Presentación libro
Buenas tardes tengan todos ustedes:
Es para mí un verdadero honor contar
aquí con su presencia, en esta presentación de mi libro titulado: Las músicas
jarochas ¿De dónde Son? Un acercamiento etnomusicológico a la historia del son
jarocho. Quisiera con su licencia, empezar por agradecer a quienes me brindaron
su apoyo para culminar este extenso estudio; tres sentidas ausencias que
lamentablemente ya no pueden compartir conmigo la dicha de ver ya publicado, un
trabajo en el que su ayuda fue determinante. En
primer lugar debo mencionar a mi padre Mario Barahona Streber, fallecido en
mayo del año pasado, quien afortunadamente conoció y enriqueció, al igual que
mí recién viuda madre Elda Londoño Sánchez, con certeras acotaciones durante el
proceso de redacción, como melómano y conocedor de la historia de la música,
sobre todo la clásica.
Agradezco también a don
Guillermo Cházaro Lagos, nuestro querido e inolvidable Tío Guillo, cuya amistad
y respaldo fueron para mí muy importantes en mi vivencia del son jarocho,
cuando -a invitación suya- fui arpista integrante del grupo tlacotalpeño
Siquisirí.
Y desde luego también a
la maestra Irene Vázquez Valle, durante 28 años encargada de la fonoteca del
Instituto Nacional de Antropología, y profunda conocedora y defensora del
patrimonio cultural de nuestro país. Ella siempre me animó a no cejar en mi
esfuerzo y conoció al detalle mi proyecto de investigación Testimonios Jarochos.
Conocí a Irene en 1982, en el 1° Encuentro Nacional de Etnomusicología en la
Ciudad de Puebla, y desde entonces su amistad me brindó una invaluable
orientación para encarar la investigación etnomusicológica, tanto en lo que se
refiere al trabajo de campo, como al estudio documental. Gracias a ella, conocí
después la tesis doctoral sobre el son jarocho que publicó en 1979 el etnomusicólogo
Daniel Sheehy, cuya traducción al español mía –todavía inédita- se titula Con
el Son en Boca, por ser Boca del Río en donde Sheehy realizó su trabajo de
campo.
Dicha tesis, junto con
una compilación de textos de época relacionados con el fandango y la cultura
jarocha realizada por la maestra Irene titulada Historia y Fandango, y también el
libro de entrevistas realizadas por mí a una treintena de músicos y decimistas
jarochos nombrado Por su Propia Voz, constituyen los tres referentes documentales
principales que me sirvieron de guía, para el planteamiento y la elaboración de
este libro que hoy presentamos. El proceso de redacción abarcó 16 intensos meses
de ininterrumpida labor, pero la verdad es que este estudio es fruto de más de
cuatro décadas de mi vida como cultor e investigador de las músicas jarochas.
Cuando yo me enamoré de
la música jarocha, gracias a la amistad de José Aguirre Vera “Biscola” viejo
guitarreo tlacotalpeño, fundador del Tlacotalpan -junto con su hijo Andrés
Aguirre Chacha y Evaristo Silva Reyes “Varo”- me volqué sin reservas al deleite
de aprender a tocar la jarana y después el arpa. En aquel entonces no me
planteaba realizar un estudio etnomusicológico sobre este género. Sin embargo,
la gana de saber más sobre el son, y la necesidad personal de responder
preguntas sobre su origen y desarrollo me fueron poco a poco impulsando para profundizar
en este apasionante tema. Jamás imaginé, cuando participé en 1982 en el 1°
Encuentro de Etnomusicología de Puebla, que aquellos primeros apuntes se
convertirían -más de treinta años después- en este extenso trabajo que
comprende quince capítulos a lo largo de más de ochocientas páginas.
Se trata de un libro
historia, que pretende ofrecerle un asidero documental a las nuevas
generaciones de cultores jarochos, y es por ello que abarca desde antes de la
llegada de los españoles a estas tierras, hasta nuestros días.
Así, el primer capítulo
analiza la visión conquistadora frente a la perspectiva del indígena
prehispánico. El segundo se centra en la conquista y la evangelización como
procesos fundacionales de Nueva España. El tercero está dedicado a la Colonia;
y el cuarto a los confluentes raciales y culturales que inciden en la
conformación del son jarocho.
