David Nepomuceno
Limón
LAS MARGARITAS Y LOS GIRASOLES
En
un pequeño valle de clima templado, se inició, hace muchos años, la siembra y
cosecha de flores de clases diferentes. Esto motivó que las familias se
instalaran en las dos márgenes del río que les brindaba lo necesario para sus
propósitos. Agua clara y abundante llegaba desde la sierra lejana. Su caudal
impresionaba por la fuerza y magnitud de la corriente. Cuando los campesinos
llegaron ya existía un puente hecho de piedra y nadie sabía quiénes lo construyeron.
Su estructura prometía muchos años más al servicio de las comunidades que el
camino enlazaba.
Las
Margaritas y Los Girasoles, que en un principio fueron pequeñas agrupaciones de
casas de labradores y artesanos, actualmente son pujantes poblaciones que
luchan por continuar progresando. El puente sigue siendo el elemento más
importante para su comunicación.
Recuerdo
que hace varios años mi compadre Jacinto y yo veíamos a Timoteo preocupado por
poder vender toda la flor de su terreno. La flor era de calidad, pero algunas
se empezaban a marchitar. Esa mañana Timoteo hizo un alto en su camino antes de
llevarla a ofrecer a los mercados de la ciudad. Al cruzar el puente se le
ocurrió echar al río las flores deslucidas, que al contacto con el agua
flotaban un momento para hundirse después en el torrente que huía sin
delicadeza. Lo hacía despacio, escogiendo cuál se iba al río y cuáles se
quedaban.
En
esos momentos pasó Rafaela, la señora que compra barato en la ciudad y revende
en su pueblo, la comunicativa que no sabe guardar un sólo secreto.
― ¿Qué hace, Timoteo? ― preguntó, extrañada
por lo que veía. El hombre aprovechó el momento para gastarle una broma.
― ¡Señora, qué gusto verla! Lo que estoy
haciendo es agradecer todos los favores que ha hecho el puente de los deseos ―
El comentario tenía el síntoma de una anécdota graciosa que Rafaela no logró
captar.
― ¿En realidad el puente cumple los deseos?
― ¡Claro! Si usted pide algo bueno y de
corazón, tenga la esperanza de que pueda cumplirse lo que solicitó.
― ¿Como qué cosas puedo pedir?
Timoteo
se vio obligado a seguir dando respuestas fuera de la realidad.
― Lo que guste, siempre y cuando no sean
brujerías y mucho menos, maleficios.
― Voy a probar. ¿Me permite una de sus
flores?
― ¡Eso sí que no! ― dijo Timoteo. ― Tienen
que ser flores que usted compre y las traiga.
― Entonces regreso la próxima semana.
Nadie
imaginó que Rafaela tomara la broma muy en serio. El comentario había
significado un espacio suficiente para echar a volar la imaginación y darle un
lugar a la buena suerte.
A la
siguiente semana llegó Rafaela con sus amistades, y sintiéndose dueña de la
situación, les comentó que cuando pidieran su deseo deberían hacerlo sólo desde
el lugar que ella les indicara. Se refería al sitio donde Timoteo arrojaba sus
flores. Les pidió que cerraran los ojos al pensar en un deseo y lanzar la flor
a la corriente. Las personas lo hicieron al pie de la letra. Todas esperaban
algo benéfico para ellas mismas.
La
gente que cruzaba el puente las miraba con extrañeza. Con qué seriedad se
expresaba un deseo, convertido en una frase inocente que era confiada a la
corriente del río por medio de una flor, la que era absorbida con rapidez.
La
noticia se extendió de inmediato en las dos poblaciones. Había en ella una
elocuente agudeza en el buen sentido de cambiar la realidad a través de un
sueño.
Al
pasar las semanas, llegaban hasta tres personas diariamente al puente de los
deseos. Los pobladores de Las Margaritas y
Los Girasoles fabricaban anécdotas con imaginación y pequeñas mentiras.
