Disyuntiva ética
inevitable
Marcelo
Ramírez Ramírez
Imagino la solidaridad
como una especie de ángel bienhechor, surgido de pronto, sin que sepamos de
dónde, para auxiliar con mano cálida y firme a las víctimas de la fatalidad. Este
ángel despliega un trabajo formidable: se multiplica, acude a todas partes;
recupera niños de la corriente vertiginosa de agua; salva ancianos de las
lenguas de fuego; remueve escombros y pone a las víctimas bajo el cuidado del
servicio médico; realiza en fin su obra, restando parte considerable de sus
efectos a la furia ciega de la naturaleza. Después, desaparece misteriosamente
dejándonos la sombra de su presencia. ¡La solidaridad ha desaparecido!; quisiéramos
conservarla a nuestro lado pero no sabemos que hacer para conseguirlo, para
contar con ella en este tiempo en que tanta falta nos hace.
Por
qué es importante hoy la solidaridad.
La solidaridad apenas
ha merecido atención en el pensamiento ético por su modestia, porque carece del
prestigio de la justicia, la igualdad o la paz. Pese a ello, estamos urgidos de
darle un sitio en nuestras vidas ante la amenaza creciente de los desastres
naturales y para enfrentar las estructuras de injusticia que asfixian a los
seres humanos. La solidaridad pertenece por derecho propio a la ética civil, que
permite la coincidencia de los
individuos en valores básicos, sin verse obligados a compartir una determinada
visión de la realidad. La ética civil es una solución ingeniosa para eludir la
confrontación entre quienes han optado por un compromiso de tipo religioso o
ideológico y cuyos elevados principios, considerados en abstracto, no son
negociables. En el plano del los problemas cotidianos, en cambio, el acuerdo es
posible si hay buena voluntad para hallar soluciones. Este sería el caso de la
solidaridad, al no estar condicionada por premisas ideológicas o religiosas. La simpatía hacia los pobres expuestos en sus
vidas y pertenencias, de manera que la inseguridad es para ellos la constante y
no la excepción, no parece, sin embargo, suficiente para compensar el poder del
egoísmo, adoptado como principio supremo del pensamiento liberal, hoy renovado
con el nombre de neoliberalismo. Justamente el individuo se considera tal, porque
se concibe a si mismo como un ente aislado, autosuficiente y autónomo. Cree que
su objetivo en la vida es triunfar, en una lucha en la cual el éxito justifica la acción. Max Stirner (1806-1856) fue
el primero en proclamar el advenimiento del individuo, con la actitud de quien
celebra una gran victoria: el individuo arrojado a la orfandad, porque carece de
un lugar propio en un universo infinito y cuya existencia es absurda, porque la
historia no va a ninguna parte, parece representar la oportunidad para el
nacimiento de un nuevo humanismo, más aún, del verdadero humanismo, centrado
exclusivamente en el hombre, que, por no ser nada, o por ser nada, puede serlo
todo. El hombre, a fin de cuentas, es una emergencia insólita de la naturaleza,
el animal inacabado de Nietzsche, con la misión de hacer -¿cómo?- que de sí
mismo cobre forma el hombre nuevo, el verdadero hombre de instintos puros y
nobles, dueño de su destino.
En adelante, permeando
los diversos estratos sociales se impondrá la ideología del más apto, impregnada de materialismo y desdén por los
asuntos del espíritu. Así, la construcción de la ética civil se presenta demasiado
complicada, por la simple razón de que los valores últimos a que dicha ética
puede apelar: la Humanidad, la Patria, la Nación, la Justicia, la
Democracia o cualquier otro sucedáneo
del bien trascendente, carecen de la fuerza suficiente para inspirar a los
hombres un compromiso genuino con relación a sus semejantes. Con todo, quizá
sea necesario insistir en la solidaridad,
ubicándola en la perspectiva más ambiciosa de repensar nuestra condición
humana eludiendo los estrechos cauces del naturalismo y el materialismo
escéptico. Se trata de superar la presunción de que lo bueno y lo malo, lo que
debemos hacer y lo que no debemos hacer, dependen enteramente de las costumbres nacidas
como respuestas que se consolidan y cristalizan en hábitos mentales y que
mantienen su vigencia hasta el momento en que se hace necesario cambiarlas por
otras más acordes con nuevas circunstancias históricas. Lo primero es fomentar
la solidaridad por todos los medios posibles y convertirla en objetivo esencial
de la educación ciudadana, con el claro objetivo de preparar a las personas
para el auxilio mutuo en momentos de apuro colectivo y favorecer la convivencia
armónica de pueblos y culturas diferentes.
La solidaridad es más generosa
que la tolerancia, pues la acción a que nos convoca ni siquiera considera cosas
tales como el color de la piel, la religión, la etnia o la simpatía política de
aquellos a quienes el acto solidario favorece. A diferencia de la magnanimidad
de indudable corte aristocrático, pues es don de hombres excepcionales, podría
decirse que la solidaridad nos pertenece a todos, simplemente por ser hombres y
hasta sería fácil demostrar que es virtud natural del pueblo, porque en él se
manifiesta cuando se hace necesario, sin exhortos ni recomendaciones; sin
esperar gloria o reconocimiento.
La
solidaridad comparte rasgos comunes con diversos valores. A veces la coincidencia
es real y otras aparente, según veremos enseguida. Si la observamos de cerca
estaremos en condiciones de conocer mejor su rostro, humanamente conmovedor. Este
acercamiento ha de responder al objetivo
de comprender qué sucede en nosotros, cómo se presenta y a qué obedece este
fenómeno insólito. ¿Qué nos impulsa a ser solidarios? Determinado nuestro
propósito en estos términos, quedamos obligados a mantener la mirada atenta,
para que el fenómeno, liberado de aquello que no le pertenece por esencia, se
vaya decantando y, al final, podamos contemplar en su verdad escueta y noble,
envuelta, no obstante, en cierta aura de misterio, porque según avancemos, nos
iremos percatando de que la solidaridad como todo valor, irrumpe en la
banalidad del mundo, insertándolo en la dinámica propia del espíritu, donde la
acción es creadora de algo nuevo, no derivado de la causa por necesidad fatal.
Las desgracias ciertamente no son la causa de la solidaridad, sino sólo la
ocasión para que ésta se manifieste; pueden muy bien presentarse aquéllas y
encontrar como única respuesta la indiferencia.
La
solidaridad es privativa de los seres humanos.
Existen
multitud de ejemplos del afecto desarrollado por los animales hacia las personas.
Esos testimonios son un mentís a la idea de que los impulsos más nobles se
limitan a nuestra especie, reservando a los animales las infalibles pero
automáticas y siempre predeterminadas reacciones del instinto. Recuerdo un caso
del que fui testigo en mi tierra natal hace muchos años. Una mujer joven iba
por la calle con un niño de aproximadamente tres años de edad tomado de su mano.
Saltando en torno a ellos, los acompañaba un perro pequeño, negro con manchas
blancas que festejaba la mañana soleada con piruetas festivas. En eso, en
dirección opuesta apareció un doberman de
apariencia fiera qué, al divisar a madre
e hijo se dirigió hacia ellos en actitud amenazadora. El objetivo sin duda era
el niño, pues, clavándole la mirada corrió directamente hacia él para saltarle
encima. Madre e hijo quedaron paralizados con un gesto de asombro y terror en sus
rostros; pero mientras tanto, el perro pachón, como una saeta, fue al encuentro
del doberman ladrando en tal forma y lanzando tantas dentelladas a la bestia,
que ésta, sorprendida, se detuvo en seco y, cambiando de rumbo continuó su
alocada carrera. Todo esto pasó, como se dice, en un abrir y cerrar de ojos,
causándome una profunda impresión. ¿Qué fue lo que se dio, precisamente, en ese
evento? El perrito se arriesgó para salvar al niño; iba a decir a su amo, pero
no, la expresión resultaría inapropiada, el niño era algo diferente a un amo,
alguien por quien nuestro pequeño héroe había desarrollado un afecto muy
grande, tanto, que viéndolo indefenso lo salvó de un grave peligro. Podría
decirse, en forma metafórica, que aquí el pequeño perro fue solidario con el
niño, pero la metáfora es débil porque, según hemos visto, hubo algo más
profundo. El amor, la gratitud, la lealtad, se parecen externamente a la
solidaridad, pero sólo se trata de un parecido. El amor, sobretodo, es
incondicional y desinteresado, pues únicamente persigue el bien del ser amado.
El mejor ejemplo sin duda, es el amor materno capaz de llegar al sacrificio si las
circunstancias lo requieren. El bello relato bíblico sobre la sabiduría del rey
Salomón nos ilustra al respecto: ante el rey fueron llevadas dos mujeres que se
disputaban un niño; ambas alegaban ser la madre verdadera y la otra una
impostora. Salomón ordenó partir al niño en dos para darle a cada una la mitad.
De inmediato, sobrecogida de espanto ante la atroz solución, una de ellas
renunció a su derecho, dando a Salomón el indicio de quien decía la verdad.
Así, vemos en el amor y en la solidaridad dos formas de solicitud diferentes;
ambas son incondicionales, pero la primera lo es de manera absoluta y radical.
Queda la duda, empero, si la distinción es tan real como parece. Aventuramos la
hipótesis de que sólo en una época de descreimiento total como la nuestra,
puede imaginarse una solidaridad fincada en la simpatía hacia los desposeídos,
entendida en el sentido más superficial de la palabra. Es cierto, las
desgracias de nuestros semejantes podrían ser las nuestras y eso motivaría
nuestro deseo de ayudar, pero, ¿cómo entender esa identificación que en un
momento dado se nos impone y nos hace actuar saltando las barreras del egoísmo
habitual? De cualquier manera, subsiste una diferencia fundamental: el amor es
siempre personal, es para alguien que se conoce en su singularidad y a quien,
por ello, se le ve como un valor único e inapreciable. La solidaridad, en
cambio, es para cualquiera, cuando se nos revela como el ser en desgracia que
nos pide o, dicho con mayor exactitud, nos demanda auxilio. Cuando decimos ser
en desgracia, quedan incluidos los animales, a los que extendemos nuestra
solicitud, mezcla de lástima y
solidaridad. El caso más común es el del perro abandonado por su dueño; si no
se le rescata su fin será la muerte. Alguien, dotado de sensibilidad
franciscana, extendería su solicitud a los insectos y a las plantas, en cuyo
caso, nos asomamos ya al ámbito de los místicos que intuyen la vida universal
presente en todas las criaturas.
La
Caridad
La
caridad nace como una expresión del amor cristiano y, por tanto, no pudo darse nada
semejante en el mundo pagano. A Pablo de Tarso correspondió el mérito de
desarrollar el concepto, dándole el lugar central que desde entonces ocupa en
la ética cristiana. La ética paulina ya no prepara al hombre para la vida en la
polis, como sucedía con la ética clásica, es decir, ya no sirve a la política
sino a la religión, porque su objetivo es salvar al hombre para la vida eterna.
