Adriana
Menassé
¿Qué homenaje puede haber más extraordinario que el homenaje que nos
hacen los amigos? Me siento honrada de participar en este banquete, de ser
considerada también, así lo espero, una amiga de Javier Ortiz, y por lo tanto,
digna de sentarme a su mesa. El homenaje que hoy se le hace a Javier Ortiz se
le hace a un maestro, a un historiador, a un intelectual, a un filósofo, un militante,
a un hombre de izquierda. Y todo eso no agota todavía el reconocimiento y el
afecto de las páginas que componen este libro. Pues sin duda contiene todo
esto, pero también algo más: se trata del homenaje a una vida, al legado de un
hombre completo. Gente con la que ha caminado durante muchos años, y otros que
le conocen más recientemente, quieren dar fe de su generosidad, de su pasión de
conocimiento, de su esperanza de futuro, de la integridad de sus actos.
Se habla del maestro Javier Ortiz; del maestro que además de ser más
sabio, es decir de haber leído más y tener más conocimiento, se vuelve, sin
querer, un ejemplo por sus actitudes, por sus valores, por su disposición y su
talante. Siempre dispuesto al diálogo, siempre generoso con su tiempo. Juan
Francisco Gaspar Velasco lo expresa de la siguiente manera: “Javier en la
docencia ha construido, amén de grandes amistades, un legado de admiración”. Javier
no quiere ser llamado “mentor”, pero acoge a quienes se acercan a conversar, a
intercambiar opiniones, a escuchar anécdotas, a “aprender a aprender”, como se dice
ahora, pues beben del entusiasmo y del gusto siempre fresco del conocimiento. Lucio
Gómez Pazos, a su vez, nos dice: “Javier es un gran conversador, lo cual no es
poca cosa cuando pareciera que vivimos en un mundo de ensimismados y zombies”. Y
añade: “Conversar a menudo con el maestro Javier Ortiz ha sido para mí una de
los acontecimientos más gratos que he tenido, puesto que se está ante un
indiscutible historiador cuya pasión por la filosofía de la historia es más que
evidente; pero también porque es un gran educador que generosamente comparte un
saber y te hace copartícipe del mismo sin ostentaciones y oropeles”.
De hecho, quién que lo conozca puede dudar de su disposición siempre
afable, jovial y tan poco pagada de sí como es raro encontrar en el medio
académico—o en cualquier otro. Por cierto que me vengo a enterar en estas
páginas de la Honorable República de Vulgaria donde sus habitantes se
encuentran con regularidad para discurrir sobre cualquier tema del más elevado
al más trivial, sin eludir la chunga y, por lo que entiendo, sin hacerle ascos
a las agudezas del albur. En este sentido, una de las cosas que me asombra del
maestro Javier es esa capacidad que tiene de hacer ese paso fluido entre el
maestro y el amigo sin sentirse amenazado por una pérdida de respeto o de
autoridad. Por el contrario, Javier logra un ejercicio pleno del más noble de
los oficios, que es la enseñanza, a través de una forma de relación horizontal;
ejerce una práctica educativa auténticamente democrática, sin pretensión de
constituirse en paradigma de nada, sino por el simple y verdadero placer de platicar,
de comunicarse, de estrechar vínculos.
No en balde su anecdotario parece ser infinito. Si uno se encuentra a
Javier en algún pasillo, en algún café, evento o cualquier otro lugar, puede
estar seguro de contar con alguna anécdota que venga al caso, por lo general llena
de humor e ingenio, o que responda a alguna intuición que ilustre el momento. En
el libro, Fernando Elías Boullosa, nos platica dos de estas anécdotas, una
durante cierta caminata nocturna (actividad en vías de extinción), y otra en el
café, donde Javier ha hecho prácticamente una extensión de su hogar. Yo,
corriendo casi siempre, presionada por la carrera de ratas (dicen en inglés) en
la que estamos atrapados los profesores universitarios, sentía cierta
reticencia de integrarme a la tertulia allí en el café frente a la Facultad de
Humanidades donde muchas veces coincidimos. Él, tranquilo, relajado, contento,
me decía: “Ándele, tómese un cafecito”. ¿Quién podía resistirse a eso? Naturalmente,
me dejaba ganar por la invitación y terminábamos hablando de una y otra cosa,
de filosofía, de literatura, de política. En política Javier no solamente
estaba enterado de lo que pasaba en el mundo y que todos sabíamos, sino que daba
la impresión de conocer los entretelones de las cosas que a los demás nos
resultaban completamente oscuras. Nuestra plática se remontaba entonces a los
tiempos de la militancia cuando estaba claro que la obligación de la juventud
era comprometerse con la creación de una sociedad más justa. Los tiempos habían cambiado, sin duda, pero el
revolucionario Javier Ortiz había transformado su militancia política por un verdadero
empeño educativo. Omar Piña apunta a esto cuando dice: “El profesor (JO) es
admirado por todos, apreciado. El historiador y filósofo de la historia es de
temerse; es radical y construye con exactitud. Publica de vez en cuando, lee
siempre, enseña a menudo. Los veredictos que emite son precisos, tan claros
como de quien vienen: un hombre que ha estudiado a fondo los gérmenes de la
bondad y la maldad humana. Por lo tanto, jamás hay respuestas únicas, sino
viabilidades”.
