Por: Gilberto Nieto López
“Un profesor trabaja para la eternidad; y nadie puede predecir dónde acabará su influencia.”
H.B. Adams
Hace un par de días mi novia me invitó –con mucho entusiasmo– a visitar la comunidad donde trabaja. Al ver el gusto con el que realizó tal petición súbitamente acepté y me apunté para ir a conocer su escuela.
Al otro día me desperté muy temprano, implorando a las estrellas que aún no se despidieran del firmamento y me obsequiaran un par de minutos más de sueño. Como dicha petición no fue atendida tuve que dirigirme a la regadera para intentar apaciguar la flojera que me embargaba. Muy pronto, Blanca y yo, compartíamos un poco de fruta con yogurt al abrigo de la frescura matinal, custodiados por una oscuridad que aún apresaba a los primeros destellos del poderoso astro que habría de hacernos compañía durante toda la jornada.
Al llegar al mercado pude apreciar un cuantioso número de camionetas de doble cabina, un poco despintadas, con elaboradas estructuras de metal en las bateas y dirigidas por distintos hombres que ofertaban fervientemente sus servicios de transporte. Cuando por fin seleccionamos una de ellas esperamos un par de minutos hasta que la cabina se llenara por completo.
Pasamos colonias, puentes y decenas de kilómetros en terracería. Después de la primera media hora de viaje la intrincada estructura metálica –que había captado mi curiosidad– se había convertido en mi adversaria; cada piedra, bache y tope se volvía una tortura en mis piernas y espalda. Una maestra que compartía el viaje con nosotros –pero que iba más allá de nuestro destino– comenzó a abordar distintos temas educativos, sindicales y sociales, la conversación era amena hasta que habló sobre accidentes que habían sufrido camionetas de pasaje por sobrecupo y alta velocidad.
Cuando llegamos a la comunidad –acompañados por púrpuras e índigos que pronostican una buenaventura en este comenzar– caminamos un tramo largo, un viaducto interminable de sueños inquebrantables, mientras éramos escoltados por árboles que aún se yerguen por el camino como centinelas que entrelazan las puntas de sus lanzas a nuestro paso. Minutos después de llegar a la escuela los párvulos comenzaron a llegar acompañados por sus mamás; recuerdo con mucho agrado la alegría que sentí cuando cada una de ellas se dirigía a la maestra con mucho cariño y respeto, acción reproducida por sus alumnos ávidos de conocimiento. Ya iniciada su clase recordé las palabras de Eleonor Roosevelt cuando dijo que «dar amor, constituye en sí, dar educación».
Para los que vivimos y laboramos en la Ciudad vislumbramos como un simple bien cotidiano cada una de las bendiciones que tenemos; pero en aquellos lugares apartados, con escuelas sin luz ni agua, con techos de lámina, son bienes indistintos a sus necesidades básicas diarias. Sin embargo, los maestros que aman su labor llegan a cortar la maleza a sus pies y a perder la timidez al gestionar cosas para personas que se han vuelto familiares añadidos. Por ello es importante hacerles ver a todos aquellos detractores de la escuela pública que la educación tiene más de dos matices –al igual que la humanidad–, pues hay un sinfín de maestros que practican proyectos y anhelos propios del mundo idealizado de los sueños; fantasía e ideas en búsqueda de una sociedad intercultural, democrática y justa, pues como dijo Henry Brooks Adams «los profesores afectan a la eternidad; y nadie puede decir dónde se termina su influencia».
gnietol@hotmail.com
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