José
Luis Rangel Gasperín
No es sencilla una despedida:
inevitablemente acuden los recuerdos y las evocaciones del pasado, casi de
manera involuntaria. La distancia causa separaciones, aunque existen en este
mundo murallas que no podemos superar. Casi de manera mecánica, recuerdo aquel
poema de John Donne que nos afirma que el doblar de las campanas no sirve
solamente para hacer saber que alguien ha muerto, sino también para remitirnos
nuestra calidad de seres mortales, indefensos ante las adversidades de la
naturaleza. Lo cierto es lo siguiente:
cuando muere un escritor al que admiramos, llegan a llorarlo también sus
personajes.
Por
ejemplo, uno de Juan José Millás, en Primavera
de luto afirma que no le gustan los domingos, de misma manera que Mersault,
en El extranjero, la extraordinaria
novela de Albert Camus. Martín Santomé, protagonista de La tregua, lo describe como el día “más desalentador, el más insulso”. Sería un tanto descabellada la
conjetura de que –como pudo suceder-, cansado de ser estigmatizado por la literatura,
el pasado domingo hubiese tomado la voz de la venganza y no la del olvido,
arrebatándonos una de las voces más sonoras y conmovedoras de la literatura
mexicana: José Emilio Pacheco.
“La realidad es psicópata:/ Jamás
se compadece de sus víctimas./ Hace trampa al jugar con la esperanza”,
escribe el Premio Cervantes 2009 en uno de sus poemas. Sin embargo, la
simbiosis que construye este escritor en sus trabajos literarios resulta en
ocasiones tan familiar, tan cotidiana, que la fatalidad resulta soportable.
José Emilio Pacheco consigue retratar con viveza los años de su infancia y
adolescencia en el terreno de la narrativa: El
viento distante, colección de catorce relatos, incluye textos tan emotivos
como El parque hondo, Tarde de agosto
o La reina, donde sus personajes,
cegados por una frontera que les impide cumplir sus sueños, no tienen más que
crecer cargando sus penas anecdóticas, aquellos instantes en los que el deseo
no consigue evolucionar en suceso. El
principio del placer, libro por el cual consiguió el Premio Xavier
Villaurrutia en 1973, retoma la nostalgia por una juventud perdida así como una
época, introduciendo al lector por aquel relato –que da título a la colección-
de un adolescente que narra en un diario sus encuentros amorosos con una chica
llamada Ana Luisa. Lúdicamente, Pacheco nos deleita con sus palabras: “Es divertido ver cómo se juntan las letras
y salen cosas que no pensábamos decir”. Xalapa juega un papel importante en
El principio del placer: Ana Luisa
huye a esa ciudad misteriosa en los momentos más vitales del relato, cuando
Jorge más parece necesitar de su compañía. La
zarpa, otro relato memorable, nos habla de la envidia que siente una mujer
por su vecina compañera de infancia, más bonita, más inteligente, con un futuro
más claro. Langerhaus y Cuando salí de La Habana, válgame Dios
son igualmente textos de una gran belleza.
Carlos
Monsiváis, al igual que muchos de sus lectores, admiraba su manera de escribir:
con palabras sencillas podía construir andamiajes de gran profundidad. Y con
esa misma técnica José Emilio Pacheco es de aquellos autores que mantienen a
los jóvenes cercanos a la literatura. Hablar de él y su obra no es solamente
retroceder a los años de Miguel Alemán y Ávila Camacho, sino también revivir
las pasiones juveniles, el descubrimiento del mundo. Las batallas en el desierto, su novela más conocida, es un trabajo
ejemplar que recrea, con una brevedad bien modulada y una fidelidad realista, a
la sociedad mexicana de mediados del siglo XX. Las peripecias de Carlos, que se
enamora de Mariana, madre de su amigo Jim, son un conmovedor ejemplo de lo que
puede hacer un autor con su pluma: provocar, casi de manera natural, los
sentimientos que esconde la vida cotidiana. Su Álbum de zoología es una deliciosa colección de poemas que busca
sorprender con imágenes y el lenguaje popular la belleza de nuestra fauna.
Puede
ser cierto lo que escribe Mario Benedetti:
Los sueños son pequeñas muertes. Ya que de la misma forma que el verso,
José Emilio se nos fue en una noche, cuando no pudo despertar. Su último
Inventario –dedicado al también poeta Juan Gelman- inicia con un rastro de
melancolía: ¿Existirá una palabra para la
nostalgia de lo que no fue y estuvo a punto de ser? Con esa curiosa
pregunta podemos describir a sus personajes: seres invadidos por lo que pudo
ser; solamente eso. Seres desolados, pero que siempre tienen en el fondo un
destello de esperanza.
Es
una pena decir adiós; sin embargo a veces es necesario: las letras pierden a un
excelente escritor que tuvo, por desventura o por condición natural, que dormir
para siempre bajo la húmeda luz de un vacío domingo, como inicia, curiosamente,
uno de sus relatos.
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