En la última Feria del Libro le dieron a Jean Meyer la medalla al Mérito
Académico. En su discurso de
agradecimiento, Meyer decía que él había tenido la suerte de hacer su carrera
cuando no había tantos sistemas de evaluación, no había criterios de Productividad
y SNI, sino que el conocimiento y las publicaciones eran el fruto de un empeño
de investigación y de hallazgos de conocimiento. Decía que antes nos burlábamos
del sistema educativo norteamericano que funcionaba bajo la premisa de “publicas o pereces”, y que ahora nosotros
estábamos de lleno en esa misma lógica. Javier vio cómo se imponían las nuevas
tendencias y se resistió a esas nuevas formas de enajenación. Recuerdo que me
dijo un día: “Ya me voy a retirar de la Universidad”. “¿Pero por qué?”, le pregunté yo. “Ya todo
son puntitos y la presión es muy grande. No, eso no es para mí”, dijo. Y sí, se
jubiló de la Universidad, pero nunca del
conocimiento, de la enseñanza, del amor al diálogo y a la discusión variada
y gozosa.
Sin duda esto se aprecia al leer sus artículos sobre José Revueltas. Al
lado de lo que nos dice del autor de El
luto humano, percibimos su propia entrega y adhesión intelectual; como Revueltas,
Javier hizo de la resistencia a la opresión su fuente espiritual. Los textos
van desgranando la pertinaz oposición al estalinismo del gran escritor
comunista; Los días terrenales fue
prohibida porque el dogmatismo y el inflexible aparato del partido no admitía
crítica alguna. Nos cuenta Javier que los amigos y correligionarios de
Revueltas, incluido Pablo Neruda (cuya actividad política no tolera un
escrutinio cercano) tacharon la obra de “un misticismo destructor que conduce a
la nada y a la muerte” y a su autor de “nihilista, existencialista, corrompido
y corruptor”. Los textos de Javier Ortiz
logran retratar, en unas pocas hojas, toda una época y una personalidad
templada en la lucha, visionaria y no dispuesta a claudicar. Ilustro con una
cita:
El ambiente intelectual y la experiencia
militante alejan a Revueltas de las experiencias fáciles del marxismo ortodoxo
tanto del Partido Comunista de la URSS como del de México. Por esta razón se
sitúa a la intemperie de su tiempo. Desde esta situación va construyendo un
marxismo fresco y consecuente frente a concepciones revolucionarias
esclerotizadas. Este es el pecado cometido, por el que le obligan a quitar de
la venta su novela Los días terrenales
y retirar de escena su obra de teatro El
cuadrante de la soledad.
A través de la obra y vida de José Revueltas nuestro homenajeado da fe
de la lucha que no sólo Revueltas sino el propio Ortiz y muchos otros dieron
para que el estalinismo no fuera la única realidad posible de cara al afán de
construir un mundo más equitativo, más feliz.
Pero acaso sea el auténtico deseo de encuentro y el inacabable surtidor
de la simpatía y el que nos da la clave de esta vida entendida como un todo; de
su éxito como profesor, de la influencia tan grande que ha ejercido sobre los
jóvenes que ven en él a un maestro verdadero; la clave de este libro mismo que
recoge el afecto y la admiración de tantos. Marcelo Ramírez Ramírez, por
ejemplo, nombra su colaboración “Elogio a un amigo”. Y no es por casualidad,
pues se trata de una amistad que se prolonga ya por más de medio siglo!!! Por
su lado Víctor Manuel Vázquez Gándara se refiere a él como al “hombre que hace
de la amistad su estilo de vida” y da fe del apoyo que Javier le ha brindado
espontánea y desinteresadamente en todo momento:
En 2012 surgió en mi mente… la inquietud de
servir en calidad de Presidente de la Academia Mexicana de la Educación, A.C.,
Sección Veracruz. Conocer la opinión de Javier iba más allá de tener un voto
importante y determinante acaso, por su calidad moral... Sin formar parte de la
Junta directiva, antes y posterior a ser electo, ha coadyuvado en mi gestión
junto a un reducido grupo. En decisiones controvertidas de mi función, aun sin
concordar, institucionalmente inclinó su postura en mi favor.
Porque no es sólo un deseo de comunicación y diálogo el que caracteriza
a Javier, sino la gran capacidad que tiene para brindarle a los demás la mirada
de su honesto reconocimiento y consideración. Yo conocí a Javier a través de
una amiga mutua. Javier me había hecho el honor de leer un texto mío y le había
gustado, y no tardó en hacérmelo saber. Desde entonces comenzó una relación
siempre cordial atravesada, como digo, por anécdotas, charlas en el café, libros que comentábamos, otros que él había
leído recientemente o me recomendaba y después casi siempre me regalaba!! Con
una generosidad extraordinaria, Javier compartía literalmente las fuentes de su
placer intelectual, al grado que ya me apenaba no poder corresponder y
refrendarle mi gratitud a este amigo magnánimo. Es, así, un gran gusto para mí participar de este
homenaje y colaborar con mi admiración, mi
reconocimiento sincero y mi afecto a la fiesta que hoy se hace en su
honor.
No me queda más que darle la bienvenida a este pequeño volumen y mi más
sentida felicitación a Javier Ortiz por los logros de una vida de maestro y
aprendiente, de intelectual y hombre de acción. No menos, sino siempre más, a
Javier Ortiz por una vida de compromiso vital y curiosidad intelectual alegre,
por su generosidad y sencillez sin pretensión, ésa que hoy inspira estas
páginas. Termino sin más con las palabras de Mario Alberto González Serrano
cuando dice: “No es posible discurrir a Javier en palabras, nos asaltan miles
de limitantes y, aun sin ellas, es loable reconocer lo que al lenguaje le falta
para apresar en unas cuantas cuartillas el impacto generado durante toda una
vida”. Muchísimas felicidades, Maestro Javier.
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