Así, la caridad da sentido a la ética del bien
honesto, diferente -explica Maritain-, a la búsqueda de la felicidad de la
ética griega. En la óptica cristiana, la vida humana alcanza su perfección y
consumación en el Bien último representado por Dios. De esta concepción sobrenatural
del fin último del hombre, se desprende el mandato de la caridad para quienes son
hermanos en Cristo. Pero esto significa, así mismo, que la solicitud hacia los
demás que impone la caridad, no puede exigirse a los no cristianos, en tanto
éstos no comparten la creencia en Cristo.
Fraternidad
y Camaradería
La versión laica de la
caridad es la fraternidad, proclamada por la Revolución francesa, junto con la
libertad e igualdad, como la trilogía de valores supremos a que estaba llamado
el mundo moderno una vez alcanzada la mayoría de edad, en la cual es
innecesaria la mediación de supuestos intérpretes de la voluntad divina. Se
trata de una trasposición, al orden laico, de un valor sustentado en la teología;
si se prefiere, se trata de la secularización de la caridad. Es curioso
observar que la fraternidad también alude a hermandad, sólo que esta vez, la
identidad no es inherente a los individuos, en razón de su esencia, sino adquirida
por su condición de ciudadanos de la república. La fraternidad se da entre
iguales, pues no hay súbditos, ni siervos, ni hombres dependientes de otros
hombres, ya que en el nuevo orden social todos los ciudadanos son iguales ante
la ley. Nuevamente, el ideal político adquiere preeminencia, pero lo hace, no
conviviendo con los dioses como en el mundo pagano, sino enviándolos al
“basurero de la historia”, en calidad de reliquias de épocas oscurantistas. En
las primeras etapas de este proceso de liberación del poder de la teología, los
valores de la fraternidad, la igualdad y la libertad, parecían suficientes para
crear un orden ideal de convivencia, por su acuerdo con una realidad humana
confinada a la doble inmanencia de la naturaleza y la historia. En ellas, asumiendo
esta doble inmanencia, se pensó que podía escribirse el destino superior del
hombre y recayendo exclusivamente en él la responsabilidad de conseguirlo.
En esta forma quedaron establecidos
los supuestos filosóficos del proyecto de los ilustrados, un proyecto al que
hoy se le reprochan las promesas incumplidas, vistas como “sueños de la razón”.
Aquí es preciso preguntarse cómo se puede culpar a la razón, cuyos logros son
indiscutibles dentro de su ámbito propio, de no darnos aquello que se encuentra
fuera de su alcance, como es la felicidad o la respuesta inequívoca a las
preguntas últimas de la existencia. La razón actúa conforme a su naturaleza
verdadera cuando reconoce sus límites según lo vio Jaspers, si no lo hace así,
es porque ha sido envenenada con el impulso fáustico de poder ilimitado. En lo
tocante a la fraternidad, sin duda no ha bastado para darle cohesión a la
sociedad moderna, cuyo verdadero principio rector es la competencia en su
expresión Darwinista: los más aptos están llamados a prevalecer. Resumiendo, si
la caridad padece la restricción derivada de su pertenencia a la cosmovisión cristiana, la
fraternidad, en cambio, padece la restricción de su pertenencia a una ideología
impotente para provocar una respuesta efectiva contra la injusticia. La
fraternidad no podría, por tanto, ocupar el lugar de la solidaridad de que
estamos urgidos. Menos todavía puede esperarse una respuesta positiva de otro
valor parecido a la fraternidad; nos referimos a la camaradería, que vincula
con lazos estrechos a los miembros de un partido, una secta o una asociación
creada con propósitos que no siempre pueden hacerse públicos porque provocarían
el rechazo social. Los camaradas tienen una causa común; se identifican en
torno a los objetivos impuestos por la causa que sostienen frente a los que no
la comparten o se oponen a ella. La unión de los camaradas alcanza unidad de choque frente al adversario al que
deben eliminar. Es, por tanto, unidad, ante y contra los que no son camaradas.
La camaradería integra a los suyos, excluyendo a los de fuera; las ceremonias,
los ritos compartidos y hasta los juegos y diversiones, apuntan al objetivo de
fortalecer la cohesión interna; el simbolismo completa el conjunto de elementos
que dan al grupo el sentido prometeico de su misión. Camaradería y solidaridad,
se ubican en niveles diferentes de eticidad.
La
compasión
La
compasión tiene también una connotación religiosa, pero más fácil de asimilar
por cualquier persona dispuesta a compartir la experiencia fundamental en que
descansa este sentimiento. La compasión, en efecto, nos pone cara a cara con lo
primario de la existencia, con su fragilidad ante las amenazas del exterior,
con la imposibilidad de eliminar o siquiera prevenir las contingencias. La
compasión es reconocimiento de una condición humana compartida por todos. El budismo
que la proclama como la virtud más grande, parte de una experiencia a la que
todos tenemos acceso y es imposible ignorar: los seres humanos envejecemos y
finalmente morimos. Pero esto que en si mismo pone al descubierto el mal de la
mortalidad, inherente a todo ser vivo, no es todo; mientras dura, la vida es un
constante estar expuestos a las mas variadas agresiones: enfermedades,
violencia física y moral, pobreza, desastres naturales…. La vida requiere de un
mínimo de condiciones favorables para garantizar su relativa permanencia y,
como vida humana, para alcanzar en cada individuo logros superiores, ya sea en
el arte, la ciencia o los modos de la vida filosófica o religiosa. Por ello la compasión
es una especie de empatía total con las víctimas del infortunio y, como el
budismo la explica, por el hecho universal de la fragilidad humana (y de toda
forma de existencia condicionada). Es, quizá, el sentimiento que mayor cercanía guarda con la
solidaridad. Sugerimos que entre ésta, considerada en el contexto laico de la
cultura moderna y la compasión, con su carga religiosa, pero volcada
enteramente a la experiencia del dolor hay una honda afinidad, porque la
solidaridad también es una respuesta a la condición ontológica del hombre,
verificada cada vez que las desgracias irrumpen en nuestras vidas. Si la
solidaridad brota de esta fuente interior, la pregunta obligada es: ¿qué se
puede hacer para que la fuente no quede definitivamente cegada por el egoísmo,
extendido como cáncer maligno, por todo el organismo social? Con este
planteamiento ubicamos el problema en el terreno de la acción pedagógica,
recordando que la tarea esencial de la pedagogía es, antes que formar hombres
para tales o cuales funciones utilitarias, la de formar el carácter, construir
el ethos gracias al cual cada hombre en particular y cada época, alcanzan la
más acabada expresión de su humanidad. Ese ethos deberá ser adecuado a los
hombres de hoy, a efecto de hacerlos aptos para dirigir el enorme potencial que
representan la ciencia y la tecnología. Aquí, el riesgo es hablar de un ethos
forjado exclusivamente por la interiorización de valores que elevarían la
conciencia del hombre, al margen de las condiciones objetivas de la vida
social, lo cual equivale a incurrir en un error imperdonable. La teoría crítica
ha insistido en la importancia decisiva de las condiciones materiales de
existencia, en el modo de pensar de los individuos, en las aspiraciones,
expectativas y valores que determinan su conducta. Se impone, por lo mismo, la necesidad de
modificar sustancialmente la orientación del sistema hacia un modelo más justo
de convivencia, con lo cual cobra nuevamente relevancia la política en su doble
dimensión de ciencia y arte. La primera, para el análisis y solución teórica de
la compleja problemática implicada en la construcción de un orden social viable;
la segunda, para la negociación de los conflictos, bajo el principio de la
legitimidad de todos los intereses, contemplados bajo la óptica de su conveniencia
para el bien superior o bien común.
La política, por su misma naturaleza, no puede ofrecer resultados definitivos,
sus logros además de provisionales, están amenazados por el retroceso. A estas
limitaciones debe añadirse que la política puede emplearse y de hecho se emplea
más de lo que sería deseable, para fines opuestos a los que declaran
públicamente los políticos. A pesar de tales inconvenientes, no hay nada, fuera
de la política que pudiera sustituirla en su tarea. O, ¿sería tal vez la violencia
revolucionaria? También ella se ha mostrado impotente para cumplir la promesa de
instaurar un orden ideal y con mayor razón, porque la promesa de la revolución
es la de cambiarlo todo totalmente de una vez y para siempre. La opción
revolucionaria mantiene su validez únicamente para aquellos que comparten el
ideal secularizado de un mundo perfecto edificado con medios y recursos que
llevan la marca de la imperfección humana. Sea lo que fuere, la violencia está
a la espera, como ultima salida ante la desesperación y esa posibilidad debería
ser suficiente para darle a la política la seriedad indispensable que de ella
se espera. Lo serio de la política queda en manos exclusivamente de los
políticos; es en este punto, en el que se hace presente la importancia de la
libertad personal: más allá de los determinismos de la economía y los
obstáculos que representan los intereses de grupo, permanece inconmovible la
verdad de que en la decisión libre radica la esperanza del cambio. Dentro de márgenes
más o menos amplios o estrechos, la política cumple su cometido; en política,
la libertad actúa en una realidad que le resiste y, justamente por eso, se
impone al político el deber de llevarla al límite de lo posible. Frente a la
clase política ha de considerarse el papel de la ciudadanía a la cual
corresponderá, conforme la democracia madure, más campo de acción y, por lo
tanto, mayor responsabilidad.
Por
más que una sociedad avance, siempre habrá zonas irreductibles a la eficacia de
la política, por la índole o magnitud de los problemas. Razonablemente podemos
considerar que la existencia de los seres humanos permanecerá bajo la amenaza
de las contingencias, tanto en el plano individual cuanto en el colectivo. La
previsión en ambos casos, escapa al cálculo racional de las políticas públicas,
pues las variables a considerar son prácticamente infinitas. En última
instancia, topamos aquí con el problema del mal que nos acosa sin que haya
fórmula para conjurarlo; ni magia ni ciencia han podido eliminar el mal. En
este mundo desdichado es donde la solidaridad es inapreciable; ella representa
la última esperanza de contar con un asidero cuando el infortunio se hace
presente. La solidaridad es lo que queda cuando los cálculos han revelado sus
limitaciones; su acción espontanea garantiza la existencia de una reserva no
cuantificable de energía para resistir a la desgracia en los momentos de
peligro. La solidaridad es el único factor que puede compensar nuestra
fragilidad e indigencia.
Dietrich von Hildebrand
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Dietrich von Hildebrand (nacido el 12 de octubre de 1889
en Florencia y fallecido en Nueva York en 1977)
fue un filósofo y teólogo católico alemán. Es hijo del escultor Adolf von Hildebrand.
Biografía
Pasó su juventud entre Italia
y Alemania; obtuvo su título de bachiller en 1906. En 1914 se convirtió al
catolicismo. Se trasladó a la Universidad de Múnich,
donde estudió con Teodoro Lipps.
Al saber que las Logische Untersuchungen (Investigaciones lógicas)
se habían apartado del relativismo y del subjetivismo, marchó a Gotinga, donde fue alumno
de E. Husserl y A. Reinach; también contó con la influencia y la
amistad de Max Scheler. Obtuvo el
título de Doctor en Filosofía en 1912 y enseñó en la Universidad de Múnich de
1918 a 1933.
Abandonó Alemania en marzo
1933, al día siguiente del incendio del Reichstag, y marchó a Viena,
donde fundó una revista antinazi Der Christliche Staendestaat (dic.
