Raúl Hernández Viveros
Sergio Galindo
Sin duda alguna, debo comenzar por aceptar que
gracias a Sergio Galindo (Xalapa, 1926, Veracruz, 1993), pude heredar el amor
hacia el trabajo editorial, es decir el oficio de editor. Tarea que siempre me
recomendó defender contra viento y marea. Durante más de una década conseguí
prolongar la existencia de la revista emblemática de la Universidad Veracruzana :
La Palabra
y el Hombre. Recuerdo todavía sus consejos sobre la lectura de autores
universales y clásicos. Nunca me atreví a mostrarle mis textos juveniles, a
pesar de su insistencia para incluirme como autor en la serie Ficción.
Sergio Galindo formó parte de una generación
de escritores mexicanos; tal vez la más importante. Al lado de José Revueltas,
Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Rosario Castellanos, Jaime Sabines,
integraba un importante proyecto editorial. Constantemente animaba la edición
de libros, desde donde impulsó a narradores de la talla de Gabriel García Márquez,
Sergio Pitol, Álvaro Mutis, Emilio Carballido, y José de la Colina , entre otros. Su
mérito indudable fue la vocación por el descubrimiento y deslumbramiento de
autores noveles. La serie Ficción ofrece las posibilidades de asomarse al
movimiento literario de mayor envergadura a nivel hispanoamericano, promovido
por la
Universidad Veracruzana. La presencia actual de la herencia
de Sergio Galindo, representa una referencia contemporánea a la divulgación de
la mejor literatura de Hispanoamérica y España.
La propuesta editorial de
Sergio Galindo fue la de vislumbrar el innegable e indiscutible interés por la
historia cultural de nuestros pueblos, y esencialmente de su literatura. Fundó
trascendentales colecciones de Filosofía, Derecho, Antropología, Historia y
Literatura. Estas obras entrañables
abordan siempre la vida espiritual de los escritores, su ideario artístico y
las propuestas de alcanzar el goce estético.
La diversidad de los
contenidos, el talento narrativo y las dotes de observación de los autores
llevan a retrasar y describir personajes
que constantemente plantean y analizan problemas morales y particularmente
sociales. Esto es lo que podemos llamar como la parte real de la literatura.
Sergio Galindo, magistralmente en sus relatos y novelas, examinó contundente y
vital, con el esfuerzo y la vehemencia que provoca al lector abrir un libro y
comenzar a leer. La confianza y la fe en la lectura nos dan a cada momento
sorpresas y aprendizajes con el conocimiento para retornar al reconocimiento.
La permanencia de
alcanzar los atisbos de la creación literaria permite la refundación de la
realidad. Lo real contiene muchas lecturas y aproximaciones a la literatura, y
para escribir hay que alumbrarse con la cercanía de las obras maestras. Para
mostrar la magnificencia de la cultura hay que revitalizar la lectura, fomentar
las tradiciones y los idiomas. Crear una literatura que haga reflexionar a los
lectores sobre la idea de la herencia histórica, las raíces individuales que
señalan nuestras señas de identidad.
La tozudez de seguir con
la tarea de fomentar el placer de la lectura, reflejó la visión de Sergio
Galindo como editor, lo cual marco definitivamente su proyecto de fundar la
revista La Palabra
y el Hombre. No obstante, el balance lectura-escritura divulga la
disciplina que está centrada en la rebeldía del conocimiento. La gratificación
a los lectores por haberse aventurado dentro de los engranajes de la escritura
y la historia de los escritores, que en cada número y libro, editados bajo la dirección
de Sergio Galindo, aparecieron a la luz pública.
Como escritor, desde
luego resulta apasionante analizar el ambiente provinciano de la narrativa de
Sergio Galindo. Su primera novela Polvos de arroz plantea la soledad de
la vieja solterona. Los conflictos familiares que enrarecen el ambiente y el
escenario de El bordo, hasta llegar a las líneas magistrales de Otilia
Rauda. Pero no hay que olvidar la radiografía de la vida bohemia de un
auténtico xalapeño en las páginas de La comparsa. También sus textos
fundamentales de Este laberinto de hombre, y la fina ironía de
cada texto de ¡Oh, hermoso mundo! La
propuesta de novela policíaca en las páginas de La justicia de enero.
El escenario maravilloso y mágico de El hombre de los hongos. La
búsqueda interior hacia las tinieblas del alcoholismo en Declive, o la
continuación de la saga familiar de Los dos ángeles. No obstante,
siempre destacó el amor por su lugar de origen: “Atrás de ellos la ciudad
escondida en sus desniveles empezaba a quedar silenciosa. La luna avanzó sin
sorpresas sobre el sueño”, sentenció al final de La comparsa.
