Relato de
Raúl Hernández Viveros
Después de revisar los rincones
de la calle, comprendieron que sería inútil evitar el desenlace. En orden del
más viejo al menor de edad, los tres hombres entraron y se acomodaron alrededor
de una mesa. El trío con sus vestimentas absurdas, semejantes a disfraces
antiguos, llamaba la atención de los parroquianos que los rodeaban.
―Total, es
cuestión de días, o posiblemente de horas ―dijo Miguel con bastante
tristeza.
La peluca de
Félix Lope se le fue un poco de lado; era precisamente cuando soltaba la
mandíbula para sonreír. Un poco hacia la izquierda de su cara, descendían en la
misma dirección las gotas de sudor que resbalaban sobre la frente hasta mojarle
las cejas y contaminarle la nariz.
Recordó Félix
Lope que al pasar el peine por los cabellos discretos tomaban un poco del tinte,
y entonces el líquido transparente se hacía un poco negro, como de color sucio
y lodoso. Esta reflexión fue acompañada por el movimiento de acomodar sus
antiguas gafas sobre su nariz, que eran idénticas a las que usaba su colega
Quevedo.
Desde hacía
bastante tiempo que se reunían en una mesa del restaurante, donde cada mañana intentaban componer las partes enfermas del
mundo. Los tres amigos apostaban a tener al final de sus vidas un acontecimiento
histórico; también a contar con una jubilación universitaria o un trabajo que
les permitiera vivir un poco holgadamente. Bebían a sorbos el café, y no por lo
caliente sino porque deseaban siempre pasar el mayor tiempo alrededor de la
mesa.
Esta
costumbre de ir y venir de lunes a sábado, fue transformándose en un rito de
iniciación en sus vidas. Era verdad que habían gastado los mejores años en
aquel rincón al alcance de la vista de todos los parroquianos. Algunos,
curiosos siempre, de vez en cuando se preguntaban sobre la personalidad del
trío de viejos. Inventaban chistes alrededor de sus figuras vetustas y
perfectamente acicaladas.
Después de tres décadas, aquel día que
faltaron la jornada fue la más triste y desolada para los camareros. La mesa
vacía representó la mayor preocupación de los asiduos huéspedes del lugar, y
principalmente de los dueños del restaurante.
Sin embargo,
al poco tiempo, regresaron en hilera uno detrás del otro, y descubrieron que la
mesa de costumbre estaba ocupada por un matrimonio de alemanes, por lo cual
decidieron ocupar otro lugar, y se sentaron cerca de la entrada, casi a un lado
de la puerta por donde salían y entraban los meseros.
―Tienes que
inventar un plan ―dijo Félix Lope.
―Sólo
pensaba en jubilarme, y ahora no quiero nada ―contestó Miguel.
―A estas
alturas de mi vida creo ya sentirme cansado de venir todos los días hasta aquí
―sentenció Sancho.
Desde el
micrófono una mujer le pidió a Félix Lope que fuera a contestar el teléfono.
―Tiene
llamada. Seguramente es su esposa que quiere saber cuándo va a llegar.
Félix Lope
se puso a conversar en voz alta.
―Nada más
eso quieres. Ahora no tengo mucho dinero. Le pido a Dios que aunque cueste
tanto lo que me pides, voy a conseguir para no tener problemas. No te preocupes
por los medicamentos.
Sacó del
pantalón la cartera vieja, y delante de la cajera se puso a contar cada una de
las monedas. Y alegremente gritó:
―¡Pon atención,
que hoy tienes suerte! ¡Tengo exactamente la suma! Te veré al rato! Saludos y
besos a los nenes.
De esta
manera les llamaba a sus hijos que ya eran mayores de edad, pero continuaba pensando
que nunca habían crecido. Félix Lope se contempló en un espejo, y acomodó un
poco la peluca en el lugar correcto. La cajera elogió la calidad de su peinado,
y subrayó el significado de sus palabras.
―Es un
auténtico bisoñé idéntico a los que usaban Los Beatles.
Félix Lope sonrío
ante lo que consideraba un elogio, y sintió alegría por enterarse que todavía
había logrado llegar hasta el presente,
y todavía lograba sentir el milagro de situarse en los años sesenta del siglo
pasado. Orgulloso de sentirse el más joven en comparación con sus amigos
mayores, les habló en voz alta:
―La década
gloriosa porque cantábamos La Internacional en cualquier avenida de la ciudad.
―¿Dónde? ―le
preguntó Miguel.