1933) y enseñó filosofía en la Universidad.
Cuando los nazis entraron en
la ciudad (marzo de 1938), para no ser arrestado escapó a Suiza
y luego a Francia, donde enseñó en la Universidad Católica de Toulouse de 1939 a 1940;
a finales de 1940 tuvo que huir de nuevo y llegó a los Estados Unidos vía
España, Portugal y Brasil. Fue catedrático en la Universidad de Fordham
en Nueva York desde 1941 hasta 1960. Murió el 26 de enero de 1977.
Obras e
influencia
A lo largo de su vida, von
Hildebrand escribió muchas obras sobre la fe y la moral del catolicismo. Entre
ellas se encuentran las clásicas tales como Pureza y virginidad, El
matrimonio, Liturgia y personalidad y La transformación en Cristo.
Sus muchos escritos, particularmente de temas religiosos, han ayudado a muchos
a abrazar la fe católica.
Muchos de las más importantes
y originales obras filosóficas de von Hildebrand —entre ellas La ética, ¿Qué
es filosofía?, La naturaleza del Amor, y Estética— fueron
escritas después de su llegada a América. A través de sus numerosos escritos,
von Hildebrand ha contribuido al desarrollo de un rico personalismo cristiano, sobre todo por su énfasis
en la trascendencia de los seres humanos.
A pesar de su preocupación por
los abusos que surgieron a la estela del Concilio Vaticano II,
el pensamiento de von Hildebrand tuvo una marcada influencia sobre algunos de
los mejores trabajos del Concilio, en particular, su profunda visión del
misterio del matrimonio y la sexualidad. Muchos de los padres conciliares,
incluyendo al entonces cardenal Karol Wojtyla, habían leído los escritos sobre el
matrimonio y la sexualidad de von Hildebrand y estaban muy influidos por ellos.
Sus obras
- Die Ehe (München 1929)
- Liturgie und Persönlichkeit (Salzburg 1933)
- Das Wesen der Liebe
- Menschheit am Scheideweg (Regensburg 1954)
- Metaphysik der Gemeinschaft (Regensburg 1955)
- Die Umgestaltung in Christus (1955)
- Christliche Ethik (1959)
- Was ist Philosophie? 1960
- Das trojanische Pferd in der Stadt Gottes
(Regensburg 1968)
- Sittliche Grundhaltungen (1969)
- Der verwüstete Weinberg (Regensburg 1973)
- Idolkult und Gotteskult (1974)
- Memoiren und Aufsätze gegen den
Nationalsozialismus 1933 - 1938 (Mainz 1994)
Ediciones en
español[editar
· editar
- Ética. Encuentro. 1992. ISBN 9788474900880.
http://books.google.es/books?id=m9f7ThvF6j4C.
- ¿Qué es filosofía?. Encuentro. 2000. ISBN 9788474905809.
http://books.google.es/books?id=nSy5H7O6VkQC.
- El corazón: un análisis de la afectividad humana y
divina. Ediciones Palabra. 2001. ISBN 9788482391557.
http://books.google.es/books?id=rDhnPyg7VOYC.
- La gratitud. Encuentro. 2000. ISBN 9788474905977.
http://books.google.es/books?id=zhxPYCmJ7HUC.
- Moralidad y conocimiento ético de los valores.
Ediciones Cristiandad. 2006. ISBN 9788470575167.
http://books.google.es/books?id=NSPUfSkNOjAC.
- Nuestra transformacion en Cristo.
Encuentro. 1996. ISBN 9788474903911.
http://books.google.es/books?id=musNe42NxXYC.
Dietrich von Hildebrand
Dietrich von Hildebrand
(1889-1977) fue un filósofo que vivió las situaciones y tensiones más agudas
del escenario espiritual del siglo XX. Se alimentó de ricas fuentes tanto
intelectuales como culturales desde muy joven, y supo como pocos defender lo
que creía verdadero viviendo a la vez una profunda humildad intelectual, lo que
a menudo le hizo pasar oculto. Sus mayores contribuciones pertenecen a los
ámbitos de la Ética y de la Teoría del conocimiento, en el seno de la primera
escuela fenomenológica, donde se formó, y con un sincero respeto a lo verdadero
de la tradición filosófica clásica. En sus escritos conviven ―sin confundirse―
el rigor filosófico, la frescura de ejemplos cercanos y la luz de su fe
cristiana. Por ello, Hildebrand es tenido por sus discípulos no sólo como
modelo de pensamiento, sino también de persona y modo de pensar.
1. Vida y obras
Dietrich von Hildebrand nació
en Florencia el 12 de octubre de 1889, en el seno de una familia protestante
liberal. Siempre estuvo rodeado de un ambiente cultural muy cultivado, aunque
combinado con ideas relativistas. Su padre era el famoso escultor Adolf von
Hildebrand, quien estudió y residió en Múnich, Roma y Florencia, para
finalmente establecerse de nuevo en Múnich. Dietrich pasó sus primeros años
entre Italia y Alemania, y ya habiéndose trasladado su familia a la capital
bávara cursó allí sus estudios de bachillerato e ingresó en la universidad en
1906. Su vocación filosófica se había decantado en él desde temprana edad
gracias a la lectura de las obras de Platón.
El primer contacto intelectual
universitario fueron las lecciones de Theodor Lipps y de Alexander Pfänder. Un
año después, en 1907, conoció a Max Scheler, que llegó a Múnich incorporándose
como Privatdozent y que produciría una honda impresión y admiración en el joven
Hildebrand. Pero al tener noticia de las Investigaciones lógicas de Edmund
Husserl, con su propuesta de una filosofía contraria al relativismo y al
subjetivismo (de lo que la psicología de T. Lipps no conseguía desembarazarse),
marchó a Gotinga en 1909 para estudiar con su autor y con quien entonces éste
consideraba su discípulo principal, Adolf Reinach. Hildebrand siempre vio
realmente en Reinach, muerto tempranamente en la Primera Guerra Mundial, a su
verdadero maestro.
En 1912 obtiene el título de
doctor en filosofía con su disertación Die Idee der sittlichen Handlung (La
idea de la acción moral), donde ya expone las líneas básicas de lo que habría
de ser su pensamiento moral. Dos años más tarde, gracias a su profunda amistad
con Scheler, a través de quien había ido familiarizándose con el catolicismo y
con la vida de los santos, abraza la fe católica junto con su mujer. Tanto su
conversión como su cercana amistad de aquellos años con Scheler le orientaron
definitivamente hacia los problemas de la persona y de la moral. En 1918 se
habilita con su tesis Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis (Moralidad y
conocimiento ético de los valores). Se trata en esta obra de un estudio, de una
penetración extraordinaria, sobre la relación entre la vida moral y el
conocimiento de los valores morales. Aquí se palpa un empeño —netamente
filosófico, no meramente exhortativo— que marcará toda la vida de Hildebrand:
la explicación y disipación del error moral y del mal moral mediante el
alumbramiento de la verdad y del bien. Las circunstancias, varias veces
dramáticas, de la vida y sociedad en las que vivió Hildebrand le obligarán a un
compromiso decisivo con la verdad y a la imperiosa necesidad de defenderla.
Tras habilitarse, comienza
Hildebrand su docencia en la Universidad de Múnich. Por entonces, junto con los
demás miembros del llamado “Círculo de Gotinga”, se distanció de la evolución
idealista —a juicio de ellos— del pensamiento de Husserl. A esos años debemos
su importante trabajo Metaphysik der Gemeinschaft (Metafísica de la comunidad,
1930) y algunos otros escritos éticos más breves. Pero a partir de ese año 1933
la situación política se hace insostenible para Hildebrand a causa del
nacionalsocialismo, al que se oponía abiertamente. Así, se ve obligado a huir
precipitadamente a Viena, desde donde combate el nazismo desde el semanario
“Der Christliche Ständestaat” (El Estado corporativo cristiano). Pero tras la
anexión de Austria por Alemania de nuevo tuvo que huir. Esta vez pudo llegar a
Suiza, y después a Francia, donde enseñó en la Universidad de Toulouse hasta la
ocupación nazi del país galo. Con ayuda de algunos amigos (entre ellos Jacques
Maritain) logró pasar a España, y luego a Portugal, para llegar finalmente, a
través de Brasil y con la ayuda de la fundación Rockefeller, a los Estados
Unidos en diciembre de 1940.
En 1941 aceptó la oferta de
nombramiento de profesor en la Universidad de Fordham, en Nueva York, donde
enseñó hasta 1960. En 1957 fallece su esposa Margarete, y dos años más tarde
contrae matrimonio con Alice. A esos años universitarios debemos su obra moral
capital, Christian Ethics (1953; Ethics, desde su segunda edición), True
Morality and Its Counterfeits (Moral auténtica y sus falsificaciones, 1955),
Graven Images: Substitutes for True Morality (Deformaciones y perversiones de
la moral, 1957), y What is Philosophy (¿Qué es la filosofía?, 1960), entre
otros.
Sin embargo, otra serie de
acontecimientos dolorosos para Hildebrand se desataron en la segunda mitad de
la década de los 60. Se trataba de ciertas corrientes teológicas que tuvieron
lugar dentro de la Iglesia Católica en los años inmediatamente posteriores al
Concilio Vaticano II. En ese periodo hubo diversas orientaciones acerca de cómo
se debía interpretar y aplicar la doctrina conciliar, algunas de las cuales se
mostraban incompatibles con la fe que la Iglesia había recibido y transmitido a
lo largo de su historia. Hildebrand no pudo menos que lanzarse a defender, de
nuevo, lo que en conciencia creía verdadero. Esa preocupación le llevó a
escribir libros apologéticamente contundentes e incluso, en ocasiones, duros,
como Trojan Horse in the City of God (El caballo de Troya en la ciudad de
Dios), de 1967, Der verwüstete Weinberg (La viña desolada), de 1973, y multitud
de conferencias y artículos. Esta actitud combativa le hizo aparecer a los ojos
de muchos como un personaje incómodo y poco diplomático, lo cual le valió, de
hecho, cierto recelo y apartamiento de la vida pública intelectual.
Ya en los años 70, al final de
su vida, Hildebrand alcanza a escribir importantes obras filosóficas: Das Wesen
der Liebe (La esencia del amor, 1971), Ästhetik I (Estética, 1977) y Moralia
(publicada póstumamente en 1980). Falleció en 1977 en New Rochelle, cerca de
Nueva York.
Se comprende que, dada la
prolijidad de la producción de Hildebrand y los diversos intereses que motivaron
sus obras, el destino que haya sobrevenido a su figura y pensamiento resulte
dispar y no siempre justo: para algunos fenomenólogos Hildebrand atiende poco
al método; para otros pensadores su orientación metafísica es escasa; para
otros, incluso, su definida orientación religiosa, concretamente católica, le
tacha ya de antemano. Sin embargo, lo justo es decir que Hildebrand nunca dejó
de ser un filósofo y un cristiano: un filósofo de matriz fenomenológica, con un
decidido compromiso con la verdad de las cosas mismas y con los problemas de su
tiempo, y un creyente a quien su fe impulsaba e iluminaba su razón, sin
sustituirla. Su fe cristiana le prestó la fortaleza para defender la verdad; y
su discurso filosófico, aunque puede carecer a veces, ciertamente, del
detallado rigor husserliano o de la brillante genialidad scheleriana, posee
tesis auténticamente originales y una claridad y un realismo poco comunes —no
otra cosa es la filosofía— en el ámbito de la ética fenomenológica. No cabe
duda de que Hildebrand es, junto con Husserl, Scheler y Hartmann, uno de los
autores fundamentales de la ética fenomenológica de los valores; y al mismo
tiempo, uno de los personajes más apasionada y profundamente comprometidos en
el gran debate espiritual del siglo XX.