En esta vida hay que
saber seleccionar a los maestros de la lectura. Particularmente a los
excelentes y extraordinarios amantes del estudio y creación literaria. Al lado
de los lectores, está el maestro que deja de tarea a sus discípulos terribles
lecturas obligatorias para darse cuenta de nuestras afinidades, y opinar sobre
el valor o el significado de determinada obra. Al final de la lectura, uno
puede comentar abiertamente el valor de los autores elegidos, y ante la
incertidumbre de las dudas, el maestro con espíritu de absoluta confianza dirá
unas palabras sobre la más inteligente y dubitativa acción de la lectura. Eran
los comentaros sinceros y abiertos de Sergio Galindo
El deslumbramiento de la
aventura de placeres, pasiones, amores, odios y sinsabores. La búsqueda del
conocimiento en algunas novelas, libros de cuentos o poemas verdaderos. Todo
está relacionado con o en el amor hacia, y
dentro de la literatura, una verdadera necesidad y justificación de
nuestra propia existencia. La plenitud sentimental centra su poderío en las
creaciones de los sentimientos.
Mi primera revelación de
la literatura estuvo acompañada por los comentarios de Sergio Galindo, y otros
maestros significantes que iluminaron el inicio de mi profesión de lector y
escritor. Cuando pienso en mis maestros recuerdo también las primeras lecturas
que colocaron su impronta en el terreno de los recuerdos. Mi perplejidad es
previsible porque no puedo olvidar a ninguno de ellos.
A lo largo de los años,
me permito resucitar lo pasado, aquello imborrable dentro de mis emociones. El
destello de la lucidez admite la madurez de imitar a mis maestros, y proseguir
con las recomendaciones sobre la lectura de autores y libros. En la pequeña
biblioteca de mi casa todavía puedo tocar y leer las obras de Sergio Galindo,
algunas con dedicatorias hechas a mano, bajo el calor de la sincera amistad. En
cualquier caso, el misterio de las palabras continúa en la literatura, y en
este ininterrumpido acto de la lectura se involucra mi pasión ineludible por la
creación de relatos. No obstante, hay cuestiones íntimas que tienen la
obligación de seguir inmersas en la penumbra, o más bien dentro del misterio o
secreto de la vida, con resignada discreción e inocencia, como si fuera un acto
secreto de agnación.
El caso de Gabriel García
Márquez fue el mayor descubrimiento, con la edición y lanzamiento de su libro Los
funerales de la mamá grande, y aportación de Sergio Galindo. En los
años de aprendizaje significó el contacto con la pasión y amor por la
literatura, y si uno no es capaz de reconocerlo no tiene sentido seguir inmerso
en la creación artística. Gabriel García Márquez fue sincero al recibir el
correspondiente pago que le permitió terminar su novela Cien años de soledad.
Quiero hacer mención que
los dos colombianos, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, y los guatemaltecos
Luis Cardoza y Aragón y Mario Monteforte Toledo, editaron sus primeros libros
gracias a la
Universidad Veracruzana. A diferencia de otros escritores,
Sergio Galindo con insospechada actitud nunca buscó la fama, y menos el
imperturbable camino del éxito. Con mayor precisión vivió intensamente la
existencia de la vida provinciana, y cuando estuvo en la ciudad de México
desempeñó su cargo al frente de la representación de la editorial de la Universidad Veracruzana.
Dirigió la
Colección Sepsetentas como un respaldo bibliográfico para los
maestros de primaria. Luego al frente del Instituto Nacional de Bellas Artes,
Sergio Galindo llevó a cabo tareas de difusión cultural. Entre la redención de
la literatura, el amor por el oficio de editor, y el enfrentamiento con el
dilema existencial, prefirió la compañía de su propia y única profesión de
escritor.
Juan
Vicente Melo
Durante este periodo de mi
existencia, me suceden cosas tan extraordinarias que sorprenderían a cualquier
personaje de las letras universales. Sería bastante largo hablar siquiera de
algunos de estos episodios. Ahora nada más voy a recordar un caso. En el Diccionario
Enciclopédico de Veracruz, quedé sorprendido con mi ficha bibliográfica,
porque se me puso como originario del puerto de Veracruz. No obstante pude
sentirme, por primera vez, orgulloso de ser, imaginariamente, oriundo de la
ciudad porteña, a través de la cual penetraron la cruz, la pólvora y las
espadas de Toledo. También todavía entonces vivía Juan Vicente Melo, y era yo
un apasionado por las obras de José Mancisidor, ambos nacieron en el puerto de Veracruz. Hasta la
actualidad, no puedo dejar de referirme a dichos impulsores del espacio
narrativo, y de mi interés por la literatura.
