Aurora
Ruiz Vásquez
Julio
mi hermano, y yo, desayunamos con prolijidad pues nos esperaba un largo día de
trabajo y tal vez no probaríamos bocado hasta la noche. Teníamos casi cuatro años de dedicarnos a
acarrear troncos de árboles, que leñadores
expertos talaban sin piedad, a hachazos o auxiliándose de sierras mecánicas en
ese bosque espeso de la montaña. Los llevábamos al aserradero del pueblo, valiéndonos
de nuestra camioneta Ford. Allí los convertirían en grandes tablones y alfajías
pulidas de pino, nogal, caoba o cedro, listas para que las manos del
carpintero fabricaran toda clase de
muebles. Los ingresos nos permitían una vida sin problemas económicos y el
contacto con la naturaleza nos brindaba una vida saludable y feliz, en compañía
de los leñadores y los otros trabajadores.
Esta mañana, como una excepción, hemos
faltado a nuestro trabajo, y hemos llegado muy tarde, pues el sol en el cenit
ya enviaba sus rayos quemantes. Se imponía justificar el retraso que, con
antelación, se calificaba como una serie de escusas después de una noche de
farra, pero no fue así. Fuimos testigos de un hecho sobrenatural inexplicable;
sólo al recordarlo aflora el nerviosismo, temor y miedo que nos produjo.
Contamos la anécdota a sabiendas de la incredulidad y de no ser comprendidos.
Partimos
con los primeros rayos del sol, por la
carretera central hacia el sur. A escasos kilómetros, tomamos una desviación de
terracería cuya pendiente nos hizo disminuir la velocidad sobre terrenos secos
arenosos. Seguimos con lentitud el camino lleno de curvas pronunciadas, poco
transitadas. Caía la tarde y, muy pronto, la noche nos acompañaría. Aceleramos, pero de repente nos sorprendimos
al escuchar un ruido seco en la carrocería de la camioneta, que nos obligó a
detenernos. Además se percibía una atmósfera rara que obstruía la respiración,
acompañada de una neblina espesa de calor asfixiante para esa hora del día.
Bajé del vehículo, revisé las llantas, la gasolina, la batería y el sistema
eléctrico: todo estaba en perfecto orden, pero la camioneta no arrancaba.
Extrañados, dejamos pasar unos momentos: insistimos pero nada, la camioneta
estaba muerta. Unos hombres que pasaron nos ayudaron a empujar; imposible moverla, su gran peso no lo permitía; se había hundido en la arena como en un
terreno fangoso y las ruedas patinaban hundiéndose cada vez más. Las personas
que, solícitas ayudaron, no queriendo darse por vencidas llamaron a sus amigos
hasta completar una multitud que desplegaban todas sus fuerzas en la tarea.
Otro camión también ayudó a empujar. Cada quien externaba sus opiniones, pero
ninguno conseguía la solución posible. Preocupados, decidimos que Julio fuera a
pie, al poblado más cercano en busca de un mecánico, el cual llegó ya entrada
la noche. Revisó minuciosamente la
carrocería, no encontró desperfecto alguno, concluyó que se debía a que la
camioneta cargaba un peso descomunal, pero ¿cuál si estaba completamente vacía?
Después del calor intenso que sentimos, se vino un frío con viento helado y
lluvia tupida. En esa noche, sin luna, era desesperante la situación. En la
penumbra llegamos a observar, ayudándonos de la lámpara de mano, que la
plataforma de la camioneta estaba combada, vencida, próxima a romperse como si
en verdad hubiera cargado un peso excesivo. A esas horas no se podía hacer
nada, y nos resignamos a pasar la noche en la cabina de la camioneta, cubriéndonos
con unas mantas. La gente que nos quiso ayudar, decepcionada, poco a poco se
fue retirando. Cansados, acurrucados en la cabina conciliábamos apenas el sueño,
cuando sentimos una sacudida brusca
acompañada de un ruido estridente que nos despertó por completo, cuando
percibimos que el vehículo se movía de
un lado a otro, como una barca en alta mar; rápidamente tomé el volante y
aceleré. El camión empezó como a roncar y luego siguió su marcha sin problemas,
dejando atrás un humo gris, espeso, como
producido por la combustión de suficientes maderos, o que la camioneta se
hubiera estado incendiando. Los ojos nos ardían y perdíamos la visibilidad que,
poco a poco, se fue aclarando, y el humo haciéndose cada vez menor. Seguimos el
camino sin hablar, pero estupefactos, Julio y yo nos mirábamos de reojo, no
dando crédito a lo que acabábamos de vivir. Ya no llovía, y el sol que se
asomaba, prometía un día espléndido.
Por fin, después de aquella noche
inolvidable, regresamos al bosque a recoger los troncos y a relatar la anécdota que nadie nos creyó. No se
volvió a mencionar el asunto; hasta hoy que lo recuerdo y lo narro a ustedes,
con la misma emoción y nerviosismo experimentado aquella vez.
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