David Nepomuceno Limón
Los intentos de controlar su destino resultaban vanos
ante los atropellos de su esposo. Regina siempre tuvo el ideal de crear un
verdadero hogar, sin tomar en cuenta los verdaderos sentimientos de Salvador.
Ella se casó bajo el atractivo de lo desconocido, haciendo a un lado hasta su
propia libertad.
La pareja vivía en el reducido mundo que
Salvador le proporcionaba como hogar, sujeto a las frías normas de conducta que
él ostentaba desde que se habían unido. A esas alturas los ideales de la joven
se encontraban vacíos. Sólo existía en ella la esperanza de sobrevivir.
El día había amanecido nublado, monótono cual
había sido la vida desde que se casó. Pese al fresco de la mañana, salió a
tender su ropa en el pequeño espacio entre los matorrales que lujosamente
recibía el nombre de patio. Regina entraba a su pequeña vivienda de cartón y
materiales reciclados. Alcanzó a ver un monedero que caía al suelo mientras
Salvador guardaba el dinero en la bolsa de su camisa. Eran los escasos ahorros
que ella había logrado acumular durante largos meses. Desconocía cómo su esposo
había dado con ellos. La sonrisa sarcástica de Salvador lo decía todo.
La silueta del hombre se hallaba rodeada de
penumbras. Con un movimiento brusco tomó la niña que dormía en la hamaca,
caminó con una mirada amenazadora y salió de prisa hacia la calle. Regina quiso
detenerlo. Él sacó de su pantalón unas tijeras con la intención de lastimarla.
Ella se acercó y alcanzó a ver la improvisada arma que se movió de derecha a
izquierda mientras parte de su blusa quedaba desgarrada y alguna herida en el
vientre la obligó a detenerse. El dolor se había presentado de súbito, pero eso
no era lo importante.
Mientras limpiaba la sangre que empezaba a
manar de su cuerpo, ella vio con enojo cómo su esposo corría por la calle
empedrada de la colonia. Enseguida rasgó una sábana para cubrir
improvisadamente su abdomen. La niña era su vida misma y su responsabilidad. No
podía renunciar a su presencia ni a la esperanza de verla crecer. No podía
darse por vencida. Su rebeldía explotó cuando lo vio parado a media calle
sonriendo y cubriendo a la niña. Regina corrió para alcanzarlo. No podía
aceptar que le hubiera robado a su hija. Sus lágrimas eran de impotencia y aun
así no había la posibilidad de claudicar. Salvador corría más rápido,
perdiéndose ahora entre los sembradíos que lo llevarían por un atajo a la
bifurcación de los caminos.
Con las manos vacías y la expectativa de
encontrarlos dirigió sus pasos a uno de los pueblos cercanos. Su preocupación
estaba centrada en la pequeña. Se rehusaba a ser partícipe de una historia
hecha jirones por la sinrazón de su marido. Avanzaba muy atenta a todo lo que
se movía, con la ilusión de arrebatar a su hija de los brazos de quien siempre
había recibido burlas e improperios.
No supo qué tiempo caminó por terracerías y
veredas con destino desconocido. Llegó así a una población a la que le decían
La Quemada, aunque su nombre oficial era otro. Se mencionaba que su gente era agresiva,
pero en ese momento a Regina no le preocupaban los rumores. La niña era su
único tesoro. Su prioridad.
El viento
zumbaba por momentos como un murmullo de incesante agitación, mientras la
nostalgia empañaba los ojos de la mujer, quien se abandonaba a la cálida luz
del sol cuando éste se asomaba entre las nubes. El silencio le resultaba
incómodo; en tanto, el dolor de su herida continuaba lacerándola.
Su objetivo era único. Su caminar seguía
siendo firme. Sus zapatos empezaban a dar señales de no soportar el ritmo de
una larga travesía. Sus pies estaban enrojeciendo, con un dolor agregado que
por momentos se hacía insoportable. Su semblante era de tristeza y su aspecto
era de quien no había tenido el tiempo suficiente para arreglarse frente a un
espejo.
Había
cruzado más de la mitad del pueblo. Por donde caminaba eran callejones rodeados
de construcciones roídas por el tiempo y paredes cansadas de lucir un color
indefinido. Todo acentuaba la hostilidad del barrio. Avanzaba unos cuantos metros
y volvía la cabeza hacia todos lados. Algunos hombres de aspecto poco agradable
pasaban junto a ella, sonriendo misteriosamente y observándola de arriba abajo.