2. Ética
La mayor contribución de
Hildebrand se encuentra en el campo de la reflexión sobre la vida moral, que
concibe como la capacidad de “responder” conscientemente y de manera adecuada a
los valores moralmente relevantes. Para aclarar el sentido de su propuesta —que
se puede encontrar sustancialmente en su Ética—, el autor comienza por penetrar
en noción del valor, para lo cual se sirve de otro concepto más amplio, el de
la “importancia”.
2.1. Lo
“importante” y sus tres categorías
“Importantes” son todos los objetos
que se muestran capaces de motivar en nosotros respuestas volitivas o
afectivas, es decir, acciones o sentimientos; frente a los “neutrales”, que
sólo son capaces de provocar respuestas teóricas, meros juicios. Neutrales son,
por ejemplo, las proposiciones matemáticas; importante es, en cambio, la muerte
de un ser querido, el padecimiento de una grave injusticia, el sufrimiento de
un dolor casi insoportable, etc.
El ser importante es algo
peculiar, de suerte que si todo resultara ser finalmente importante no nos
hallaríamos ante una trivialidad, ni afirmar que algo es importante sería la
expresión de una tautología, sino de una verdad universal profunda. Una muestra
de que nos hallamos ante una propiedad peculiar, irreducible a otras, es que la
oposición entre lo positiva y lo negativamente importante no es una oposición
de contradicción (como la que se da entre lo existente y lo no existente), sino
de contrariedad. Es decir, lo negativamente importante no es la mera ausencia
de importancia positiva, y viceversa.
A continuación, Hildebrand
advierte la existencia de un género de respuestas exigidas por el objeto y de
otra especie de respuestas que tienen su razón en el sujeto. Las primeras
revelan —de acuerdo con el método fenomenológico que atiende fielmente a la
correlación entre actos y sus correlatos— que el objeto no es importante sólo
para nosotros, sino también en sí mismo. En cambio, las segundas tienen el
objeto por importante sólo porque resulta subjetivamente satisfactorio para
quien lo vive. Esta diferencia en los fenómenos de respuesta refleja una
diferencia en los objetos importantes mismos como importantes, es decir, una
diferencia en la propiedad general de la importancia. El estudio de las
distintas categorías de lo importante no se refiere a algo del ser humano, y
por ello no pertenece a la Filosofía del hombre, sino a un ámbito distinto, a
la Axiología (al igual que las categorías de la predicación pertenecen a la
Lógica, no a la Psicología).
Hildebrand muestra la
diferencia entre dos clases fundamentales de importancia mediante la
comparación de dos casos de objetos importantes: un elogio y un acto de perdón.
El resalte de la importancia del elogio tiene sentido para el que recibe el
cumplimento, mientras que un acto de perdón se muestra como merecedor de
importancia en sí mismo, para cualquiera que lo vea.
Ciertamente, esta distinción
en el seno de la importancia, dado que ésta es cualidad simple, sólo es
susceptible de mostración indirecta por medio de las vivencias respectivas.
Esto es, se trata de una diferencia evidente. Y es evidente justo sobre la base
de la evidente diferencia de los dos modos de vivencias. Al vivir algo como
subjetivamente satisfactorio lo vivimos siempre como dependiendo exclusivamente
de un “para alguien”, mientras que la vivencia de algo importante en sí excluye
cualquier “para”. El carácter esencial de la diferencia entre la motivación de
lo subjetivamente satisfactorio y la de lo importante en sí descubre que esas
dos categorías de lo importante son asimismo esencialmente distintas, y no sólo
gradualmente diferentes. Y Hildebrand reserva el término “valor” para lo
importante en sí o intrínsecamente importante.
Además, este fenomenólogo
detecta aún una tercera categoría de importancia a partir de vivencias como el
agradecimiento o el perdón: lo importante como “bueno objetivo para la
persona”. Lo así llamado contiene tanto un rasgo objetivo de importancia
(positiva o negativa, es decir, un bien o un mal) como una también esencial
referencia a una persona concreta, justamente aquella que resulta objetivamente
beneficiada o perjudicada.
El descubrimiento y fina
distinción de las categorías de importancia es seguramente la aportación más
original de Hildebrand a la ética fenomenológica, y es capital para comprender
todo su pensamiento. Esto se debe a que la vida moral radica en la relación
entre la persona y lo importante, y precisamente la relación entre los objetos
que portan esos dos tipos de importancia y nosotros (o sea, nuestras
respectivas respuestas) muestran un orden de fundamentación formalmente
opuesto. Así, en lo sólo subjetivamente satisfactorio la causa de que algo sea
bueno y lo tengamos por tal es que nos agrada; mientras que en los casos de lo
importante en sí, la relación de fundamentación se invierte, es el objeto el
que causa o fundamenta nuestra atracción. Y ello tiene como consecuencia que lo
importante en sí —lo valioso— exija o reclame, por razón de ello mismo, una
respuesta determinada, una respuesta adecuada al objeto. Dicha exigencia varía
lógicamente según la altura del valor portado por el objeto y que se presenta
tanto en las respuestas volitivas como en las afectivas.
Pero antes de hablar de esas
respuestas adecuadas (y de las inadecuadas), conviene describir algo más la
naturaleza del valor y algunas de sus clases.
2.2. El
valor y sus clases
En primer lugar, el valor es
primario respecto de todo apetito. Muchas veces admiramos algo por su valor
(como por ejemplo una acción generosa de otra persona) sin apetito alguno, sin
que queramos ni podamos apropiárnosla (para nuestro desarrollo moral, en este
caso). Por otro lado, aun en los casos en los que un objeto valioso desarrolla
o sacia una apetencia, el valor no se deja nunca reducir a la mera capacidad de
saciar ese impulso. Pues para poseer dicha capacidad hay que tener ya una
cualidad valiosa previa e independiente del apetito, una cualidad con sentido
propio e intrínseco, no relacional. Hildebrand —como sus maestros fenomenólogos
(Husserl y Scheler, y remotamente Brentano)— ilustra esta irreductibilidad del
valor en analogía con el ámbito de lo verdadero. Consecuentemente, Hildebrand
rechaza aquel reduccionismo aunque no se refiera a algún apetito o tendencia
concreta, sino al desarrollo de la entera naturaleza humana como tal. Por más
que lo valioso desarrolle y perfeccione la naturaleza humana, no es ese
desarrollo la razón última de su valía. Y quien sostiene que lo valioso lo es
por desarrollar la naturaleza humana, está suponiendo que la naturaleza humana
y su desarrollo son ya algo valioso de suyo.
La disciplina que estudia y
describe las notas de los valores es la Axiología. Las más claras de esas
notas, cuya exposición vio un desarrollo magnífico en la obra de Scheler, son
la polaridad, la altura y la materia. Pero la aportación acaso más original de
Hildebrand en este terreno es la distinción entre dos grandes dominios en que
puede dividirse todo el reino de los valores: el de los valores ontológicos y
el de los cualitativos. Veamos todo ello.
Lo importante en general se
presenta con un signo o con su contrario, como valiendo positiva o
negativamente, pero no en una posición intermedia, que es justo la de lo
neutral. A esta característica se añade en lo valioso lo que propiamente se
llama “polaridad”, esto es, que a todo valor le corresponde otro de signo
contrario, como opuesto suyo. Resulta también muy interesante la aportación de
Hildebrand según la cual, además de la polaridad de la oposición entre valores
de signo contrario, hay también una polaridad que llama complementaria o “amigable”.
Esta polaridad es la relación de exclusión que se da entre valores que reflejan
aspectos complementarios de un valor más general, pero que por su distancia
entre ellos el individuo portador es incapaz de poseerlos simultáneamente.
También es clara la nota de la “altura”, que permite la preferibilidad y la
jerarquía entre varios valores, pudiendo muchas veces hablar de valores
superiores o inferiores a otros. Hildebrand observa además que puede hablarse
de dos tipos de jerarquía: una conforme al distinto rango cualitativo de los
valores, propiamente su altura; y otra según el diferente grado de encarnación
de esos valores en sus respectivos portadores. La llamada “materia” del valor,
su peculiaridad cualitativa, manifiesta lo que es propiamente el “tema” de cada
valor, su esencia diferenciadora. Asimismo, la materia permite descubrir
afinidades entre diversos valores, en virtud de las cuales pueden reunirse en
especies o familias de valor (como la de los valores morales, la de los
intelectuales o la de los estéticos).
Pero Hildebrand repara en que
estas notas, que ciertamente caracterizan a los valores de las clases
enunciadas, no se cumplen todas y del mismo modo en todos los valores. Y sobre
esa base distingue los “valores cualitativos” (como ejemplo típico, los valores
morales) de los “valores ontológicos” (el valor de la persona humana,
típicamente también). Hildebrand ofrece numerosas y sólidas razones para
establecer dicha distinción, que se halla en el plano más genérico y
fundamental del universo de los valores. En primer lugar, los valores
cualitativos tienen siempre un contrario, exhiben polaridad; en cambio, los
ontológicos nunca. Como opuesto al valor de la persona estaría su no
existencia, pero esto es una carencia, y no propiamente un valor negativo. En
segundo lugar, los valores cualitativos se muestran, en varios sentidos, más
independientes de su portador que los valores ontológicos. Así, ya sólo el
concepto de cualquier valor cualitativo (el valor moral de la buena voluntad
por ejemplo) posee una definición propia, un eidos, con independencia de que lo
posea la voluntad humana u otro ser racional posible. En cambio, la definición
de un valor ontológico (como la voluntad humana) remite a la esencia misma del
portador. Además, los valores cualitativos pueden poseerse o no poseerse,
adquirirse o perderse, darse con mayor o menor plenitud. Nada de lo cual
acontece en el dominio de los valores ontológicos, pues dada una esencia está
dado su valor de modo propio y pleno. De todo ello resulta lógico el comentario
de Hildebrand cuando sugiere que en el dominio de lo cualitativo el portador
participa de un valor que le trasciende, mientras que los valores ontológicos
son poseídos inmanentemente por su portador. En realidad y a la vista de esto,
cabe preguntarse si Hildebrand debería entonces reservar el término “valor”
únicamente para los valores cualitativos.
Por último, Hildebrand habla
también de una diferencia entre valores “moralmente relevantes” y valores que
no lo son. Dicha relevancia moral es una peculiaridad de algunos valores por la
cual percibimos que la respuesta a ellos porta valor moral (como sucede con un
beneficio a otra persona, a diferencia de bienes estéticos en muchos casos). Es
decir, los valores moralmente relevantes son aquellos en los que se percibe
simultáneamente el valor mismo y su relevancia moral, y después, en virtud y a
partir de ella, el valor moral de la respuesta a ellos. Así, al responder a un
valor moralmente relevante, lo hacemos a la vez —si respondemos adecuadamente—
al valor y a su relevancia moral.
