miércoles, 12 de febrero de 2014

La otra conciencia


Temas y autores


 

Silvestre Manuel Hernández

Coordinador del Consejo Editorial de Tlanestli. Amanecer.

Investigador de Ciencias Sociales y Humanidades, UAM – I,

Ciudad de México.

silmanhermor@hotmail.com

 

Morir no es el más grande de los males;

es peor querer morir y no poder hacerlo.

Sófocles

 

Después del silencio obligatorio, abrió los ojos y volvió a su posición, observaba a sus acusadores y a los jueces como si quisiera modificar sus pensamientos hacia él, como si con su simple actitud, por muy noble y recta que fuera, pudiera alterar las reglas. Ese era el día. Y ahí, sentado, ante las normas en juego, seguía la sonoridad de las voces, intentando encontrar un hueco, un término mal utilizado, un desliz por el cual poder demostrarles la inconsistencia de su acusación. Ya llegaría su turno, y entonces hablaría de tal forma que les infundiría la incertidumbre argumentativa, los colocaría en lo aleatorio, y desde ahí su esperanza le sería más suya.

      __ Relacionar y separar las leyes para comprenderlas dentro de su realidad, no como marco de acción para beneficiar o sancionar actos de acuerdo con intereses particulares, sino para establecer un orden social, en donde todos se reconozcan como sujetos éticos, antes y después de ser juzgados, si se da el caso. Porque no es que uno quiera o no seguir determinados lineamientos en la vida, sino que uno ya nació dentro de un estatuto jurídico, y hasta el sentido, o pérdida del mismo, de la vida, debe corresponder, en su aspecto material, con la formalidad del vivir. No hay más – Fueron las primeras palabras del juez. El jurado aceptó lo dicho con un discreto movimiento de cabeza.

     Había iniciado la audiencia, al fin, después de lo pasado. Aunque esto, en el fondo, no significara algo más allá de un trámite mortuorio, bien lo sabía. Pero, a pesar de ello, tenía el ímpetu de “retar al destino”, de ver el peso de la conciencia, el vaivén de la justicia y la vida anclada al tiempo.

      __ No pregunte por el qué es, confórmese con preguntar mejor, de otra forma y desde posiciones que no lo condenen más, los juicios objetivos los determinamos nosotros con base en las normas que nos rigen. Tenga en cuenta que el sentimiento no debe anteponerse a la formalidad y racionalidad de las leyes y su aplicación. Aquí hay un acto que debe ser juzgado de la manera más positiva, sin flexibilidades ni heurísticas sobre los agravantes, sino únicamente apegándose a lo material del caso. Así se procede en las sociedades ejemplares, como es la nuestra.

     Fue el primer señalamiento: categórico y decisivo en todo lo por venir. Su cuestionamiento había sido acallado. Él sólo entrelazó los dedos de las manos y bajó la vista hacia el expediente que tenía a su lado. Su abogado lo vio, y tras unos segundos, desvió la vista hacia el juez. Del lado derecho estaba el jurado, inalterable.

      __ Usted intentó violar lo estipulado en nuestro código, trascender los valores imperantes, donde con toda claridad se establece la jerarquía comportamental para individuos e instituciones. Esa es la agravante para el Estado.

    En unos cuantos minutos su vida había cambiado, pero no por su acción y voluntad, sino por la intervención de conciencias ajenas a él, respetuosas de un orden casi inmemorial, perdido entre los dogmas y vicios  que impedían la muerte a costa del dolor de vivir sin saber por qué. Ese “orden” que lo tenía encerrado desde hacía tres meses, en espera de una sentencia. El tiempo pasaba por él con su estela negra, cruel en los recuerdos y el porvenir. Sin embargo, esto ya era parte de su mundo, de lo interno, y de ese pequeño espacio vuelto suyo a fuerza de sopesarlo, de medirlo palmo a palmo y desplazarlo en cada una de sus vértebras hasta llegar al suelo y subir nuevamente a su cabeza y perderse en un por qué. La celda, el silencio, el echar atrás la vista, le revelaron varias cosas, entre ellas, la imposibilidad de cambiar algo: el tiempo mismo y la espera eran una burla.

     Su discurso estaba hecho, sólo faltaba el momento. Ellos entenderían sus razones, los referentes eran claros, a veces la excepción a la norma era lo justo. La oportunidad, sólo eso. No importaban las objeciones pasadas.

      A mitad del pasillo todavía conservaba el gesto de confianza, casi estaba seguro de que ellos lo comprenderían sin dificultad alguna, pues su exposición había sido muy clara y los términos empleados no daban cabida a malas interpretaciones. Aunque su mutismo podía significar otra cosa. Se empeñaba en presentar buen aspecto, en demostrar cierto humor, incluso de vez en cuando reía. Sus piernas se dejaban guiar, casi por instinto, por los señalamientos de los custodios. Afuera se mezclaban los diálogos de los internos.

