domingo, 11 de noviembre de 2012

DOS CUENTOS DE TEMPORADA



DAVID NEPOMUCENO LIMÓN

REMODELACIÓN
La ampliación de la calle no se había hecho esperar. La pesada maquinaria demolió la antigua pared del cementerio, con lo que se iniciaron los trabajos para dar paso a la arteria vial que ya resultaba necesaria para desfogar el tránsito en el norte de la ciudad. Desafortunadamente resultó perjudicada una parte del inmueble adjunto a la pared perteneciente a la iglesia que se hallaba al frente del panteón.
   En conjunto con la obra se construyó una explanada. Bancas y una pequeña fuente formaban parte de un área de descanso que suplió lo que fuera el patio de una construcción anexa al templo.
   Con la ampliación se hizo más fluida la circulación de vehículos, y el nuevo alumbrado contribuyó a brindar mayor seguridad y confianza a quien utilizara las nuevas banquetas o prefiriera descansar un momento en las bancas del parquecito.
   Gregorio era una persona de la tercera edad que siempre había gustado de escribir anécdotas y relatos de lo que sucedía en la población. Ese día la tarde ya había avanzado cuando se acercó para conocer el área de descanso abierto en la calle remodelada. Pensaba aprovechar el momento para ordenar algunas ideas despertadas a raíz de relatos que le habían hecho algunas personas en los últimos días.
   La intención principal de Gregorio era poner por escrito algunos sucesos extraños que habían tenido lugar en la calle recientemente modificada. Según algunos vecinos, se trataba sólo de comentarios hechos para atraer curiosos al sitio modernizado.
   Lo que le parecía interesante lo había anotado en un cuadernillo y, sentado cómodamente, leía con lentitud sus apuntes, para darles coherencia, disfrutando una actividad que tanta satisfacción le brindaba.
   Un ligero letargo lo iba relajando.
   Un momento después llegó un hombre también de edad avanzada y tomó asiento al lado de Gregorio, saludándolo con cortesía. A fin de no interrumpir sus pensamientos, respondió de manera mecánica y con escasa amabilidad.
   El recién llegado le inspiraba desconfianza. Su vestimenta, que parecía antigua, y su mirada penetrante le provocaban inquietud y desconcierto. Ambas circunstancias le indicaban que el silencio sería la mejor opción.
   El extraño visitante fijó su mirada en el cuaderno de notas, y habló pausadamente.
―Si usted escribe haga algo para permanecer en la mente de los demás, no haga de su trabajo un inventario de acciones pasivas que estén desprovistas de emotividad.
   Gregorio respondió con una pregunta lisa y redonda:
―¿Usted qué puede saber de mis pensamientos y mis relatos?
―Sólo recuerde ―dijo el hombre― que los sueños importantes se dan cuando uno está despierto.
―Yo me pregunto por qué interviene usted en lo que escribo ―casi vociferó Gregorio.
―A mí también me gustaba escribir, pero el tiempo era lo que me faltaba. Lo hacía sin ganas, a semejanza de como cae el polvo fatigado. Había días que escribía sin brújula.
―¿Qué trata de sugerirme?
―Reflexionar y, si es una idea no muy bosquejada, déjela en el diván de los intentos. Las palabras se graban en el corazón… Después, en los recuerdos.
―Yo pienso que está usted exagerando, porque…
   Una presión en el hombro lo distrajo. Interrumpió lo que decía y tuvo la sensación de que algo sucedía en su entorno, pero que no advertía de qué se trataba. En ese momento un policía le hablaba moviéndolo suavemente. La noche estaba un poco fría.
   El guardia le recomendó que tuviera cuidado, pues a pesar del alumbrado público algunos vecinos coincidían en que veían gente extraña en la pequeña plazoleta, pero preferían no hablar de ello. Gregorio escuchó con atención el comentario, y ya repuesto de la sorpresa, se disculpó y emprendió su camino en medio del aire fresco y libre.
   No sabría decir si el encuentro con el desconocido ocurrió en la realidad o fue producto de un sueño. Con la mirada clavada en la acera caminó recordando la plática que había sostenido hacía apenas unos momentos. Se alejaba con lentitud, con la ligera idea de haber tenido contacto con alguien que olía a eternidad.


