Silvestre Manuel Hernández
Investigador
de Ciencias Sociales y Humanidades,
Universidad
Autónoma Metropolitana,
Unidad
Azcapotzalco, Ciudad de México
silmanhermor@hotmail.com
Karla, Karla, cómo es que has llegado
a este punto. Me he preguntado, sin saber qué responderme. Pero sí sé que la
confesión alberga mucho encono contra la vida; cuando uno la hace es como si
devolviera al tiempo esa parte de añoranza no alcanzada, es como si uno
quisiera purificar su alma a base de exteriorizaciones verbales, pero en cada
una de ellas se cometiera una indignidad mayor al hecho mismo de sentirla.
Porque, con el tiempo, el vacío llega a uno y las cosas toman otro tinte; y en
él, los recuerdos, el presente, los deseos gritan su presencia y se apoderan de
nosotros. Y sólo ahí, solamente así, es cuando reparamos en la historia
personal, en lo que va quedando en la estela del olvido.
No sé si algo de ello trascienda lo individual, la miseria humana, las
ansias de ser, el desencanto, las secuelas lógicas de la nada. Sí sé de la
ausencia de la alegría, de los días desventurados, del error de los anhelos;
del camino trazado y de lo que habría de soportar.
En algunos momentos tuve la valentía de mandar todo al diablo, de
intentar bordear el destino y hacer lo que me gustaba, o más que gustarme, me
daba un poco de ánimos para sobrellevar la existencia. Si fue una distracción o
un pretexto para no afrontar el origen del problema, fuera de mis manos, valió
la pena, su finalidad tácita se cumplió, porque estoy aquí, dando testimonio de
lo sucedido, aunque en el fondo no haya un sentido.
Algunas cosas me permitieron sostenerme en pie, como el cariño de un ser
querido o algunos regalos de la vida, pero ni aún así supe ni sé
cuál es el objetivo de tales hechos. Nunca he sabido cuál es el fin de mi vida:
si es que hay alguno. De vez en cuando me interrogo, cuando dejan de pasar las
cosas que tienen que pasar, que tienen que pasar, pero no hay respuesta, las
palabras se niegan a salir de ahí en donde están, de esa parte de mi cuerpo que
con ansia y desesperación me pone ante mí misma, vacía, sin nada qué decirme,
sólo sufriendo eso inefable. Alguna vez llegué a
escuchar una especie de queja, y al principio creí que era mi voz, o eso que el
sentimiento impulsa hacia afuera, que transforma en palabras, cuando se cree
entender su significado, pero no era mi voz. También escuchaba mis pasos, mis
ruidos por el mundo, mi desvanecimiento a cada segundo y en cada espacio donde
las cosas eran por no ser y donde yo me cosificaba en algo movible con cierto
grado de conciencia, inservible, más allá de ayudar a darme cuenta de mi
intrascendencia, mas los pasos ya no eran míos. Lo interno y lo externo era una
sola cosa, un oscilar continuo, un anegamiento de tiempo vivido y perdido, un
grito desde el recuerdo opacado en el ahora, pero con el temple suficiente,
siempre callado, para torturarme en el futuro, en esa presentificación
distendida cuyo significado se extraviaba en lo lejano del vivir y en una
autorreferencia cuyo sentido consiste en anularse. Pero no, la queja, o lo que
haya sido, tenía otro alcance, imperceptible para mi por cualquier medio. Ahora
me doy cuenta y acepto mis limitantes. Todavía suelo escuchar el ruido, y creo
que tal vez toda queja no sea otra cosa que miedo a guardar silencio y dejar
las cosas como están, abandonarse a ellas, miedo a la separación, al
señalamiento, a la aceptación de la culpa.