Por su parte, el quinto
capítulo las describe las regiones y sub-regiones nativas, al igual que los
instrumentos del género, para después hacer una primera exposición de los
diferentes significados de los términos “son” y “jarocho”. El sexto capítulo
aborda los diversos usos y estilos musicales, a partir de tres manifestaciones
distintas que obedecen a contextos socioculturales específicos: el sincretismo
ritual, la vida comunitaria y el escenario. En función de estas tres
manifestaciones, mi estudio aborda los diversos estilos interpretativos y
señala los parámetros distintivos del son jarocho. A estas alturas del libro,
con el propósito de definir una herramienta para el análisis subsecuente, se
distinguen tres maneras diferentes y a veces incluso antagónicas de entender y
asumir un legado cultural musical: el legado regalado, el legado reemplazado y
el legado relegado.
Se entiende por legado
regalado, el conjunto de conocimientos y prácticas que se heredan junto con una
determinada parcela de tierra, cuyo cultivo se ciñe al ciclo anual agrícola que
incluye, por ejemplo en el caso de la sierra de Los Tuxtla, mecanismos de
intercambio comunitario del bienestar colectivo como los llamados velorios
tuxtlecos.
El legado reemplazado
alude a quienes teniendo una herencia cultural
generacional directa por parte de sus abuelos como músicos jarochos,
dentro del proceso de urbanización en el que está inmerso el país entero,
buscaron un nuevo emplazamiento al trasladarse a vivir en un contexto semi o
plenamente urbano, el cual implica además un real reemplazo de unas costumbres
por otras.
Y por último, el legado
relegado es un proceso exclusivamente urbano mediante el cual el bien cultural
(al cual no se ha accedido por herencia) se somete a la lógica comercial de la
industria del espectáculo. Este fenómeno se inicia desde la segunda década del
siglo XX, con un proyecto de estado que apuesta a la implementación de los
llamados ballets folclóricos como un vehículo cohesionador de un pretendido
concepto de nación, para aglutinar un mosaico de regiones inconexas entre sí.
Basándose en este marco
teórico, a partir del capítulo séptimo nuestro libro emprende un recorrido
histórico, siglo por siglo, destacando sucesos históricos relevantes y
estableciendo un vínculo con el desarrollo de los sones jarochos. Este análisis
no califica ni descalifica el quehacer musical, pero en cambio sí clasifica las
diferentes modalidades estilísticas que comprende el género musical que nos
ocupa; y es en función de dicha diversidad que este libro habla, ya desde el
título mismo, de las músicas jarochas en plural.
Dada la importancia de
los cambios que se suscitaron a lo largo del siglo XX, este periodo es abordado
en nuestro estudio en dos capítulos; el décimo y el décimo primero; tomando como punto
divisorio el año de 1979, fecha en que Sheehy publicó su tesis y que además coincide
con los primeros concursos de jaraneros de Tlacotalpan, y el surgimiento del
llamado movimiento jaranero.
El capítulo décimo
segundo analiza tanto la escuela arpística veracruzana como el movimiento
jaranero, recalcando coincidencias y también divergencias.
El capítulo décimo
tercero está dedicado a las diferentes creaciones musicales jarochas y la
creciente tendencia de elaborar arreglos musicales personalizados sobre sones
anónimos; y también analiza la nueva moda de fusionar distintos géneros
musicales; la cual está causando un notoria confusión que suele desdibujar los
parámetros distintos del son jarocho.
El capítulo décimo
cuarto aborda la presencia de las músicas jarochas fuera del estado de
Veracruz. Y finalmente, el capítulo décimo quinto propone una reflexión con
respecto de la existencia o no de un compromiso, que es de carácter ante todo individual,
frente al uso del bien cultural de los sones jarochos y el papel que cada quien
desempeña en la permanencia o pérdida de este legado musical y su delicada
transmisión a las futuras generaciones.
Después de esta
apretada síntesis de nuestro libro, permítanme hacer algunas acotaciones
complementarias.
A pesar de que hoy en
día la interpretación de sones jarochos cuenta con un inusitado número de
seguidores dentro y fuera de su región veracruzana nativa, no existe una única
manera de interpretarlo. No existe tampoco uniformidad en cuanto al uso y el
sentido mismo que se le da a esta manifestación musical.
