Temas y
autores
Silvestre
Manuel Hernández
Coordinador del Consejo Editorial de Tlanestli.
Amanecer.
Investigador de Ciencias Sociales y Humanidades,
UAM – I,
Ciudad de México.
silmanhermor@hotmail.com
Morir
no es el más grande de los males;
es
peor querer morir y no poder hacerlo.
Sófocles
Después del silencio obligatorio, abrió los ojos y
volvió a su posición, observaba a sus acusadores y a los jueces como si
quisiera modificar sus pensamientos hacia él, como si con su simple actitud,
por muy noble y recta que fuera, pudiera alterar las reglas. Ese era el día. Y
ahí, sentado, ante las normas en juego, seguía la sonoridad de las voces,
intentando encontrar un hueco, un término mal utilizado, un desliz por el cual
poder demostrarles la inconsistencia de su acusación. Ya llegaría su turno, y
entonces hablaría de tal forma que les infundiría la incertidumbre
argumentativa, los colocaría en lo aleatorio, y desde ahí su esperanza le sería
más suya.
__
Relacionar y separar las leyes para comprenderlas dentro de su realidad, no
como marco de acción para beneficiar o sancionar actos de acuerdo con intereses
particulares, sino para establecer un orden social, en donde todos se
reconozcan como sujetos éticos, antes y después de ser juzgados, si se da el
caso. Porque no es que uno quiera o no seguir determinados lineamientos en la
vida, sino que uno ya nació dentro de un estatuto jurídico, y hasta el sentido,
o pérdida del mismo, de la vida, debe corresponder, en su aspecto material, con
la formalidad del vivir. No hay más – Fueron las primeras palabras del juez. El
jurado aceptó lo dicho con un discreto movimiento de cabeza.
Había
iniciado la audiencia, al fin, después de lo pasado. Aunque esto, en el fondo,
no significara algo más allá de un trámite mortuorio, bien lo sabía. Pero, a
pesar de ello, tenía el ímpetu de “retar al destino”, de ver el peso de la conciencia, el vaivén de la justicia y la vida
anclada al tiempo.
__ No
pregunte por el qué es, confórmese con preguntar mejor, de otra forma y
desde posiciones que no lo condenen más, los juicios objetivos los determinamos
nosotros con base en las normas que nos rigen. Tenga en cuenta que el
sentimiento no debe anteponerse a la formalidad y racionalidad de las leyes y
su aplicación. Aquí hay un acto que debe ser juzgado de la manera más positiva,
sin flexibilidades ni heurísticas sobre los agravantes, sino únicamente
apegándose a lo material del caso. Así se procede en las sociedades ejemplares,
como es la nuestra.
Fue el primer
señalamiento: categórico y decisivo en todo lo por venir. Su cuestionamiento
había sido acallado. Él sólo entrelazó los dedos de las manos y bajó la vista
hacia el expediente que tenía a su lado. Su abogado lo vio, y tras unos
segundos, desvió la vista hacia el juez. Del lado derecho estaba el jurado,
inalterable.
__ Usted
intentó violar lo estipulado en nuestro código, trascender los valores
imperantes, donde con toda claridad se establece la jerarquía comportamental para
individuos e instituciones. Esa es la agravante para el Estado.
En unos
cuantos minutos su vida había
cambiado, pero no por su acción y voluntad, sino por la intervención de
conciencias ajenas a él, respetuosas de un orden
casi inmemorial, perdido entre los dogmas y vicios que impedían la muerte a costa del dolor de vivir sin saber por qué. Ese “orden” que lo tenía
encerrado desde hacía tres meses, en espera de una sentencia. El tiempo pasaba
por él con su estela negra, cruel en los recuerdos y el porvenir. Sin embargo,
esto ya era parte de su mundo, de lo
interno, y de ese pequeño espacio vuelto suyo a fuerza de sopesarlo, de medirlo
palmo a palmo y desplazarlo en cada una de sus vértebras hasta llegar al suelo
y subir nuevamente a su cabeza y perderse en un por qué. La celda, el silencio, el echar atrás la vista, le
revelaron varias cosas, entre ellas, la imposibilidad de cambiar algo: el
tiempo mismo y la espera eran una burla.
Su
discurso estaba hecho, sólo faltaba el momento. Ellos entenderían sus razones,
los referentes eran claros, a veces la excepción a la norma era lo justo. La oportunidad, sólo eso. No
importaban las objeciones pasadas.
A mitad
del pasillo todavía conservaba el gesto de confianza, casi estaba seguro de que
ellos lo comprenderían sin dificultad alguna, pues su exposición había sido muy
clara y los términos empleados no daban cabida a malas interpretaciones. Aunque
su mutismo podía significar otra cosa. Se empeñaba en presentar buen aspecto,
en demostrar cierto humor, incluso de vez en cuando reía. Sus piernas se
dejaban guiar, casi por instinto, por los señalamientos de los custodios.
Afuera se mezclaban los diálogos de los internos.