Recuerdo que Juan Vicente
Melo, en las reuniones que celebrábamos, cada mes, para revisar las
colaboraciones que serían publicadas en La Palabra y el Hombre; un día llegó
bastante contento porque se le había ocurrido rescatar todos sus comentarios y
reseñas dedicadas a la divulgación de la música. Entonces propuso que Luis
Méndez hiciera la revisión de los artículos publicados en el suplemento La
cultura en México, de la revista Siempre, y los que Juan Vicente
Melo escribía para los folletos de las presentaciones de la Orquesta Sinfónica de Xalapa. Sin
embargo, al final Alberto Paredes coordinó la edición que fue publicada por el
Fondo de Cultura Económica.
Todo esto me llevó
también a recordar cuando conocí a Juan Vicente Melo. Sucedió en los años
estudiantiles; Luis Mario Schneider lo invitó a pasar unos días en nuestra
ciudad, su figura delgada mostraba la fragilidad de las personas señaladas por
el destino a sufrir las desgarraduras del alma. Fue una agradable visita, vino
y se unió durante algunos días a las reuniones que se acostumbraban realizar en
la casa de Luis Mario Schneider.
Gracias a los dos, pude
conocer a Daniel Florescano Mayet, con quien compartí lecturas sobre literatura
policíaca, y acepté el reto de leer las obras completas de Chester Himes. Creo
que significó el nacimiento de mi interés por este género, que años después
compartí con Juan Carlos Onetti, Sergio Pitol y Vicente Francisco Torres, quien
es uno de mis mejores amigos, y se le reconoce y considera como el experto en dicho tipo de
literatura.
Después Juan Vicente Melo
regresó a la ciudad de México, pero antes logró contagiarme de su pasión por la
música. Una década más tarde decidió vivir una temporada en nuestra ciudad, y
tuvo a cargo la dirección de La
Palabra y el Hombre. Posteriormente sufrió un
accidente que lo tuvo mucho tiempo en el hospital; la fractura de la cadera
representó su ausencia temporal de
nuestras oficinas.
A partir de este momento, debido a las intervenciones
quirúrgicas quedó rengo y tuvo que caminar acompañado de un bastón. De esta
forma, Juan Vicente Melo, volvió a nuestras reuniones, sin perder su fina
ironía y tampoco su profundo conocimiento de las letras universales. Para
aprovechar su presencia, lo invité a formar parte del Consejo de Redacción de La Palabra y el
Hombre; Juan Vicente Melo propuso unas notas de comentarios literarios:
“Cal y arena, pero con sangre”. Regresó a las juntas que se prolongaban hasta
la hora de comer, y alardeaba de su agilidad en el dominio del bastón. Luego
nos íbamos a continuar con las disertaciones sobre sus lecturas favoritas.
Anécdotas sobre la publicación de sus libros, y las dedicatorias de sus autores preferidos.
Sin embargo, el ron
Bacardí empezó a hacer estragos en el débil cuerpo de Juan Vicente Melo, y
luego de tomar cuatro vasos dejaba de razonar y perdía la compostura. Durante
el homenaje de Juan Carlos Onetti, hubo una comida. Al calor de las copas
arrojó el bastón hacia la pista de baile, con el ritmo de la danzonera “Flor
del mar”, demostró sus dotes como
experto bailarín originario del puerto de Veracruz.
En cualquier caso, Juan Vicente Melo gozó,
intensamente, sus últimos momentos de lucidez. Con aquellas fuerzas
extraordinarias de su memoria, nunca pudo olvidar sus encuentros con Albert
Camus, Ferdinand Celine, en los días que estudió en la capital francesa.
Siempre creyó que no podía dar un paso hacia atrás y no tuvo la capacidad de
oponer la mínima defensa en su autodestrucción.
El encuentro con Juan Carlos Onetti, fue como
un rito en donde las almas gemelas se reconocieron al mirarse en el interior de
sus heridas profundas y dolorosas, involucradas con el consumo fervoroso de
bebidas embriagantes. No habría manera de gastar las bromas en estos asuntos
etílicos, y de alguna forma demostraban la insistente necedad de abandonar la vida.
Herido de muerte, Juan Vicente Melo se fue a
pasar los últimos días en el puerto de Veracruz; estaba señalado como uno de
los más talentosos autores de su generación. Fue el instante en que reflexioné
en todas sus descripciones que hacía sobre su lugar de origen. Particularmente
siempre recurría a la memoria que abría los escondites en donde resurgía constantemente
la imagen de su padre, quien desde el periodo de la niñez, se esmeró en
transmitir al hijo la pasión y el respeto por la música.
