miércoles, 6 de junio de 2012

Abelardo y Eloísa: Relato de una pasión medieval.


Por: Marcelo Ramírez Ramírez

El llamado de Minerva

            De los amores más célebres de la historia, el de Abelardo y Eloísa no ha sido absorbido por el mito como el de Marco Antonio y Cleopatra, ni es una recreación literaria como el de Romeo y Julieta. Tampoco quedó en calidad de ornamento en la existencia de un rey guerrero o de un gran sultán. Su carácter excepcional deriva de la riqueza de sentimientos y emociones que los amantes nos permiten conocer conforme nos revelan, por sí mismos, en estilo agustiniano, los pliegues más profundos de su interioridad.

Una circunstancia afortunada hace posible el conocimiento de primera mano de los sucesos en que se vieron envueltos el maestro de dialéctica y su alumna, la hermosa  Eloísa; nos referimos a la Historia Calamitatum documento autobiográfico en forma de “Carta convencional y retórica”, donde Abelardo cuenta sus desventuras a un supuesto amigo con fines edificantes. Junto con la Historia, se ha conservado la comunicación epistolar mantenida entre el palatino y Eloísa. Utilizaremos ambas fuentes para contar, una vez, más las venturas y desventuras (más numerosas las segundas que las primeras), de este amor único en el que se mezclan los impulsos carnales y los sentimientos más puros; la maldad del egoísmo humano y la comprensión desinteresada; el peso opresivo de las costumbres y la rebeldía que provoca en sus víctimas; la fortaleza moral de los actores principales y el cansancio que tras largas luchas se adueña de la voluntad. Y, enmarcando este drama medieval de dos vidas, el peso de los prejuicios y la venganza de espíritus pequeños disfrazada de celo religioso. Aunque también habrá generosidad, comprensión y perdón para los desdichados amantes.

            Pedro Abelardo nace en la pequeña aldea de Le Pallet, el año 1079 y muere en 1142. Por tanto, su niñez y juventud pertenecen todavía al siglo Xl, pero su pensamiento y su obra maduran y corresponden por  entero a las inquietudes espirituales del siglo Xll. Estaba bien dotado para el razonamiento lógico, pero carecía de sensibilidad metafísica; no tenía disposición ni humildad para el misterio. Aunque se esforzará durante los últimos años de su vida en cultivar la virtud cristiana consistente en subordinar la razón a la autoridad de la Palabra, no parece que pudiera conseguirlo por completo. Formado en el espíritu de los clásicos e inclinado por naturaleza al racionalismo, sentía la necesidad de argumentos sólidos para alcanzar la verdad. Mucho más cerca de la filosofía en la acepción que le dieron los griegos que de la mística, intentaba a toda costa comprender la Revelación. ¿Cómo aceptar –argumentaba- lo que no entendemos? Ponía, pues, en primer término a la razón, a diferencia de Agustín, para quien la fe amplía los alcances de la razón natural: credere ut intelligas; creer para entender. Era, además, demasiado consciente de sus méritos, hasta el grado de mostrarse orgulloso. Aún es joven y ya afirma ser el único filósofo de su tiempo. Naturalmente sus alardes incomodan y como se muestra dispuesto a polemizar para probar la fuerza de su intelecto, va confirmando la imagen de hombre conflictivo que condiscípulos y maestros envidiosos de su genio se encargan de difundir. ¿Hasta qué punto puede hablarse en su caso de egolatría? Por mucho que le admiremos en otros sentidos, no puede ignorarse la propensión de nuestro filósofo a verse como un  ser superior. Por lo demás, esa superioridad la acredita la devoción de sus alumnos que escuchan con deleite las disertaciones del maestro y lo siguen cuando se ve obligado a cambiar de residencia debido a las persecuciones de que es objeto.

A través de la cátedra y escritos polémicos, empuja al pensamiento, -al decir de Etienne Gilson-, hasta límites de rigor intelectual de los que ya no será posible retroceder. De esta manera participa en la creación de las condiciones intelectuales que harán posible el esplendor de la escolástica del siglo Xlll, cuyo mérito más alto es desechar la enseñanza basada en la autoridad, sustituyéndola por “el diálogo entre contendientes que se respetan mutuamente”, (1)  como lo hace notar el gran conocedor del pensamiento medieval Joseph Piepper. Esa virtud del que investiga y enseña, de dejar que la verdad hable por sí misma, será distintiva del magisterio de Tomás de Aquino, en el cual razón y fe logran el mayor equilibrio a que podía aspirar la Teología cristiana.

