Por Lucio Gómez Pazos
En recuerdo imperecedero de la maestra
Aurora Ruiz Vásquez
Es
un lugar común que quien escribe, en más de una ocasión, se pregunte por las
razones de este acto, varios escritores e intelectuales, desde diferentes
perspectivas han dado cuenta de ello; así, por ejemplo, el maestro Pablo Latapí
ha dicho “yo escribo para terminar de pensar”, García Márquez, en cambio,
señalaba: “escribo para que mis amigos me quieran más”, a Kafka, la escritura
le permitía “sacar el monstruo mundo que llevo dentro”. Hay quien escribe por
necesidad, por una cuestión catártica, “porque no sé hacer otra cosa”
sentenciaba Carlos Fuentes. Las razones son múltiples y variadas, como se puede
advertir.
En Lo que guarda una memoria, la maestra
Aurora Ruiz Vásquez, también se pregunta por lo antes señalado y en la
introducción nos dice: “De mis lecturas surge la imperiosa necesidad de
escribir una carta, un relato, un cuento, un diario, una crónica o incluso una
poesía donde exprese mis ideas, reflexiones, emociones, recuerdos. Vivir,
recordar y contar es mi propósito al escribir […] recordar lo vivido y contarlo
de la mejor manera que sea posible, apoyada en mis lecturas”. Asimismo, me parece
que hay un trinomio que sirve como eje articulador de todo lo expuesto en sus
memorias: literatura, vida y escritura. Quienes la conocemos sabemos que lo
primero lo encontramos cuando nos señala sus preferencias literarias. Lo
segundo, nos lo dice no sólo en uno de los epígrafes que presenta al inicio de
sus memorias, sino a lo largo de las mismas. De qué están hechas estas sino de
vida vivida (y por qué no decir soñada e
imaginada, que finalmente forman parte también de la vida). Lo tercero, la
escritura, lo advertimos cuando reflexiona sobre la importancia de ésta, como
en la cita antes señalada, o, parafraseando a la autora, “se escribe para dejar
un testimonio a las generaciones venideras de la época que me ha tacado vivir.”
Lo que guarda una memoria no
sólo es una invitación a su lectura, sino también a establecer puentes,
diálogos, con otras lecturas, con otros libros, (esto también es literatura,
también es escritura) por ejemplo, cuando la maestra Aurora señala: “Me tocó
nacer en una época de renovación cultural en la educación y en las artes,
cuando José Vasconcelos, secretario de Educación Pública, se preocupó porque la
educación básica se extendiera por todas las regiones del país por más alejadas
que estuvieran, cuando Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro
Siqueiros plasmaran sus reconocidas pinturas en edificios públicos”. Cuando leo
esto no puedo dejar de evocar lo que el historiador Daniel Cosío Villegas ha
dicho refiriéndose al vasconcelismo: “Entonces sí que hubo ambiente evangélico
para enseñar a leer y escribir al prójimo; entonces sí que se sentía en el
pecho y en el corazón de cada mexicano que la acción educadora era tan
apremiante como saciar la sed o matar el hambre. Entonces comenzaron las
grandes pinturas murales, monumentos que aspiraban a fijar por siglos las
angustias del país, sus problemas y sus esperanzas. Entonces se sentía fe en el
libro, y en el libro de calidad perenne […]” (citado por Pitol, 2006).
Hay
vida, hay escritura, hay literatura en Lo
que guarda una memoria, pondré algunos ejemplos: Cuando la tía Zenaida
hablaba de la época de la Revolución, nos dice la autora: “un día entró a su
casa en forma intempestiva un soldado que huía y angustiado le dijo: ‘mamita
sálvame me quieren matar’. Ella estaba sentada, lo hizo que se agachar y con
sus enaguas lo cubrió totalmente. Llegaron los perseguidores, registraron la
casa: ‘Yo estoy inválida y no me puedo parar. Aquí no hay nadie, pueden
registrar la casa, señaló la tía’. Los soldados que, por supuesto, no necesitan
ningún permiso, revolotearon todo y se fueron. Así le salvó la vida a ese
desdichado”. Si uno ha leído los espléndidos relatos de Nellie Campobello, que
aparecen en su libro Cartucho, de
inmediato los relaciona con este hecho. Hay vida, hay escritura, hay literatura
en Lo que guarda una memoria, cuando
la maestra Aurora nos habla de Guido Banda, (hasta el nombre de esta persona es
literario) aquél estudiante peroteño cuyo padre tenía tantos hijos que para no
tener problemas con los nombres de estos decidió ponérselos por orden
alfabético: Ana, Beatriz, Camila Eva, Íñigo, Julieta y Leonila; esto bien
podría llamarse realismo mágico. O el caso de Conchita Vásquez, madre de la
autora, quien tenía una casa de huéspedes y había ocasiones en que: “según el
cliente no les cobraba, primero observaba el estado de sus zapatos y decía:
‘esta persona, seguramente, no tiene con qué pagar, no hay que cobrarle.”
Desde
luego, no es que la autora se haya propuesto literaturizar sus memorias, es más
ella misma siempre ha sostenido el atenerse mejor al “dato real”, al “hecho tal
como ocurrió” y nos lo demuestra en la mayoría de los casos; sin embargo en el
proceso mismo de la escritura, por verídica que esta quiera parecer, hay un
momento en que la imaginación creadora interviene, se cuela; pero de este hecho
la maestra también está consciente y lo asume a sabiendas, como, por ejemplo, cuando
se impresionó al visitar años más tarde la casa en que vivió de niña: “La
encontré descuidada, sucia, fea. Es mejor la que guarda la fantasía y la
memoria de los años de infancia”.
Finalmente,
manifiesto mis más sincero reconocimiento a la maestra Aurora Ruiz Vásquez, por
ofrecernos este valioso legado y reiterar, como ya lo he dicho en el prólogo de
estas memorias, que leer esta obra es como tocar a una persona, a un ser, a un
alma.
*Texto
leído en la presentación de Lo que guarda
una memoria obra de la maestra Aurora Ruiz Vásquez.
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