Lo que interesaba era ser felices. Algunos jóvenes esperaban en el puente a
quienes lo visitaban. Eran como aduaneros que señalaban el lugar correcto donde
solicitar el cumplimiento del sueño anhelado. Los puestos de flores en la
ribera del río y junto al puente surgieron por la necesidad de la gente por
obtener las flores de inmediato. La economía de las poblaciones tuvo un
inesperado repunte, algo nunca visto e increíble. El secreto de la broma se
quedó guardado en los hogares implicados.
Cuando falleció Timoteo, fue sepultado con
grandes muestras de agradecimiento, como gran benefactor de las dos
poblaciones. Gracias a él las cosas habían cambiado para bien. A partir de
entonces un mundo de oportunidades se abrió para los habitantes. Todos
participaban en dar a la gente algo de esperanza, representado en sus flores,
dentro de un impaciente compás de espera.
Todavía algunos comerciantes se divertían
mirando a la gente cómo lanzaba sus flores, las que en el agua se precipitaban
en un horizonte abierto de promesas. Las mujeres ya no lo veían con sorna, sino
que empezaban a tomar en serio la idea de los deseos. Ellas veían cortésmente
cuando los visitantes llegaban en silencio, acompañados con una gota de
esperanza en su abrumado corazón. Otros deseaban hallar un amparo entre las
frescas flores cargadas de ilusión.
La
diferencia de criterios empezaba a dividir a los pobladores. Algunos insistían
en que la suerte era un capricho esporádico. Otros se aferraban a la existencia
de ella como una posibilidad real.
Esa
mañana era esplendorosa, como la sonrisa de los ángeles, cuando todos se
sorprendieron al ver que llegaba un auto de último modelo con personas de otra
clase social. Los ocupantes bajaron serios y callados, lo que daba al ambiente
un aire de solemnidad. Llevaban consigo una corona ricamente ataviada con las
mejores flores de la región. Con gran respeto la lanzaron al río, mientras que
en el barandal de piedra del puente colocaron un arreglo floral en señal de
agradecimiento por algún importante favor recibido.
Quienes
contemplaban el suceso quedaron asombrados. No sabían qué decir. Como autómatas
siguieron a los visitantes con la vista. Después de que el auto se fue, era
impresionante ver cómo la gente llegaba al puente, ahora con la ferviente
ilusión de que su deseo también se cumpliera. La visita había logrado que las
puertas de los corazones se abrieran súbitamente y el regocijo se desató a
causa de la buena suerte.
Los
deseos y las ilusiones vagaban libremente entre los habitantes, que no se
cansaban de admirar la intensa corriente del río. La buena suerte se había
hecho presente, empleando como recurso principal la sorpresa, para quienes
buscaban inicialmente un camino diferente.
NUNCA OLVIDARÉ
No
recuerdo qué edad tenía; quizá dos años y medio o tres. Todavía no asistía al
jardín de niños. Era un día soleado. Mi madre me llevó consigo a donde lavaba
la ropa. Había un tanque grande con un lavadero a cada lado. El tanque completo
estaba pintado de rojo excepto el interior, y localizado al fondo del patio de
la casa. Mi madre utilizaba el lavadero de la izquierda mientras yo me hallaba
en el otro, donde ella me había subido.
Mis
hermanos estaban en la escuela, mi padre trabajaba en la fábrica mientras en
casa se realizaban las labores cotidianas. Yo era el bienaventurado que
aprovechaba la ausencia de compromisos que me concedía la corta edad.
Jugaba con carritos de plástico de diferentes colores, mientras
escuchaba el sonido acompasado de la ropa que era tallada sobre la superficie
del lavadero. Las palomas volaban de un lado a otro demostrando su agilidad en
el aire. Todo era tranquilidad.
Alguien tocó en la puerta de la casa. Lo hizo con rigor, ya que hasta
los lavaderos se escuchó el ruido. Mi madre se alejó rápido de su labor mientras
yo seguía con mi juego y libertad, que me proporcionaban toda la armonía de la
vida.