            Pedro Abelardo fue hijo de una familia de militares, aunque su padre, -comenta con satisfacción-, antes que en la espada, gustaba iniciar a los hijos en el cultivo de las letras. El suyo fue un caso de vocación intelectual inflexible, con objetivos definidos, a los cuales sacrificó, como veremos, otros valores esenciales. En la Historia Calamitatum se refiere a su decisión en lenguaje metafórico: “abandoné el campamento de Marte para postrarme a los pies de Minerva.” (2) A partir de este momento lo posee ese espíritu nómada que será un rasgo constante de su magisterio. Recorre “diversas provincias disputando” y termina en París, convertida en “ciudadela de la cristiandad”;  a donde llegan estudiosos de todos los rincones de Europa, atraídos por el prestigio de las escuelas de Chartres y de San Víctor.

De inmediato se inscribe en los cursos de dialéctica que imparte Guillermo de Champeaux. Desde el principio lo acompañan los éxitos y los tropiezos; los primeros debidos a su talento, los segundos a su afán de ser siempre el primero. Con Guillermo de Champeaux, terminará  disputando sobre el problema clásico de los universales, en un ambiente enrarecido por las intrigas de sus condiscípulos y su actitud arrogante. No es este el lugar para entrar en los detalles técnicos de la discusión, baste decir que el prestigio de Guillermo de Champeaux quedó destruido después de retractarse de su posición inicial y de la que adoptó enseguida para escapar, comenta Gilsón, de su implacable adversario. La enemistad rencorosa del viejo maestro empieza a perseguirlo y lo seguirá a lo largo de los años. Presionado por las circunstancias, Abelardo cambia de residencia por algún tiempo, aunque retorna a París atraído por todo lo que la ciudad promete a un hombre joven de su condición, promesas que en su caso no quedarán defraudadas. Su prestigio se va consolidado a causa de su entrega al estudio y a una conducta enmarcada en la moderación y la continencia, que entonces se tenían como prueba de una vida cristiana ejemplar. Pero, aunque Abelardo consigue superar sus instintos poderosos por un tiempo, no disfruta de paz ni estabilidad. Hace un breve paréntesis en sus actividades y viaja a Bretaña requerido por su madre para arreglar asuntos de familia.

De vuelta en  Francia prosigue sus estudios, esta vez bajo la dirección de Anselmo de Laón. Y, una vez más, se siente defraudado; con ironía cruel caracteriza al maestro de Teología: “era maravilloso a los ojos de los que le veían, pero una nulidad para los que le preguntaban. Dominaba admirablemente la palabra, pero su contenido era despreciable y carecía de razones. Al encender el fuego, llenaba de humo la casa, no la iluminaba con su luz”. (3) La experiencia con Guillermo de Champeaux en el campo de la filosofía se repite ahora con Anselmo de Laón en el de la Sagrada Escritura. En determinado momento, los condiscípulos de Abelardo, quizá deseando poner en evidencia su temeridad intelectual, lo retan a demostrar su capacidad en la exégesis, en lugar de sólo cuestionar a Anselmo. Desde luego acepta gustoso y glosa “la oscurísima profecía de Daniel”, prueba difícil de la cual sale vencedor según lo cuenta con no disimulada satisfacción. La aureola del joven maestro se vuelve más brillante, pero también crece la animadversión a su persona. El lo achaca simplemente a la envidia de sus detractores. Nos asalta la pregunta: ¿Cómo alguien que dedicó parte de sus empeños a dilucidar la naturaleza de las pasiones no fue consciente o, al menos no lo fue del todo, de su propensión a la vanidad ostentosa? En su Ética postula la prioridad de la intención sobre la acción, pero en su propio caso, no parece advertir que ha sido infiel al puro amor de la verdad que debe inspirar la investigación filosófica. Porque lo que ha buscado, ante todo, ha sido probar su capacidad para encarar las abstrusas cuestiones teológicas. No por ello su aportación deja de ser, en este campo, de gran importancia, pues en adelante las demostraciones de la teología no podrán evadir las objeciones lógicas. Maestro en las sutilezas de la argumentación, Abelardo dejó la enseñanza inapreciable de la coherencia del discurso que aspira a la validez filosófica.  