Por otra parte, es un
hecho que la masificación actual del son jarocho lo ha convertido en todo
fenómeno social que enfrenta, para bien y para mal, las consecuencias estar de
moda. A primera vista, se podría pensar que por existir hoy en día una enorme
cantidad de músicos -sobre todo jóvenes- inmersos en la interpretación de los
sones jarochos, la permanencia a futuro de este género está ampliamente
asegurada. Al respecto, me parece necesario ponderar entre lo cuantitativo y lo
cualitativo; y para ello propongo basar nuestro análisis en la revisión de
términos como “tradición” o “tradicional”, dado que han sido empleados
indiscriminadamente por todas y cada una de las diferentes vertientes que
actualmente conforman las músicas jarochas; de tal suerte que de acuerdo con esa
apreciación serían igualmente “tradicionales” los velorios tuxtlecos, como los
ballets folclóricos y las nuevas fusiones inter-genéricas actuales.
Es por ello que en
atención al desgaste que prevalece en esta terminología, en nuestro estudio el
concepto de “son jarocho tradicional”, se refiere al auge que tanto ésta como
otras expresiones musicales pertenecientes al gran complejo genérico del son en
México alcanzaron hacia finales del siglo XIX, cuando lograron consolidarse
como un bien cultural de autoconsumo local, dentro de amplias regiones del país
que permanecían inconexas entre sí. A mi parecer éste fue un momento
particularmente importante para las manifestaciones artísticas populares del
país, porque su propio aislamiento les permitió una depuración y una cohesión
internas que nunca más volverán a experimentar.
Estamos hablando de
escasos diez años antes de que el país entero se precipitara al vertiginoso
cambio que se deriva de sus dos grandes revoluciones del siglo XX: la gesta
armada y la no menos arrasadora revolución industrial, que en el caso de la
industria cinematográfica, y en concreto durante la llamada Época de Oro del
cine mexicano, detonará profundas modificaciones en la forma de entender y de
hacer uso de las músicas regionales mexicanas.
Aquel momento de auge
del son jarocho de finales del siglo XIX, queda plasmado documentalmente en un
repertorio de sones que de acuerdo con nuestra investigación arroja las
siguientes cifras: existen 79 sones jarochos documentados históricamente, a los
cuales se podrían sumar otros 48 cuya referencia, por medio de los juicios del
Santo Oficio de la Inquisición, los consigna como proscritos; condición que los
ubica en la antesala de su efectiva desaparición. Estaríamos entonces hablando
de un total de 127 sones, que constituyen el número mínimo a considerar como
parte del acervo sonero jarocho que recorrió -no sin dificultades- cuatro
siglos, desde el XVI hasta el XIX, para alcanzar el auge a que nos referimos.
Para la lectura
histórica resulta particularmente estremecedor entender que si bien cada una de
estas piezas musicales fueron en un momento creadas por músicos individuales de
carne hueso, todos estos sones se conservan como parte de un legado anónimo; y
es, entre otros factores, debido a ese anonimato que se les puede considerar
como tradicionales.
Así
las cosas, no podemos menos que reconocer que las circunstancias que
prevalecerán a partir del siglo XX, impulsan de manera irreversible a las
músicas jarochas hacia una realidad nacional distinta, cuya propuesta de
crecimiento socioeconómico -una vez concluida la etapa revolucionaria de
confrontación bélica fratricida- pretende catapultar al país rumbo a un modelo
de desarrollo modernista, inspirado en la doctrina del nacionalismo
revolucionario. En dicho contexto histórico, desde las esferas de poder se
implementará sucesivamente una serie de políticas de estado en materia
cultural, que marcarán -por acción o por omisión- el devenir de las músicas
populares mexicanas; y en nuestro caso a las músicas jarochas.
En orden cronológico
serán creadas, como ya se dijo, primero, la Secretaría de Educación Pública en
1921, que se encargará de institucionalizar la implementación de los ballets
folclóricos. Irrumpirá después, en los años 30, la industria cinematográfica
que dará paso, una década después, al consorcio monopólico televisivo, que
junto con la penetración radial y la industria discográfica se encargará de
difundir una imagen -tan novedosa y atractiva como ficticia- de un México apantallantemente
moderno y próspero, personificada en prefabricados ídolos de moda y productos
chatarra sobrepublicitados, y por lo mismo, sobrevaluados.
Ya para finales de los
años cincuenta todo este entramado se resumirá en la institucionalización de la
“tradición” musical popular mexicana, bajo el mando vitalicio de la coreógrafa
Amalia Hernández. Será su hermano arquitecto, quien se encargue de edificar -en
el tristemente célebre año de 1968- la Escuela del Ballet Folclórico de México,
a partir de la cual se instaura definitivamente la conducción empresarial del
espectáculo turístico de la música popular mexicana, y la consecuente
profesionalización académica del baile folclórico.