Por todo eso, hoy quise hacer algo distinto, cambiar mi actitud ante lo
inmediato, ante el porvenir certero. Hoy quise ver a través del viento y del
tiempo. Ver por encima de esa gente que pasa, que se esconde que huye que muere
que grita que se lamenta, que ríe que pide, que da paso a paso un poco de su
muerte, que brinda algo de lo que le queda en los sesos lo mucho que conserva
en los huesos sin pedir un instante de vida, sin vivir un instante de aliento
sin llorar un poquito de tiempo. Ver cómo cae la lluvia cómo cae la vida cómo
moja los techos cómo lava la vida, y sentir en cada fibra de mi antiguo de mi
nuevo de mi eterno de mi pobre cuerpo, el retumbar de los golpes del suelo de
los truenos del cielo de los gritos de anhelo, sin ver que no somos vistos ni
oídos ni llamados, que... Que sólo somos ignorados desgraciados.
Hoy quise ver el interior de nuestra alma, el interior del interior que
no tiene interior, ni olor ni sabor ni color ni pasión ni creencia ni deseo ni
fe ni recuerdo, que sólo tiene la vana ilusión de cambiar con la vida, de
transformarse, de burlar lo predispuesto, el orden natural de las cosas, para contemplar a los demás, aquí,
allí, ahí, impávidos, arrojados al azar, viendo cómo ruedan los cambios, cómo
no avanzan los hombres, cómo no cesan los ciclos: ¡cómo no muero en los
cambios!
Hoy no quise morir ni sufrir ni reír, hoy quise superar esta situación,
saber que vale la pena vivir, agarrarme a cualquier ilusión y decir que eso
es lo que me sostiene en la vida. Hoy quise llorar, llorar hasta quedar vacía,
hasta que se me secara el maldito espíritu y echar fuera todo el agrio
sentimiento de regresar a ti y a mí y encontrar lo único encontrable de esta
vida, lo en sí, lo regocijable de los demás, de sí,
de ti, de mí: la extinción permanente.
Hoy quise hacerme a la idea de que no hay desgracias en mi vida, ni
frustraciones ni cosas más reales a mi imaginación o al sueño despierto o a lo
que acaba mientras lo digo o lo siento o lo libero. Hoy quise tantas cosas, sin
pecado sin felicidad sin haberte visto llorar y no saber qué hacer ni qué decir
ante lo humano que se te escapaba por los ojos por los gestos por los poros por
el llanto, yo ya no quise soñar ni acusar ni rezar, ni tocar tus manos buscando
salida, arañando la vida; hoy sólo quise mirar lo eterno, la sutileza de la
nada, la divinidad del mecanismo vacuo del ser humano.
Ya sólo pretendo escuchar mi memoria, sea cual sea su reclamo, así se
trate de una censura por tomar la decisión primera, única, antes del acto
libre, del cancelamiento de todo preguntar. Quiero atender sus indicaciones,
desde la ingenuidad, la malicia, la perversidad, la nobleza, lo trasparente, lo
puro, lo humano, la queja y el reclamo, la búsqueda incesante fuera de mí,
nunca satisfecha por no regresar la mirada a cada uno de mis miembros, de las
cosas en donde me esparcí.
Pero no, hoy sólo es un día más, independiente de cualquier voluntad.
Por eso nada debo de justificarme ni explicar a nadie, las cosas simplemente
sucedieron así, sin tomar en consideración mi sentir o mi arbitrio. Cuando me
di cuenta lo inevitable estaba a mi lado, y al intentar reconstruir los hechos,
una y más veces caigo en lo mismo: para qué tantas preguntas habituales. Sé de
mi abuso con tanta interrogación, reconozco mi desperdicio de vida, acepto mi inutilidad, y sin embargo sigo
aquí, entre los recuerdos, los días, el ayer; sé del costo tan alto de todo
esto, pero no sé quién lo cobrará: la carga del pecado la llevo a cuestas. Mas
no sé qué cosa es el pecado, los conceptos y las ideas son ilimitados,
inabarcables, cuando intento ver más allá de la vana definición religiosa o
existencial, de eso que de niña me dijeron; no me satisfacen las explicaciones
generales, en este y otros aspectos, por muy doctas que sean. Esto es la causa
de mi pérdida en el monólogo.