La curiosidad por ver el agua más de cerca
hizo que probara el sabor de una experiencia inesperada. Caí de pronto al
líquido, que veía claro y profundo. Nunca intenté hacer algo malo dentro de lo
mal que ya era estar sumergido en el tanque. Había algo diferente al contacto
con la humedad del agua, y los rayos del sol se manifestaban en un mundo
espectacular, de mil colores, pero que te advierte que puede hacerte daño,
posibilidad que ni siquiera imaginaba. Me asomaba accidentalmente a un mundo
fabuloso, pero que tenía algo que podría transportarme a la eternidad.
Bajé
al fondo muy despacio. No había cerrado los ojos para nada. Los rayos del sol
llegaban convertidos en mil colores haciendo figuras que no podía entender.
Ahora, a tantos años de distancia, comprendo el reflejo del agua y su efecto de
refracción.
Estaba
fascinado. Nunca sentí miedo. Me impulsé por inercia, pero no dejaba de admirar
los rayos solares en medio del agua. Todo era silencio, tranquilidad… Sólo luz
y movimientos lentos, muy lentos.
Dentro
del agua me sentía inmerso en un mundo diferente. Fuera de ella, estaba la
angustia de mi madre que no me encontró donde me había dejado, sino entre el
agua e inmóvil. Reaccionó porque deseaba que a mi espíritu le faltara mucho
para alcanzar la eternidad. La nada infinita me esperaba, y afortunadamente esa
misma nada se quedó esperando. Yo ni siquiera imaginaba que el único compromiso
con la vida era preservarla.
La
mano vigorosa de mi madre me sacó bruscamente de mi plácido ensueño acuático.
Qué rara es la vida: primero me sumerge en un mundo sin igual, y de inmediato me
cambia el panorama, para terminar gritando como loco en brazos de mi madre,
sufriendo un probable exceso de miedo, al ver la angustia reflejada en su
rostro mientras me escrutaba asegurándose de que no me hubiese lastimado.
Unos
segundos después estaba yo de pie junto a los lavaderos, escurriendo agua. En
aquel instante conocí la esencia del caos, mientras mi madre me veía asustada,
preguntándome si algo me dolía.
Con
movimientos bruscos me desvistió, secándome de inmediato; mientras mi respuesta
era un grito tendido por la urgencia que exigía el momento. En cuestión de
minutos me encontraba con ropa seca, peinado y en brazos de mi madre. Vi que se
encaminaba apresurada por la calle rumbo a un punto en el que, cuando entramos,
me vi envuelto entre olores a medicamentos y alcohol.
El
médico no me halló lesión alguna, aunque sí hubo receta. De pronto me hallaba
frente a una enfermera que inyectaba a la gente atacándola como si fuera toro
de lidia. En esos momentos deseaba que me tragara la tierra. Gritaba y
manoteaba, pero todo fue inútil. Cuando sentí el piquete de la inyección conocí
todas las galaxias y otros puntitos blancos muy lejanos. Al salir de la clínica
sólo quedaba un dolor sin consuelo entre los brazos enérgicos de mi madre.
Después
de tres días con medicinas tomadas e inyecciones, todo volvió a la normalidad.
Para mí, el tiempo seguía sin existir. Sólo me bastaba divertirme con mis
juguetes, admirando lo que me rodeaba.
El
dolor de las inyecciones quedó en el pasado, pero jamás olvidaré los rayos del
sol entre el agua del estanque. Afortunadamente, quedó lejos de mi alcance “la
antesala al más allá”.
Hoy
puedo decir que aprendí que la vida es muy frágil. Creo que cuando mi madrecita
me vio sumergido, deseó regresar el tiempo para no dar crédito a la experiencia
que había vivido.
A
edad muy temprana me encontré, sin proponérmelo, con una vivencia que hoy
comparto. Mi madre me rescató de las garras de la muerte, y lo hizo sin
sentimentalismos. Una sacudida brusca, ropa seca y limpia, y unas inyecciones
como punto final.
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