En contraparte, la
publicación al año siguiente, es decir en 1969, del disco Sones de Veracruz a
cargo del Museo Nacional de Antropología, incluyó una expresión políticamente
contestataria en décimas escritas por un campesino analfabeta llamado Arcadio
Hidalgo.
Diez años después, en
1979 ese mismo personaje figurará a la cabeza de un grupo creado con todo el
respaldo oficial desde las propias oficinas de la Dirección General de Culturas
Populares: Arcadio Hidalgo y el Grupo Mono Blanco. En ese mismo año se efectuó
el Primer Concurso de Jaraneros de Tlacotalpan, lugar al que con fines de promoción
turística se le denominó como “la cuna del son”, lo cual es falso.
Al año siguiente en
1980, el apabullante éxito comercial de Arcadio Hidalgo y el grupo Mono Blanco que
lo convertirá en referente obligado del llamado Movimiento Jaranero. Movimiento
que en sus inicios enarbola un discurso de rescate del “verdadero son campesino”,
pero como el tiempo ha demostrado se
trata de un fenómeno eminentemente urbano.
En la década de los
noventa dan inicio los Festivales afro caribeños, cuya pretendida reivindicación
de la “tercera raíz”, procrea una serie de grupos que sin ser descendientes de
los esclavos traídos del África se ponen a imitar la música negra.
A partir del año 2000,
el rediseño gubernamental del proyecto de desarrollo del país inscribe a la cultura
como parte de la Secretaría de Turismo, aunque sean dos ámbitos distintos. Y
finalmente, estamos ahora en la etapa de los ballets folclóricos de segunda
generación, cuyas creaciones coreográficas se suman a la moda de la fusión de
géneros; moda que ha generado una confusión estilística que tiende a diluir los
parámetros distintivos que caracterizan a cada género musical en particular.
Como es lógico, toda
esta serie de sucesos, impulsados en su mayoría desde las esferas oficiales ha
repercutido en el desarrollo de las músicas jarochas; y un aspecto
particularmente ilustrativo de dicha repercusión se refiere al repertorio
sonero. Paradójicamente, mientras crece el número de músicos sobre todo jóvenes
que interpretan este género, es menor el número de sones tradicionales que se
tocan hoy en día; igualmente mientras menos sones tradicionales se tocan,
proliferan en cambio las nuevas propuestas cuyo sentido musical no siempre se
relaciona con los parámetros fundacionales distintivos del son jarocho.
Consciente de no haber
agotado el tema que nos ocupa, propongo a todos ustedes las dos siguientes
reflexiones, que lejos de pretender ser concluyentes, apuntan a un intercambio
de puntos de vista en torno del devenir de las músicas jarochas.
La primera reflexión
hace un paralelismo entre el son jarocho y la cocina por ser ambas, cada una a
su manera, representativas de la cultura
popular ancestral. ¿Cómo debemos entonces llamarle a las nuevas aportaciones
que aun ostentándose como sones jarochos, tienen una sazón muy distinta de
aquella con la que fueron guisados musicalmente los sones por nuestros
antepasados? Si en la búsqueda de nuevas combinaciones de sabores, nos basamos
en la receta tradicional que nos guía paso a paso para aprender cómo hacer un caldo
de acamaya, pero en el camino decidimos agregarle otros ingredientes, podremos
quizás lograr un experimento culinario de excelente sabor, pero no por ello
podremos seguirlo llamado caldo de acamaya. No faltará quien opine que de lo
que se trata es de comer sabroso, lo demás no importa.
Para finalizar, la
segunda reflexión retoma uno de los planteamientos del capítulo décimo quinto,
último de este libro: ¿Cómo responderá cada uno de nosotros, en lo individual,
ante el compromiso histórico que representa tener en nuestras manos un legado
cultural del cual podemos hacer uso en función de nuestros propios criterios; y
cómo habremos de transmitir ese bien cultural musical a las próximas
generaciones, sin que en el trayecto desaparezcan los rasgos culturales y sobre
todo musicales distintivos que le dieron origen a esta música? Si las músicas
jarochas lograron sobrevivir a cuatro siglos de vicisitudes, hagamos ahora
nuestro mejor esfuerzo para que no sucumban ante los embates hegemónicos de la
globalización.
Defendamos hoy en día
el futuro de lo que es nuestro y para ello, siempre será pertinente conocer
nuestro pasado.
Andrés Barahona Londoño
Xalapa, Ver; Jueves 11 de abril
2013.
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