La
memoria, el juicio, los hechos, las
sutilezas del caso: para qué recordar. El porvenir se acercaba. ¿Qué tan
“libres” eran los actos? ¿Hasta dónde puede determinarse la individualidad? ¿La
formación de la conciencia recta sólo dependía de los miramientos de una
tradición? La justicia, esa linda
palabra, qué más haría por él.
Con cada
pisada vibraba más la interrogante, ¿por qué? La respuesta no vendría de los
jueces, lo sabía. Tal vez no llegaría de ninguna forma. Todo en él era
contingente, las apetencias naturales,
lo que alguna vez creyó trascendente a su persona, el espacio axiológico donde
se afirmaban incondicionalmente la libertad y la justicia. Pero
aún así, sólo había una elección.
Los
guardias se detuvieron casi al final de un pasillo, abrieron una puerta y
permanecieron quietos. Lo primero que se le ofreció a la vista fue una silla de
madera; conforme avanzó fue distinguiendo las cosas, hasta percibirlas por
completo y deducir su utilidad. En una de las paredes colgaba una cortina
negra. Los custodios, con su acostumbrada mueca y una orden, lo detuvieron unos
minutos en el centro del salón. Tiempo que aprovechó para pensar en su vida, lo
que había sido y lo que quedaba de ella. Nada, sola, desde antes, qué podría
valer: prendada a los caprichos de un ideal. Esta era la tercera vez que veía
el lugar de su próxima ejecución. Días antes del juicio final había solicitado,
como un gesto de humanitarismo, le fuera permitido ver el sitio de ejecuciones.
El presentimiento, la “verdad”, hacia allá iba.
__ Dios
sea contigo. Hace unos minutos me hablaron de tu caso. “Mañana es el día”, me dijeron,
como una fórmula ya hecha. Qué puedo decir que no hayas pensado ya en esta
situación y en este tiempo. Que pienses en el arrepentimiento, en la búsqueda
del perdón, no de los hombres que ya emitieron la sentencia, sino de ti mismo,
de algo más allá a esta vida. Mi autoridad
es tan corta, lo sé. Las reiteraciones pierden valor cuando se ha terminado el
deseo. Sentémonos un momento, déjame compartir tu silencio. __ Los dos se
acomodaron en la cama. El padre abrió la Biblia al azar, recorrió unas cuantas hojas, la
cerró. Fijó sus ojos en los barrotes. Él hizo un gesto para atraer su mirada,
se la sostuvo: sonrió, callando y diciendo todo. Abrazó al sacerdote y le dio
las gracias por la visita. Su vida era simple.
¿Para
qué buscar más adentro? Si todo estaba ahí, en la superficie de las cosas;
cualquiera lo entendería, no hacía falta un gran esfuerzo. Así es que para qué
mezclar la fe; el recurrir a Dios era algo contradictorio, en cualquiera de los
casos correspondientes a la conducta humana, máxime en los relativos a la
jurisprudencia. Su mente, las creencias, las dudas, ahí estaba el error.
Su
necesidad de justificación se hallaba en otro plano, lejos del enjuiciamiento
de su conducta. Ahora el único problema era cómo controlar su conciencia, cómo
resolver moralmente, sin ideas absolutistas o supremas, la interrogante de si
sus medios habían sido los idóneos para la conclusión de sus actos. En lo hecho
no cabía el arrepentimiento, sólo la espera, su elección lo ameritaba.
La
existencia, allá afuera, libre, sin cuestiones de por medio. Él, en ese
espacio, acosado por un simple acto. Entre ambos, qué era lo justo. Pues muchas
veces las fórmulas de justicia eran vacías o insuficientes para uno u
otro lado del caso que fuera, según el relativismo o la hermenéutica aplicada.
Sócrates, su extraña máxima: Darle a cada
quien lo que se merece, qué era de ella a la luz de la historia. Él merecía algo, su conciencia le avisaba.
Pero qué, pues lo que cada uno se
merece está anegado de factores subjetivistas que escapan a un posible
orden jurídico, el cual se constriñe a la aplicación de un código, en donde las
penas oscilan entre el bien para la sociedad y el mal para el transgresor,
siendo esto solamente un orden determinado, donde la igualdad y la justicia
también están limitadas.
Ni la verdad ni la justicia se nos imponen
coercitiva y obligatoriamente. Obramos éticamente, como se nos educó, acatamos
y realizamos el valor ético, cuando, por ejemplo, nos decidimos por la verdad y
la justicia contra lo que las contradice, es decir, cuando seguimos los
principios de la razón. La memoria era muy ingrata, tal vez poco
pertinente, sin duda certera, y bien sabía por qué traer a cuenta las cosas,
ella también se regía por principios. La conciencia, en este sentido, podía
volverse su enemiga e inclinar la balanza en su contra.