2.3. La
“respuesta” adecuada o inadecuada al valor
La acción y actitud moralmente
buena consiste, en definitiva, en “responder” adecuadamente a lo valioso
moralmente relevante. Por “respuesta” hay que entender una vivencia activa
intencional, esto es, una toma de postura consciente por parte del sujeto ante
un contenido conocido, a diferencia de meros estados pasivos. Y su carácter de
“adecuado” hace referencia a que precisamente lo valioso, como se ha visto,
exige un determinado modo de respuesta y no otro. Así como la respuesta a lo
subjetivamente satisfactorio es arbitraria, dependiente de los contingentes
gustos del sujeto, la respuesta a lo valioso sólo puede ser o adecuada o
inadecuada, puesto que depende de su correspondencia o armonía con dicho valor.
Y ha de ser adecuada según su signo, por así decir (la injusticia exige
indignación, y no complacencia), y según su altura (el heroísmo reclama
admiración, y no simple curiosidad o interés). Como se ve, la noción de respuesta
adecuada depende entera y solidariamente de la noción de valor: ambas definen
el eje de la ética de Hildebrand.
La clave de la cuestión es que
esa relación de exigencia entre la respuesta y el objeto valioso, reclamada
siempre por este último, no es una mera conformidad de ajuste. Esa exigencia o
adecuación se presenta ella misma como algo altamente preferible por sí mismo,
esto es, como algo de elevado valor. La armonía objetiva que se manifiesta en
la respuesta adecuada al valor (en realidad, la única respuesta auténtica al
valor) es algo de una importancia metafísica fundamental, una de esas
exigencias últimas del universo.
Pues bien, se trata ahora de
mirar bien lo que acontece en el sujeto que, respondiendo al valor, establece
libremente esa relación armónica altamente valiosa. La persona que responde al
valor se adecua a lo que el objeto valioso reclama, a la armonía objetiva que
rige en el universo. La respuesta al valor entraña la actitud de plegarse a lo
importante en sí, de dejarse regir por ello, de entregarse a su logos. La
persona está realmente interesada en el objeto, en algo —su valor— que reside
en él y que a él pertenece. Se da cuenta, y sobre todo lo acepta, de que a lo
valioso le corresponde atraer por sí, ser objeto de entrega, ser merecedor de
respuestas volitivas y afectivas positivas. El que responde al valor
manifiesta, en definitiva, una actitud de profundo respeto a lo que reconoce
como valioso y superior.
Muy de otro modo sucede, por
el contrario, cuando se trata de la respuesta a lo subjetivamente
satisfactorio. Quien así se comporta respecto a un objeto se interesa por él
sólo en la medida en que le produce satisfacción, y no por él mismo. Lo
subjetivamente satisfactorio es objeto de respuesta como tal por el solo hecho
de saciar una necesidad, tendencia o apetito del sujeto. El sujeto no se adecua
al posible valor del objeto, no se entrega realmente al objeto, sino que, al
contrario, pretende apropiarse de él para su disfrute y provecho. Este
contraste muestra bien la oposición entre los dos modos de respuesta, entre las
distintas actitudes que encarnan. En la respuesta a lo valioso encontramos
aquella trascendencia de la persona; en la que se da a lo subjetivamente
satisfactorio el sujeto se mantiene en su esfera inmanente en cuanto que no
sale de su propia dinámica e intereses. En realidad hay que decir que al
responder de ese modo no responde realmente al objeto, puesto que no atiende a
ninguna importancia intrínseca de él. Por eso dice Hildebrand que lo sólo
subjetivamente satisfactorio es una categoría de motivación imperfecta o
falsificadora.
Pues bien, esto es lo que
sucede también en la respuesta inadecuada a lo valioso; pero peor, por la
actitud moralmente mala que entraña. Si ante lo valioso no se responde como se
merece, entonces se responde a ello adoptando como criterio no la valía digna
de ser acogida, sino simplemente el agrado que produce en el sujeto. Es decir,
en la respuesta inadecuada a lo importante en sí —en la acción y actitud
moralmente incorrecta y mala— no se responde al objeto según la categoría de lo
intrínsecamente importante, sino que esa persona se acerca y refiere al objeto,
rebajándolo, considerándolo bajo la categoría de lo subjetivamente
satisfactorio. Es en ese cambio de actitud hacia la realidad donde anida el mal
moral. Conviene señalar que, con esta dilucidación, Hildebrand ofrece una
explicación de la acción moralmente mala más perfecta y cabal que la aducida
por Scheler (como la simple elección de un valor inferior en detrimento de uno
superior).
La persona que responde
verdadera o adecuadamente al valor, en cambio, se entrega a él, sale de sí
misma, de sus propios intereses; se trasciende. En la respuesta al valor la
persona trasciende la inmanencia de la teleología y la inmanencia del egocentrismo.
Al entregarnos al valor nos dejamos penetrar por él, nos unimos a él,
participamos de él de un modo nuevo y superior al que se da en el conocimiento
del valor, y también al que se da en el ser afectados por él. En esta
trascendencia la persona muestra una capacidad única y esencial. Se trata de la
actualización de un modo superior de libertad, de espiritualidad y de
intencionalidad. Es más, es precisamente esta capacidad de trascendencia, junto
con la que se da en el ámbito cognoscitivo, lo más esencial y profundo de la
persona.
3. Antropología filosófica
En cuanto a la concepción de
la persona humana, puede decirse que la aportación de Hildebrand se centra en
tres puntos: la metafísica de la persona, la descripción de su actividad
psicológica y su consistencia moral.
3.1.
Sustancialidad de la persona humana
La idea metafísica que
Hildebrand se hace de la persona humana es la de una sustancia. El autor
recuerda que la característica constitutiva de la sustancia es, desde
Aristóteles, su subsistencia —en contraposición a los accidentes— su ser en sí
y por sí misma. Lo cual corresponde sin duda a la persona como sujeto de sus
vivencias o actos; la persona es en sentido propio e independiente, mientras
que sus actos son sus accidentes, ya que sólo pueden ser en la sustancia. En
esto, Hildebrand se aparta de Scheler, quien huía de calificar a la persona
humana como sustancia —sin llegar tampoco a entenderla de modo puramente
actualista— por parecerle que este concepto clásico conllevaba también la idea de
invariabilidad. En efecto, la filosofía empirista había difundido la tesis de
que la noción clásica de sustancia es la de lo permanente en el sentido de lo
invariable, y la de lo incomunicable en el sentido de carente de relación. Y
siendo así que la filosofía moderna subraya con fuerza el desarrollo y la
relación como rasgos esenciales de la persona humana, resulta muy tentador el
rechazar el calificativo de sustancial para ésta. Hildebrand, en cambio,
advierte que subsistencia no implica ni invariabilidad ni opaco
enclaustramiento, y por ello entiende que la atribución de la sustancialidad a
la persona no la rebaja a cosa física, sino que la ennoblece como ser que posee
en sí su propio ser, un ser que puede a la vez existir dinámica y
relacionalmente.
En otras palabras, por mucho
que la persona se distinga y eleve sobre el resto de las sustancias, comparte
con ellas el poseer su propio ser y el no ser en otro; de lo que se trata es de
hacer justicia, a su vez, a eso que hace que la persona resalte de modo tan
sobresaliente respecto de lo no personal.
Pues bien, Hildebrand percibe
igualmente la peculiaridad de la persona humana respecto de las demás
sustancias que encontramos en nuestro mundo. Aunque formalmente, en rigor, el
ser sustancia no admite grados: o se es o no se es sustancia, este fenomenólogo
sostiene que el ser sustancia puede realizarse en grados diversos según el
carácter de “todo” unificado del ente en cuestión. Así, las cosas inanimadas o
puramente materiales son sustancias, separadas del resto, pero no resulta
abusivo considerarlas como partes de otras sustancias mayores e incluso de la
naturaleza física en general: su carácter sustancial es débil y meramente
cuantitativo. Los seres vivos no espirituales son sustancias en un sentido más
perfecto. Poseen una unidad interna de sentido y actividad; sólo se dejan
subsumir como partes de un todo mayor hasta cierto punto. Las personas son
sustancias de una manera eminente o plena. Ella posee su ser y sus accidentes
(sus actos conscientes) de una manera íntima y significativa. La persona posee
intimidad, y eso la convierte en el tipo de ser que subsiste de la manera más
perfecta. Por ello la persona nunca es mera parte de un colectivo, su intimidad
es incomunicable de modo último.
Sin embargo, no olvida
Hildebrand que la intimidad humana es consciente e intencional, o sea, es una
inmanencia que se contiene a sí misma y a algo otro. La inmanencia de la
subsistencia humana es al mismo tiempo trascendencia, tanto cognoscitiva como
volitiva y afectiva. Por tanto, la persona es también relación. La expresión
más plena de esto es el amor —cuya esencia estudia Hildebrand en un largo
ensayo con un detalle sin precedentes. En el amor, la inmanencia y la
trascendencia crecen o menguan juntas. De esta manera, la persona puede
trascenderse y relacionarse máximamente en comunidad sin perder su identidad e
intimidad sustancial; más aún, perfeccionándola. Este pensador de formación
fenomenológica se sitúa, entonces, dentro de un aspecto fundamental de la
tradición metafísica más amplia.
3.2.
Clasificación de las vivencias humanas
Como es de esperar en un
fenomenólogo, Hildebrand propone una clasificación de las vivencias humanas
distinguiendo fundamentalmente entre las no intencionales y las intencionales.
Estas últimas consisten en una relación racional y consciente entre la persona
y un objeto (como la alegría por algo); en cambio, en las no intencionales no
se da tal relación significativa, sino simplemente causación opaca (como la
simple euforia).
Entre las no intencionales
pueden encontrarse, según él, tendencias teleológicas y lo que denomina “meros
estados”. Las tendencias teleológicas son fenómenos que se desarrollan en
nosotros según una dirección inmanente y asignificativa (como la tendencia a la
conservación del individuo o de la especie mediante la nutrición o la
reproducción, respectivamente). Los meros estados, por el contrario, no poseen
una dirección inmanente: son causados por un objeto o situación (como en el
ejemplo de la euforia).
Las vivencias intencionales
pueden consistir, o bien en la recepción de un objeto, o bien en una respuesta
a él, siempre de modo intencional. En las receptivas todo el contenido está en
la parte del objeto, es él quien nos habla y nosotros le escuchamos; en las
respuestas el sujeto se siente lleno de contenido y se pronuncia espontánea o
activamente sobre el objeto. Las vivencias receptivas más típicas son las
percepciones cognoscitivas. Ellas son, además, la base de todas las otras
vivencias intencionales. Pero también hay vivencias peculiares —que Hildebrand
llama “el ser afectados”— en las que somos receptores de modo emocional (pero
intencional, a diferencia de los meros estados) de algo como importante.