Desde su ausencia física,
llevé a cabo la recopilación de sus textos publicados en La Palabra y el
Hombre, como parte de una investigación. Pude verificar el hallazgo de
algunos fragmentos de su poética. Su principal discípulo, Luis Arturo Ramos,
hizo un libro de ensayos sobre la narrativa de Juan Vicente Melo. También Jorge
Ruffinelli y Alfredo Pavón escribieron las introducciones o prólogos a sus Obras
completas. Por mi parte, desde su muerte, sentí, que en verdad, no pudo
irse, desaparecer y borrarse del mapa; prefiero asegurar que continúa con
nosotros, el eco de sus carcajadas prosigue acompañándome en este presente de
incertidumbre, y continúo con la lectura de sus textos reveladores de su amor
por la música.
Todavía Juan Vicente Melo, antes de
trasladarse a refugiarse en su lugar de origen, me sorprendió con una pequeña
obra maestra. Durante varias semanas entregó para su lectura, algunos capítulos
de La rueca de Orfalia. Años anteriores a su partida fue objeto de un
homenaje en el Congreso Nacional de Novela Mexicana. Su estrella brillaba en el
firmamento, pero las dosis puntuales de alcohol degradaban sus pocas fuerzas.
No obstante, consideró que fue el mejor reconocimiento de la comunidad
literaria hacia uno de sus protagonistas.
Cuando
falleció Juan García Ponce, a quien consideraba uno de sus hermanos, prometió
escribir sobre los Juanes de México. Tomando como base la definición de Alfonso
Reyes, se refirió al más grande que era Juan Rulfo, y sonriendo demostraba su
amor por Sor Juana. Siempre me gustaba pedirle la repetición de su historia
cuando viajó a Cuba, al principio de la revolución. Fue cuando era demasiado
joven, y sin ningún tipo de escrúpulos, desde el primer encuentro se enamoró a
primera vista de Fidel Castro. Me confesó, entre risas, que fue el amor de su
vida, y en el aeropuerto “José Martí”, a gritos desde la escalerilla, antes de
regresar a México, declaró su verdadera pasión y veneración hacia aquella figura legendaria. Aunque
intenté darle la razón, al aceptar que Juan Vicente Melo conocía perfectamente
la diferencia o frontera entre la realidad, nunca se lo dije.
Sin poder explicarlo, algunos
recuerdos volvieron a la realidad. Para intentar olvidarlos y borrarlos de mi
pensamiento, extraje de las profundidades de mi cerebro la despedida con Juan
Vicente Melo. Entonces me regaló una libreta con sus apuntes de experto
dermatólogo, junto a otro cuaderno con apuntes de textos dedicados a Víctor
Hugo, y una fotostática enmarcada de su título de médico. En un rincón del
pergamino artificial, escribió con su letra minúscula: “Con todo el afecto del
Santo Niño Doctor de Veracruz”, y estampó su firma.
Desde la lejanía, la
sonrisa enorme de Juan Vicente Melo permitió agregar a su legado hacia mi
persona, el anexo de una fotografía en colores, en donde puede contemplarse la
figura de un niño vestido de médico, acompañada de su maletín con sus instrumentos
de juguete, y del cuello un estetoscopio colgado de su cuello, sentado en su
trono, a un costado del interior en la iglesia de Tepeaca, muy cerca de la
ciudad de Puebla. Juan Vicente Melo, con bastante seriedad y lejos de la
ironía, pudo asegurarme que se trataba de una imagen bendita, un
regalo de sus padres, obsequiada desde el día de su graduación.
Años más tarde, viajé a
dicha ciudad a comer una excelente barbacoa, a saborear las nieves de aguacate,
chicharrón y frutas; al regreso se lo conté a Juan Vicente Melo, y me explicó
que la cursilería era lo más complicado de la vida, y sentenció que sería muy
difícil para mí llegar a experimentar el papel de ser ridículo. Después de su
muerte, como un legado, metido en un sobre, en días pasados pude leer su
mensaje hecho con su puño y letra: “Oración para todos los días: Postrado ante
ti Santo Niño Doctor de los Enfermos, te pido un remedio espiritual para los
males de mi cuerpo y de mi alma, si es del agrado de tu Divina Voluntad...
Manda un rayo de luz a mi desfallecido espíritu, para examinar mi pasada vida,
y saborear, lleno de júbilo, la alegría que experimenta el corazón arrepentido.
Líbrame Santo Niño, de todas las enfermedades, de las calumnias, falsos
testimonios, muerte repentina y de vivir en pecado mortal, y enciende en mi
corazón el Sagrado fuego de tu amor, a tu Santísima Madre, y a su virginal
esposo San José. Amén”
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