      La memoria, el juicio, los hechos, las sutilezas del caso: para qué recordar. El porvenir se acercaba. ¿Qué tan “libres” eran los actos? ¿Hasta dónde puede determinarse la individualidad? ¿La formación de la conciencia recta sólo dependía de los miramientos de una tradición? La justicia, esa linda palabra, qué más haría por él.

      Con cada pisada vibraba más la interrogante, ¿por qué? La respuesta no vendría de los jueces, lo sabía. Tal vez no llegaría de ninguna forma. Todo en él era contingente,  las apetencias naturales, lo que alguna vez creyó trascendente a su persona, el espacio axiológico donde se afirmaban incondicionalmente la libertad y la justicia. Pero aún así, sólo había una elección.

       Los guardias se detuvieron casi al final de un pasillo, abrieron una puerta y permanecieron quietos. Lo primero que se le ofreció a la vista fue una silla de madera; conforme avanzó fue distinguiendo las cosas, hasta percibirlas por completo y deducir su utilidad. En una de las paredes colgaba una cortina negra. Los custodios, con su acostumbrada mueca y una orden, lo detuvieron unos minutos en el centro del salón. Tiempo que aprovechó para pensar en su vida, lo que había sido y lo que quedaba de ella. Nada, sola, desde antes, qué podría valer: prendada a los caprichos de un ideal. Esta era la tercera vez que veía el lugar de su próxima ejecución. Días antes del juicio final había solicitado, como un gesto de humanitarismo, le fuera permitido ver el sitio de ejecuciones. El presentimiento, la “verdad”, hacia allá iba.

      __ Dios sea contigo. Hace unos minutos me hablaron de tu caso. “Mañana es el día”, me dijeron, como una fórmula ya hecha. Qué puedo decir que no hayas pensado ya en esta situación y en este tiempo. Que pienses en el arrepentimiento, en la búsqueda del perdón, no de los hombres que ya emitieron la sentencia, sino de ti mismo, de algo más allá a esta vida. Mi autoridad es tan corta, lo sé. Las reiteraciones pierden valor cuando se ha terminado el deseo. Sentémonos un momento, déjame compartir tu silencio. __ Los dos se acomodaron en la cama. El padre abrió la Biblia al azar, recorrió unas cuantas hojas, la cerró. Fijó sus ojos en los barrotes. Él hizo un gesto para atraer su mirada, se la sostuvo: sonrió, callando y diciendo todo. Abrazó al sacerdote y le dio las gracias por la visita. Su vida era simple.

      ¿Para qué buscar más adentro? Si todo estaba ahí, en la superficie de las cosas; cualquiera lo entendería, no hacía falta un gran esfuerzo. Así es que para qué mezclar la fe; el recurrir a Dios era algo contradictorio, en cualquiera de los casos correspondientes a la conducta humana, máxime en los relativos a la jurisprudencia. Su mente, las creencias, las dudas, ahí estaba el error.

      Su necesidad de justificación se hallaba en otro plano, lejos del enjuiciamiento de su conducta. Ahora el único problema era cómo controlar su conciencia, cómo resolver moralmente, sin ideas absolutistas o supremas, la interrogante de si sus medios habían sido los idóneos para la conclusión de sus actos. En lo hecho no cabía el arrepentimiento, sólo la espera, su elección lo ameritaba.

     La existencia, allá afuera, libre, sin cuestiones de por medio. Él, en ese espacio, acosado por un simple acto. Entre ambos, qué era lo justo. Pues muchas veces las fórmulas de justicia eran vacías o insuficientes para uno u otro lado del caso que fuera, según el relativismo o la hermenéutica aplicada. Sócrates, su extraña máxima: Darle a cada quien lo que se merece, qué era de ella a la luz de la historia. Él merecía algo, su conciencia le avisaba. Pero qué, pues lo que cada uno se merece está anegado de factores subjetivistas que escapan a un posible orden jurídico, el cual se constriñe a la aplicación de un código, en donde las penas oscilan entre el bien para la sociedad y el mal para el transgresor, siendo esto solamente un orden determinado, donde la igualdad y la justicia también están limitadas.

      Ni la verdad ni la justicia se nos imponen coercitiva y obligatoriamente. Obramos éticamente, como se nos educó, acatamos y realizamos el valor ético, cuando, por ejemplo, nos decidimos por la verdad y la justicia contra lo que las contradice, es decir, cuando seguimos los principios de la razón. La memoria era muy ingrata, tal vez poco pertinente, sin duda certera, y bien sabía por qué traer a cuenta las cosas, ella también se regía por principios. La conciencia, en este sentido, podía volverse su enemiga e inclinar la balanza en su contra.