Las vivencias de respuesta son
más variadas. La subjetividad humana puede responder intencionalmente a un
objeto desde los tres centros espirituales de la persona (el entendimiento, la
voluntad y el corazón): de un modo cognoscitivo, en la forma de los juicios; de
modo volitivo, en la forma del querer propiamente (es decir, de querer realizar
personalmente algo aún irreal); o de modo afectivo, en la forma general del
agrado o del deseo (hacia algo ya existente o ante algo irrealizable).
Estas últimas respuestas, las
afectivas, van a jugar un papel decisivo en el pensamiento de Hildebrand,
porque constituyen un campo enormemente rico y sin el cual no es posible
hacerse cargo de la profundidad y densidad de la vida moral humana. Es ésta,
sin duda, una de las aportaciones fundamentales a la reflexión ética que ha
venido del ámbito de la fenomenología ya desde Brentano, denunciando el error
—sobre todo empirista— que supone relegar los fenómenos afectivos a una clase
en la que reine el relativismo, la ceguera de lo no intencional y la completa
pasividad por parte del sujeto. En las respuestas afectivas, según Hildebrand,
no campea el relativismo y la arbitrariedad, sino que constituyen auténticas
vivencias superiores, espirituales, racionales y significativas, y por
consiguiente también morales (como la indignación frente la injusticia, la
gratitud ante la benevolencia ajena o la veneración hacia lo santo; o como el
odio o el desprecio). Lamentablemente, el uso habitual del lenguaje no nos
ayuda mucho, pues la ambigüedad de términos como “afecto”, “deseo”,
“preferencia”, “sentimiento” o “emoción” no favorece la claridad psicológica
que se necesita. Es verdad, por otra parte, que estas respuestas afectivas van
acompañadas de la sanción o consentimiento de la voluntad, pero ellas mismas no
son propiamente voliciones.
Y hay aún otra diferencia que
Hildebrand descubre en el seno de las vivencias intencionales de respuesta
según su diverso grado de profundidad y permanencia: las llamadas respuestas
“actuales” y las “sobreactuales”. Las primeras están limitadas esencialmente en
su existencia a la vivencia consciente (como el desagrado ante un dolor de
cabeza), mientras que las segundas poseen por esencia una existencia más allá
de su ser vividas actual y conscientemente (como el amor que tenemos a una
persona). El primer fenómeno existe mientras se vive, y si se repite aparece
como una nueva entidad; el segundo permanece siendo una única entidad aun
cuando sólo se actualice ocasional y diversamente.
3.3. La
libertad, las dimensiones morales y el conocimiento moral humanos
A la vista del entero panorama
de las vivencias humanas, Hildebrand trata de localizar y describir aquellas
que pueden calificarse como morales. Fundamentalmente, afirma —de acuerdo con
toda la tradición filosófica— que lo moral es lo libre. Y otra aportación de
este filósofo es su énfasis en que la libertad se da de diversas maneras. De
modo directo y pleno son libres los actos voluntarios, sobre ellos ejercemos un
dominio e imperio inmediato. Pero también hay otras formas de la libertad: la
cooperadora y la indirecta. La cooperadora consiste en tomar postura mediante
la aprobación o el rechazo de vivencias que encontramos ya existiendo,
espontáneamente, en nuestra subjetividad (como cuando, por ejemplo, aprobamos
la alegría natural ante un suceso afortunado, o cuando rechazamos un movimiento
espontáneo de envidia ante un éxito ajeno que nos desfavorece). La libertad
indirecta se endereza no ya a vivencias que existen en nuestro espíritu, sino
más bien a crear las condiciones, en la medida de lo posible, para el
surgimiento de nuevas vivencias que no está directamente en nuestro poder crear
(como cuando, por ejemplo, trato voluntariamente de dirigir la atención de mi
mente hacia sucesos beneficiosos, procurando así indirectamente que surja en mi
espíritu un sentimiento de alegría o esperanza, y desaparezca, acaso, un estado
de tristeza). En realidad, más que de formas de libertad, se trata de formas de
su influjo y alcance; pero de unas formas capitales para abarcar todo el ámbito
moral humano y, sobre todo, la entera tarea del progreso moral.
De esta manera, Hildebrand
dibuja el campo de la moral según tres grandes esferas. La primera es la de las
respuestas de la voluntad o las acciones en sentido estricto. La segunda
comprende las que llama “respuestas concretas”, entendiendo con ello dos clases
de respuestas: las respuestas volitivas que no conducen a la acción y las
respuestas afectivas (como el arrepentimiento, el amor, la esperanza, la
veneración, la alegría; o actos como el perdón o el agradecimiento). La tercera
esfera de la moralidad es la formada por las cualidades permanentes del
carácter de una persona, es decir, por el ámbito de las virtudes y de los
vicios, que Hildebrand entiende como respuestas sobreactuales a un valor. Se
trata de actitudes de respuesta vivas, activas, y a la vez permanentes. Ellas
son las que definen más profundamente la calidad moral de la persona y
consisten en auténticas opciones fundamentales por los valores, que
naturalmente no disminuyen el valor de las acciones concretas sino que buscan
manifestarse en éstas. Así, la base y raíz de la vida moral es la decisión
general y sobreactual de ser moralmente bueno, de responder adecuadamente a lo
valioso, en contraste con respuestas inconscientes o superficiales.
Verdaderamente, Hildebrand se
anticipó a la reivindicación de la virtud (y de los sentimientos) de la que
diversos pensadores se han hecho portavoces (desde G. Abbá hasta A. MacIntyre).
Este fenomenólogo ve en la reducción de la ética moderna a la sola acción
ocasional uno de los lastres más importantes a la filosofía moral de los
últimos siglos, tanto de signo empirista como kantiano.
Sin embargo, como se advirtió,
no toda respuesta a valores posee valor moral, sino sólo la respuesta a valores
moralmente relevantes. Ahora bien, la verdad es que Hildebrand no aborda la
tarea de determinar las razones últimas en las que descansa la distinción entre
lo moralmente relevante y lo moralmente irrelevante. Tan sólo señala algunas
determinaciones que ayuden a distinguir ambas esferas. Y, además, advierte que,
aunque la respuesta a un valor moralmente relevante es la fuente principal de
la moralidad, no es la única: hay otras fuentes de valor moral, si bien todas
están conectadas, de una u otra manera, con la respuesta a un valor moralmente
relevante. Esas fuentes de moralidad son algo así como situaciones de las que
surgen normas de moralidad, situaciones en virtud de las cuales unas acciones
se presentan como buenas o malas, como permitidas o prohibidas. Hildebrand
enumera hasta nueve: la respuesta a un valor moralmente relevante; lo que llama
el tesoro de bondad de una persona; la respuesta al bien objetivo para otra
persona; la misma respuesta para con uno mismo; la obediencia a una autoridad
auténtica o legítima; las libres vinculaciones, como las promesas y
compromisos; las relaciones del derecho; la llamada “situación metafísica de la
persona” como ser contingente; y la motivación como factor decisivo para la
moralidad de una respuesta en general.
Por otro lado, cuando
Hildebrand se adentra en el interior de la persona humana justamente atendiendo
a su motivación, descubre en ella lo que califica como “centros de moralidad o
inmoralidad”, o sea, ciertas actitudes fundamentales cualitativamente unitarias
de las que se derivan muchas otras actitudes. Dichos centros son: uno del que
proceden las actitudes moralmente buenas (el “centro amoroso y reverente de
respuesta al valor”); y dos de los que proceden las actitudes moralmente malas
(el orgullo y la concupiscencia). No son esos centros, por supuesto, elementos
ontológicos constitutivos de la persona, como sus facultades, sino las
actitudes más fundamentales que puede adoptar una persona ante el mundo valioso
en general. Por eso constituyen en el fondo el origen y de alguna manera la
madre de las respuestas sobreactuales generales que son las virtudes y los
vicios. Es muy importante advertir también que no se trata de centros situados
al mismo nivel, por así decir, pues así como el centro positivo pertenece al
sentido esencial del hombre, y éste está llamado a actualizarlo, los otros
constituyen deformaciones claras que de hecho encontramos en nuestra condición
actual.
Por último, merece una mención
especial la extraordinaria contribución de Hildebrand al problema del
conocimiento (y sobre todo desconocimiento) moral, y de su relación con el
comportamiento ético. Es muy antigua la constatación de que la conducta
moralmente mala no sólo entraña el dejar de responder adecuadamente a los
valores, sino que también va oscureciendo el conocimiento que su sujeto tiene
de ellos: fenómeno que Hildebrand denomina “ceguera” moral o axiológica y del
que quien la padece es, pues, responsable. Verdaderamente, la explicación que
este autor ofrece de dicho fenómeno no tiene igual, así como su descripción de
los cuatro tipos fundamentales de esa ceguera (y los posibles modos de
subsanarla): la que llama ceguera de “subsunción”; la ceguera por
insensibilidad; la que aparece cuando falta la comprensión para una virtud o
tipo de valor moral; y la que califica como ceguera total.
4. Filosofía de la comunidad y del Estado
Hildebrand se dedicó desde muy
pronto a la reflexión sobre la comunidad humana y sobre el Estado, interés
compartido también por A. Reinach y E. Stein. Son muy lúcidas —y en buena parte
aún por descubrir— sus detalladas investigaciones fenomenológicas sobre la
esencia y el valor de la comunidad, sobre las formas de la comunidad y sus
esferas de sentido, sobre los niveles o planos del contacto espiritual entre
los miembros de la comunidad, las diversas categorías del amor, los elementos
formales y materiales de la comunidad y la mutua relación de los tipos clásicos
de comunidad.
De entre todo ello, quizá los
mayores méritos de Hildebrand en este campo sean, en primer lugar y
adelantándose a muchos pensadores posteriores, evitar tanto una comprensión
individualista e insolidaria del individuo, es decir, sin la referencia
esencialmente humana de cada uno a la comunidad, como asimismo cualquier modo
de absorción colectivista de la persona individual en la comunidad. La segunda
gran contribución concierne al modo de concebir la comunidad entre personas de
manera que quepa percibir en ella una unidad real óntica, distinta de esas
personas individuales, gracias al vínculo amoroso entre ellas. Esto le permite
analizar con precisión las estructuras y aspectos formales de la comunidad (en
general y en sus tipos principales) irreductibles a los actos que la
constituyen.
Preocupado por las exigencias
de su tiempo (cuando avanzaban el nacionalsocialismo, el fascismo y el
comunismo), pero con unas investigaciones esenciales —y, por tanto,
intemporales—, Hildebrand se detiene con detalle en el esclarecimiento de la
escala de valores correcta y falsa de una comunidad, analizando también las
relaciones entre las dos. Además, el autor se centra asimismo en las formas de
comunidad más amenazadas por influjo del individualismo: la comunidad más
nuclear (la familia) y la comunidad religiosa (la Iglesia).
5. Teoría del conocimiento
Como también es de suponer en
un filósofo de formación fenomenológica, la teoría del conocimiento constituyó
una de sus principales ocupaciones. Hildebrand describe finamente la naturaleza
del conocimiento en general, pero aquí nos centramos en su análisis del
conocimiento concretamente filosófico, a diferencia del prefilosófico.