Cuando
terminó la exposición del juez, la ilusión se había desvanecido de su rostro,
el veredicto era irrevocable: la verdad consensada yacía por encima de
la compasión y los contra argumentos. El bien,
tal vez la felicidad, podían ser
compartidos, aunque fuera desde distintos puntos de vista y con resultados
adversos, pero ahí estaban, como simple creación humana y a disposición de la autoridad
y el devenir. Por un instante todo quedó en silencio; después, los abrazos del
jurado sellaron todo. El verdadero sentido se había develado, la máscara con la
cual se intentó cubrir se desintegró por la falta de consistencia. El haber
creído que por hacer su defensa desde un espacio moral le ayudaría en algo, era
lastimoso; la comprensión y valoración de la justicia, ya aplicada en un hecho
puntual, limpio de interpretaciones tangenciales, seguía dependiendo del
formalismo del derecho. Y eso le dolía, aunque en principio y por respeto lo aceptaba.
Su discurso no había sino confirmado su posibilidad para la muerte, iniciada
desde el momento del primer interrogatorio. Ahora sólo quedaban unas cuantas
horas, durante las cuales su cuerpo y su mente pagarían la estúpida ilusión del
indulto, más atroz que la simple ejecución con la inyección letal. No sabía a
quién maldecir más, si a los que le habían hecho creer que existía la
justicia, o a sí mismo por haber sido tan iluso.
Ahora,
en la antesala de la muerte, acostado boca arriba, viendo el techo de la celda,
sólo tenía la certeza de que el exterminio había estado garantizado por la
vida, nada más que él lo había concebido de otra forma, en algún tiempo, bajo
los principios de la fe, en medio de ese sentimiento extraño, maleable, crudo
cuando lo desnudamos y vemos su contenido, por eso albergaba cierta esperanza.
Pero ya era tarde para cambiar el sentido de las cosas: ¿cómo deshacerse de lo
vivido? Se levantó y caminó hacia los barrotes, se escuchaban ruidos lejanos.
Desde hacía tres semanas ocupaba ese espacio, separado de la mayoría de los
reclusos, el ambiente era menos denso. Las mazmorras de enfrente estaban
vacías. No extrañaba a nadie, no se angustiaba por algo. Regresó a la cama y se
sentó.
¿Vale la
pena vivir? ¿Qué sentido tiene la existencia? Una vez más las preguntas
milenarias retumbaban en su mente. ¿Serviría de algo el intentar responderlas? Sí,
el aniquilamiento propio también es un acto de libertad, paradójicamente la
vida misma se lo había enseñado, quizá el más digno de respetarse; aunque se le
juzgue como algo monstruoso, también puede tener su lado heroico y contemplarse
como una alternativa contra la simple desaparición física, contra la
cotidianidad de la muerte, como el pleno ejercicio del dominio del cuerpo y del
ser, como la trascendencia finita de
toda normatividad y convencionalismo: tan sólo una disolución en la nada, más
allá de cualquier código o juramento interno.
A las
ocho de la mañana fueron por él. No precisó de esposas o cuidados especiales. Llevaba
el traje que el jurado le asignó para las audiencias. Uno de los custodios
cargaba su mochila. Nadie extrañaría su presencia, los alumnos ocasionales sólo
dirían “no está”. La soledad era un premio, la recompensa al ideal de su vida:
tal vez la justicia previa a la
muerte. Su casera volvería a rentar la habitación sin ningún problema. No había
nada pendiente. Sus textos correrían su misma suerte.
Durante
el camino de la celda a la cámara donde le sería aplicada la inyección, alcanzó
a ver por una ventana el resplandor del sol al amanecer. Escuchó voces a lo
lejos. Sus inquisidores, a final de cuentas, no habían logrado su objetivo: él
no asumía su culpabilidad, sólo miraba de frente, y dejaba todo a disposición
del destino reglamentado. Ya no
tendría tiempo de hacerse la ilusión de responder sus propios cuestionamientos,
la dicotomía existencial quedaría abierta: ¿qué pesaba más en él, el haber
violentado el deber de conciencia o el deber de conducta? Nunca
lo sabría, la humanidad se desdibujaba a esas alturas. Después de todo, su
cuerpo sólo era eso, algo con vida, una contingencia como tantas
otras. La satisfacción de acabar con el dolor era muy suya. Lo único evidente
era la utilidad de su muerte, así debería de ser, por algo se aplicaban las
leyes.
La condena mortal, una vez puesta en su
verdadera dimensión, es un acto de generosidad, pues cancela la humillación de
seguir viviendo en un estado deplorable para la dignidad propia: ahora agradecía
esta deducción. Sólo pensó en las cosas. Sí, serían más soportables si no
existieran las esperanzas: la muerte misma dolería menos. Pero ahí estaba,
andando rítmicamente hacia el fin, ligero, con elegancia; forzando las
comisuras de los labios y parpadeando como si los ojos degustaran el ambiente,
sólo unos minutos, después nada.
Taz ... taz ... taz ... recordó los
golpes con los cuales se cerró el proceso. Después de las tres horas de espera:
ellos, ejerciendo sus funciones; él, con el vacío en la mente. No guardaba
ningún rencor para quien había hecho la denuncia. Le regresaron sus
pertenencias, se echó la correa de la mochila al hombro. Cruzó la puerta, por
cuarta y última vez; al fondo estaba el sillón de acero con los brazaletes,
alumbrado por la luz que la cortina recorrida daba paso. El suicidio, la conciencia. Las voces no se escuchaban. La
otra conciencia. Siguió de frente.
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