―¿Dónde qué?
-dijo por su parte Sancho- ,
reiterándole la pregunta:
-¿En dónde
cantábamos La Internacional?
―Creo que en
las marchas estudiantiles y en las manifestaciones de los parques públicos ―les
explicó Félix Lope.
―No me
acuerdo ya nada de aquello, se me borró la memoria ―remarcó Miguel.
―Claro,
porque te aprovechaste demasiado de tu memoria ―aclaró Sancho.
―El problema
es más complicado ―intervino Félix Lope―, porque tengo que comprarle
tranquilizantes a la doña, y llevarlos de inmediato a la casa.
Félix Lope
movió el esqueleto acomodándose en la silla; entre sonrisas, comentó:
―Miren la
felicidad de estos colegas. Uno tiene prisa por irse a dormir a su cama, y el
otro parece que ya no come nada, pierde maravillosamente de peso. A mí me pasa
lo contrario, cada vez subo más de peso, ya nadie puede darme un abrazo completo.
Se necesitan por los menos dos pares de brazos para felicitarme en Navidad, Año
Nuevo o en el día de los grandes comelones.
―Yo estoy en
paz con mi cuerpo ―contestó Sancho―. Mi alma sostiene mi empeño y no he
cambiado de cinturón desde que luchaban contra los gigantes y enderezaba
entuertos.
Las manos de
Sancho resbalaron por la cintura de Miguel, como una demostración de la medida
angosta y compacta. Hablaba de manera pausada, como si quisiera que todos los
parroquianos escucharan el sonido con aquél acento de antigüedad en sus
palabras. Sin embargo, de imprevisto cambió de tema:
―Mi cuerpo
dice que ya no quiere saber nada de filosofías baratas y mal gastadas.
Félix Lope lo
interrumpió:
―Mi esposa
ya no quiere saber nada de las salchichas porque son pequeñas, no miden más de
doce centímetros, y luego si le gustan tendrá que soportar que el cerdo viva
todo tiempo en el dormitorio. Entonces le escribí estos versos:
Ya no quiero
más bien que sólo amaros
ni más vida,
Lucinda, que ofreceros
la que me
dais, cuando merezco veros,
ni ver más
luz que vuestros ojos claros.
Para vivir
me basta desearos,
para ser
venturoso conoceros,
para admirar
el mundo engrandeceros
y para ser
Eróstrato abrasaros.
La pluma y
lengua respondiendo a coros
quieren al
cielo espléndido subiros
donde están
los espíritus más puros.
Que entre
tales riquezas y tesoros
mis
lágrimas, mis versos, mis suspiros
de olvido y
tiempo vivirán seguros.
Lo
interrumpió Sancho:
―Vas a pasar
a la historia por chistoso. Te pareces a otros amigos viejos verdes que no
tienen otra cosa que hacer que contar chistes o cantar boleros, o recordar
amores de antaño, y por tacaño se los llevó el caño.
―Ay, Félix
Lope, tú siempre con tus rimas. Pareces versificador de pueblo. Es verdad, pero
me gusta recitar eso de “puedo escribir los versos más tristes…”, o eso de “¡tú
para quien pocas fueron las victorias!” –Sentenció Miguel.
Allí estaban desde las diez de la mañana hasta
que el telediario de la tarde consagraba ahora su letanía de informaciones
banales por el regocijo a los actos terroristas, asaltos y hechos sangrientos.
―Se levanta
la sesión porque me van a cerrar la botica ―dijo Félix Lope.
Se despidió con
varios movimientos de su peluca. Los otros dos amigos llevaron al mismo tiempo
el vaso de agua a la boca, aceptaron el sinsabor del líquido, y soñaron que
bebían un brebaje exótico de alguna tribu de México o Brasil. Sorprendidos
contemplaron la figura de Félix Lope que a toda carrera traspasaba el umbral de
la puerta, y con burla sonrieron.
―Tuvo miedo
de irse con nosotros porque siempre murmuran aquí que nos parecemos al gordo y
al flaco de las películas cómicas.
Sancho sonrió
con indiferencia, su cara parecía deformarse y la piel adherirse a las enormes
capas de grasa. La calavera de Miguel estaba delante de él, mientras intentaba recordar
la sentencia de ser o no ser, o todo lo que es no es, y comenzó a divagar en
las reflexiones.
―¿Qué tal si
la verdad fuera que amaneciera un día tan delgado como Miguel? ―aparentó tranquilidad
y naturalidad, y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.