Los diálogos internos muy pocas veces me han servido de algo, ni
siquiera al desahogo verdadero llegan. Nunca he podido sacar todo lo que me
lastima, hasta en eso he fracasado. Las palabras han sido designificadas para vaciar mi sentir, como
si éste sobrepasara cualquier descripción verbal. El anudamiento sigue ahí,
creciendo y determinando mi existir a base de perturbaciones, imposibilitándome
para deshacerme del daño. Cada día me convenzo más de mi hermandad con la nada.
Entonces la búsqueda deviene algo irracional, y caigo de manera abrupta en el
terreno de la especulación, de las figuraciones. Por eso, todo será silencio,
descanso. No más imaginaciones, no más sueños. Ojalá no más sueños, no más
viajes por esa realidad, no más desengaños al despertar.
Siempre el deslizarme a otro mundo me causa dolor. El contacto
con lo externo y cercano a mí no me dice nada, me resulta problemático, me
deprime, me conduce a un estado de autismo, de indefinición para los otros, de ser – para – mí.
Alguna vez llegué a pensar en el sueño como una forma de escaparme de lo
cotidiano, y esperaba con agrado la oscuridad, el silencio, el ulular de los
fantasmas y las penas; anhelaba vehementemente perderme entre esos seres
etéreos, perfectos en su irrealidad e inmaterialidad, impalpables con las
moléculas del aire o el tacto humano, insensibles ante cualquier muestra de
llanto o pesar, impenetrables e indestructibles para la mirada y el deseo del
soñador, atemporales, niños, jóvenes y viejos a la vez, inconscientes y
des-esperanzados de la vida, libres y autónomos, indiferentes
ante las mutaciones humanas. Pero todo fue en vano, las sentencias, los odios,
las súplicas, y el lugar en donde me encontraba me arrojaban de golpe a la
realidad, a la inmediatez e intrascendencia, a los problemas propios de
sentirme cuerpo, apariencia, capital simbólico, negación antes de ser
comprendida, discurso y nombramiento del otro, jerarquía des–jerarquizada
por la materialización del lenguaje: realidad aparte dentro de la realidad
definida y aceptada.
Sí, pensé y deseé tantas cosas. Seguramente mis anhelos no se realizaron
porque yo estaba en otro contexto, hablando y comprendiendo los hechos desde
otro espacio y otro tiempo, mientras los acontecimientos seguían su curso.
Pero... ¿acaso vale la pena seguir comentando? Tal vez baste un suspiro, no me
queda otra opción, con él digo todo y nada a la vez, sólo puedo
sentirlo, lo demás no importa, las palabras son irrelevantes, huecas, ajenas a
la experiencia interna. Lo incomunicable y esencial del suspiro excede el
pensamiento y las preguntas, y así está bien, no hay por qué quitarle su
nobleza.
Siempre quise tener a mi favor las condiciones de la vida, fuera cual
fuera mi ámbito de acción. No fue posible. Hasta la compañía sentimental y
amorosa me fue negada. Mi retribución fue dañarme moralmente y perderme el
respeto como persona. El apetito sexual lo fue extinguiendo el desengaño. Todo
a mi alrededor estaba violentado en su esencia, enajenado por seres o fuerzas
inexplicables, desnudamente crudas. Tal vez mi estulticia me nubló la razón y
me arrojó al azar, al juego de la existencia, a la probabilidad de vivir o
morir al siguiente paso: si ocurría esto, tendría la lucidez y el
tiempo necesario para actuar de tal manera; si aquello se presentaba, un as de la
manga me ayudaría a sortearlo. Si, entonces... Los condicionales se
multiplicaron y el panorama se enrareció, hasta el punto de no saber con
certeza en dónde estaba yo. Pues casi siempre actué a destiempo, el ahora sí
sólo significaba has llegado al límite una vez más, quién sabe si puedas salir
ilesa. Fue como echar una apuesta con la nada para obtener algo palpable, cuya
única perdedora, apriori, sería yo, pues empeñaba mis deseos e
ilusiones a favor de algo desconocido, más aún, hacia algo insubstancial,
arreferencial, casi en beneficio de una quimera que se volvería en mi contra
para llenarme de tristeza y frustración. Gran parte de eso trazó un sendero en
mi vivir, donde el optimismo, alguna vez cobijado, se alejó para siempre: el
mundo era eso que veía y no otra cosa, ya no había mediación entre lo
esperado por mí y lo verdadero. Ahora sólo quedaba enfrentarlo, pero
cómo, si lo único disponible eran mis manos vacías.