5.1. El
conocimiento filosófico
La raíz de las notas del
conocimiento en general es la evidencia plena de la esencia de lo conocido. Una
evidencia que no es sino la donación del objeto de manera que permita idear
generalizaciones y proponer juicios universales. Pero ciertas generalizaciones
no son propiamente filosóficas por no surgir de evidencias plenas, sino
limitadas o inadecuadas, y los juicios resultantes de este último género de
donación del objeto son prefilosóficos. Para la descripción del conocimiento
filosófico, Hildebrand se sirve, entonces, de la aclaración de la evidencia
plena mediante la nota de la universalidad y de otra que le va aparejada pero
de sentido distinto, la necesidad. La universalidad se refiere a la necesidad
formal de lo genérico respecto a los individuos (una necesidad formal del
juicio); mientras que la necesidad es la no contingencia de la verdad misma
juzgada (una necesidad interna del objeto).
Pues bien, el conocimiento
será propiamente filosófico cuando atienda a la necesidad interna del objeto,
más que a la formal de la universalidad del juicio. Y ello por dos razones.
Primera, porque el conocer filosófico, por sistemático, busca la
fundamentación, lo radical, y es del todo claro que la necesidad del objeto es
la fuente y razón de la necesidad del juicio. Segunda, porque lo propio del
conocimiento filosófico es la donación plena de la esencia misma del objeto, y
no la formalidad externa que consiste en su posibilidad de extensión a casos
particulares.
Pero si se acerca la mirada a
los juicios universales en la medida en que muestran la necesidad interna de su
objeto, se encuentra de nuevo otra diferencia importante: el objeto de un
juicio puede ser internamente necesario bien por su constitución natural
fáctica (como el que el calor dilate los cuerpos), bien por su esencia
inteligible en cuanto tal (como el que los valores morales presupongan un ser
personal). En el primer caso se trata de una necesidad basada en la observación
sensible, no absoluta en cuanto que lo contrario no es absurdo; por ello se
dice que es la necesidad natural de lo contingentemente dado. En el segundo
caso, en cambio, la necesidad se basa no en la naturaleza considerada
fácticamente, sino en su esencia inteligible, de modo que lo contrario aparece
como un patente absurdo. Y puesto que la filosofía aspira a ser un conocer
último y radical, necesario de modo absoluto, se ocupará de necesidades como la
última considerada, dejando a las ciencias naturales las relativas a la
contingencia del mundo.
Así, Hildebrand define el
conocimiento filosófico como aquél que contiene necesidad esencial en sus
juicios; aquel que consiste, en definitiva, en una intuición esencial: un
conocimiento que, por el hecho de no necesitar confirmación empírica, lo llama conocimiento
a priori. Esta expresión denota, ciertamente, independencia de la experiencia,
pero este autor distingue enseguida y con nitidez dos clases de experiencia:
las llamadas “experiencia de existencia” y “experiencia de esencia”. Se trata
de dos contactos cognoscitivos distintos. El conocimiento filosófico se mueve
en la dirección de la esencia, no de la existencia; y, en su validez, es
independiente de la experiencia de existencia, no de la experiencia de esencia.
Naturalmente, no puede haber experiencia de esencia alguna sin una donación
perceptiva de ésta, pero esa donación no tiene por qué ser de presencia actual,
puede obtenerse en el recuerdo, en la imaginación e incluso en la alucinación.
Además, Hildebrand compara el
conocimiento apriórico o de necesidades esenciales con otros tipos de juicios
distintos pero emparentados con él: los juicios tautológicos o analíticos, y
los juicios de fundamentación. Asimismo, se esfuerza por distinguir el
apriorismo que él sostiene, el fenomenológico, del apriorismo kantiano: el de
Kant es una necesidad estructural del pensar; el de Hildebrand es una necesidad
esencial de lo pensado.
5.2. El
objeto del conocimiento filosófico
Al campo de objetos del
conocimiento a priori Hildebrand lo denominará asimismo —siguiendo a Reinach—
como lo a priori sin más, llegando a preferir hablar del conocimiento de lo a
priori a hablar del conocimiento apriórico. Este sencillo hecho no es una mera
denotación, sino que ilustra cabalmente el predominio ontológico, frente al
gnoseológico, de la orientación filosófica de estos autores.
Como el conocimiento
filosófico se da y desarrolla en la dirección de la esencia, Hildebrand procede
a observar los tipos de esencia para delimitar el campo de los objetos del
conocimiento filosófico. Y lo hace considerando los tipos de esencia según los
tipos de unidad que se dan en los seres, una nota ciertamente formal, pero
intrínseca y altamente significa de su consistencia. Esos tipos o grados son
tres. Primero, las unidades casuales, es decir, la unidad de un conjunto cuyos
elementos se encuentran relacionados sólo fáctica y accidentalmente (como un
montón de piedras). Segundo, la unidad que llama de “tipo auténtico”, esto es,
formas ya intrínsecas, unas quididades de sentido consistente (esencias como el
agua, el oro o el león); de ellas cabe definición genuina, pero dependen
completamente de la experiencia del mundo tal como es contingentemente o de
hecho. El grado superior de unidad son las unidades esencialmente necesarias,
esencias que se nos dan de modo pleno (como la esencia del ser viviente, de
triángulo, de persona, del amor, o de rojo). Al buscar una región ontológica
donde situar este último género de objetos, Hildebrand los califica como modos
de ser “ideales”; significando aquí únicamente que son de una naturaleza
esencialmente necesaria, válida con independencia de toda posición y
circunstancia existencial.
De esta manera, el objeto del
conocimiento filosófico se orienta primordialmente a las esencias necesarias o
ideales. Primordialmente porque, no obstante, no todo lo a priori interesa a la
filosofía, y además hay hechos no a priori que son objeto de conocimiento
filosófico, entre los que se encuentran muchos hechos moralmente relevantes.
Aquí Hildebrand recurre a su noción fundamental axiológica, afirmando que a la
filosofía le interesa todo lo que posea una “importancia central”, bien por la
universalidad e importancia estructural del objeto, bien por la densidad de su
contenido.
5.3. El
método filosófico
A la vista de lo anterior, Hildebrand
concibe el conocimiento filosófico como eminentemente intuitivo y trascendente,
oponiéndose con detalladas argumentaciones a todo inmanentismo y subjetivismo,
sea éste de corte relativista o de corte idealista. En sus dilucidaciones,
resulta particularmente original la finura de las distinciones entre los
diversos sentidos en que algo puede llamarse “subjetivo”, referidos tanto a los
actos del sujeto como al objeto de dichos actos.
También se ve Hildebrand en la
necesidad de defender la intuición esencial frente a otras sospechas y
objeciones: ante la acusación de presunto idealismo, pues con este método no se
rechaza lo real ni se postulan unas ideas subsistentes allende la realidad;
ante el temor de que la intuición intelectual se distancie de la realidad
concreta y viva, ya que, por el contrario, es la que penetra más íntimamente la
realidad; ante la objeción de irracionalidad, pues se trata de inteligibilidad
de sentido y valor; y ante el reproche de incontrastabilidad, porque la
donación de lo evidente no es que no pueda contrastarse de otro modo, sino que
no lo necesita.
Pero Hildebrand plantea,
entonces, la pregunta por la causa de tanto desacuerdo en la filosofía, que
presuntamente trata de evidencias. La cuestión la plantea sobre todo en contraste
con la aparente certeza y unanimidad en las ciencias experimentales. Sin
embargo, según él, esa supuesta prioridad de las ciencias experimentales no es
tal. En primer lugar, porque la evidencia intelectual no es menos segura que la
percepción externa, antes bien es al contrario. En segundo lugar, porque en la
filosofía se pretende más profundidad y certeza que en las demás ciencias, pues
se tiene por la ciencia más fundamental y necesaria. Y en tercer lugar, porque,
en realidad, lo controvertido en filosofía no son tanto las intuiciones
esenciales cuanto las hipótesis y superestructuras que algunos filósofos
construyen injustificadamente sobre éstas.
A pesar de todo, es innegable
que no parece fácil la coincidencia de los filósofos aun en muchas intuiciones
esenciales. Pero la razón de este hecho es más compleja, pues tiene una doble
raíz, intelectual y moral. Intelectual porque para la intuición apriórica, como
para toda percepción, hace falta un órgano apto para ello, y tratándose del
modo de conocimiento más perfecto y penetrante, dicho órgano debe estar
especialmente afinado, cosa que no siempre sucede. El componente moral se
refiere a las disposiciones suficientes tanto para ver en su plenitud, también
de valor, una esencia, como para aceptar los resultados que la penetración
intelectual ofrezca y exija. Ello tiene lugar en la medida en que objeto de la
filosofía es también y sobre todo aquello que afecta y compromete el sentido de
la propia existencia.
En definitiva, lo a priori se
nos da a todos de una manera directa, inmediata e inteligible, pero no con
igual claridad; es decir, ese conocimiento puede ser profundizado y
explicitado, alcanzándose sólo entonces un pleno conocimiento a priori. El
conocimiento apriórico de las esencias y de hechos esenciales se alcanza, pues,
tras exploraciones sucesivas, penetraciones intelectuales en las que
descubrimos realmente nuevos aspectos y brillos, verdades, de la profundidad
del objeto. Pues bien, justo porque a la intelección filosófica se llega sólo
tras un proceso de explicitación de lo evidente, que a veces es largo y penoso,
puede y debe hablarse de método filosófico.
Respecto al método mismo en
cuestión pueden apuntarse algunas notas de su peculiar proceder. El presupuesto
primero es, lógicamente, tener una experiencia de esencia inicial. Después, sin
necesidad ya de la presencia del objeto, sino a partir de cualquier
representación posterior, pueden llevarse a cabo sucesivas intuiciones
intelectuales cada vez más profundas. Hildebrand advierte con agudeza que la
inteligibilidad ganada de la esencia no es lo mismo que su definibilidad ni que
su demostrabilidad. Éstas no son la forma suprema de la inteligibilidad; al
contrario, ellas se apoyan en la intuición evidente. Por otro lado, el método
filosófico y el de las ciencias naturales son distintos. Cualquier intromisión
de uno en otro termina siendo perjudicial, y la única relación entre ellos no
es de subordinación, sino de mutua influencia. Así, la filosofía ilumina las
ciencias en diverso grado dependiendo del objeto, y las ciencias ofrecen y dan
lugar a problemas filosóficos respecto de objetos o, sobre todo, respecto a su
conocimiento.
Por último, resulta
interesante mencionar la explícita calificación que Hildebrand atribuye a su
método como fenomenológico. Este pensador distingue dos formas muy diversas de
la llamada “fenomenología”. La primera es la iniciada por Husserl en sus
primeras obras y continuada por Reinach; la segunda es la que Husserl
desarrollaría a partir de 1913. Hildebrand se considera, junto con otros
condiscípulos de Husserl, continuador de la primera, al tiempo que rechaza con
la mayor energía la segunda, por considerarla en último término idealista.