Siguió por un callejón más angosto que
conectaba con la parte superior del barrio. Subía por el empedrado con
dificultad. Las casas se veían muy altas, como si estuvieran dispuestas a
devorarla. Empezó a sentir más ligeros y amplios los zapatos… Al examinarlos
descubrió que se habían descosido por la parte delantera, pero ella tenía que
seguir buscando a su hija.
Continuaba avanzando, cada vez de manera más
lenta, recordando todavía el justo momento que había marcado un antes y un
después en su vida matrimonial. En el momento presente estaba claro que su fe
no era compartida.
Sus pasos eran cada vez más lentos debido al
cansancio, al que se unía el dolor de sus pies causado por la angustiosa
caminata y por la herida que ardía en su vientre. Sus ojos habían perdido sus
habilidades de las horas anteriores. Si empezaba a rendirse no era por falta de
tenacidad, sino por la debilidad de su organismo. Daba tres pasos y descansaba
un momento, frotando sus pies con las manos por ser los más castigados. La
respiración agitada evidenciaba el agotamiento físico a que había llegado, pero
continuaba adelante con la esperanza de hallar a su hija.
Faltaban pocos metros para llegar a la calle
que truncaba la pendiente. Su mirada continuaba clavada en el empedrado. No
prestó atención a las voces que se oían detrás de ella, de gente que subía por
el callejón. Había risas y exclamaciones jubilosas.
Por fin la curiosidad la hizo volver la
cabeza. Más de media docena de jóvenes alcoholizados la miraba insistentemente
mientras ascendían, como si estuvieran a punto de alcanzar un logro. Parecían
constituir el centro y el ala de algo siniestro, como un sistema de tipo
animal, organizado por un principio carente de sentimientos de piedad.
Regina no tuvo tiempo para soltar exclamación
alguna. Sólo trataba de correr ante el inminente peligro. Sus pies estaban a
punto de estallar y sus zapatos empezaban a desbaratarse. Sentía claramente que
su corazón latía a su máxima velocidad mientras ella seguía corriendo con el
propósito de gritar, pero su respiración no se lo permitía.
Sintió que una mano áspera y fría le golpeaba
la espalda mientras su blusa se rasgaba. El grito más fuerte y lleno de
angustia que jamás había emitido se escuchó con toda la fuerza que le daban sus
pulmones. Su rostro se encontraba empapado de sudor. Su vista estaba clavada en
un punto aunque sin ver, mientras respiraba desesperadamente por la boca.
Reaccionando volteó hacia todos lados. El silencio reinaba en su entorno. La
pequeña lámpara de buró seguía encendida mientras el equipo modular emitía su
sonido con baja intensidad.
Recuperada por completo, comprendió que
estaba saliendo de una amarga experiencia, un sueño relacionado con la hija que
siempre había deseado tener y con el perfil de ofensa de alguien que tenía en
buen concepto. El capricho de las situaciones oníricas enlazó la ilusión de ser
madre con su realidad de estar soltera. En su sueño, la niña era el paladín que
la impulsaba a seguir adelante, sin importarle correr por la calle, sufriendo
sola ese dolor de soportar la actitud soberbia del padre que sólo trataba de
dañarlas.
El
tiempo de recuperación de tan amargos momentos pasó rápidamente. Se levantó
decidida a iniciar sus labores cotidianas. Ya era fin de semana y le esperaba
un arduo trabajo. Los pormenores del sueño todavía no la dejaban tranquila, centrados
en el aplomo sentido en todo momento al negarse a abandonar a su hija.
A los pocos momentos de haber iniciado sus
labores escuchó el timbre de la puerta. Cuando abrió con cuidado vio a su novio
Salvador sonriente, quien con cariño le entregaba un ramo de rosas acompañado
de un pequeño obsequio. Ella observó asombrada cómo Salvador hincó la rodilla
en tierra y con la ternura en la voz emocionada le preguntó: “¿Te quieres casar
conmigo?” Sin pensarlo dos veces, Regina lo golpeó con el ramo de flores al
mismo tiempo que le arrojaba el regalo, cerrando definitivamente la puerta a un
noviazgo de dos años de duración.
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