miércoles, 12 de febrero de 2014


 

David Nepomuceno Limón

 

Los intentos de controlar su destino resultaban vanos ante los atropellos de su esposo. Regina siempre tuvo el ideal de crear un verdadero hogar, sin tomar en cuenta los verdaderos sentimientos de Salvador. Ella se casó bajo el atractivo de lo desconocido, haciendo a un lado hasta su propia libertad.

      La pareja vivía en el reducido mundo que Salvador le proporcionaba como hogar, sujeto a las frías normas de conducta que él ostentaba desde que se habían unido. A esas alturas los ideales de la joven se encontraban vacíos. Sólo existía en ella la esperanza de sobrevivir.

     El día había amanecido nublado, monótono cual había sido la vida desde que se casó. Pese al fresco de la mañana, salió a tender su ropa en el pequeño espacio entre los matorrales que lujosamente recibía el nombre de patio. Regina entraba a su pequeña vivienda de cartón y materiales reciclados. Alcanzó a ver un monedero que caía al suelo mientras Salvador guardaba el dinero en la bolsa de su camisa. Eran los escasos ahorros que ella había logrado acumular durante largos meses. Desconocía cómo su esposo había dado con ellos. La sonrisa sarcástica de Salvador lo decía todo.

     La silueta del hombre se hallaba rodeada de penumbras. Con un movimiento brusco tomó la niña que dormía en la hamaca, caminó con una mirada amenazadora y salió de prisa hacia la calle. Regina quiso detenerlo. Él sacó de su pantalón unas tijeras con la intención de lastimarla. Ella se acercó y alcanzó a ver la improvisada arma que se movió de derecha a izquierda mientras parte de su blusa quedaba desgarrada y alguna herida en el vientre la obligó a detenerse. El dolor se había presentado de súbito, pero eso no era lo importante.

     Mientras limpiaba la sangre que empezaba a manar de su cuerpo, ella vio con enojo cómo su esposo corría por la calle empedrada de la colonia. Enseguida rasgó una sábana para cubrir improvisadamente su abdomen. La niña era su vida misma y su responsabilidad. No podía renunciar a su presencia ni a la esperanza de verla crecer. No podía darse por vencida. Su rebeldía explotó cuando lo vio parado a media calle sonriendo y cubriendo a la niña. Regina corrió para alcanzarlo. No podía aceptar que le hubiera robado a su hija. Sus lágrimas eran de impotencia y aun así no había la posibilidad de claudicar. Salvador corría más rápido, perdiéndose ahora entre los sembradíos que lo llevarían por un atajo a la bifurcación de los caminos.

    Con las manos vacías y la expectativa de encontrarlos dirigió sus pasos a uno de los pueblos cercanos. Su preocupación estaba centrada en la pequeña. Se rehusaba a ser partícipe de una historia hecha jirones por la sinrazón de su marido. Avanzaba muy atenta a todo lo que se movía, con la ilusión de arrebatar a su hija de los brazos de quien siempre había recibido burlas e improperios.

     No supo qué tiempo caminó por terracerías y veredas con destino desconocido. Llegó así a una población a la que le decían La Quemada, aunque su nombre oficial era otro. Se mencionaba que su gente era agresiva, pero en ese momento a Regina no le preocupaban los rumores. La niña era su único tesoro. Su prioridad.

   El viento zumbaba por momentos como un murmullo de incesante agitación, mientras la nostalgia empañaba los ojos de la mujer, quien se abandonaba a la cálida luz del sol cuando éste se asomaba entre las nubes. El silencio le resultaba incómodo; en tanto, el dolor de su herida continuaba lacerándola.

    Su objetivo era único. Su caminar seguía siendo firme. Sus zapatos empezaban a dar señales de no soportar el ritmo de una larga travesía. Sus pies estaban enrojeciendo, con un dolor agregado que por momentos se hacía insoportable. Su semblante era de tristeza y su aspecto era de quien no había tenido el tiempo suficiente para arreglarse frente a un espejo.

     Había cruzado más de la mitad del pueblo. Por donde caminaba eran callejones rodeados de construcciones roídas por el tiempo y paredes cansadas de lucir un color indefinido. Todo acentuaba la hostilidad del barrio. Avanzaba unos cuantos metros y volvía la cabeza hacia todos lados. Algunos hombres de aspecto poco agradable pasaban junto a ella, sonriendo misteriosamente y observándola de arriba abajo.