―¿Por qué
lloras, Sancho? ―preguntó Miguel.
―Lloro de
felicidad porque todavía puedo respirar en este mundo. ¿Sabes lo que le pasó a Pinocho?
―¿Qué le
pasó a Pinocho?
Sancho se
puso a secar las lágrimas en una servilleta de papel.
―¿De verdad
no sabes?
―No
sé, me imagino que sé que nada sé. Ni siquiera me imagino ya nada. Te lo voy a
contar solo una cosa. Un día Pinocho pensó en ser feliz, y con su mano derecha
presionó y presionó hasta tener una erección.
En
realidad parecía que hablaba Sancho, pero era tal la confusión que se trataba de la
voz de Miguel…
―¿Y
qué sucedió?
―Fíjate bien
qué pasa cuando frotas madera con madera, pues se incendió y nada más quedaron
cenizas.
―Tú siempre
con tus chistes. Debo reconocer que tienes un don natural de contar cosas
ridículas que se te ocurren, y esto me parece algo digno de aplaudir, pero
mejor voy a pedir la cuenta.
El camarero
los miró como si de nuevo los volviera a conocer y extendió la nota de consumo.
Aunque llevaba décadas de conocerlos, no pudo detener la sonrisa en su cara, porque
siempre acostumbraba despedirlos con el mismo enigma:
―La vida
vive de la vida y consume lo mismo todos los días, que es la vida misma. En
este proceso pasamos la vida sin darnos cuenta de que no hay mejor posibilidad
que comer a las horas indicadas y en el sitio de preferencia. Lo último en
morir es el cerebro, lo demás se va primero por delante sin darnos cuenta. ¿Entienden
lo que quiero enseñarles?
Miguel no
pudo contenerse y al pagar la cuenta dijo casi en secreto:
―Me gustaría
saltar encima de él y aplastarlo con mis cincuenta kilos de carne sin grasa. Si
al menos pudiera tener fuerzas, pero creo que ya no puedo siquiera moverme como
en la antigüedad.
―¿Cómo no te puedes aguantar? ¿No te da vergüenza? ―le
cuestionó Sancho, quien movió la panza hacia la entrada del local y se adelantó.
Su cuerpo enorme
dejó a los parroquianos inmersos en serias cavilaciones. Miguel los contempló
como animales en el matadero, y se fue detrás de la sombra gigantesca e
interminante, para escapar también del espacio cerrado y viciado por el sudor y
el humo de los cigarros.
En el
atardecer los recibió el soplo caluroso y saludable del aire, y sabían que era bastante
sencillo responder a la presión de las personas que caminaban por las calles y
avenidas de la ciudad.
Miguel y Sancho iban por el mundo, caminaban
por los senderos empinados rumbo a las avenidas repletas de escaparates y luces
de colores. Sancho dudó un instante al sentirse lleno de gases.
―No oyes
ladrar los perros ―le comentó Sancho a su inseparable amigo.
―Diles que
no nos maten ―contestó Miguel―, porque contigo se darán un banquete, y conmigo sólo
tendrían un montón de pellejos, huesos y recuerdos.
Les agradaba
el olor del barrio y estaban orgullosos de encontrarse en esta parte de la
ciudad.
Casi con las
primeras luces fue cuando brilló el filo de los cuchillos entre las manos de los
jóvenes, cabezas rapadas, con uniformes de negro que los esperaban en el
crucero próximo, en la rotonda de los Cuatro Caminos.
Miguel y
Sancho creyeron que se trataba del resplandor de las primeras estrellas en el
cielo. Fue como un sueño porque las inmensas lámparas les impidieron mirar la bóveda
negra del cielo.
Tal vez se
trataba de una de sus últimas aventuras de este par de ancianos, y se sintieron
apenados de no tener la suficiente fuerza para salir otra vez heroicos de la
batalla. No dijeron nada. Se entregaron a la nueva y misteriosa oscuridad; sin
miedo enfrentaron la brillantez del filo de las navajas.
Como del
cielo cayeron desprendidos de la infinita multitud de almas. El fuego los
envolvió convirtiéndolos en ceniza. Sus imágenes se transformaron en virtuales,
como fragmentos de hologramas. Durante el viaje de regreso, Sancho comenzó a
importunar a Miguel:
―Los bueyes
hablaron y dijeron mu. No quiero volver a la miseria de morir.
Y regresaron
a las páginas amarillentas de los libros viejos.
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