UNA EXPERIENCIA INOLVIDABLE
Ese día había yo terminado mi trabajo en aquella población. Ahí, la gente se había acostumbrado al clima frío, por la cercanía del volcán, pero yo sufría las bajas temperaturas.
   La tarde empezaba a rasgar su madurez. Por lo tanto me sería difícil que un autobús de paso me llevara a la planicie, pues a esa hora sólo habría corridas directas, las que pasan de largo.
   No sé qué tiempo caminé para llegar a la caseta de cobro de la autopista, con la esperanza de que alguien me diera un “aventón”, aunque me cobrara alguna cantidad para bajar de la cumbre.
  La suerte estaba de mi lado. Un taxi vacío y de regreso paraba cerca de mí para pagar su cuota de peaje. En unos minutos el chofer y yo convinimos el precio del viaje y me senté junto al conductor. De momento pensé que, por su seriedad, me vería obligado a viajar sin hablar.
   El auto se deslizaba con libertad pero y a la vez precaución, para no correr riesgos, mientras el silencio era mi refugio para la meditación o para la curiosidad de lo que ofrecía el paisaje del camino.
   La cumbre se veía imponente ante ese atardecer de primavera, en que la vegetación nos invadía con su gama de matices verdes y el aroma de naturaleza viva.
   El taxista conducía con atención. No sería oportuno distraerlo. Lo accidentado de la cordillera hacía que el panorama fuera asombroso, mientras que, a lo lejos, los túneles por los que atravesaba el camino, comparados con la enormidad de la sierra, hacían que ésta se comprendiera en toda su majestuosidad.
   Las curvas inyectaban emoción al viaje, mientras impacientes esperábamos llegar a los iluminados túneles, que seguían siendo el atractivo principal al descender de la cordillera. Con todo, seguían sorprendiéndome, pues pese a que conozco esta ruta nunca me había cansado de admirarla cada vez que transitaba por ella. Los valles son imponentes, y su flora, impresionante.
   Mi mente iba atenta a los encantos del paisaje, los que hacen reflexionar tocante a la grandeza de la vida. En cualquier momento un puente o una curva daban paso a un valle iluminado por el sol vespertino.
   El silencio que reinaba dentro del auto fue roto por el chofer al comentar que, al pasar el puente, sintió un escalofrío que lo invadió por completo. Al terminar el comentario disminuyó la velocidad. Esto provocó que su plática se dirigiera hacia otras ocasiones en que aparecen los escalofríos, incluyendo algunos comentarios chuscos.
   Su mirada siempre atenta a la autopista lo obligaba a tener en cuenta los espejos retrovisores. El entronque hacia una población rural nos indicaba que faltaba poco tiempo para llegar a nuestro destino.
   El conductor seguía en lo suyo, ahora callado, como guardando respeto a la madre naturaleza, que se iba extendiendo conforme avanzábamos. De pronto, me estremeció su exclamación pidiendo ayuda celestial. Inmediatamente volví la cabeza para verlo. Una expresión de espanto surcaba su rostro. Respiraba por la boca como si así encontrara más rápido una respuesta lógica a lo que veía.
   Afortunadamente su perturbación no perjudicó nuestra ruta. Unos segundos después me explicó, de manera atropellada, que cuando miró por el espejo central vio a dos personas sentadas en el asiento trasero, que lo miraban fijamente y con una sonrisa que parecía burlona.
   Al escucharlo sentí que el miedo desgarraba mi espíritu y, tratando de ocultarlo, volteé hacia atrás. El asiento, por supuesto, estaba vacío. El silencio se apropió del momento. Sólo se escuchaba el zumbido del motor en marcha.
   El chofer permanecía callado, con la misma expresión de sobresalto. Aumentó la velocidad como si quisiera terminar más rápidamente con la inquietud que lo invadía.
   Llegamos a la ciudad con la idea de habernos librado de algo que superaba nuestras fuerzas. Me bajé en la calle principal. El taxista me cobró lo acordado y se fue de inmediato mientras la noche nos empezaba a envolver.
   Han pasado varios días de lo sucedido y todavía siento la confusión en mí. La población es pequeña. Conozco de vista a casi todos los taxistas del único sitio que existe.
   Cuando veo circular un taxi por las calles busco a ver si es el número diecisiete.
   No lo he vuelto a ver. No sé qué sería del conductor. Al parecer, para mí, un nuevo misterio se suma al anterior.

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