Además, respecto a la presunta irrupción —por obra de Brentano y de Husserl— de
un nuevo método en la historia del pensamiento, Hildebrand aclara que no es
nuevo, ya que toda auténtica filosofía lo ha empleado desde sus inicios, aunque
con desigual fortuna. Sin embargo, sí es nueva —en su opinión— la purificación
de ese método, que no pocas veces a lo largo de la historia se ha mezclado con
hipótesis y abstraccionismos poco fundados; y también es nueva la conciencia
más explícita de esa purificación como método. Es novedosa especialmente en
Hildebrand la fundamentación epistemológica del método sobre la base de la
distinción de tipos de unidad y de esencia, o con otras palabras, la
fundamentación ontológica del método fenomenológico en lo a priori (algo ya
previsto pero no desarrollado por Reinach).
6. Su influencia en el pensamiento religioso
Hildebrand fue, además de
filósofo, un apasionado defensor de la fe católica desde su conversión, y es
bien conocido como tal. Desde muy pronto dedicó estudios a la profundización de
la doctrina cristiana y a su defensa frente a abusos por parte de la autoridad
(como en la época nazi), o por parte de la relajación moral y de la
incomprensión del misterio cristiano.
Son acaso tres las formas de
influencia de Hildebrand en el pensamiento religioso. Primera, las obras sobre
la liturgia y el amor matrimonial y sobre la sexualidad en general. En ellas el
autor pretende siempre resaltar, de acuerdo con su entero pensamiento
axiológico, la peculiaridad y sublimidad de los valores de lo sagrado y de la
pureza, integrada ésta en el valor de la dignidad humana. Los valores y su
jerarquía constitutiva eran siempre la guía de su pensamiento y discurso, así
como el enriquecimiento de la persona cuando se pliega y entrega a ellos.
Fueron muchos los padres conciliares del Concilio Vaticano II (entre ellos
Karol Wojtyla) que leyeron esos escritos antes de la asamblea conciliar. La
segunda forma tiene lugar precisamente tras dicho concilio y desde las ideas
alumbradas antes, con la denuncia audaz y neta de los abusos y
malinterpretaciones de la doctrina conciliar, así como defensa sin ambages de
la moral sexual sostenida por la Iglesia en la encíclica Humanae Vitae. Todo
ello le acarreó no pocas críticas y silenciamientos, que sin embargo no le
doblegaron. No obstante, tal vez sea más conocida su influencia, en tercer lugar,
como autor espiritual, gracias a su profunda obra Nuestra transformación en
Cristo y a otros escritos sobre la santidad, y no menos también en virtud de la
ejemplaridad de su vida.
7. Bibliografía
7.1. Obras
de Dietrich von Hildebrand
a) Escritos
recogidos en “Obras completas”
(Gesammelte Werke, J. Habbel
Verlag y W. Kohlhammer Verlag, Regensburg y Stuttgart; estos diez volúmenes de
obras en alemán —muchas aparecidas antes en inglés— no incluyen, sin embargo,
todos los escritos del autor)
Vol. I: Was ist Philosophie?,
J. Habbel, Regensburg 1976 (¿Qué es filosofía?, Ed. Encuentro,
Madrid 2000).
Vol. II: Ethik, J. Habbel,
Regensburg 1973 (Ética, Ed. Encuentro, Madrid 1997).
Vol. III: Das Wesen der Liebe,
J. Habbel, Regensburg 1971 (La esencia del amor, EUNSA, Pamplona 1998).
Vol. IV: Metaphysik der
Gemeinschaft, J. Habbel, Regensburg 1975.
Vol. V: Ästhetik I, J.
Habbel, Regensburg 1977.
Vol. VI: Ästhetik II, J.
Habbel, Regensburg 1984.
Vol. VII: Idolkult und
Gotteskult, J. Habbel, Regensburg 1974: Substitute für wahre Sittlichkeit
(Deformaciones y perversiones de la moral, Ed. Fax, Madrid 1967); Liturgie und
Persönlichkeit (Liturgia y personalidad, Ed. Fax, Madrid 1966); Miscellanea:
Die Unsterblichkeit der Seele, Die Entthronung der Wahrheit, Die Idee der katholischen
Universität, Die Bedeutung der Ehrfurcht in der Erziehung, Gibt es eine
Eigengesetzlichkeit der Pädagogik?, Die rechtliche und sittliche Sphäre in
ihrem Eigenwert und in ihrem Zusammenhang.
Vol. VIII: Situationsethik
und kleinere Schriften, J. Habbel, Regensburg 1973: Wahre Sittlichkeit und
Situationsethik (Moral auténtica y sus falsificaciones, Ed. Guadarrama, Madrid
1960); Kleinere Schriften: Die drei Grundformen menschlicher Teilhabe an den
Werten, Die geistigen Formen der Affektivität (Las formas espirituales de la
afectividad, “Excerpta Philosophica” n. 19, Facultad de Filosofía de la
Universidad Complutense, Madrid 1996), Das Wesen der echten Autorität, Legitime
und illegitime Formen der Beeinflussung, Zum Wesen der Strafe, Über die
christliche Idee des himmlischen Lohnes.
Vol. IX: Moralia, J. Habbel,
Regensburg 1980.
Vol. X: Die Umgestaltung in
Christus, J. Habbel, Regensburg 1971 (Nuestra transformación en Cristo, Ed.
Encuentro, Madrid 1996).
b) Otras
obras
Das Cogito und die Erkenntnis
der realen Welt, en “Aletheia” VI (1994), p. 2-27.
Das katholische
Berufsethos, Haas & Grabherr, Augsburg 1931.
Der verwüstete Weinberg, J.
Habbel, Regensburg 1973.
Die Ehe, Eos Verlag, St.
Ottilien 1983 (El Matrimonio, Ed. Fax, Madrid 1965).
Die Idee der sittlichen
Handlung, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1969.
Die Menschheit am
Scheideweg, J. Habbel, Regensburg 1955.
Diktat der Wahrheit. Ein
Dietrich von Hildebrand-Lesebuch (Joseph Overath, ed.), J. Kral, Abensberg
1992.
Engelbert Dollfuβ. Ein katholischer Staatsmann. Anton Pustet, Salzburg 1934.
Heiligkeit und Tüchtigkeit,
Tugend heute, J. Habbel, Regensburg 1969 (en Santidad y virtud en el mundo, Ed.
Rialp, Madrid 1972, p. 19-112).
Man and Woman, Sophia
Institute Press, Manchester NH 1992.
Rehabilitierung der
Philosophie (D. von Hildebrand, ed.), J. Habbel, Regensburg 1974.
Reinheit und Jungfräulichkeit,
Eos Verlag, St. Ottilien 1981 (Pureza y Virginidad, Desclée de Brouwer, Bilbao
1952).
Selbstdarstellung, en L. J.
Pongratz (ed.), Philosophie in Selbstdarstellungen, Felix Meiner, Hamburg 1975,
vol. II, p. 77-127.
Sittliche Grundhaltungen, J.
Habbel, Regensburg 1969 (Actitudes morales fundamentales, Ed. Palabra, Madrid
2003).
Sittlichkeit und ethische
Werterkenntnis, Patris Verlag, Vallendar-Schönstadt 1982 (Moralidad y
conocimiento ético de los valores, Cristiandad, Madrid 2006).
The Encyclical “Humanae
vitae”: A Sign of Contradiction, Franciscan Herald Press, Chicago 1969 (La
encíclica “Humanae vitae”: signo de contradicción, Ed. Fax, Madrid 1969).
The New Tower of Babel.
Manifestations of Man’s Escape from God, Franciscan Herald Press, Chicago 1977.
Trojan Horse in the City of
God, Franciscan Herald Press, Chicago 1967 (El caballo de Troya en la ciudad de
Dios, Ed. Fax, Madrid 1969).
Über das Herz, J. Habbel,
Regensburg 1969 (El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1996).
Über den Tod, Eos Verlag, St.
Ottilien 1980 (Sobre la muerte, Ed. Encuentro, Madrid 1983).
Über die Dankbarkeit, Eos
Verlag, St. Ottilien 1980 (La gratitud, Ed. Encuentro, Madrid 2000).
Zeitliches im Lichte des
Ewigen, J. Habbel, Regensburg 1932.
7.2.
Selección de estudios sobre D. v. Hildebrand
Crosby, J. F., Dietrich von
Hildebrand: Master of Phenomenological Value-Ethics, en Drummond, J. J. y
Embree, L. (eds.), Phenomenological Approaches to Moral Philosophy. A Handbook, Kluwer Academic Publishers, Dordrecht 2002, p. 475-496.
Dell’Oro, R., Esperienza
morale e persona: per una reinterpretazione dell’etica fenomenologica di
Dietrich von Hildebrand, Ed. Pontificia Università Gregoriana, Roma 1996.
Ferrer, U., Amor y Comunidad.
Un estudio basado en la obra de Dietrich von Hildebrand, Servicio de
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Hildebrand, A. v., The Soul
of a Lion: Dietrich von Hildebrand, Ignatius Press, San Francisco CA 2000 (Alma
de león, Ed. Palabra, Madrid 2001).
Marcos Martín, J. J.,
Afectividad y vida moral cristiana según Dietrich von Hildebrand, EDUSC, Roma
2007.
Premoli De Marchi, P., Uomo e
relazione. L’antropologia filosofica di Dietrich von Hildebrand, Franco Angeli,
Milano 1998.
Rovira, R., Los tres centros
espirituales de la persona: introducción a la filosofía de Dietrich von
Hildebrand, Fundación Emmanuel Mounier, Madrid 2006.
Sánchez-Migallón, S., El
personalismo ético de Dietrich von Hildebrand, pról. de A. Llano, Rialp, Madrid
2003.
Schwarz, B., (ed.), The
Human Person And The World of Values. A Tribute to Dietrich von Hildebrand by
his Friends in Philosophy, Fordham University Press, New York 1960.
— (ed.), Wahrheit, Wert und
Sein. Festgabe für Dietrich von Hildebrand zum 80. Geburtstag,
J. Habbel, Regensburg 1970.
Seifert, J., Dietrich von
Hildebrand (1889-1977) und seine Schule, en Coreth, E., Neidl, W. M. y
Pfligersdorfer, G. (eds.), Christliche Philosophie im katholischen Denken des 19.
und 20. Jahrhunderts, III, Verlag Styria, Wien/Köln 1990, p. 172-200 (Dietrich
von Hildebrand [1889-1977] y su escuela, en Filosofía cristiana en el
pensamiento católico de los siglos XIX y XX, III, Ed. Encuentro, Madrid 1997,
p. 161-188).
— (ed.), Aletheia. An
International Yearbook of Philosophy, vol. V: Truth and Value. The Philosophy
of Dietrich von Hildebrand, Peter Lang, Bern 1992.
Vendemiati, A., Fenomenologia
e realismo. Introduzione al pensiero di Dietrich von Hildebrand, Ed.
Scientifiche Italiane, Napoli 1992.
Yanguas, J. M., La intención
fundamental. El pensamiento de Dietrich von Hildebrand: contribución al estudio
de un concepto moral clave, Ed. Internacionales Universitarias, Barcelona 1994.
8. Referencias en Internet
- International Academy of
Philosophy in the Principality of Liechtenstein (Academia inspirada en la
figura y filosofía de Dietrich von Hildebrand, con sede en Liechtenstein y en
Santiago de Chile): http://www.iap.li/
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