Juan Hernández Ramírez
La noche es una
y tiene una casa obscura.
Al pintarse de azul
el lucero del amanecer;
ella baja trece escalones
para dormir su sueño.
Cuando despierta,
sube los trece escalones
y camina por las calles,
por los montes y por los océanos.
Se pone una mascada negra
y solapa a los enamorados
en su desnudes de líquidos.
Yo escucho la noche caminar
y ella escucha al perro montarás
aullar melancólico su soledad.
Dicen que la noche,
no necesita de la luna ya las
estrellas
porque con su rebozo esconde
los huesos de la muerte.
En su casa esconde
algunos ladrones que han robado al
hombre
la tortilla de maíz.
Hay ladrones que el pueblo nombra
y
no precisan de la noche
para enseñar los dientes blancos;
ellos van ala iglesia y rezan,
ellos van a la cantina y toman,
ellos caminan sin temor en la noche.
Mi boca atrapó la palabra
que fue primero.
También estaba ahí la mujer,
espíritu de las cosas.
La mujer es un regalo,
es cordón umbilical
donde se amarra la piedra
de los sueños.
Ella es mi color,
la tierra que sudan mis manos.
Yo soy su color,
el polvo que pinta su rostro
en los sueños que sueña.
Yo he venido a soñar con ella
sobre la piedra del mundo,
ella es un soplo divino
en este charco de sangre.
Lo decía mi padre, mi abuelo,
sobre la tierra, sólo has venido
a respirar el sueño
de la efímera presencia de las
flores.
La muerte tiene dientes blancos
y muerde la piel de la tierra
bañando el rojo rosal,
el mar y el hielo de los montes.
La noche nace desnuda
en una escalera del inframundo
y se desliza por las ramas del
bosque
para apagar el fogón divino
donde calienta su cena el sol.
Noche de trece vestiduras,
de trece silencios
de trece senderos
donde los pájaros mueren
en medio de los escombros y aguas
sucias.
Muchas veces a la orilla de la
noche,
mis lágrimas han llorado
bajo un manto de obscura niebla.
La noche asciende y desciende
por las venas de la montaña,
duerme en el rincón de su vieja
casa,
de su raíz nace el hijo de los
secretos
y su nahual se desdobla
de dios a hombre, de hombre a
bestia.
El zopilote duerme
después de haber cenado con el poeta
la sangre coagulada de los diarios,
de hombres que han muerto
sin una palabra de despedida.
Dios parece ser un pájaro negro
que da permiso a las crisálidas
pintar de púrpura el polvo
sin lástimas ni lamentos.
La luna esconde una oración
en el filo de la aurora
y el agua de los hielos
sube por la rampa
para ahogar una mandarina.
La serpiente se desliza
por el borde de la obscura niebla
mientras yo, oigo a la noche hablar
de mi hermano el campesino,
el indio de pies descalzos
que vive y muere conmigo
invisible y sin palabras.
El olvido no existe
en el estómago de la desesperanza
de aquel niño que vive más allá de
la ciudad;
entre los montes de piedra
y los caminos de tierra.
Las lenguas de este barro,
de este azul desierto
no tienen el retranco del chamán
blanco
quien dice tener sangre de
conquistador
al matar de olvido un pueblo de
ayer.
Una mujer morena de pies delcazos
y cabellera larga y suelta,
regresa a su casa, húmeda de río.
Ese río en su sangre lleva mercurio
que la minera “Caballo Azul”,
ha vertido en sus venas
para extraer la piedra amarilla
de la codicia.
Mi silla desvencijada es de cedro,
la luz de cera que la vela me
imprime
se derrite igual que la cáscara de
cedros vivos
porque los montes se van llenando de
maquinaria,
los mares nuestros, las montañas
sagradas;
por las hordas desbocadas de la
ambición.
Mi sol ya no tiene sombras,
mi piel se quema y se llena de
pústulas,
mi paraíso de hojas esmeraldas
han dibujado un invierno
de zopilotes de niebla.
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