monarcas depende del apoyo de la nobleza y clero en las diferentes regiones.
En la época previa a la historia
medieval el predominio era del sistema imperial, formado por los reinos Teutónico,
Itálico y Borgoñés. El Imperio no perderá importancia en el período que
estudiamos, sobre todo durante el gobierno de la dinastía alemana, siempre en
relación con el papado. Los grandes cambios políticos y eclesiásticos se
suceden en la segunda mitad del siglo XI de Francia, país innovador en este
período y al que seguirán el resto de los países.
Al iniciar el siglo XII la
monarquía conservaba un carácter personal patrimonial con libertades limitadas.
El estado no existía como antes del siglo V. El rey carecía de autoridad, no
podía emitir leyes o impartir Justicia. Sus privilegios y formas de ascenso al trono,
dependían más de hechos que de derechos. No existía un sistema de
administración, ni funcionarios que hicieran cumplir sus órdenes o asegurar una
estabilidad en el reino. No existían impuestos, el rey vivía de las rentas de
sus tierras, salvo excepciones. La debilidad del rey lo hacía depender de los
señores feudales que, además, no eran del todo confiables. La toma de
decisiones era compartida con la nobleza y la Iglesia, que vigilaban la
administración de un poder concedido por Dios en orden al bien espiritual y
material del pueblo. Atomizados en las regiones, los condes, cargos heredados
del Imperio Carolingio y Romano, que en Francia y Alemania habían dejado de ser
agentes del poder central, proclamaban su autonomía.
La monarquía necesitaba de una forma
de justificación que le diera fortaleza ante sus súbditos. Pronto aparecieron los
teóricos de una nueva forma de pensar que se impusiera al espíritu feudal.
Sobre esto hay que decir que, ni en pleno apogeo feudal se llegó a perder del
todo lo que se podría considerar como derecho monárquico. Es a partir del S. XII
cuando emerge una nueva concepción, se trata de las nociones de soberanía y Estado.
De los viejos textos romanos se extrae la idea de "potestas pública",
poder público que no tiene otros límites que el bien común y concede a su
depositario, el rey, la capacidad de dictar órdenes, Justicia y establecer
impuestos.
Dentro de este contexto
medievalista aparece el amor cortés, una filosofía del amor que floreció en la Provenza, al
sudeste de Francia a partir del siglo XI, y cuya influencia se extendió hasta el
siglo XIV. Hasta el momento no se ha podido explicar porque surgió en Provenza.
“Se ha hablado del florecimiento de la
vida de la corte y de una nobleza más refinada; también de que hubo un mayor
acceso a la cultura; o bien de que “una caballería indigente, sin tierras
[...], carente de ubicación en la jerarquía territorial del feudalismo”, se
convirtió en la predestinada a ser amante de esposas ajenas; asimismo, de que
los “menestrales”, (compositores o trovadores) de antaño lograron incorporarse
al estrato nobiliario y, como buenos arribistas, desearon marcar una distinción
entre ellos y las capas populares, etc. Sin embargo, es posible hallar varios
de estos aspectos en otras regiones, y por sí solos no sirven para comprender
del todo el porqué de la formulación amorosa cortés precisamente en Provenza.
Pero la realidad es que allí empieza, y ello quizá se deba al hecho —como pudo
suceder en otra parte que tuviera refinamiento cultural y una paz relativa— de
que fue a un grupo de individuos de la zona (originalmente, pudo ser un solo
sujeto), nobles o de alguna forma asociados con la nobleza, a quienes se le
ocurrió darle un cauce ético a su libido mediante la formulación —con diversos
elementos culturales que tenían a la mano— de las características del amor y
del porqué de éste (probablemente eligieron un género lírico). La idea se
propagó localmente y se le incorporaron más préstamos culturales, hasta que se
llegó al establecimiento de un sistema dinámico; éste continuó difundiéndose ya
por toda Europa —dado que el ambiente era propicio—, y adquirió —visto
globalmente— ciertas particularidades según la época, el lugar, la corriente
literaria, etc.
La filosofía del amor cortés representa una concepción platónica y
mística del amor, que se puede resumir en los siguientes puntos: total sumisión
del enamorado a la dama; La amada, siempre distante, es admirable y reúne perfecciones
físicas y morales. Toma el rol superior sobre el amante. Y es el eje central de
la relación, administra las realidades y toma las riendas de las situaciones.
Acorde con el pensamiento feudal, se impone la consideración del servicio de
amor. Se cambian los roles de vasallaje al amante, convirtiéndose la dama en
“señor”; el estado amoroso, es un estado de gracia que ennoblece a quien lo
practica; los enamorados provienen de un ámbito aristocrático; el enamorado llega
a un nivel de comunicación con su inaccesible señora que va de lo suplicante a
lo amoroso; es, frecuentemente, un amor adúltero. El amante oculta a su amada sustituyendo
su nombre por una palabra clave o seudónimo.
Las características del amor cortes son: la humildad, cortesía, adulterio
y religión de amor. Es una relación utópica y desinteresada, pues el amante no tiene
como fin principal conseguir un amor correspondido, conforma sólo con adular y
exaltar a su dama, sin esperar recibir nada a cambio. El amor cortesano es
sufrido y extremoso, pues su realización requiere de una serie de ritos. El amante
debe enfrentar desafíos, luchar denodadamente por su dama, si es que verdaderamente
la ama. El sufrimiento es el medio para logar la perfección espiritual, y la
forma de alcanzan una felicidad plena. La relación supone un amor voluntario y libre.
Se da porque se quiere dar, no hay obligación alguna. La dama, es libre de corresponder al amante. Ella concede
el “galardón”, que quiere decir que la mujer acepta el amor del caballero, en
el sentido de recompensa sexual o goce
erótico concreto, aunque algunos sostienen que sólo existe el deseo de alcanzar
la unión espiritual de los amantes, por ser un amor ideal, platónico. Este es,
pues, el ambiente en el cual se desarrolló la historia del amor de Pedro y
Eloísa.
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