Día a día me convencía de la inutilidad de toda empresa, también yo iría
a dar al depósito de lo innecesario, de lo de más, de eso que sin tener por qué
existir existe, y se vuelve un obstáculo para el desarrollo de algo
imprescindible, aunque no se sepa qué, sino sólo se intuya. ¿Pero la intuición
nos lleva a una certeza, o sólo es parte de una ilusión, de una esperanza de
que las cosas no sean lo que son? No lo sé, no puedo ni afirmar ni negar nada,
mi indeterminación es espantosa, dañina, por eso con regularidad me aparto de
la gente, me sumerjo en mi mundo y trato de sobrellevar la
existencia en medio de tantas interrogantes, sin mentirme a mí misma y sin
lágrimas inútiles. Sé muy bien que a mi edad muchos actos se vuelven ridículos,
denigrantes para uno mismo y para los demás, pues generan conmiseración o
lástima, siendo esto último lo más insoportable, tanto para el causante como
para quien la siente.
Este es uno de los motivos por los cuales constantemente pienso en la
muerte, la añoro. Además, en muchas ocasiones me siento insubstancial, anegada
de nada, arrinconada en un espacio sin tiempo ni referencia, sin un otro
que lo pueda imaginar, sin valor alguno, un simple punto perdido en los
márgenes de la espera; pues qué otra cosa somos sino algo pendiente del
reconocimiento, de la delimitación de facto y de jure que trae consigo el nombrar los
seres y el hablar con – otro – de – otro – y – para –
otro.
Por eso busco, indago, espero... Algo... Alguien... No sé si algún día
lo encontraré. Por qué escapa de mí, me pregunto una y otra vez, será por el
desinterés hacia la vida, por las pocas vivencias significativas, por las
quimeras, por lo delirante del pedir, por cerrar los ojos. Lo ignoro: la
desesperanza aumenta.
¿Dónde va quedando la vida? ¿qué es la vida? Me he preguntado muchas
veces. He deseado quedarme ciega para ya no mirar por todas partes, para ya no
idealizar nada, ni a nadie, para ya no representarme a ese ser bondadoso,
amable, omnisciente, puro, íntegro: inexistente. Ya no quiero desplazarme por
este o aquél sitio, si a fin de cuentas regreso al mismo lugar de partida: un
espacio lleno de cosas, y en medio un cuerpo observando hacia el vacío, solo.
He de reconocer mi sentido de impotencia al no encontrar algo que le de
valor a mi vida; asumo mi ofuscamiento al darme cuenta que no satisfago las
expectativas depositadas en mí. Sinceramente me duele no ser lo que creo ser,
por eso me autodenigro y me comparo con cosas viles: no tengo nada qué
agradecer. Sí, mucho qué cuestionar, el por qué
nunca me ha abandonado, ha sido una constante en mí, con distintos fines y de
diversas maneras lo he utilizado, se me ha vuelto una norma inquebrantable.
Todavía me sigo preguntando tantas cosas, como si ¿a caso sirvió de algo el
garabatear las supuestas imágenes y formas que atosigaban mi pensamiento en los
momentos decisivos de mi vida, siempre los mismos y siempre hirientes, durante
los cuales yo me consumía interiormente más que ahora? Escribía por desahogo,
para liberarme un poco de tantas presiones. Creo que sólo fue una ilusión: en
el fondo soy igual a los demás, las respuestas no se han presentado.