     Siguió por un callejón más angosto que conectaba con la parte superior del barrio. Subía por el empedrado con dificultad. Las casas se veían muy altas, como si estuvieran dispuestas a devorarla. Empezó a sentir más ligeros y amplios los zapatos… Al examinarlos descubrió que se habían descosido por la parte delantera, pero ella tenía que seguir buscando a su hija.

     Continuaba avanzando, cada vez de manera más lenta, recordando todavía el justo momento que había marcado un antes y un después en su vida matrimonial. En el momento presente estaba claro que su fe no era compartida.

     Sus pasos eran cada vez más lentos debido al cansancio, al que se unía el dolor de sus pies causado por la angustiosa caminata y por la herida que ardía en su vientre. Sus ojos habían perdido sus habilidades de las horas anteriores. Si empezaba a rendirse no era por falta de tenacidad, sino por la debilidad de su organismo. Daba tres pasos y descansaba un momento, frotando sus pies con las manos por ser los más castigados. La respiración agitada evidenciaba el agotamiento físico a que había llegado, pero continuaba adelante con la esperanza de hallar a su hija.

    Faltaban pocos metros para llegar a la calle que truncaba la pendiente. Su mirada continuaba clavada en el empedrado. No prestó atención a las voces que se oían detrás de ella, de gente que subía por el callejón. Había risas y exclamaciones jubilosas.

     Por fin la curiosidad la hizo volver la cabeza. Más de media docena de jóvenes alcoholizados la miraba insistentemente mientras ascendían, como si estuvieran a punto de alcanzar un logro. Parecían constituir el centro y el ala de algo siniestro, como un sistema de tipo animal, organizado por un principio carente de sentimientos de piedad.

     Regina no tuvo tiempo para soltar exclamación alguna. Sólo trataba de correr ante el inminente peligro. Sus pies estaban a punto de estallar y sus zapatos empezaban a desbaratarse. Sentía claramente que su corazón latía a su máxima velocidad mientras ella seguía corriendo con el propósito de gritar, pero su respiración no se lo permitía.

     Sintió que una mano áspera y fría le golpeaba la espalda mientras su blusa se rasgaba. El grito más fuerte y lleno de angustia que jamás había emitido se escuchó con toda la fuerza que le daban sus pulmones. Su rostro se encontraba empapado de sudor. Su vista estaba clavada en un punto aunque sin ver, mientras respiraba desesperadamente por la boca. Reaccionando volteó hacia todos lados. El silencio reinaba en su entorno. La pequeña lámpara de buró seguía encendida mientras el equipo modular emitía su sonido con baja intensidad.

     Recuperada por completo, comprendió que estaba saliendo de una amarga experiencia, un sueño relacionado con la hija que siempre había deseado tener y con el perfil de ofensa de alguien que tenía en buen concepto. El capricho de las situaciones oníricas enlazó la ilusión de ser madre con su realidad de estar soltera. En su sueño, la niña era el paladín que la impulsaba a seguir adelante, sin importarle correr por la calle, sufriendo sola ese dolor de soportar la actitud soberbia del padre que sólo trataba de dañarlas.

     El tiempo de recuperación de tan amargos momentos pasó rápidamente. Se levantó decidida a iniciar sus labores cotidianas. Ya era fin de semana y le esperaba un arduo trabajo. Los pormenores del sueño todavía no la dejaban tranquila, centrados en el aplomo sentido en todo momento al negarse a abandonar a su hija.

     A los pocos momentos de haber iniciado sus labores escuchó el timbre de la puerta. Cuando abrió con cuidado vio a su novio Salvador sonriente, quien con cariño le entregaba un ramo de rosas acompañado de un pequeño obsequio. Ella observó asombrada cómo Salvador hincó la rodilla en tierra y con la ternura en la voz emocionada le preguntó: “¿Te quieres casar conmigo?” Sin pensarlo dos veces, Regina lo golpeó con el ramo de flores al mismo tiempo que le arrojaba el regalo, cerrando definitivamente la puerta a un noviazgo de dos años de duración.

 

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