            Los conflictos académicos aunque trascienden y son comentados fuera de las aulas, no afectan la imagen pública de Abelardo, más bien lo envuelven en una atmósfera de personaje singular, llamado a grandes cosas. Encarna el ideal del sabio austero que mantiene el control de sus pasiones. Cuenta cómo, pese a la admiración que provoca en el sexo femenino, rehúye por igual a las mujeres de la nobleza y a las prostitutas. Hombre de pasiones intensas dirigidas a un solo objetivo, buscará el amor en una sola mujer, si bien esta afirmación habremos de matizarla, porque Abelardo nunca se entregará por completo a Eloísa como ella, en cambio, no dudó en hacerlo con él. Veamos pues, cómo sucedieron las cosas.

El poder de Afrodita

Cerca de donde Abelardo imparte clases, vive Eloísa, joven de apenas dieciséis años, bajo el celoso cuidado de su tío Fulberto. Eloísa es bella, inteligente  y, cosa  rara en ese tiempo, tiene afición a la filosofía y la literatura clásica; domina el griego y el latín. Es, en suma, una criatura extraordinaria. Abelardo la elige como objeto de conquista, igual que un general elige un castillo codiciado y diseña el plan para asaltarlo. Así lo cuenta en la Historia Calamitatum, poniendo a descubierto, a fuer de sincero, la malicia con la que observa las debilidades ajenas. Sabe de la avaricia del tío y solicita una habitación para vivir en la casa de éste a cambio del pago correspondiente; además, ofrece dar clases gratuitas a la sobrina, en cuya educación el avaro tiene especial interés. El ardid surte efecto y Abelardo queda listo para tomar su presa como “el lobo famélico a la oveja”, para decirlo con sus palabras. Eloísa le es confiada para que le enseñe “día y noche” y la corrija con dureza de ser necesario, de acuerdo a las pueriles instrucciones de su celoso tutor; Abelardo las acepta con regocijado asombro. Después todo ocurre según lo previsto por el seductor; Eloísa corresponde a la pasión de Abelardo con idéntica fuerza pasional, acompañada de los más delicados y nobles sentimientos femeninos.

            Pocas descripciones hay en la literatura capaces de transmitir los estados de alteración de la vida anímica, que acompañan al deleite pasional de los sentidos, como lo escrito por nuestro filósofo en la Historia Calamitatum. Dejémosle la palabra: “con el pretexto de la ciencia nos entregamos totalmente al amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Había más besos que palabras. Mis manos se dirigían más fácilmente a sus pechos que a los libros. Con mucha más frecuencia el amor dirigía nuestras miradas hacia nosotros mismos que la lectura las fijaba en las páginas. Para infundir menos sospechas, el amor daba de vez en cuando azotes, pero no de ira. Era la gracia –no la ira- la que superaba toda la fragancia de los ungüentos. ¿Puedo decirte algo más? Ninguna gama o grado del amor se nos pasó por alto. Y hasta se añadió cuanto de insólito puede crear el amor. Cuanto menos habíamos gustado estas delicias, con más ardor nos enfrascábamos en ellas, sin llegar nunca al hastío. Y cuanto más dominado estaba por la pasión, menos podía entregarme a la filosofía y dedicarme a las clases. Me era un tormento ir a clase y permanecer en ella. Igualmente doloroso me era pasar en vela la noche esperando el amor, dejando el estudio para el día. Tan descuidado y perezoso me tornaba la clase que todo lo hacia por rutina, sin esfuerzo alguno de mi parte. Me había reducido a mero repetidor de mi pensamiento anterior. Y si, por casualidad lograba hacer algunos versos eran de tipo amoroso, no secretos filosóficos. Buena parte de esos poemas –como sabes- los siguen cantando y repitiendo todavía en muchos lugares esos a quienes sonríe la vida”. (4) 