Uno se ilusiona con esto o aquello de la vida, ya sea una persona o una
cosa, más aún, uno se hace la ilusión de que su deseo es completamente ajeno a
todos los factores humanos y materiales formadores del carácter, y con esa falsa
idea se deambula por el mundo; pero la realidad nos muestra que su concreción,
la mayoría de las veces, no depende de nuestros actos, ni del tiempo que
desperdiciamos, sumidos en la desesperación y la angustia, al preguntar ¿cuándo
se hará realidad esto o aquello?
Y hacemos todo lo posible por justificar nuestra desventura y mala suerte, en
vez de señalar al culpable.
Mas para qué sirven las quejas, el ruego, la súplica, la humillación, el
idealizarnos a un ser al cual, según nosotros, podamos recurrir cuando tengamos
un problema, cuando los seres queridos se van muriendo, cuando no hacemos sino
tragarnos la desesperación, la tristeza y el desencanto, cuando nuestra vida se
va destrozando con el paso de los días, para qué, para
qué, si todo
es una vana ilusión, un constante hundirnos en nuestra soledad, en nuestra
maldad imaginaria, en nuestra asquerosa realidad impregnada de estupidez y
mediocridad, de incertidumbre y dolor, siempre dolor. Para qué las reflexiones,
los aparentes conocimientos, los poemas, las narraciones, las obras sobre el
sentido o la esencia de la vida. ¡Qué pretenciosos somos!
Querer desentrañar la verdad de lo humano es algo graciosos, ridículo,
deprimente, digno de burla y conmiseración a la vez. Quizá sólo haya una sola
reflexión, muy en el fondo de tanta queja, sobre el por qué no suicidarse
cuando uno empieza a cuestionarse a sí mismo, en el sentido más pleno de la
ontología, sin cargas condenatorias de corte religioso, místico o mítico, y
teniendo muy en cuenta que la vida no regala nada, que esperamos en vano la
compensación al sufrimiento, al mal que nos causan los otros.
Y la posible respuesta no se da, siempre hay obstáculos para su revelación, y
uno permanece ahí, en esa incertidumbre, apostándole al demonio.
Pero esta reflexión depende de cada uno, de su historia
de vida. En
mi caso, resta poner hechos de mi vida, plasmar, untar mi propia sangre en este
espacio en blanco para que vean que no hay ninguna línea memorable, ningún acto
significativo; vomitar mi frustración, mi rabia, mi... ¿Para
qué? Si mi
queja por la soledad no se debía a la ausencia de seres,
sino al abandono y al desamparo, a todas las cosas que me demostraban que nunca
tendría tranquilidad, descanso. Pues a pesar de mi valor, de las ilusiones
concebidas, de la aparente superación psicológica de los fracasos, del ya no más tocar fondo día tras día, siempre me ocurrían desgracias, se
me presentaban problemas, hechos lastimosos que yo no propiciaba, como si todos
ellos cumplieran el encargo de torturarme y tuvieran la finalidad de hacer más
anhelante la muerte, la cancelación del dolor y el sufrimiento. Mas para qué molestar
con mis súplicas y quejas sobre el significado de algo tan palpable, muy
cercano a nuestro impulso de exterminio o aparente instinto de conservación,
como es la impredecible existencia. Para qué, si a final de cuentas nos
conformamos con un simple dicho: “no estaba en sus manos decidir sobre su
vida”. Para qué, para qué, verdaderamente, nos fue permitido
pensar y hablar, si con ello buscaríamos respuestas para el sentido personal,
para algo que ni nosotros mismos podemos decir qué es. Para qué torturarnos con
el recuerdo, esa burla constante de nuestras desgracias, para qué rememorar las
penas y las fatuas alegrías, para qué buscar la comunión con el otro igual a nosotros,
si la única solución es la muerte, la cancelación del nombre, del Verbo, el
término de la palabra, el paso del tiempo y el espacio en blanco, la obscuridad
perenne: el adiós del hombre, el despido del mal y la página inmaculada.
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