     Cuando terminó la exposición del juez, la ilusión se había desvanecido de su rostro, el veredicto era irrevocable: la verdad consensada yacía por encima de la compasión y los contra argumentos. El bien, tal vez la felicidad, podían ser compartidos, aunque fuera desde distintos puntos de vista y con resultados adversos, pero ahí estaban, como simple creación humana y a disposición de la autoridad y el devenir. Por un instante todo quedó en silencio; después, los abrazos del jurado sellaron todo. El verdadero sentido se había develado, la máscara con la cual se intentó cubrir se desintegró por la falta de consistencia. El haber creído que por hacer su defensa desde un espacio moral le ayudaría en algo, era lastimoso; la comprensión y valoración de la justicia, ya aplicada en un hecho puntual, limpio de interpretaciones tangenciales, seguía dependiendo del formalismo del derecho. Y eso le dolía, aunque en principio y por respeto lo aceptaba. Su discurso no había sino confirmado su posibilidad para la muerte, iniciada desde el momento del primer interrogatorio. Ahora sólo quedaban unas cuantas horas, durante las cuales su cuerpo y su mente pagarían la estúpida ilusión del indulto, más atroz que la simple ejecución con la inyección letal. No sabía a quién maldecir más, si a los que le habían hecho creer que existía la justicia, o a sí mismo por haber sido tan iluso.

      Ahora, en la antesala de la muerte, acostado boca arriba, viendo el techo de la celda, sólo tenía la certeza de que el exterminio había estado garantizado por la vida, nada más que él lo había concebido de otra forma, en algún tiempo, bajo los principios de la fe, en medio de ese sentimiento extraño, maleable, crudo cuando lo desnudamos y vemos su contenido, por eso albergaba cierta esperanza. Pero ya era tarde para cambiar el sentido de las cosas: ¿cómo deshacerse de lo vivido? Se levantó y caminó hacia los barrotes, se escuchaban ruidos lejanos. Desde hacía tres semanas ocupaba ese espacio, separado de la mayoría de los reclusos, el ambiente era menos denso. Las mazmorras de enfrente estaban vacías. No extrañaba a nadie, no se angustiaba por algo. Regresó a la cama y se sentó.

     ¿Vale la pena vivir? ¿Qué sentido tiene la existencia? Una vez más las preguntas milenarias retumbaban en su mente. ¿Serviría de algo el intentar responderlas? Sí, el aniquilamiento propio también es un acto de libertad, paradójicamente la vida misma se lo había enseñado, quizá el más digno de respetarse; aunque se le juzgue como algo monstruoso, también puede tener su lado heroico y contemplarse como una alternativa contra la simple desaparición física, contra la cotidianidad de la muerte, como el pleno ejercicio del dominio del cuerpo y del ser, como la trascendencia finita de toda normatividad y convencionalismo: tan sólo una disolución en la nada, más allá de cualquier código o juramento interno.

      A las ocho de la mañana fueron por él. No precisó de esposas o cuidados especiales. Llevaba el traje que el jurado le asignó para las audiencias. Uno de los custodios cargaba su mochila. Nadie extrañaría su presencia, los alumnos ocasionales sólo dirían “no está”. La soledad era un premio, la recompensa al ideal de su vida: tal vez la justicia previa a la muerte. Su casera volvería a rentar la habitación sin ningún problema. No había nada pendiente. Sus textos correrían su misma suerte.

     Durante el camino de la celda a la cámara donde le sería aplicada la inyección, alcanzó a ver por una ventana el resplandor del sol al amanecer. Escuchó voces a lo lejos. Sus inquisidores, a final de cuentas, no habían logrado su objetivo: él no asumía su culpabilidad, sólo miraba de frente, y dejaba todo a disposición del destino reglamentado. Ya no tendría tiempo de hacerse la ilusión de responder sus propios cuestionamientos, la dicotomía existencial quedaría abierta: ¿qué pesaba más en él, el haber violentado el deber de conciencia o el deber de conducta? Nunca lo sabría, la humanidad se desdibujaba a esas alturas. Después de todo, su cuerpo sólo era eso, algo con vida, una contingencia como tantas otras. La satisfacción de acabar con el dolor era muy suya. Lo único evidente era la utilidad de su muerte, así debería de ser, por algo se aplicaban las leyes.

      La condena mortal, una vez puesta en su verdadera dimensión, es un acto de generosidad, pues cancela la humillación de seguir viviendo en un estado deplorable para la dignidad propia: ahora agradecía esta deducción. Sólo pensó en las cosas. Sí, serían más soportables si no existieran las esperanzas: la muerte misma dolería menos. Pero ahí estaba, andando rítmicamente hacia el fin, ligero, con elegancia; forzando las comisuras de los labios y parpadeando como si los ojos degustaran el ambiente, sólo unos minutos, después nada.

     Taz ... taz ... taz ... recordó los golpes con los cuales se cerró el proceso. Después de las tres horas de espera: ellos, ejerciendo sus funciones; él, con el vacío en la mente. No guardaba ningún rencor para quien había hecho la denuncia. Le regresaron sus pertenencias, se echó la correa de la mochila al hombro. Cruzó la puerta, por cuarta y última vez; al fondo estaba el sillón de acero con los brazaletes, alumbrado por la luz que la cortina recorrida daba paso. El suicidio, la conciencia. Las voces no se escuchaban. La otra conciencia. Siguió de frente.

 

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