            El idilio no podía durar demasiado; el engaño era evidente para cualquiera y el amor siempre comete imprudencias. El tío de Eloísa aunque tarde, termina por enterarse de lo que sucede en su casa. Abelardo que siempre tiene a mano la cita oportuna recuerda un texto de San Jerónimo: “solemos ser los últimos en conocer los males de nuestra casa y los vicios de nuestros hijos y cónyuges, mientras los cantan los vecinos”. (5) Descubierto el engaño, los amantes se ven obligados a separarse, lo que trae consigo una mayor comunicación de las almas, sin que la pasión de la carne disminuya. Así, pasados los primeros días de la vergüenza, Abelardo y Eloísa continúan su relación a través de recados escritos y, cuando pueden, en encuentros furtivos plenos de ardor. El resultado de tanto amor será un hijo. Tan pronto Eloísa se sabe embarazada, le comparte su felicidad, solicitándole, junto con su consejo, saber qué piensa hacer sobre el particular. La solución tendrá tintes románticos; Abelardo rapta a Eloísa para llevarla a la casa de su hermana, en donde nace el niño a quien su madre da el curioso nombre de Astrolabius. Igual que otros hijos de padres famosos su nombre se perderá en el anonimato; sólo se sabe de él que fue clérigo.

Tragedia y arrepentimiento

Sin embargo, la situación no había quedado resuelta ni mucho menos y nuestro filósofo lo sabe. Busca la reconciliación con el agraviado Fulberto, sin medir los alcances del resentimiento que éste ha venido cultivando. Conocedor de los principios de la lógica, el palatino sabe poco o nada sobre la psicología humana. Y así, como enseguida veremos, él mismo coopera a su desgracia. Abelardo ofrece unirse en matrimonio “con la que había corrompido; con tal de que se hiciera en secreto y mi fama no sufriera detrimento alguno.” (6) Pese a los abrazos y besos con que sella el pacto con Fulberto, el arreglo es pura apariencia; en el fondo, el tío de Eloísa no queda conforme, más bien su odio tiene nuevos motivos que le envenenan el alma. Por su parte, Eloísa tampoco está de acuerdo con el casamiento aunque por razones completamente diferentes. Le parece estar privando a la filosofía de una lumbrera; piensa y así se lo comunica a Abelardo, en la decepción de los discípulos y de los filósofos cuando se enteren del suceso. Incluso hace un retrato crudo de la vida sujeta a las necesidades e incomodidades del hogar que impiden al sabio la dedicación completa a la filosofía por atender a los hijos. ¿Racionalización de una mujer que no deseaba privar de libertad al hombre para quien esta libertad lo era todo? Es posible; lo que si revelan los argumentos es ese desprendimiento que, ya dijimos antes, es uno de los rasgos más bellos de su personalidad. El gesto de Eloísa corresponde a un modo de ser extraordinario conocido como integridad personal. La generosidad de nuestra heroína se condensa en las palabras con que culmina sus argumentos y que Abelardo recoge y trasmite a la posteridad: “que sería para mí –añadió finalmente Eloísa- sumamente peligroso traérmela conmigo. Sería más de su agrado para ella –y para mi honroso- que la llamara amiga mejor que esposa, y que me mantuviera unido a ella sólo por amor y no por vinculo nupcial alguno. Y que, si habíamos de estar algún tiempo separados, gozaríamos de unos goces tanto más intensos cuanto más espaciados”. (7) Y, por último, la intuición femenina la lleva al presentimiento funesto: “sólo queda una cosa –dijo- para que suceda lo último: que en la perdición de los dos el dolor no sea menor que el amor que lo ha precedido”. Tampoco en esto –como todo el mundo sabe- le faltó el espíritu de profecía”. (8) 

            Pese a todo, la boda se consuma en secreto en París. Los acompañan únicamente Fulberto y unas pocas amistades. Después cada quien se marcha por su lado; los esposos se verán pocas veces y a escondidas. Aquí el relato se vuelve sombrío; nos imaginamos a estas dos pobres almas bajo el peso de un pecado que hoy nos es casi imposible comprender. La sociedad, las convenciones, la moral, han cambiado radicalmente y es indispensable un gran esfuerzo de empatía para captar los elementos esenciales del conflicto. Eloísa es víctima de las ofensas crueles e irracionales del tío. Este, faltando a lo pactado, junto con los criados que le sirven, difunde la noticia del matrimonio. La reacción de Abelardo consiste en llevar a Eloísa a la abadía de Argentuil, donde la hace vestir el hábito religioso de las arrepentidas, aunque ella no lo esté en lo absoluto, como lo expresará después en sus cartas. ¿Por qué Eloísa es conducida a ese sitio? La conducta del palatino anticipa ya lo que luego será propósito claro de mantener a la esposa alejada, a fin de poder cumplir con la que considera su misión. Que esta conducta, digámoslo con el término apropiado, egoísta, se prestaba a la sospecha, lo prueba la reacción de Fulberto y explica, aunque no la justifique, la terrible justicia que el vengativo sujeto se toma por propia mano.

Nuestro  filósofo describe con brevedad dramática la desgracia que marcará el nuevo rumbo de su existencia: “cuando se enteraron su tío, familiares y amigos, juzgaron que ahora mi engaño era completo, pues, hecha ella monja, me quedaba libre. Por lo cual sumamente enojados, se conjuraron contra mí. Cierta noche, cuando yo me encontraba descansando y durmiendo en una habitación secreta de mi posada, me castigaron con una cruelísima e incalificable venganza, no sin antes haber comprado con dinero a un criado que me servía. Así me amputaron –con gran horror del mundo- aquellas partes de mi cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaba. Se dieron después a la fuga. A dos de ellos que pudieron ser cogidos se les arrancaron los ojos y los genitales. Uno de ellos era el criado arriba mencionado que, estando a mi servicio, fue arrastrado a la traición por codicia”. (9)

            Lo que sigue es el escándalo, normal en una comunidad donde todos se conocen. En ese mundo con escasas novedades, es fácil suponer la multiplicación de las habladurías; el drama anda en boca de todos; muchos se conduelen sinceramente, otros fingen hacerlo; los más toman el asunto agradeciendo no ser ellos los afectados. Nuestro filosofo evalúa las consecuencias que habrá de padecer, que ya esta padeciendo. La principal, el deshonor que implica la condición de castrado. De momento se encuentra confundido y asustado porque “según la interpretación literal de la Ley Dios aborrece tanto a los eunucos que los hombres a quienes se han amputado o mutilado los testículos no pueden entrar en la Iglesia, como si fueran malolientes o inmundos, pues los mismos animales, en tales condiciones, son rechazados para el sacrificio”. (10)  Posteriormente se convencerá de que la mutilación, acaecida al margen de su voluntad, lo pone a salvo de tentaciones pecaminosas, quedando en situación de servir a Dios sin el lastre de la carne inclinada a los deseos más sucios. Que aquí predomina la visión neoplatónica del cuerpo como cárcel del alma, de la cual es preciso escapar, resalta con evidencia. Por otra parte, lo agobian las lamentaciones de los clérigos y de los alumnos; le lastima más la compasión que el dolor de la herida. A todo ello, se suma la reflexión amarga de la complacencia de sus adversarios que verán en su tragedia el justo castigo de Dios. Es de advertirse el hecho de que, aún en estos momentos nuestro filósofo no olvida su imagen pública. Tardará tiempo para que se opere en él la transformación interior que reclama la vida religiosa. Pero en esta etapa de su vida, cuando se derrumban proyectos que parecían encaminados al éxito, enfrentando un destino incierto, Abelardo se acoge a la única solución que puede considerar: entregarse a la vida religiosa. Su caso no es el de Pablo o el de Agustín; piensa únicamente en rescatar su carrera. No vacila en reconocerlo con palabras que reflejan su debilidad en forma tan conmovedora que nos obligan a compadecerlo. Su fragilidad es la nuestra, es la de todos. Si hay un fundamento próximo de la ética de la solidaridad es, sin duda, este descubrimiento de la fragilidad compartida. Leemos en la Historia Calamitatum: “confieso  que, en tanta postración y miseria, fue la confusión y la vergüenza más que la sinceridad de la conversión las que me empujaron a buscar un refugio en los claustros de un monasterio. Para entonces, Eloísa, siguiendo mi consejo había tomado ya el velo e ingresado espontáneamente en el convento. Así pues, ambos vestimos el hábito sagrado al mismo tiempo, yo en la Abadía de San Dionisio y ella en el Convento de Argentuil, que ya mencioné”. (11) 

Citas
1.-  PIEPER, Josej.  Filosofía medieval y mundo moderno.  Madrid: Ediciones Rialp, S. A., 1973, p. 247.
2.- SANTIDRIÁN, Pedro R. y Astruga Manuela (Traducción) Cartas de Abelardo y Eloísa.  Santidrián, Pedro R. (introducción) Madrid: Alianza Editorial, 1993, p. 38.
3.- Idem. p. 43
4.- Ibídem. p. 49
5.- Ibídem. p. 50
6.- Ibídem. p. 51
7.- Ibídem. p. 56
8.- Ibídem. p. 56
9.- Ibídem. p. 57
10.- Ibídem. p. 58
11.- Ibídem. p.58


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